La entrada de Wikipedia de Paul Vásquez, el humorista chileno conocido como El Flaco, está llena de errores y formas cariñosas para referirse al personaje. Hay un par de párrafos completos sin una coma; también fallan seguido los conectores y se pierden los verbos. Como no vemos a los autores de estas entradas, me gusta pensar que la del Flaco la pudo escribir mi tío Lucho.

Hace más de veinte años, en 1994 o 1995, mi tío compró un cassette con lo mejor de Dinamita Show, el dúo que componía el Flaco junto a Mauricio Medina, apodado el Indio. Cuando salíamos en auto, mientras se echaba a correr el cassette recitábamos los chistes. Yo era el Indio, él era el Flaco. Mi tío era un poco el papá y el hermano que no tenía: seguro y protector, choro y divertido. Como el Flaco, mi tío prefería los pantalones un par de tallas más grandes. Hablaba acelerado, teatral, moviendo la cabeza rápido y agitando el pelo largo que se dejaba en la nuca, un ruliento chocopanda. Mi tío podría haber escrito esa entrada de Wikipedia porque escribía mal y le tenía cariño a Paul Vásquez. Recuerdo una frase suya un día que nos juntamos para ir al estadio y movía la cabeza rápido: «Vi al Flaco entrando y el loco era uno más», me dijo. «Era como yo.»

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Es apodado El Flaco ya que en ese tiempo era muy delgado y además alto, lo que lo hacía ver más delgado aún.

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Voy a cumplir treinta y tres años y aún no sé bien qué es lo que me da risa. Cuando era niño tenía una fijación por ver Los Simpsons en Canal 13. Cualquier capítulo de la temporada 2 a la 9 –y tal vez la 10– me hacía reír a carcajadas. Mi mamá se admiraba: decía que le costaba recordar otra cosa que me hiciera reír y entonces acercaba una silla para, en vez de mirar la tele, mirarme reír con el capítulo a sus espaldas.

Los videos de Dinamita Show –que mi tío encontraba en cada local de arriendo de VHS– fueron para mí algo extraño. La imagen mostraba un escenario simple, limpio, fácil de recordar. Un piso alfombrado rojo, un fondo celeste, los dos cómicos de fondo con coloridas ropas de gala, media docena de mesas, un público entre nervioso y divertido. Hay unas letras, «A.G. Produccciones presenta a Dinamita Show», pero el encuadre queda a medio camino y sólo puede leerse después de que los cómicos recorran el escenario. Todo huele a improvisación, a falta de recursos. Y también a cercanía: por primera vez veía en una pantalla a alguien que repetía el lenguaje de la gente que conocía, por primera vez alguien hablaba como hablaban mis amigos, mi familia o mis tíos. Mi lenguaje estaba ahí por primera vez, en una pantalla con colores. Eso me hacía reír.

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Es conocido por su graciosamente frase: maña mañana y por su desplante escénico tanto en las calles como en programas de televisión siendo reconocido por el público chileno.

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Por supuesto, Dinamita Show nunca fue realmente bueno. Sus chistes terminaban casi siempre en referencias a las hermanas o las mujeres de los otros. Era ese humor que cualquiera que siga las transmisiones de fútbol chileno conoce: siempre hombres, siempre fanfarroneando sobre algo a medio entender, abiertamente homofóbicos, hablando una jerga extraña, como cuarentones que intentan convencerse a sí mismos de algo en una discoteca. Imitando a los relatores argentinos pero sin su gracia y sobre todo sin convicción: eso de preguntar dónde te quedaste anoche, eso de decir que eres una fiera, un campeón. Dinamita Show era apenas eso y la teatralidad del Flaco.

«¿Por qué no tenemos personalidad? –se pregunta el Flaco en uno de los videos–. Muchos culpan a los sistemas que han habido acá en Chile. Un problema político, piensan algunos. Otros piensan que es un problema social. Yo digo que están equivocados.»

El público está silente. Los sistemas que han habido acá en Chile, dice el Flaco. Jamás mencionará a Allende, la Unidad Popular, a Pinochet, la dictadura, ni siquiera a Aylwin. Dinamita Show tenía esa opacidad perenne de los noventa. Recuerdo una frase del Indio para calmar al público de un casino después de un chiste de militares: «Tranquilos, compadre, si también tengo chistes de derecha». Luego se reía, tranquilo él, como Groucho Marx en un vestón celeste brillante.

El Flaco sigue su chiste.

«Yo digo que están equivocadas las dos partes. El problema que tenemos los chilenos es que nuestra idiosincrasia es así por culpa de los españoles. Y aunque te moleste, ellos son los culpables. Porque los araucanos, antiguamente, ¿cómo eran? Grandes, compadre. Morenazos. Los brazotes. Las piernotas.»

El Flaco se mira la entrepierna con las dos manos formando un arco.

«Grandes, hueón.»

Se escuchan risas. «Y llegaron los españoles… Y mira ahora. Mira. ¡Mira!», dice con vehemencia apuntando al público. Encuentra ahí a un hombre que lo ha ido a ver: moreno, bajo, con una panza que sube y baja riendo nerviosamente.

«¡Mira esa hueá, hermano!»

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Su madre, Gladys Vergara Stack de ascendencia Irlandesa, también fue comediante y artista cómica, y es gracias a ella que El Flaco creó una de sus frases más famosas: «Mi mamá me los compró».

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Cuando fueron contratados para el Festival de Viña, el Indio y el Flaco aparecieron en diarios hablando de su esperanza de domesticar al Monstruo. La televisión, que emitía entonces telenovelas habladas en un idioma chileno inexistente, les auguraba el fracaso y mostraba sus imágenes de humoristas callejeros rápido, con incomodidad. Pero Dinamita Show se presentó la última noche de ese festival y marcó el rating más alto de la historia: era, por fin, el éxito.

Poco después de esa presentación, mi tío Lucho decidió irse a vivir al norte, a María Elena. Me explicó qué era un desierto: algo árido, feo, sin árboles, pero que pagaba bien. Dijo que podría venirse después de unos años a vivir bien a Santiago con la plata que iba a reunir en el norte. Me mostró un folleto de la mina que incluía entre las fotos una de la Plaza de Armas de María Elena, un rectángulo de polvillo con tarros oxidados en cada esquina. Dentro de cada tarro, un arbusto grisáceo para dar la impresión de una plaza.

«No hay árboles, pero pagan bien. Tenís que ir pa’l verano», repitió varias veces.

La imagen se parecía a las plazas de Maipú, pero la ausencia de verde, pese a los esfuerzos de los tarritos, le daba un efecto dramático. Nunca había pensado realmente en árboles hasta ese día: me di cuenta de que no me sabía el nombre de ninguno.

Poco después del festival Dinamita Show pasó a formar parte de nuestras vidas. En los diarios, en los estelares de televisión. La gente se creía que el humor del Flaco y el Indio era algo parecido a más libertad. Según cuenta Bryce Echenique en un ensayo sobre el humor, el diplomático y ensayista William Temple afirmó en 1690 que era un invento inglés. Temple lo justificó así: «El comportamiento humorístico requiere

Por supuesto, Dinamita Show nunca fue realmente bueno. Sus chistes terminaban casi siempre en referencias a las hermanas o las mujeres de los otros. Era ese humor que cualquiera que siga las transmisiones de fútbol chileno conoce: siempre hombres, siempre fanfarroneando sobre algo a medio entender, abiertamente homofóbicos, hablando una jerga extraña

de una sociedad muy libre para florecer». Es una afirmación que ha cruzado tres siglos sin que a nadie le interese demasiado refutarla, pero pienso en eso al recordar los medios chilenos de los noventa descubriendo a Dinamita Show: políticamente inofensivos, un mercado nuevo disfrazado de popular. Para ellos llegó entonces la plata fácil, las fiestas con famosos, los ochocientos mil pesos mensuales en cocaína.

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Este éxito los llevó a trabajar como humoristas en MEGA y TVN además de continuar publicando vídeos como Matriz Recagado (parodia de The Matrix Reloaded)

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Visité a mi tío Lucho cuatro veranos en María Elena. A poco de llegar, encontró pareja y tuvo una hija a la que llamaba Ratón. Pasábamos los días más calurosos en el río Loa, una hilera de agua mínima en la que había que sumergirse por completo para evitar las hordas de zancudos. Incluso sumergiendo todo el tronco y parte del cuello seguían orbitando en torno a la cara, picando detrás de las orejas. El cuarto verano, recuerdo, mi tío Lucho y la Ratón podían recorrer las montañitas pedregosas que rodeaban el río a pie pelado, sin hacerse una herida siquiera, arqueando las plantas de los pies como unos animales extraños que no necesitaban zapatos. Luego volvían al río, en donde esperábamos yo y la novia de mi tío a ver qué traían. En los recorridos buenos traían lagartijas; a veces solo piedras.

Vivían en un pequeño campamento cerca de la mina: una cama y un lavamanos y un baño cubiertos por una cortina. Además había una veintena de duchas ordenadas en un rombo al centro de los sesenta dormitorios del campamento. La comuna, hasta hoy, le pertenece a Soquimich: está alojada en los terrenos de la empresa y sus calles, sus casas y hasta el agua y la luz son suyos. Mi tío decía que la buena plata estaba por llegar. Nunca se quejaba y a cambio trabajaba y se reía mucho. Le dábamos vueltas a la salitrera en su auto, un Lada blanco viejo, yendo a comprar papelillos y marcianos. No me dejaba tocarlos. «Esto es para aguantar acá –me decía–. Te vea yo haciéndole a esto te saco la chucha.»

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Luego de su tiempo de fama comenzaron los rumores de que Paul usaba drogas lo que no le vino bien al dúo, por este motivo en 1998 se separaron.

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Mi tío había querido ser médico, pero no terminó la educación media y empezó a trabajar en la construcción y a conducir vehículos de carga antes de los dieciocho. Le gustaba manejar. A veces íbamos a comer a Tocopilla, en donde vivía la familia de su pareja. Estaban preparando el matrimonio. Me acuerdo de que había que dejar la ropa secando afuera por poco rato: si no, se impregnaba de olor a harina de pescado.

Un día fuimos a ver béisbol al diamante de la ciudad, que tenía veinte estrellas pintadas en las paredes, una por cada vez que habían sido campeones de Chile en ese deporte de gringos y caribeños. Mi tío y su pareja habían peleado por la insistencia de él en vestirse con jeans para su propio matrimonio y él me dijo ahí la única frase ambiciosa que le escuché, con cara seria, de golpe, mientras miraba al tocopillano que salía a batear para quitarle el título a los santiaguinos.

–Qué importa cómo me vista si siempre voy a estar desnudo al momento de amar.

–Qué bonito eso, tío –le dije.

–Me salió así nomás.

Ese año vino a Santiago y fuimos a ver por última vez al Colo, que el 2000 hizo un campeonato horrible. A esa altura yo me había hecho hincha gracias a él: la primera vez que me llevó al estadio y me senté, vi a la gente, escuché las canciones y sentí que pertenecía ahí, que era mi lugar en el mundo. Existe una tendencia desagradable, ahora, a sacralizar los colores que elegimos en el fútbol. Mi tío me contó que era un club fundado por profesores normalistas y que el fundador, David Arellano, había muerto en la cancha defendiendo la camiseta. Lo dijo con orgullo y con tranquilidad. Ahora, me explicó, el estadio llevaba su nombre: Monumental David Arellano. Luego empezó a quejarse de que no pasaba el tipo de los sánguches, fue a comprar uno y entonces vio al Flaco, un hincha colocolino furibundo como él. Me gusta imaginar el encuentro: mi tío viéndolo de lejos, sonriendo, y el Flaco levantando el pulgar derecho o simplemente las cejas para saludarlo.

Mi tío falleció en agosto del 2000 en un accidente, cuando manejaba el camión hacia el mineral. Tenía la edad que ahora tengo yo: treinta y dos años. Su trabajo era mover el vehículo lento por el desierto para mojar y marcar el camino a la mina, pero encontró a otro conductor varado en el camino y se bajó a ayudar. Aparentemente, el camión averiado tenía la manguera mecánica atrapada en un fierro bajo el chasis, producto de los altibajos del camino. Mi tío se metió ahí abajo para intentar liberarla con una mezcla de voluntad y torpeza. La manguera, gigantesca, se desprendió del chasis hacia la tierra caliente: le atravesó el rostro y lo mató.

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La dupla se vuelve a juntar para la cosecha de nuevos éxitos. Hasta que el 2003 Paul nuevamente cae en las drogas y en el alcohol, y despedidos del canal MEGA fue la gota que rebasó el vaso y Dinamita Show se separa definitivamente ese mismo año.

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La comedia se consideraba sucia y vulgar hasta que Cicerón le atribuyó un poder catártico y purificador. Con el tiempo, fueron proliferando los dúos del tipo Dinamita Show y el humorista callejero se convirtió en recurso barato del horario prime. Yo dejé de ver los videos del Flaco y el Indio después del accidente. Me hice fanático de un cómic argentino, El loco Chávez, de Trillo y Altuna. El loco Chávez tenía de amigo a Malone, un publicista joven que usaba una polera que decía Viva Lacan, y a Homero, un viejo que decía ser filósofo de café. Malone y Homero peleaban todo el tiempo. Leer el cómic me daba una extraña sensación de calma, de tranquilidad. Como si me quisiera convencer, contra toda la evidencia disponible, de que la adultez no eran mis propios marcianos, deudas y trabajos mal pagados, sino eso: una sucesión de tardes tomando café o cerveza con amigos.

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A principios del 2004 Paul fue condenado a 301 días de reclusión nocturna y comprometerse a rehabilitarse.

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Bryce Echenique recuerda que la única verdad grande como una catedral es que el humor es lo contrario de lo aburrido. No lo contrario de lo serio.

Paul Vásquez fue primero humorista callejero, luego conoció el éxito, se estrelló contra esas luces. Luego volvió: tiene cincuenta y cinco años y es bombero voluntario. Dice que lleva tiempo limpio después de consumir cocaína por quince años. Después de gastarse el dinero aproximado de tres departamentos en droga. Apareció en un video en medio de los incendios forestales que arrasaron Chile en el verano, hablando con un periodista sobre la decepción de no poder controlar el fuego. Luego pide disculpas para interrumpir la entrevista y subirse a un carro porque hay que ir a combatir otro fuego, porque siempre hay otro fuego más.

Luis Muñoz fue primero estudiante, después obrero y después nada.