Haciendo un análisis muy superficial de diferentes profesiones, podríamos clasificar éstas como respetables, penosas e ingratas. Un ejemplo paradigmático de labor respetable es la medicina. Uno va a un médico y le dice: “Oiga, doctor, mire es que llevo ya unos días en que me duele aquí”. Y el galeno responde: “No te preocupes, eso no es más que un granito de sebo; podría mandarte a que te lo sacaran, pero mejor te tomas una pastilla cada dos horas durante quince días de este remedio que te voy a recetar, que por cierto sólo vale 18.500 pesos, IVA incluido, y trae diez píldoras cada envase, y verás que ese bultito desaparece sin más”. A los quince días el paciente fallece, pero no por eso el médico pierde su respetabilidad. Conclusión: los muertos no hablan.

Un oficio al que podríamos catalogar como penoso sería el de minero, pues todos estamos más o menos al tanto de las dificultades en que esta profesión se desenvuelve la mayoría de las veces. Si a eso añadimos la incompatibilidad de la minería con las armas de fuego, tendremos que concluir que a la penosidad se suma el riesgo vital, y esto nos lo podrían aclarar muy bien las víctimas que tuvieron la desgracia de estar presentes en la Escuela Santa María de Iquique el 21 de diciembre de 1907. Y aquí entra la segunda conclusión: los muertos siguen sin hablar.

En cuanto a la ingratitud de algunas especialidades laborales, aquí hay que hablar no de una, sino de dos profesiones. Éstas son director técnico de una selección nacional de fútbol y corrector de textos. Usted, estimado/a lector/a, se preguntará el porqué esto es así. Sencillo: la mayoría de los hombres (y también algunas mujeres), como entienden mucho de fútbol, son seleccionadores/as potenciales de este deporte y quitan y ponen jugadores cada cual a su antojo. Por lo que se refiere a la corrección de textos, aquí habría que manifestar que como todas las personas saben leer y escribir (bueno, quise decir casi todas), eso mismo ya las convierte en correctoras de textos. Nada más lejos de la verdad. Tercera conclusión: los vivos sí hablan, y a veces de más; pero el refrán dice que “zapatero, a tus zapatos”.

Esto no tendría mucha importancia si las personas que se dedican a “corregir a los correctores” fueran gente del común sencilla y corriente. Lo grave es cuando estos “correctores” resultan ser escritores ilustres y periodistas con un gran pedigrí, algunos de ellos, incluso, premios nacionales de la materia correspondiente.

Un escalón, digamos, más arriba de la corrección de textos se encuentra la corrección de estilo. Mientras que el trabajo del corrector de textos se limita a identificar los motes y observar la puntuación, el de estilo, además de lo anterior, corrige la redacción, unifica mayúsculas y detecta errores de fechas, nombres, situaciones, etc., aparte de ser un complemento del editor, cuando no el editor mismo. Cuarta conclusión: en la autoría de libros y artículos periodísticos proliferan las estrellitas que lo saben todo, y terminan siendo la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro.

Si hacemos una reflexión sobre esta última conclusión, veremos que estas estrellitas son mucho más que Dios. ¿Por qué? También sencillo: Dios creó el mundo en seis días, y el séptimo no le quedó más remedio que descansar, pues debió sentirse fatigado ante tan descomunal obra. Las estrellitas, sin embargo, no descansan, y no sólo eso, sino que también son polivalentes, multipropósito o… (Lo siento, es que no sé cómo se dice; uno tiene sus limitaciones). Así, nos podemos encontrar con individuos/“as” (este último término es para no repetir tanto lo de estrellitas, y no se me ocurre otro) que son escritores, periodistas, médicos, directores y guionistas de cine y de teatro, críticos literarios (o sea, son el huevo y la gallina), columnistas e, incluso, profesores de universidad (por favor, estudiantes, huir como de la peste de estos docentes que no os enseñan otra cosa que no sea su ombligo). Última conclusión: no es oro todo lo que brilla.