¿Qué es el humor? Durante mucho tiempo la ausencia de la comedia en la Poética de Aristóteles quizás no se sintió como una gran tragedia porque de alguna forma todos sabemos qué es, sin que nadie nos lo explique. O, más bien, sabemos qué es el humor justamente cuando no nos explican.

Las teorías del humor, basadas muchas veces en el análisis de chistes intraducibles que prueban el extraño sentido del humor del teórico, suelen ser un ejercicio arduo y estéril. Los sicólogos y los médicos pueden entender por qué y cuándo nos reímos. Pero el humor no es la risa y la risa no es siempre humor, como el erotismo no es siempre orgasmo. El humor es lo que no sabemos de antemano que es humor, o más bien lo que no queremos saber que es. La ausencia de un libro especial sobre la comedia que siguiera a la Poética de Aristóteles es la mejor forma de definirlo: el humor es ante todo lo que no es tragedia, aunque bien mirado casi todo lo que Aristóteles dice sobre la tragedia se aplica a la comedia. Es la razón de que Aristóteles o sus amanuenses prefirieran que el libro se perdiera, porque quizás contenía una sola frase: la comedia es una tragedia donde la gente ríe en vez de llorar.

Esa ausencia de la comedia como objeto suficiente para un libro la heredó entera la escolástica de Tomas de Aquino, una de las marcas mayores de la cultura occidental. El humor sería la parte que falta a la hora de la reflexión seria, el hueco, el libro que no llegó. Un vacío que trataron de llenar como pudieron Kierkegaard, Hobbes, Bergson y Freud, sin llegar nunca a cubrirlo por entero. Aristófanes será entonces, para las sucesivas generaciones educadas en Esquilo y Sófocles, un descubrimiento clandestino. El Satiricón de Petronio o las obras de Plauto y Terencio serán para los estudiosos de Séneca, Horacio y Virgilio una suerte de escape, de recreo que justamente ha asegurado su supervivencia de generación en generación.

El humor tiene aún hoy un estatus que es una mezcla de prestigio y clandestinidad. Se piensa que es sano que una sociedad democrática exponga a la burla constante a sus autoridades y sus mitos, pero, a pesar de la condena unánime en el momento, no son pocos los pensadores, serios o no, a los que las ráfagas de dos fusiles de asalto sobre los dibujantes de Charlie Hebdo les parecen de alguna forma merecidas o explicables o comprensibles. En las sociedades musulmanas el método –acallar a los humoristas a balazos– podría considerarse exagerado, pero no la lógica que exige para la sana convivencia de la tribu que nadie se arrogue el derecho de burlarse de las convicciones, la fe o la apariencia del otro.

Así, entre nosotros el humor es al mismo tiempo algo sano y una enfermedad. Platón, antes que Aristóteles, carecía de esa ambigüedad. Para él era una señal de crueldad intolerable, una muestra abierta de falta de cultura, un enemigo irreparable de la república que soñaba con establecer. Esa aversión radical al humor contrasta justamente con la figura de Sócrates, que es el que la expresa. De todos los filósofos, el más parecido a un payaso o a un anfitrión de late show norteamericano es justamente ese señor muy feo que andaba por las calles de Atenas interrumpiendo a cualquier paseante para decirle que no sabía nada, y que sacaba a la luz verdades incómodas a partir de preguntas también incómodas.

Sócrates, el Sócrates de Platón, que se ufanaba de no escribir y que pasaba la vida de invitado más o menos sorpresa en banquetes de jóvenes ricos, temía a la comedia porque intuía que él era un personaje de comedia. En Las nubes, Aristófanes lo muestra como un vividor cínico que explota la candidez de un joven y la paciencia exasperada de su padre. El Sócrates de Aristófanes está obsesionado con convertir a los dioses en nubes y en destrozar de a poco cualquier lealtad a la tradición, el país, la historia. La Apología en que Platón cuenta el juicio y condena de su maestro reproduce esas acusaciones, aunque le da la palabra al filósofo para defenderse de ellas.

¿Cuánto pesó Las nubes, esa comedia hilarante, en la condena de Sócrates? ¿No tenía razón de desconfiar Platón del chiste que había arrasado con todo lo que creía o quería creer? ¿No luchaba también a través de la prohibición de la risa contra los otros discípulos de Sócrates, los cínicos que exageraban sin piedad y sin temor el lado payasesco del maestro? Diógenes y sus amigos rescatan justamente a Sócrates, el comediante que no sabe nada y comprende todo, el hombre sin ataduras, el que podría haber dicho, como Groucho Marx, «estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros».

¿Quién comprendió mejor a Sócrates: Diógenes y Aristófanes, que rescatan en toda su peligrosa originalidad la vagancia y el ingenio del maestro, o Platón, que quiere que el hombre que decidió no escribir ni enseñar se convierta en libro y lecciones? ¿Quién traicionó a Sócrates: los que le piden a Alejandro Magno que no les tape el sol, o los que educaron al maestro de Alejandro Magno en la contención, la solemnidad, la seriedad necesaria al poder? Una seriedad y una contención que finalmente ni el propio emperador fue capaz de mantener, convirtiéndose al final de su breve y febril existencia en su propio Diógenes el Cínico.

Todos los años, después del Festival de Viña, las autoridades y la prensa chilena me llaman, en mi calidad de modesto director de un Instituto de Estudios Humorísticos, para preguntarme por los límites del humor. Platón sabía antes que cualquiera cuál era ese límite: la muerte del humorista. Una muerte que estaba a la altura de su profesión. ¿Quién más que un humorista puede ahorrarle el esfuerzo al verdugo y tomarse el veneno por mano propia mientras les habla de la inmortalidad a los amigos que lo visitan? «Lo mataron por chistosito», titulaba La Cuarta cuando aún solía reírse de los más siniestros casos policiales. El titular del diario popular podría aplicarse perfectamente a Jesucristo, que ante la acusación de que es hijo de Dios responde con un perfectamente humorístico «Usted lo dijo y no yo». Ni hablar del camello que no pasa por el ojo de la aguja, el juego de palabras de Pedro y piedra (sobre la que edificaré mi iglesia) y su negativa también a escribir o a trabajar en otra cosa que no fuera su permanente stand up comedy portátil, su roast, esas cenas en que los invitados uno a uno destruyen al comensal sin que este se pueda quejar.

Se sabe que Cristo reía pero la iglesia, perfecta descendiente de Platón, trató también de reprimir por siglos el humor y la risa que abunda en la boca de los tontos, como dice el menos probado de los dichos. La risa fue por siglos, y es aún, a pesar de lo que queremos creer, una señal de desequilibrio psíquico, una señal de falta de contención, un placer que, como la glotonería y la lujuria, se podía perdonar pero sólo después de la debida confesión y contrición. Porque la risa es siempre contra alguien. Una falta de caridad evidente que no podía perseguir otro fin que herir, censurar, condenar.

Fue justamente por esa función de policía de las costumbres, de arma cargada, que de Hobbes a Baudelaire, pasando por Voltaire, la risa empezó a ser promovida, alabada, cantada. En los tiempos crueles que sucedieron al fin de la escolástica la crueldad del humor pasó a verse no sólo como inevitable sino como algo necesario. La risa no abundó ya en la boca de los tontos sino en la de los intelectuales, que a través de la ironía, la sátira o la parodia podían dejar anotadas las incongruencias de sus congéneres. Pocos, muy pocos, dejaban anotadas también las incongruencias propias. Y quizás por eso un aura de superioridad moral, de frialdad de juzgado, persigue el humorista hasta el día de hoy. Los chistositos siguen muriendo con regularidad pasmosa en dictaduras y dictablandas. Siguen siendo, para los mulás y los tuiteros, unos señores que se creen dioses, porque está claro que sólo Dios tiene para ellos el permiso de burlarse de los hombres y mujeres que ha creado. La ironía, la parodia, que vivieron su momento de gloria en el siglo xvii francés, han quedado para siempre marcadas por la revolución sangrienta que les siguió, de la que de alguna manera los «chistositos» Swift, Paine, Voltaire, Diderot, se hicieron responsables.

«No hay que confundir la libertad con el libertinaje», repetían en mi juventud cada vez que podían los columnistas de El Mercurio o cualquier profesor de la Universidad Católica. Pero no cabe duda de que el humor es hijo del libertinaje y enemigo de la libertad (hay más y mejores humoristas conservadores que liberales). Luis xiv, rey absoluto, fue a buscar esposa en el lecho del poeta libertino Scaron. En su corte en que muchas libertades estaban prohibidas floreció el libertino Molière, que se burló de la misantropía, el tartufismo, la medicina, la galantería de las damas y los burgueses que intentaban ser gentilhombres. Murió mientras representaba ese papel (que en el fondo ejerció en la vida) y fue, a pesar de todos los honores, enterrado a oscuras y escondido porque después de todo era un actor, es decir un pecador. Molière, aplaudido por el rey y sus damas, alabado incluso por las víctimas de sus burlas, tenía que morir como las rameras y los cómicos, enterrados de noche.

El humorista, esa persona que sus contemporáneos no suelen olvidar, no tiene derecho a la eternidad. Todo su trabajo consiste precisamente en negar la eternidad en la Tierra. Consiste en recordar que somos eso, tierra y entierro de noche y también a veces algo sublime, divino, extraño, inesperado. Es lo que la teoría más exitosa de entre las varias teorías del humor nos recuerda: lo que nos hace reír no es la ridiculez, o la simpatía, no es la cercanía o la distancia, sino la incongruencia. El humor es mestizo. No existe el humor de doble sentido porque no existe el de un solo sentido. El humor es la superposición contradictoria de sentidos inversos en un solo signo. Como con las placas terrestres cuyo mal humor los chilenos conocemos tan bien, el temblor de la risa nace del encuentro de dos placas enfrentadas en un mismo accidente geográfico, una seria, divina, contenida, importante, y la otra banal, vulgar, sexual o coprolálica. Después del temblor, o tsunami (cuando el chiste se mezcla con ingesta de alcohol), el paisaje queda transformado y algunas casas destruidas. A no ser que, como en Estados Unidos o Inglaterra, la costumbre recurrente de ese tipo de temblor haya convertido la mayor parte de sus edificios públicos en construcciones antisísmicas.

¿Quién comprendió mejor a Sócrates: Diógenes y Aristófanes, que rescatan en toda su peligrosa originalidad la vagancia y el ingenio del maestro, o Platón, que quiere que el hombre que decidió no escribir ni enseñar se convierta en libro y lecciones?

El humor es un concepto médico. Los humores eran para la medicina griega líquidos que circulan por el cuerpo y determinan enfermedades y características de personalidad (los sanguíneos, los biliosos, y así). Con sangrías y pociones el médico debía conseguir un retorno a un equilibrio de los líquidos. Es lo que en castellano aún llamamos el buen humor. Y es el contrario exacto de lo que los ingleses a partir del siglo xvi empezaron a llamar humor. El compañero de juergas de Shakespeare, Ben Johnson, escribió en 1585 Cada cual con su humor, una obra que miraba con burlona ternura en cada uno de sus personajes el exceso de alguno de los cuatro humores que guiaban la salud de las personas. Esa transformación moral que consiste en disfrutar del desequilibrio ajeno es quizás una de las mayores revoluciones intelectuales de Occidente. El culto de Shakespeare, que exagera los rasgos más peculiares de todos sus personajes, expresando de la manera más elocuente sus manías, locuras y pasiones, es quizás nuestra forma de celebrar esa revolución silenciosa. Los defectos ya no son sólo un estado lamentable que la iglesia y la corona deben reprimir, sino un posible objeto de colección. Las gentes no son ya perfectibles sino perfectas en su imperfección. El otro no es tolerado por sus pecados, sino aplaudido por su monstruosidad. Johnson y Shakespeare, que vivían entre enanos, malabaristas mancos y mujeres barbudas, habían aprendido que nada podía ser más lucrativo que un defecto, ojalá de nacimiento. Sus obras no tienen piedad con ningún personaje, pero sí una especie de simpatía hasta por los más abiertamente malvados, que hace que ningún gran actor de origen judío no haya querido alguna vez encarnar a esa especie de resumen de todos los argumentos antisemitas que es Shylock en El mercader de Venecia.

El sentido del humor, de Johnson en adelante, no es sólo la capacidad de aguantar las caricaturas que te hacen, sino el placer dudoso pero real de encarnar esa caricatura. Es lo que hace admirables a Woody Allen, Richard Pryor o Sarah Silverman, la manera en que encarnan hasta traspasarlos los estereotipos raciales, sociales o religiosos con los que cargan. Lo que admiramos en ellos es que gracias a su talento ese peso deja de pesar, porque son capaces de hacer de los prejuicios ajenos y propios una forma de arte: el arte de ser hasta el extremo lo que el mundo entero cree que eres. Ese acto de magia suicida, equivalente a tomar tú mismo la cicuta para que esta deje de ser una condena y se convierta en una elección, hace que pases de reírte de ti mismo a reírte de los que se burlan de ti. No es tu ser profundo el que revelas, sino las ideas sobre quién eres lo que el espectador lleva a la sala. Como todo arte marcial, el humor se basa en la fuerza del enemigo y no en la propia. Es un arte de reflejos, en el que al final no se sabe quién está en el espejo de quién. Al revés del dicho, el que ríe antes ríe mejor, porque reconoce primero su propia imagen en la caricatura que se le presenta. La risa es eso, un reconocimiento que permite de pronto saber que aquí no hay dioses ni mendigos, que somos todos ridículos, perversos, pequeños, pero que al saberlo también somos divinos, conscientes, dignos. Restos de carnaval en plena monarquía isabelina, fue el humor, o sea la filosofía que anima el acto del humor, lo que hizo posible la paradójica democracia monárquica inglesa. Fue el humor, justamente, lo primero que los puritanos de Oliver Cromwell quisieron reprimir; fue el humor como una forma de pacto de no agresión, o de agresión programada, de agresión sin sangre, el arma que permitió a Carlos ii restituir la monarquía. Fue el humor, finalmente, lo que logró temperar los extremos de la monarquía sin que el hilo se cortara del todo. Cuando Winston Churchill, un humorista nato, hizo de su propia

caricatura (un bulldog) una señal de orgullo nacional, quedó meridianamente claro que el humor no es únicamente un recreo permitido sino una forma de resistencia, de supervivencia, el arma que queda cuando todas las otras fallan. Churchill recordó a los ingleses que sólo los pueblos que se ríen de sí mismos no hacen el ridículo. Hitler y Alemania, ese milagro de seriedad sublime, fueron el ejemplo de lo contrario. Aunque, como anota Rudolph Herzog en Heil Hilter. El cerdo ha muerto, en la Alemania nazi nunca estuvo realmente prohibido reírse de Hitler, porque Goebbels y sus amigos más astutos sabían que los chistes eran una forma como cualquiera otra de desactivar la rabia, de volver normal el absurdo cotidiano de los campos de concentración y la guerra.

Ni revolucionario ni reaccionario del todo, ni pecador ni santificador, ¿de qué sirve el humor entonces? ¿Qué explica su supervivencia más allá de todos los anatemas? ¿Qué explica al mismo tiempo la incapacidad de los pensadores más finos e inteligentes para definirlo de un modo convincente? ¿Cómo se escapa de nuestras manos una y otra vez este extraño pez que, como el salmón rosado, salta al revés, remonta desde el mar el río donde nació? ¿Cómo se llama ese río si no se llama malentendido, la base de todas las comedias que recuerdo ahora? Y la base también de todas las tragedias, si lo pienso bien.

«Comedia es tragedia más tiempo», dice entre muchos otros el personaje encarnado por Alan Alda en la comedia (bastante trágica) Crimes and Misdemeanors, de Woody Allen. Pero es difícil que Edipo veinte años después de quitarse los ojos sea menos trágico que en el momento en que se cegó. Es cierto que sin modificar los hechos de Edipo rey se podría perfectamente construir una comedia. El Ubú rey de Jarry reproduce muchas de las técnicas y formas de la tragedia clásica, de hecho, con la única diferencia de que su héroe es un obeso sin gracia, sin oficio ni beneficio, que viene de Polonia «o sea, de ninguna parte». ¿Por qué ese tirano sin piedad nos da risa y el pobre Edipo, que no es más que un tonto después de todo, nos da pena? La respuesta más evidente es que Ubú no se quita los ojos, ni Chaplin muere o se rompe las piernas cuando cae del cuarto piso. Cae preso, Chaplin; tiene hambre, sed, frío, es abandonado, despreciado, escupido. Pero no muere, y esa es la diferencia primera y primaria entre la comedia y la tragedia. La comedia es tragedia menos muerte, porque aunque mueran algunos personajes de comedia a nadie le extraña que en la próxima serie o el próximo capítulo resuciten.

Es quizás la razón de ser del humor: no hay otro lugar donde la gente no muera del todo ni para siempre. No hay contra la muerte otro antídoto más poderoso. Somos capaces de aguantar todas las burlas, el mayor de los ridículos, toda la vergüenza y las caídas con tal de que la risa cumpla con su promesa de no dejarnos morir.