Empecé citando la primera frase de una novela de Muñoz Molina: “Vine a Madrid para matar a un hombre al que no había visto nunca”. Después, la primera del libro inmortal de Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Y a continuación –soy miope– me puse las gafas para ver quién estaba entre el público. Vi a Victoria Camps (tardé cuarenta años en enterarme de que era mi prima), a Soledad Puértolas, a los Herralde y a mis amigos Vigil y Manzano. Entonces, hice ver que consultaba mis notas y dije: “Vine esta tarde aquí a hablarles de un hombre al que hasta el día de hoy sólo había visto un minuto en mi vida”.

Un minuto terrible, añadí.

Alejandro Rossi me miró. Tal vez pensó: ¿adónde quiere ir a parar este hombre? Un minuto terrible, repetí. Y pasé a hablar de la tarde en Coyoacán en la que cruce unas breves palabras con Rossi. Yo había ido con Christopher Domínguez a la presentación de una antología de poetas norteamericanos de Eliot Weinberger. Presentaba Octavio Paz, que leyó un poema de William Carlos Williams que me impresionó enormemente: “El descenso”. Al terminar su lectura, me pregunté si es que el poema era realmente muy bueno o era que Paz lo había leído excepcionalmente bien. Fue tal la huella que dejó en mí ese poema que originó el tema y la estructura de lo que acabaría siendo mi novela Lejos de Veracruz, donde se habla de la vejez, del descenso en la vida: “Nunca la derrota es sólo derrota pues/ el mundo que abre es siempre un paraje/ antes/ insospechado”.

En el cocktail que siguió a la presentación de Paz, me sentí muy feliz, paseando por el jardín de Coyoacán, pensando en los jardines extranjeros de los que hablaba Juan Ramón Jiménez, conversando con los amigos mexicanos. De pronto, alguien me tocó en la espalda. Me giré confiado, sonriente. Vi a un hombre también sonriente, en quien reconocí al escritor Alejandro Rossi. Nos saludamos y entonces él, a bocajarro, me dijo: “Yo conozco toda tu infancia”.

No es posible, pensé. Yo había viajado hasta México precisamente huyendo de mí mismo, y ya no digamos de la infancia. ¿Por qué tan lejos de Barcelona –donde, por cierto, nadie conoce mi infancia– alguien afirmaba conocer con todo detalle mis primeros pasos en la vida? Tuve una reacción agresiva, proclamé la absoluta imposibilidad de que alguien conociera mi infancia, y menos aún en México. No llegué al insulto por pura casualidad, mi encuentro con Rossi no pudo ser más desafortunado, un minuto terrible. En vano él trato de explicarme que era amigo de Victoria Camps, mi prima.

Conté ese minuto terrible en Barcelona, y después le pedí disculpas a Rossi por mi reacción agresiva en Coyoacán. No las tenía todas conmigo, temía la reacción del escritor, temía que, por ejemplo, me dijera algo que yo había leído en El cielo de Sotero: “Todos los escritores vomitan su infancia. Es cosa de tiempo”.

No habría podido soportarlo, no habría podido continuar la presentación. Divido a los escritores en dos apartados: 1) Los que encuentran una verdadera mina de ideas en su infancia, los que se pasan la vida alimentando su prosa literaria con sus primeras experiencias en el mundo. 2) Los que no encuentran nada en la infancia, hacen una batida por sus primeros años y encuentran bien poco, quizás porque hacia la mitad de sus vidas han perdido la memoria de la niñez, que reaparece cuando son ancianos, en la segunda infancia.

Pertenezco a los escritores del segundo apartado. Sospecho que no hay nada allí, en la infancia, porque nada ha ocurrido. El poeta inglés Philip Larkin cierta vez se refirió a su infancia como a “un aburrimiento olvidado”, y escribió un poema magnífico: “Aquí está esa familia espléndida/ en la que nunca me refugié cuando me sentía deprimido”, y termina: “Nothing, like something, happens anywhere” (Nada, como algo, ocurre en ninguna parte).

Los escritores –en especial al comienzo de sus carreras– a menudo se sorprenden a sí mismos inspeccionando neuróticamente su propia infancia. Y es que los críticos nos han dicho cuán vitales son los primeros años en la sicología de la creatividad. Comenta Julian Barnes a propósito de esto: “¿Qué pasa si echamos una mirada hacia atrás y no hallamos ninguna herida útil, ninguna cicatriz psicológica, ningún estímulo temprano para la fiereza de la vida imaginativa? ¿Significa eso que no podemos ser escritores? Por fortuna, no. Todo ello significa que somos una clase distinta de escritores”.

Yo pienso que si nos sentimos comparativamente no acosados por nuestra infancia, quizá estemos en una situación liberadora, quizá esto signifique que nuestras fantasías y obsesiones, nuestro caudal imaginativo versará sobre el mundo, más que sobre el yo.

Bien, creo que el lector comprenderá por qué me sentí tan especialmente irritado aquella tarde en Coyoacán al echar una mirada atrás y encontrarme nada menos que con mi infancia.

Conté ese minuto terrible en Barcelona y expliqué que el profundo remordimiento por mi actitud agresiva de aquella tarde en Coyoacán me llevó a interesarme por la obra de Alejandro Rossi. Un título –Manual del distraído– me fascinaba especialmente, pero no había forma en Barcelona de encontrar el libro. Hacía tiempo que se había publicado y parecía haberse volatilizado.

El pasado verano en París, en casa de Óscar Caballero (el corresponsal de La Vanguardia en esta ciudad) encontré El cielo de Sotero, el primer libro que veía de Rossi. Una tarde, tras una visita agotadora al horrible Museo Picasso de París, me dediqué a leer el libro. No tardé en darme cuenta de: 1) Debía leer muy despacio, la prosa era muy inteligente y compacta. No podía saltarme ni media línea. 2) El libro seguro que tenía escasa relación con Manual del distraído, título enigmático de poderoso influjo en mí, título fascinante. 3) La singularidad de Rossi. La sensación de haber entrado en un mundo literario distinto a todos. Recordé ese placer del que hablaba Proust: “El placer que un verdadero artista nos proporciona es el de permitirnos conocer un universo más”. 4) Vi en Rossi a un autor de primera fila.

Esa tarde en Barcelona me sentí obligado a explicar qué era, para mí, un autor de primera fila. En mi opinión los autores de segunda fila no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el juego, lo mejor que pueden, a un orden determinado de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Nabokov fue muy explícito al respecto: “Las diversas combinaciones que un autor secundario es capaz de producir dentro de esos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda fila les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable”.

Dicho de otra forma: el escritor modela a hombres dormidos y manipula ansioso la costilla del durmiente. Esta clase de autor, que generalmente no encuentra nada en el “aburrimiento olvidado” de su infancia, no tiene a su disposición ningún valor predeterminado, debe crearlos él.

Expliqué en Barcelona cómo confirmé la singularidad de Rossi al recibir en casa dos libros suyos, los que debía presentar una semana después: Manual del distraído y La fábula de las regiones. Dejé el primero para el final, y me puse a leer el segundo. Me atraía tanto el Manual que lo dejé descansar en la biblioteca, actué como Raymond Roussel cuando recibió Babaouo, un libro de Dalí, y le escribió a éste lo siguiente: “Voy a esperar unos días para poder regocijarme más”.

Resumí en Barcelona en forma de telegrama las notas tomadas durante la lectura de La fábula de las regiones: 1) La unidad deriva del estilo, que organiza el punto de vista. 2) Se desarrolla la acción en una geografía americana de fronteras difusas. 3) Presencia de un erotismo maduro y muy excitante. 4) El tema es la tierra baldía, estéril, de T. S. Eliot. 5) El libro se aleja radicalmente del realismo mágico, nadie va a descubrir el hielo ni hurga en la nariz de la infancia. 6) Su secreto, su oculto centro neurálgico aparece discretamente en la página noventa y dos, cuando se nos dice que “el secreto quizá no estaba al alcance de la mano, quedaba lejos, en Toscana, en las colinas del Vicchio del Mugello, en esa mezcla antiquísima de señores duros y campesinos infatigables”. 7) Rossi era un escritor y un señor.

Al terminar de leer el Manual del distraído me dije cuánto me habría gustado hacer algo por el estilo, sin preguntarme cómo podría hacer para hacerlo. Les dije aquella tarde en Barcelona a todos los asistentes, recuerdo que levantando la voz, que pertenecía Manual a ese tipo de libros que me estimulan a escribir: “Rossi, a través de su Manual, me estimula porque le envidio”.

Y añadí sobre el libro: 1) Es antisolemne. 2) Ha sido definido –con acierto– como un libro que es un baúl de viajes, recuerdos, ensayos e invenciones. 3) Es un libro portátil. 4) Es un libro inclasificable a diferencia de la vulgaridad aplastante de la narrativa española actual, donde son pocos los que arriesgan; todo son novelas, que para eso está el mercado que las compra. 5) Es un libro que desbloquea las convencionales barreras y abre la zona de la sorpresa. 6) Es un libro que vive en la frontera y que es como una caja. Nos recuerda Manual que, al igual que en una caja, en un libro podemos depositar ensayos, relatos, digresiones, sátiras, reflexiones, recuerdos, homenajes a maestros y hasta aforismos de Lichtenberg. 7) Se exalta, en la mejor línea de Walter Benjamín, lo infinitamente pequeño. El libro está lleno de minucias, de enormes minucias, que diría Chesterton. 8) En el libro la unidad es más estilística que temática. 9) El estilo organiza el punto de vista y hay en él –como ha dicho Octavio Paz– ligereza y elegancia (“Pienso en la elegancia desesperada de una flor en el ojal”). 10) Junto a El arte de la fuga de Sergio Pitol es el mejor libro que he leído en los últimos años.

Terminado este decálogo, procedí a terminar mi historia abreviada de mis relaciones con la obra de Rossi. No quería terminar abrumando al público –sobre todo no quería abrumar a mi prima, a Puértolas, a Herralde, a mis amigos Vigil y Manzano–, no quería terminar como La conferencia, esa acuarela satírica de Orozco de la que se habla en el Manual: una acuarela en la que podemos ver a una puta vieja, sentada al revés, apoyando un codo sobre el respaldo de la silla, las manos en movimiento, despatarrada, hablando, hablando infinitamente.

En fin (dije), voy a terminar parafraseando al propio Rossi cuando, hablando de su amigo Fernando Salmerón, escribió algo que quiero aplicarle al propio Rossi: Su obra es un esfuerzo de civilización en una sociedad cruzada por la barbarie. Es justo celebrarla. También, por supuesto, es para mí un gran placer poder hacerlo. Muchas gracias a todos.

Cuando das las gracias en público siempre te aplauden. Me aplaudieron. Luego nos fuimos a cenar a un restaurante de Barcelona en el que se concentra el ochenta por ciento de la materia gris de la ciudad. Allí, tratando de sortear el tema de la infancia, me remonté más lejos, hablé de cuando todavía no había nacido; informé a Rossi sobre el día, el lugar, la hora exacta en la que fui engendrado, fui así más allá de la infancia. La conversación, hasta altas horas de la madrugada, se dejó enmascarar y, sonriendo por vocablos, liberó fantasías y obsesiones. Nos dedicamos a hablar sólo del Mundo. Al despedirnos, quedó en el aire una agradable sospecha: cualquier día de éstos podemos acabar vomitando nuestra infancia. Tal vez tan sólo es cuestión de tiempo.