Todos conocemos a alguien que ha leído un libro de autoayuda, tal vez en un momento de curiosidad morbosa o movido por el genuino deseo de arreglar algo que está mal en su vida. Los libros y cursos de autoayuda son una industria millonaria y veloz, que convoca a miles de usuarios y que ha hecho felices y ricos no necesariamente a estos usuarios, pero sin duda a los proveedores del contenido.

La autoayuda no es lo mismo que la religión, aunque a veces se disfrace de tal. No es un modelo para ver el mundo ni encierra un programa filosófico sobre la sociedad. Es una receta, simplificada en pasos o capítulos, a menudo ordenados alrededor de preguntas («¿Cuándo fue la última vez que se dio una pausa para admirar la naturaleza?») y escritos en el estilo más claro y didáctico posible. Nadie quiere confundir a un lector que ya de por sí está bastante confundido.

El punto central de la autoayuda es que todos somos iguales. Lo que le funcionó a un supuesto lama del Tíbet o al vendedor más grande del mundo funciona también para uno, te dicen. Quienes producen y editan autoayuda saben además que la mayoría de la gente está demasiado avergonzada y demasiado sola para atreverse a pedir ayuda profesional.

Por eso los pasos de la receta tienen que ser sencillos y cercanos. Si fueran difíciles, tomaría más de un libro aplicarlos y eso no es buena estrategia de ventas. Nadie quiere pasarse años leyendo ¿Quién se ha llevado mi queso? Parte Siete: Más queso que nunca. Por otro lado, todos hemos visto en los títulos del género abundantes citas a maestros de la filosofía y el pensamiento clásico. Muchas alusiones a Sun Tzu, Marco Aurelio, Shakespeare y Voltaire, tantas que uno suele preguntarse si en el fondo la autoayuda no será tan vieja como la humanidad.

Y es entonces cuando llega la hora de hablar del primero de nuestros pioneros: Samuel Smiles, escritor escocés, autor de Self-Help (1859), considerado el primer gran libro de autoayuda hecho y derecho. Smiles, como cuenta en su prólogo, concibió la idea de armar el texto a partir de charlas y conferencias que dictaba en distintos lugares del país. Como buen conferencista y protoexperto en el coa autoayudístico, Smiles abre con un relato de superación. Es la historia de esos humildes trabajadores y estudiantes que le convocan un día para que les ofrezca una charla en el local donde el grupo se reúne. Smiles se asombra al conocer el origen de la clase: varios de ellos comenzaron a juntarse en improvisadas sesiones en el dormitorio de una pensión, donde cada uno instruía al resto en un oficio o temática que manejara a fondo. Con el tiempo, el grupo debió moverse a un lugar más grande. Creció la asistencia y por ende creció el deseo de saber. Así terminaron arrendando a bajo precio un departamento que nadie quería tocar, debido a su antiguo uso como hospital de enfermos de cólera.

Smiles describe: «La enseñanza debe haber sido, sin duda, de un tipo rudo e imperfecto; pero estaba hecha con una fuerte voluntad. Quienes enseñaban lo que sabían al resto se mejoraban a sí mismos al tiempo que mejoraban a otros, lo que instalaba un muy buen ejemplo de trabajo».

Self-Help es un libro hecho para esa clase, real o ficticia. Es un grupo de hombres (estamos hablando del siglo XIX) de extracción social baja, pero despiertos y ansiosos de surgir. La posibilidad de educarse en los establecimientos de la elite les está negada por falta de dinero y contactos. Pero el saber universal, como lo entendía cualquier reformista decimonónico, reside en los libros y estos han democratizado la educación. Es lo que quiere explicar Smiles con su anécdota y es la idea que remarca una y otra vez en su libro con decenas de ejemplos históricos y biográficos.

Dale Carnegie copió en sus conferencias públicas un recurso teatral de los más humildes y sencillos cultos religiosos de su nativa Missouri: subió al escenario a los conversos de su método. En mitad de la charla invitaba a un grupo de personas y las hacía desfilar frente al micrófono.

Self-Help debe haber sido muy atractivo de leer en su tiempo (fue, de hecho, un superventas e hizo al autor famoso en toda Europa), pero hoy es un mamotreto de una ingenuidad conmovedora. Smiles tenía ideas reformistas sobre los métodos de gobierno, de educación y de participación ciudadana. Debajo de su prosa bienintencionada late una visión muy cruda y muy siglo XIX de la clase baja como un pozo de malas costumbres y relajo moral donde sólo algunos (los muy pocos, los muy esforzados, los muy inteligentes) merecen ascender. No es difícil darse cuenta de por qué el libro fue de enorme interés para varias generaciones de europeos y estadounidenses: la imagen del selfmade- man era igual de llamativa para el obrero y para el oficinista, para el soldado y el colono, para el rico y el pobre. Smiles no culpaba a la elite por la desigualdad de oportunidades. Más bien clamaba por una sociedad donde las elites se repletaran de personas hechas a la medida de sus voluntades, de espaldas a sus orígenes y a la protección del Estado: «Las leyes, administradas con sabiduría, asegurarán a los hombres el goce de los frutos de su trabajo, a cambio de pequeños sacrificios personales. Pero ninguna ley, por dura que sea, puede hacer al holgazán industrioso, al derrochador prudente o al borracho un sobrio. Tales reformas sólo pueden producirse por la acción individual, a través de buenos hábitos y no a través de mayor cantidad de derechos».

Carnegie

Casi ocho décadas más tarde, en 1936, el estadounidense Dale Carnegie publica Cómo ganar amigos e influir en las personas, un libro deseoso de vender desde el título. ¿Quién no quiere tener más amigos y quién no quiere influir en el resto del mundo? Carnegie era conferencista y tenía formación de actor. Durante sus primeros años profesionales se inventó un trabajo: coach de personas que quisieran hablar en público. Terminó desarrollando una carrera millonaria y publicando un libro que se vende hasta hoy.

La idea original era ayudar al lector a expresar sus ideas y necesidades de manera seductora en distintos escenarios: en un evento público, en una discusión marital, en una petición de aumento de sueldo. ¿Tiene usted una vida ingrata?, preguntaba Carnegie, ¿siente que le falta algo, que su entorno le niega las cosas y los placeres que merece? El problema está en usted, porque no ha sabido expresar sus deseos de manera convincente.

El libro de Carnegie se trata de eso. Pasa de una fórmula aplicada a una necesidad muy específica (cómo puedo hablar en público sin meter la pata) y la expande a una especie de teoría general de la conducta: de qué manera conseguimos que los demás hagan lo que nosotros queremos que hagan. Carnegie se aleja directamente de la visión espartana y bélica de Samuel Smiles. No es necesario, dice su libro, que nos embarquemos en un interminable camino de perfección personal para que seamos felices. No es necesario que aspiremos a una vida modelo para que seamos admirados o queridos. Lo único que se necesita, lo único que vale la pena aprender, es leer las necesidades ajenas para usarlas en nuestro provecho.

¿Alguna vez le ha tocado encontrarse con un jefe que le dice «No quiero que me vengas con problemas, sino con soluciones»? Carnegie indica que esa respuesta es la matriz de toda la conducta humana. La gente quiere darnos lo que necesitamos. Lo que pasa es que para dárnoslo (un ascenso, un romance, una vacación en Miami) necesitan creer que en realidad están cumpliendo un deseo propio.

Carnegie explica en uno de sus primeros capítulos que el saber de los libros no es más que una cáscara o herramienta: nadie llega donde quiere armado tan sólo con su intelecto. Como buen autor de autoayuda, deja claro que su sistema funciona tanto para el jornal como para el profesor universitario. ¿Por qué? Porque no se trata de qué es lo que uno mismo tiene en la cabeza, sino de atisbar lo que el resto del mundo tiene en la suya. «La crítica –dice en un capítulo– es inútil ya que pone al otro a la defensiva y lo lleva a resistir o justificarse a sí mismo. La crítica es peligrosa porque hiere el orgullo ajeno y enciende el resentimiento.»

Y no queremos resentimiento. Queremos amor. De eso se trata el famoso libro. Y para probarlo, Dale Carnegie copió en sus conferencias públicas un recurso teatral de los más humildes y sencillos cultos religiosos de su nativa Missouri: subió al escenario a los conversos de su método. En mitad de la charla invitaba a un grupo de personas y las hacía desfilar frente al micrófono. Cada una de ellas contaba su historia de éxito. Tras aplicar las fórmulas del libro, había mejorado su vida, su matrimonio, su rutina laboral. Eran profesionales, vendedores de tienda, taxistas, dueñas de casa. Carnegie los elegía no por su elocuencia o atractivo físico, sino por la normalidad de su apariencia.

De eso se trataba, exactamente. A diferencia de Smiles, que llenó Self-Help de ejemplos de los más preclaros y excepcionales personajes de la historia mundial, Carnegie le mostró al mundo que su método podía servirle a cualquier ciudadano de a pie. No era necesario ser un modelo de conducta. Bastaba con hacerle caso a Cómo ganar amigos e influir en las personas.

Tus zonas erróneas es un libro de autoayuda escrito en los años setenta para gente que tiene la capacidad de retención del año 2019. Todas las ideas son recalcadas y reubicadas y todos los postulados reaparecen en cada capítulo.

Ello explica que el libro de Carnegie se parezca más a un instructivo militar que a un ensayo sociológico. Está lleno de listas y frases para el bronce y sigue siendo el modelo básico para la mayoría de los libros de autoayuda que se producen hoy. Es más: algunas de sus máximas son bastante sensatas. Por ejemplo, en una reunión donde debes hacer que tu contrincante cambie de idea, «deja que la otra persona hable mucho más que tú». Y, en vez de decirle que tu idea es correcta e imbatible, «preséntala en la mesa como un desafío difícil que sólo pueden abordar ambos trabajando en equipo».

Carnegie, sobra decirlo, fue muy popular en la elite de los gerentes y dueños de empresas de la Norteamérica de entreguerras. Su texto prometía soluciones no sólo para el logro de objetivos personales, sino también para disfrazar cambios operativos que en algunos casos terminaron con cientos de empleados cesantes debido a la naciente automatización de las industrias.

¿Quién puede necesitar habilidades blandas con más urgencia que el obrero ansioso por una mejor paga? El jefe que está a punto de despedirlo.

Zonas erróneas

Wayne Dyer nació en 1940, cuatro años después de la publicación del libro de Dale Carnegie. Su biografía de juventud es importante porque la convirtió en parte de su trabajo y la mencionó en su libro más famoso. Dyer nació en Michigan, de una madre de clase obrera. Tras la fuga de su padre, terminó pasando parte de su infancia en un orfanato y al terminar el colegio se enroló en la Marina. Sacó una licenciatura en Educación en su paso por la universidad y se convirtió en consejero estudiantil de diversas escuelas, así como en profesor de la St. John’s University de Nueva York.

Fue en esas clases donde desarrolló los conceptos que luego expondría en Tus zonas erróneas (1976), el libro de autoayuda que todos conocemos aunque sólo sea de nombre, y que muchos de nosotros vimos en las bibliotecas y comedores de nuestras familias cuando éramos niños en los años ochenta. Tus zonas erróneas se convirtió (junto con El vendedor más grande del mundo, de Og Mandino) en la biblia informal de toda una generación de chilenos y latinoamericanos. Se editó en muchos países, desde luego, pero en Chile fue, por unos años, la clase de libro que te citaban en el colegio, que discutían los profesores durante el recreo y que vendían en fotocopias mal encuadernadas en las ferias libres.

Dyer (escribiendo en un mundo post-años sesenta y post-hippismo) ya no se movía en la esfera de Smiles o la de Carnegie. Su objetivo no era crear mejores ciudadanos ni personas capaces de controlar a otros vía el verbo. Su objetivo era más crudo y primario: demostrar que nuestra insatisfacción no viene del exterior, sino de las «zonas erróneas» en nuestra mente. ¿Por qué no te conviertes en concertista de piano o en jugador de fútbol profesional? Según el sentido común, porque no tienes las aptitudes. Según Dyer, es porque te has dejado ganar por ideas de fracaso. Alguien te dijo cuando eras niño que nunca ibas a poder y te lo creíste. Por suerte, ahí está su libro para sacarte del marasmo y enseñarte que TÚ  ERES LA SUMA TOTAL DE  TUS OPCIONES. Tus alegrías o penurias son tu responsabilidad. Tu disfrute o sufrimiento del momento presente es algo que solo nace de tu actitud.

El libro, de hecho, termina con el famoso test de las veinticinco preguntas, el supuesto retrato de una persona que «ha eliminado todas las zonas erróneas y que vive en un mundo emocional controlado internamente en vez de externamente». Las preguntas eran tan bobas y al mismo tiempo tan cautivantes que recuerdo cenas en mi casa donde mi madre y sus amigas se pasaban horas leyéndolas y hablando de ellas. Preguntas como «¿Tus motivaciones son exteriores o interiores? ¿Te has liberado de tu necesidad de justicia y equidad? (!) ¿Eres un hacedor o un crítico? ¿Eres capaz de evitar preocuparte por el futuro?».

Y mi favorita, una pregunta que parece sacada de una película de los hermanos Coen: «¿Puedes evitar describirte a ti mismo empleando términos absolutos?».

Tus zonas erróneas es un libro de autoayuda escrito en los años setenta para gente que tiene la capacidad de retención del año 2019. Todas las ideas son recalcadas y reubicadas y todos los postulados reaparecen en cada capítulo. Es probable que eso revele el origen del libro en charlas y conferencias de sala de clases, o puede ser que Dyer haya deducido correctamente que el público duro de su texto iba a ser gente con serios problemas de comprensión lectora.

No estoy siendo burlón: un gran tema de Tus zonas erróneas es la apelación a sentirte inadecuado, tonto, incapaz de aprender o ciego a las verdades básicas de la vida. Todo eso, para Dyer, es un lastre impuesto por la opinión ajena. Las zonas erróneas son, en estos postulados, las cicatrices que impiden que la conciencia fluya libre y la persona exprese su potencial. «Si tu estancia en la Tierra es tan corta, debería ser por lo menos agradable. En pocas palabras, se trata de tu vida; haz con ella lo que tú quieres». Esta frase, que es la clase de consejo que uno escucha de un abuelo muy viejo o de un amigo muy borracho, está reformulada en el libro de Dyer al menos veinte veces. Y en apariencia, dados los millones de ejemplares que se han vendido del texto desde 1976, hay mucha gente que necesita escucharla de alguien que parece saber de qué está hablando.

Incluso aunque quien esté hablando haya sido acusado de plagiar ideas de terapia, como le ocurrió a Dyer. El psicólogo Albert Ellis lo acusó en una carta de robarle técnicas de su Terapia Racional Emotiva Conductual (publicada en un libro en 1962) sin darle crédito en su best-seller. Al mismo tiempo, en el más puro espíritu Dale Carnegie, Ellis sumó a su queja varios comentarios elogiosos acerca de Tus zonas erróneas, diciéndole a Dyer que era un muy buen libro y que sin duda había ayudado a un gran número de personas.

Dyer escribió varios libros después. Su carrera, a diferencia de las de Samuel Smiles y Dale Carnegie, se cruzó con la explosión de la autoayuda tal como la conocemos hoy día. Desde el Control Silva hasta Tony Robbins, desde Yo estoy bien, Tú estás bien hasta Los martes con Morrie, la autoayuda ha crecido y es una sección en cualquier librería que se precie de tal. Incluso ha llegado a rizar el rizo, produciendo en las últimas décadas libros de anti-ayuda o que se presentan a sí mismos como ataques contra la frivolidad del género, sólo para terminar entregando su flamante lista de consejos propios e infalibles.

El dramaturgo David Mamet decía que el exito del drama amoroso radica en una verdad muy simple y es que, al final del día, todos queremos a alguien que nos tome la mano en la oscuridad. Cuando una película romántica triunfa, es porque ha validado de forma elegante un deseo universal. En otro carril, cuando un libro de autoayuda conecta con miles de lectores, también lo hace validando un deseo: queremos ser felices sin que nos cueste demasiado esfuerzo. La vida es dura y mañana hay que ir al trabajo. Tal vez no leemos autoayuda con el objetivo de aplicar sus máximas, sino simplemente para sentir que lo intentamos. Triunfar en la vida y alcanzar nuestro completo potencial puede ser aterrador. En ese aspecto, la autoayuda es una forma solapada de ciencia ficción: una receta para inventarnos una voluntad de cambio que en verdad no tenemos, y para darle a nuestra rutina un sentido heroico que nunca estuvo ahí.