La tragedia como defensa de la vida

Presentación de Bernardita Bolumburu

La obra narrativa, poética, dramática y crítica de Piedad Bonnett reluce no solo por su prolífica trayectoria literaria, merecedora, entre otras varias distinciones, del premio Casa de América de Madrid de Poesía Americana, sino también por la profundidad de su escritura, su rigurosidad literaria, y los encuentros que crea entre la ficción y lo experiencial.

Su obra poética es sin duda  el reflejo de su compromiso con la literatura latinoamericana, y la representación de una voz femenina dentro de las letras actuales. Así también lo es su producción narrativa, a la cual llegó a través del tema que nos convoca hoy: Literatura y duelo, a partir de su novela titulada Lo que no tiene nombre (2013).

Este tema nos conduce –o me conduce– directamente hacia la pregunta de cómo comenzar esta presentación, pues sabemos que entre la literatura y el duelo está la muerte. Debo decir que presentar esta cátedra y abordar la novela de Piedad Bonnett ha sido un desafío complejo e iluminador. El duelo es nuestra respuesta como seres humanos a un hecho tan cercano como ajeno, algo que en vida solo conocemos a través del «otro». De ese otro que se va y se desvanece, literalmente se desvanece; e incluso se va desdibujando en la memoria. Vemos la muerte en ese otro cuerpo, inerte, y sabemos que llegaremos al mismo lugar. También sabemos que por alguna razón –sea cual sea, además de algo de azar– hoy seguimos vivos.

La obra de la escritora colombiana es una novela que integra vida y muerte, ficción y realidad en un mismo escenario;  manteniendo lo estilístico pero rebasándolo por medio de la propia realidad, desafiando así los límites de la literatura. Es una obra de gran envergadura, construida con veracidad y transparencia, dolor y oscuridad. Porque no es solo el tema de la muerte. Es la muerte de  un hijo. No es solo la muerte de un hijo, es su muerte como decisión voluntaria: el suicidio. No es solo un suicidio por desesperanza, sino la respuesta a una lucha intensa contra una sofocante enfermedad que atormentó su mente durante años.

Arte, creatividad, sueños, imaginación, muerte, suicidio, locura y razón, convergen caótica y lúcidamente en un segundo: el segundo en el que ocurre la caída; ese descenso final. Es lo que Piedad Bonnett se atreve a narrar: la pérdida de su hijo como la crónica de una tragedia que se encaminaba hacia la fatalidad. A través de una narración compuesta por saltos temporales entre pasado y presente, que van entregando al lector esos fragmentos de memoria y conciencia, se va dibujando la vida, agonía y muerte de Daniel, su protagonista.

A partir de lo anterior, me surgen varias preguntas: cómo leer una obra profunda y dolorosa consciente de que lo que se narra ocurrió de verdad. Cómo dialogar con el tema de la muerte desde la ignorancia de los vivos. Cómo narrar la muerte. Realidad y ficción se unen en la novela de manera desgarradora y emotiva; a la vez templada y discreta, logrando pasar de la identificación al distanciamiento. Ese proceso es la literatura.

Acostumbrada a sumergirme cada semestre en las profundidades del dolor y la conciencia humana de las tragedias griegas, me llené de asombro al encontrarme con esta novela: una tragedia contemporánea que relata desde la muerte hacia atrás, la crónica de un destino funesto.

Esa curiosidad por el sentido trágico de la vida, por la oscuridad y emoción que estos textos me provocan, no surgen de un sentimiento personal pesimista, sino al contrario: las tragedias, en un nivel ulterior –pienso– no son un homenaje a la muerte sino una defensa de la vida: es lo que nos confirma que la vida duele, se padece; pero también se resiste y se sobrevive.

La historia de Daniel, estudiante y profesor de arte, es una historia cristalina y opaca al mismo tiempo, que mantiene una permanente ambivalencia: la racionalidad de su madre, quien narra a posteriori los hechos que ocurrirán, y los abismos espejados, fractales, prismáticos, que perturban la mente de su hijo. Una persona con talento y perseverancia que intenta luchar contra «esas voces» por medio del arte, la creatividad y la firme creencia de que, a pesar del horror, el mundo también es belleza.

La memoria se impone en la novela a través de Daniel: una reconstrucción fragmentada de su vida y muerte. Un duelo que comienza como ese ritual que es parte del luto que toda madre lleva ante la muerte. Ese cántico de lamento, desde donde surgieron las primeras composiciones líricas. Porque el duelo es, de hecho, algo muy femenino. Desde las más antiguas culturas, sabemos que cuando los hombres mueren en la guerra quienes quedan son las mujeres. Esas  sobrevivientes que deben seguir viviendo con la tristeza de la pérdida. Ese duelo lo viven las madres, hijas y hermanas. Son ellas las

encargadas de llevar a cabo los rituales fúnebres, realizar las procesiones y portar libaciones para encomendar a sus muertos a un mejor paso. Pienso en Las troyanas (415 a.C.) de Eurípides. Hécuba, reina y madre que debe enterrar a su marido, hijo, hija y nieto, para vivir luego una vida de esclava. «Pero soy yo, una anciana sin ciudad y sin hijos, quien entierro tu triste cadáver de joven, no tú a mí», se lamenta (Las troyanas, 57). El duelo de las troyanas es el canto elegíaco de las mujeres sobrevivientes ante la muerte que arrasó con la ciudad amurallada. Una procesión  hacia un fin. Por ello el componente ritualístico, pues exige ese encuentro primigenio del ser humano con lo único que nos sobrepasa abismalmente.

La novela de Bonnett nos lleva como lectores a internarnos en esa hondura del relato, en tal medida que de alguna forma queremos correr también hacia el departamento de Daniel en Nueva York. Atajarlo, contenerlo, alcanzar a llegar y evitar ese salto al vacío. Como nos cuenta la autora sobre ese momento, «en la pelea que dio la luz con las sombras, estas ganaron. […] Como siempre, todo en la vida es una cuestión de tiempos».

Pero al igual que sus hermanas, también nosotros nos encontramos con la calle acordonada.

«No vendrá Héctor con su ilustre lanza, no saldrá de bajo tierra para traerte la salvación, ni los parientes de tu padre […]. Caerás contra tu cuello, en salto lamentable […] y quebrarás tu respiración» (Las troyanas, 45) son las palabras de Andrómaca, lamentándose por el anuncio de muerte de su hijo Astianacte, único hombre sobreviviente; tan solo un niño, condenado a morir lanzado desde los muros de Troya. Si la voluntad del ser humano es tan poderosa como para desviar caminos e invertir acontecimientos, es infinitamente poco agente cuando esa parte del azar, destino o como lo llamemos, nos toca de pronto.

«La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba», nos relata Joan Didion al inicio de su obra El año del pensamiento mágico (2004), donde en una cruda crónica de duelo y supervivencia cuenta la muerte de su esposo, el escritor John Gregory Dunne, quien se desploma frente a ella al momento de sentarse a comer.

¿Cómo ese dolor se convierte en literatura?

Nietzsche, en su romántica interpretación sobre el origen y la estructura de la tragedia, nos habla de que la esencia de esta, aquello que la hace sublime y elevada, es su capacidad de convertir el horror en arte. «Esta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los olímpicos. Sirviéndose de este espejismo de belleza, luchó la voluntad helénica contra  el  talento para el sufrimiento», plantea el autor (Nietzsche, 57). Solo elaborando una «sabiduría del sufrimiento» es que los griegos pudieron soportar y sobrellevar su existencia. Con la tragedia glorificaron el dolor transformándolo en un motivo, una herramienta para sobrellevar y anestesiar el propio dolor, a través de la identificación del espectador con el personaje.

La novela de Bonnett nos conduce por un camino de dolor y al mismo tiempo de reflexión crítica, es capaz de convertir el dolor en arte, en literatura; estableciendo a su vez muchas relaciones interesantes, como Nabokov, Handke, Auster, Vila Matas, Kertész, entre otros, así como lecturas científicas en torno a la investigación que emprende la autora cuando se entera de la enfermedad mental de su hijo. Entonces la realidad se fragmenta, se hace un prisma, susceptible de diversas interpretaciones. Y luego hay cosas que simplemente no se quieren nombrar, porque el horror y el trauma nos llevan a desconfiar del lenguaje y de su capacidad de expresar y representar ese mundo interno. Y llegamos al Silencio. No en este caso. Aquí vemos un descenso al Hades como un viaje del silencio, pero también vemos que hay un retorno que nos devuelve diferentes, pasando por el inframundo de nuestra conciencia, para narrar la muerte desde la vida, constatando así el amor por esta última.

¿Qué es, finalmente, lo que no tiene nombre? Eso que no nos atrevemos a nombrar, que nos lleva a recurrir a interminables eufemismos para, en el fondo, distanciarnos de esa realidad; lo que no es otra cosa que negarla. ¿La muerte? ¿El suicidio? ¿La locura? ¿La esquizofrenia?

Carlos Janín comenta en su Diccionario del suicidio: “La muerte voluntaria obedece a las más variadas motivaciones, reviste las formas más peregrinas y recurre a los métodos más impensados. Es tan polimorfa e imaginativa que siempre dejará sin argumentos a quien quiera rebatirla o exaltarla, borrando todas las fronteras, sembrando la confusión e impidiendo todo maniqueísmo» ( Janín, 11).

A través de la literatura somos capaces de explorar lo más profundo del ser humano, de su conciencia y su sentido de vida. La literatura nos muestra ejemplos que nos recuerdan que la vida es su propia representación. Y la historia que aquí leemos es también un testimonio de ayuda en tanto es la manifestación de una Verdad. La gran entereza de la autora para asumir con aplomo el desafío de narrar la muerte, se revela sin duda en la calidad literaria de su obra. Es capaz de racionalizar, con una prosa llana y honesta, el dolor más grande de una madre. Resulta admirable la fortaleza de Piedad Bonnett para sobrellevar ese sufrimiento y ser capaz de contarlo con ritmo, cadencia, sobriedad, dolor y luminosidad.

 

Literatura  duelo

Piedad Bonnett

 

El 14 de mayo de 2011 Daniel, mi único hijo varón y el menor de mis hijos, que acababa de cumplir 28 años, se suicidó mientras hacía una maestría en Administración de Arte en la Universidad de Columbia. Daniel, un artista plástico de enorme lucidez intelectual y gran pasión por su arte, había soportado con valentía una enfermedad mental durante más de ocho años, y se había esforzado en ocultarla de tal manera, que el día de la ceremonia fúnebre, cuando yo me encargué de destapar el velo sobre las causas de su suicidio, muchos de los que lo conocían –sus primos, sus maestros, sus amigos, sus exnovias– recibieron la noticia con estupor. Unas pocas semanas después su padre y yo viajamos a Italia, con la idea de que la belleza y el sol del verano mitigaran o al menos distrajeran nuestra pena, pues había sido muy duro regresar a nuestra casa con una maleta cargada con sus pertenencias más entrañables y tener que enfrentarnos a su cuarto vacío. Y en aquel viaje, acompañada por unos cuantos libros que se ocupan de la muerte  y el suicidio, me sumergí en los recuerdos de lo que había sido su vida, y como es costumbre en todos mis viajes, fui consignando mis ideas y mis sentimientos en mi pequeña libreta de apuntes. Lo hacía, tal vez, para empezar a amarrar aquello que amenazaba con diluirse, previendo las fragilidades de la memoria. Pero a medida que hacía un balance de lo que fue su vida, y sobre todo mientras trataba de reconstruir su último año, los durísimos meses de su estadía en Nueva York, fui comprendiendo que esa historia –que era también mi historia– estaba signada por una fuerza dramática, por el fatum, la noción de destino que sirvió a los griegos para escribir sus grandes tragedias. Entonces me dije: «Esto habría que escribirlo».

La sola idea me estremeció. ¿Cómo se me podía ocurrir escribir sobre algo tan íntimo, tal doloroso, sin caer en el impudor, la autoconmiseración, el sentimentalismo? Pero hay ideas que persiguen al escritor de manera implacable, y esta se apoderó de mí y empezó no solo a acosarme sino a convertirse en una ilusión: podría escribir algo duro y bello, tal vez capaz de revelarle al lector la dimensión de la tragedia en que la enfermedad convirtió nuestras vidas. Tal vez, también, mi inconsciente me decía que ese era el último recurso para mantener «vivo» a Daniel, vivo más allá de la muerte, si es que esto puede lograrse. Y fue así como tres meses después de su fallecimiento comencé a escribir lo que después se llamaría Lo que no tiene nombre.

Que hay una larga tradición de literatura sobre el duelo es algo que se me fue revelando a medida que escribía, pues me dediqué con ahínco a leer todo aquello que pudiera iluminar mi escritura. Y así fui hilando una tradición que abarca desde las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, hasta los libros de Joan Didion, David Rieff o Héctor Abad Faciolince, autores que engrosan un género que parece haber cobrado cada vez más vida en los últimos veinte años. Si bien por mi cabeza había pasado el pensamiento fugaz de que sería la poesía el lenguaje que haría posible la transposición de mi pena a la literatura, lo que se me impuso, como ya dije, fue narrar, contar, articular una historia. Para lo cual tuve que hacerme la pregunta fundamental que todo escritor se hace antes de empezar a escribir: ¿cómo hacerlo? Fue entonces cuando tomé mis decisiones iniciales: sería un libro de literatura testimonial, no de ficción, pues me sentía incapaz de fabular esta historia, tan triste y entrañable, y mucho menos habiendo pasado tan poco tiempo de su muerte. Años más tarde, después de que apareciera mi libro, leí en un extraordinario artículo de Leila Guerriero, publicado en El País de Madrid y titulado «Érase una vez el fin», que así como algunos autores han necesitado mucho  tiempo para decidirse a escribir sobre sus duelos –Héctor Abad, por ejemplo, necesitó veinte años– otros, como Julián Herbert o Marcos Giralt Torrente ya tomaban notas mientras  su madre y su padre agonizaban, o empezaron a escribir su libro, como Jean Didion, al día siguiente de la muerte de su marido.

Decidí también que fuera breve; en primer lugar para no agobiar al lector, y también porque una historia de tal naturaleza, para que tenga una intensidad concentrada, no puede extenderse ni caer en detalles innecesarios. También Guerriero habla de que esta es una condición de casi todos los libros sobre duelo. «Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio demasiado tiempo –como si estas fueran, desde el principio, historias que buscan su final–, casi todos son libros breves», nos dice Leila, y ejemplifica: «Una pena en observación, de C. S. Lewis, tiene 103 páginas; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, 77; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, 131; Noches azules, de Joan Didion, 150; Mi madre, in memoriam, de Richard Ford, 93». La lista podría ampliarse con El libro de mi madre, de Albert Cohen; Una muerte muy dulce, de Simone de Beauvoir; Desgracia impeorable, de Peter Handke; Diario de un duelo, de Roland Barthes. También decidí otras cosas de antemano: usaría un lenguaje seco, sobrio, no caería en florituras, pues cualquier retorcimiento literario me parecía impropio tratándose de esta dura historia; y me limitaría a narrar los diez últimos años de Daniel, y dentro de ellos solo aquellos episodios que iluminaran su camino de dolor hacia la muerte. Todas las otras decisiones fueron apareciendo poco a poco a medida que adelantaba mi escritura, como explicaré más adelante.

Escribir sobre la pérdida de un ser querido obliga a plantearse, también, una serie de problemas éticos. En mi caso, yo estaba develando el secreto que mi hijo había guardado celosamente durante años para no exponerse al estigma. Me pregunté, con dolor, si eso no era un irrespeto  a su memoria. Y debí contestarme, duramente, que ya nada puede afectar a aquel que ha muerto, y que lo que tendría que cuidar era la dignidad que él tuvo siempre. Y entonces me hice otra pregunta, la que se hace Doris Lessing en sus memorias y que yo había recogido como epígrafe en una novela anterior: «¿Cuánta verdad contar?». Pues, por una parte, existía la posibilidad de herir al grupo familiar, pero por otra estaba el imperativo ético de ir hasta el fondo de lo que quería relatar. Entonces otra pregunta se superpuso a la anterior: ¿pero es que existe una verdad? No, no existe. Ni tampoco una memoria objetiva. Solo retazos, fulgores, imágenes más o menos desdibujadas. Y entonces, ya resuelta a plasmar lo único que podía plasmar –mi versión de los hechos–, puse manos a la obra.

A estas alturas ya se habrá preguntado el lector cómo hace un escritor que está viviendo un duelo reciente para lidiar con el dolor en el que necesariamente debe sumergirse a la hora de escribir. Cada uno tendrá su respuesta: Sergio del Molino, que contó la muerte de su hijito de dos años; Francisco Goldman, que narra su vida con su jovencísima esposa y su triste muerte accidental. Yo he repetido que las formas salvan: con su fuerza, que nace de la conciencia, de la racionalidad, de su vocación  civilizadora. Durante el proceso de escritura de Lo que no tiene nombre tuve que vivir oscilando entre la pena, que revivía cada vez que la inmersión en mi memoria traía a la mente detalles estremecedores, y la difícil tarea de escoger cada palabra, cada frase, cada recurso literario. Descubrí que esas búsquedas formales ponían mi cerebro a salvo momentáneamente, pero también me permití el llanto, las caídas en la desolación.

Algunos libros fueron especialmente importantes mientras escribía: el de Michael Greenberg, Hacia el amanecer, que relata cómo su hija enloquece a la edad de quince años. En él me inspiré para escribir en presente, como si los hechos estuvieran apenas sucediendo, pues comprendí que este recurso acentuaba la fuerza dramática. De Yo, otro, un libro de Kertész, un autor con el que tengo mucha afinidad, saqué la idea de escribir el libro en apartados breves, y mezclando pequeñas reflexiones; Alzar la mano contra uno mismo, del filósofo austriaco y también suicida Jean Améry, me sirvió para reflexionar hondamente sobre la decisión de renunciar a la vida y sus implicaciones psicológicas y morales.

Cuando llevaba unas pocas páginas de escritura decidí que iba a dialogar, expresamente, con algunos de esos libros, y con algunos otros que, sin ser de duelo, me acompañaron en aquellos días. De ese modo podía trascender lo meramente anecdótico, «elevar» mi texto al terreno del pensamiento, insertar breves reflexiones de otros sobre la enfermedad, el suicidio, el tiempo, la memoria y muchos otros temas.

Se puede hacer duelo a partir de muchas pérdidas: la del padre, de la madre, del hijo, la abuela; la de la patria o la lengua; la de una casa devorada por un incendio o la de una región arrasada por un terremoto o  una  inundación;  yo comprendí que antes del duelo por la muerte de Daniel había tenido que hacer otro duelo: el de la enfermedad que amenazaba con destruir en mi hijo lo fundamental: su yo, el que había ido construyendo en la infancia y adolescencia, el que lo diferenciaba de cualquier otro y a mis ojos lo presentaba como un muchacho dulce, respetuoso, lleno de curiosidad y talento. La enfermedad como un duelo a priori ha dado también para libros muy hermosos, como Mortalidad, de Christopher Hitchens, donde cuenta paso a paso sus últimos días; o Gratitud, el texto en que Oliver Sacks –quien ya había escrito sobre sus propias enfermedades– echa un vistazo a su vida antes de morir. Lo que no tiene nombre, pues, es un libro sobre un duelo doble, el que se hace por un hijo con una enfermedad incurable y por su suicidio como salida a su tragedia.

Toda narración literaria implica una indagación, y la mía fue tomando distintos caminos: escribía para preguntarme quién fue en realidad Daniel, y para eso tuve que hacer una pequeña investigación que solo pretendía ampliar un poco la visión limitada que de los hijos tenemos las madres. Acudí, pues, al único psiquiatra que en verdad lo ayudó, a algunos de sus amigos y exnovias, a sus maestros más cercanos, y me di a examinar su obra, que era enorme y que había dejado perfectamente ordenada y clasificada. También me puse en la tarea de rastrear los inicios de su enfermedad, y me pregunté por los errores nuestros y los errores médicos y por los efectos secundarios de los medicamentos, algo que en vida tenía un significado diferente. Me fui acercando así a otros temas: a los valores de la familia, que incluyen respeto por la decisión del suicida; a las presiones sociales y la educación para el éxito; al arte como tabla de salvación y a la desvalorización de la pintura en la academia; al estado actual de la psiquiatría y de los sistemas de salud, y, en fin, todo aquello que emergía de la historia misma.

En 2012 el libro estuvo listo y su publicación se hizo a mediados de abril. La recepción inmediata y masiva me permitió ir comprendiendo que, sin proponérmelo, había puesto el dedo en una llaga social, en el dolor sofocado por el temor al estigma de muchos pacientes y muchas familias. El libro desbordó los marcos de la literatura y, para mi asombro, se convirtió en un texto de estudiantes de bachillerato, de medicina, de psiquiatría. El duelo personal del que daba cuenta en Lo que no tiene nombre abrió, sin que yo lo esperara, canales de duelos hechos a medias y espacios de reflexión sobre la enfermedad mental y el suicidio.

La poesía, por otra parte, fue saliendo muy lentamente. También había leído yo algunos libros de duelo: Elegía, de Mary Jo Bang, sobre su hijo que murió por sobredosis; Gabriel, de Edward Hirsch, sobre el suicidio de su único hijo, un chico adoptado; y Joana, de Joan Margarit, que habla de los últimos diez meses de su hija que soportó durante treinta años el síndrome de Rubinstein-Taybi. Todos ellos me dieron una lección de contención y belleza. Durante cuatro años escribí los poemas de Los habitados, un libro que intenta hablar desde el atrapamiento en la enfermedad mental, de los encerrados e incomprendidos durante siglos; y también del duelo, de la pérdida. Nada hay en estos poemas de declaradamente autobiográfico, al menos para un lector desprevenido. Si bien hay unos cuantos de tono muy íntimo –la segunda parte está dedicada a Daniel y se llama Noticias de casa, muchos hablan de forma abstracta del dolor, la estupefacción, la dificultad, el aislamiento.

Siempre habrá literatura de duelo, ya sea re-convertida en ficción, sublimada a través de la poesía o como testimonio, porque la palabra sustituye, como decía Álvaro Mutis. Aunque esa sustitución sea precaria, un intento vano de consuelo. Pero también porque la escritura literaria es pregunta y búsqueda de sentido, dos elementos que se nos imponen a la hora de una gran pérdida para no sucumbir a la pena.