Hasta los diecisiete años, viví en un país sin publicidad. Antes de los cinco había vivido algunos años sueltos, con interrupciones, en Chile, pero era tan recontrachica que no podría decir si vi, escuché o conocí eso que se llama anuncios publicitarios. Entonces por eso: hasta los diecisiete viví sin publicidad.

Aunque debo precisar: sin publicidad comercial, porque sí la había de otro tipo, ideológica, social, política. Pero en 1985, cuando llegué a Santiago desde Moscú, entonces en la Unión Soviética, me impactó la omnipresencia de avisos comerciales de todo tipo, en todo formato y en todo lugar, en una cantidad y variedad abrumadoras. La sociedad de consumo en todo su esplendor.

Venía de un país donde el Estado hacía mucha propaganda de sí mismo, de su forma de organización: el socialismo. En este año del aniversario número cien de la Revolución Rusa, la ciudad de mi infancia volvió a llenarse de banderas rojas, a pesar de que ya no fue tal la llegada al comunismo que tanto se anunciaba en los setenta y ochenta. Y también en los sesenta, cincuenta, cuarenta… pero entonces yo no vivía ahí, ni de hecho en ninguna otra parte, así que no me consta.

Esa publicidad era parte habitual del paisaje de Moscú y otras ciudades de la URSS en forma de esculturas, lienzos gigantes estirados sobre los techos de los edificios, afiches y otras. Mucho rojo y los símbolos siempre presentes: la hoz y el martillo, la estrella roja o dorada sobre fondo rojo, la imagen de Lenin y a veces de otros próceres. Siempre algún eslogan: «Adelante hacia la victoria del comunismo», «La victoria del comunismo es inevitable», «Hacia la victoria del trabajo socialista», «Gloria a la gran revolución socialista de octubre» y muchos otros.

Llegué a vivir en la Villa Olímpica, con una hermana que se había venido un par de años antes, y no teníamos tele, así que solo la veíamos cuando estábamos en otra casa. De manera que me demoré algún tiempo en descubrir la desagradable, insólita novedad de que las películas –y las teleseries, y hasta los noticiarios– eran interrumpidas cada cierta cantidad de minutos para dar publicidad: se sucedían los anuncios de jugos, planchas y neumáticos, con imágenes coloridas y escenas muy iluminadas y por supuesto muchas sonrisas.

Se iba a las pailas el suspenso, la concentración, el gusto de estar viendo algo que hacía olvidar por completo la realidad (y la realidad en esos tiempos, dictadura mediante, no era de lo más amable que digamos), algo medio divertido o medio extraño o medio romántico (en esto último las teleseries la llevaban), pero incluso cuando era algo aburridísimo esos cortes me daban mucha rabia, impaciencia, frustración. ¿Por qué tenían que existir

No tengo muy claro cómo, gradualmente, me fui acostumbrando y reaccionando a los comerciales con cada vez más calma o indiferencia, me fui aprendiendo sin proponérmelo las cancioncitas y hasta –sí, lo confieso– me fui encariñando con algunos personajes o con algunas de las minihistorias que se mostraban. Fui cayendo en las redes de la persuasión, en pocas palabras. Subyugada por los tentáculos de la publicidad capitalista.

Me gustaba (en secreto, por supuesto) el anuncio de yogur Soprole, que mostraba a veces a un niño y a veces a una niña tratando de dominar un deporte: patines, bicicleta, fútbol… La historia era siempre la misma. Los niños practicaban su deporte y les costaba, tenían tropiezos, tambaleos, caídas, lo típico. Luego quedaban levemente amurrados y eran apoyados por sus padres: con un gesto, por un papá con cara de bonachón, y con un yogur Soprole por una mamá perfecta de sonrisa perfecta (y en ese orden).

Yogur comido, problema resuelto. En las escenas finales los niños aparecían convertidos en eximios exponentes del deporte respectivo, muy felices, muy seguros de sí mismos, y completamente sanos, llenos de energía de tanto comer yogur Soprole. La cancioncita era muy pegajosa, y su letra muy pero muy positiva, transmitía optimismo (lo podemos lograr) e incentivaba a esforzarse para superar las pruebas de la vida, «con la ayuda de esas pequeñas grandes cosas que nos llevan a triunfar».

Y aunque ya entonces encontraba muy rara la frase «todos los días, la vida es algo nueva» (claro, era para hacer la rima con «pruebas», pero pudo haber una mejor opción), la cancioncita, esas imágenes, en realidad el spot entero, me emocionaban de verdad, por más que intentara aplicar feroz autocensura, «¡cómo te va a gustar, Cristina, si es solo para que la gente compre!».

Pero me gustaba. Me identificaba con esos niños perseverando hasta conseguir lo que querían, estaba de acuerdo con inculcarles a los niños la constancia, el valor del esfuerzo, de no darse por vencidos a la primera dificultad; dar lo mejor de sí siempre… Se parecía tanto a lo que nos enseñaban en los pioneros, a lo que nos decían que había que hacer para ser un buen pionero: esforzarse, no rendirse, perseverar, estudiar mucho; en pocas palabras, ser (intentar al menos) personas ejemplares, intachables.

Y sí, puedo decir –sin ninguna base científica, estadística mi demográfica– que había proporcionalmente más «buenas personas» entre el común de la gente que en este país ¿mío? Al menos nadie tenía que sacarle los ojos al vecino para subsistir. Habrá sido por adoctrinamiento, adiestramiento si se quiere, pero después de tantos años se les metió bien adentro a los ya inexistentes soviéticos la solidaridad, la capacidad para compartir, desprenderse, invitar, regalar, ayudar; en suma, para convivir de la mejor forma posible con quienes les tocara convivir. Y eso era real, se sentía.

¿Habrá sido porque de verdad creían que el tal comunismo llegaría? La sociedad ideal, sin problemas ni carencias de ningún tipo, construida por todos. Un poderoso «nosotros» cumpliendo esa tremenda tarea. Un poderoso Estado diciendo «lo podemos lograr», haciéndote parte de esa gesta, proclamando –decretando, se dice ahora– un futuro que sí o sí llegaría como recompensa por todos los esfuerzos realizados.

Tal vez por eso caló tanto en mí el anuncio del yogur Soprole.