Conversación

William Ospina

con Antonia Viu

Antonia Viu: William Ospina, escritor colombiano que nos acompaña hoy, es autor de poemas, ensayos y novelas por los que ha merecido prestigiosos premios, como el Rómulo Gallegos (2009), el Premio Nacional de Poesía y el Premio Nacional de Ensayo, entre otros. Ha sido columnista de diarios como El Espectador y Cromos, redactor de la edición dominical del diario La Prensa en Bogotá, y fundador de la revista cultural colombiana Número. Entre sus ensayos más recientes está Pa’ que se acabe la vaina (2013), el que ha sido leído como un agudo diagnóstico de las raíces históricas y culturales de la violencia actual en Colombia.

Su trilogía sobre la conquista de la región que hoy llamamos Amazonas, publicada por Mondadori, reúne las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2009) y La serpiente sin ojos (2012). La primera relata la llegada de Pedro de Ursúa en 1543 al Perú, las guerras que lideró en defensa de la Corona y su siempre postergado viaje hacia El Dorado; El país de la canela, en tanto, narra la primera expedición exitosa a lo que se llamó desde entonces río de Orellana o Marañón, y que quedó registrada en la crónica de Fray Gaspar de Carvajal; por último, La serpiente sin ojos concluye la saga con el viaje de Ursúa hacia el río Amazonas en la expedición de 1559, que finalmente protagonizará no Ursúa sino Lope de Aguirre y que desplaza la búsqueda del Dorado hacia la lucha por el poder y la reivindicación frente a España.

Ospina ha señalado que este proyecto narrativo, que le llevó veinte años, surgió de su descubrimiento, hacia 1992, de la crónica de Juan de Castellanos Elegía de varones ilustres de América. Esa lectura de la crónica, cuando se conmemoraban los quinientos años del «encuentro de dos mundos», como comenzó a llamarse la colonización española de América, da origen a su poemario El país del viento (1992) y recién en 2005 a Ursúa, la primera novela de la trilogía.

Desde 1979 y hasta la década del noventa, muchos narradores latinoamericanos anteriores a Ospina revisitaron los primeros encuentros y los momentos fundacionales de la historia de América a partir de la crónica. Un lugar central aquí lo ocupa Alejo Carpentier, quien ya en ese año abogaba por la necesidad de que los escritores latinoamericanos contemporáneos se hicieran cargo de la historia del continente y se convirtieran en nuevos cronistas de Indias. El corpus de novelas es enorme y desde teorizaciones posteriores a Carpentier, como las de Ángel Rama, Fernando Aínsa o Seymour Menton, configura una literatura en la que el homenaje a las crónicas cede a un discurso crítico que asume una estética carnavalesca y una mirada paródica que la ve como instrumento del discurso colonizador: El mar de las lentejas de Antonio Benítez Rojo (Cuba, 1979); Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva (Venezuela, 1979); El arpa y la sombra de Alejo Carpentier (Cuba, 1980); El entenado de Juan José Saer (Argentina, 1983); Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (México, 1985) y Crónicas del Nuevo Mundo (México, 1988) de Homero Aridjis, son todas novelas que integran este corpus.

Una pregunta surge desde este contexto: ¿Por qué retomar la crónica en 2005, cuando parece estar todo dicho al respecto y cuando, además, desde una mirada crítica puede pensarse que la reescritura del género en las últimas décadas del siglo xx deconstruyó estigmas fundacionales, pero también contribuyó a esencializar posiciones desde un poscolonialismo a veces ingenuo, que vio en el mestizaje una solución armónica para el conflicto que por esos años planteaba la identidad latinoamericana?

El discurso de Ospina al recibir el Premio Rómulo Gallegos, cuando se refirió a la crónica de Castellanos que ya aludíamos, permite aventurar una respuesta: «Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hace sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura».

Efectivamente, en estos tiempos posnacionales, los nuestros, adquiere mucho sentido pensar la región del Amazonas, la región andina o del Caribe más allá de las fronteras desde las que nos hemos constituido, e ir, con Ana Pizarro entre otros, a la noción de área geográfico-cultural. Si lo nacional pierde vigencia aquí no es solo por una conclusión teórica generalizada a partir de los escritos de Benedict Anderson, sino porque en el caso particular de Colombia, Ospina advierte que la nación siempre ha sido el discurso forjado por unos pocos que se sintieron portadores y defensores de la modernidad y que desde su situación de poder renegaron de todo lo que no fuera moderno. Los capitanes de la conquista que transitan por las novelas de su trilogía recuerdan mucho a estas élites en su afán de ver únicamente el oro allí donde había un mundo plural, diverso, pero que nunca parece reconocerse del todo.

Desde una prosa que no evoca en nada la parodia y el carnaval y que ha sido elogiada, entre muchos otros, por Fernando Vallejo, Ospina vuelve a la crónica como origen de la tradición poética latinoamericana, pero ejerciendo opciones que parecen significativas y que marcan la distancia no solo respecto de la narrativa de fines del siglo xx sino también de esos primeros relatos. La Amazonía ya no es construida discursivamente como un imaginario utópico, o como el lugar en el que el paraíso y el infierno se alternan; la denuncia de los crímenes de la conquista tampoco es el centro de atención del narrador ya que se los asume como parte del sentido común actual, con una condena ya instalada socialmente: «Los enfrentamientos fueron muchos, y hablar de ellos será una vez más menudear en las atrocidades que ya todos conocen» (Ursúa, 309). La descripción de los indios tampoco se narra desde la extrañeza que los ve como seres mitológicos o feroces, desde el exotismo o desde una mirada victimizadora, sino desde una relación evidente entre cultura y territorio, construida a lo largo de siglos (Ursúa, 93), y desde saberes y prácticas que niegan los estereotipos españoles, «carne de servidumbre si se someten, cercos de sediciosos si se resisten y, cuando se alzan en selvas de plumajes y cascabeles para la rebelión, criaturas de la estirpe de los demonios» (Ursúa, 43).

El protagonismo en las novelas de Ospina se desplaza en una economía de la narración que podríamos definir como hidrológica, en tanto la trilogía puede leerse como un territorio fluvial al que es posible entrar por distintos puntos, desde fragmentos de historia intercambiables en la memoria del narrador que llevan a la sabana y a las montañas, pero que siempre pulsan por volver al cauce del río: «En Europa aprendí que todos los caminos llevan a Roma: aquí, que todas las aguas buscan el río» (Ursúa, 487). Cada historia lleva a otra historia y son infinitas las posibilidades de abordar el relato de esas expediciones, o como dice el narrador de El país de la canela, «aquí los cuentos desvelan más que los insectos» (89), pero el narrador vuelve al eje que se traza como trayecto posible, en la convicción de que tarde o temprano todo termina uniéndose.

Como literatura en movimiento, la crónica no puede sino ser el relato de uno o de muchos viajes, la expedición militar como un deber que para los capitanes de la conquista como Gonzalo Pizarro, Pedro de Ursúa, Heredia, Lugo o Belalcázar, siempre encubre otro viaje, el del oro, un viaje personal que dibuja mapas muchas veces reñidos con los mapas políticos y que pone en acción una densa textualidad que, como muestran estas novelas, más que la dominación territorial debió asegurar el disciplinamiento de los mismos emisarios de la Corona.

Como relato de viajes, la narrativa de Ospina no busca dibujar un desierto para la nación, para usar la expresión a partir de la cual el argentino Fermín Rodríguez se ha referido a las prácticas discursivas que eligieron ver el vacío en territorios largamente poblados; la selva de Ospina está llena de ojos que no habitan una temporalidad anterior remontable al navegar el río, como en el Conrad de El corazón de las tinieblas o como en el Carpentier de Los pasos perdidos; ellos, en cambio, habitan el mismo presente de los conquistadores. Se trata de poblaciones e individuos con los que a veces ni siquiera se establece contacto, otros con los que se combate y otros muchos que actúan como intermediarios para posibilitar el viaje: «Desde el río Magdalena hasta las alturas nevadas de la cordillera del Este, todas las mercaderías de España se llevaban a lomo de indio por las pendientes de barro y los peñascos de musgo, y a veces iban sobre ese mismo lomo los obispos y los negociantes» (Ursúa, 41).

Ospina destaca la importancia de los intermediarios en este sentido concreto y material (270) –guías, traductores o cargadores–, y la índole de las políticas que rigen dichas mediaciones condicionando su éxito o fracaso (lingüísticas, sexuales, etc.), pero también de los intermediarios en otros sentidos: las tecnologías cartográficas y de desplazamientos como agentes no humanos que alteran visiblemente las experiencias entre un viaje y otro, y la narración como mediación entre el espacio y el lector, o entre una pesquisa subjetiva y la documentación objetiva.

Leída desde Chile, la trilogía cumple esta función mediadora también, una suerte de guía hacia un territorio que culturalmente nos resulta mucho más opaco de lo que la distancia real permitiría suponer en estos primeros encuentros, pero lamentablemente también en lo poco que lo incorporamos en los mapas culturales y literarios actuales de Sudamérica desde los que seguimos pensándonos hoy.

William Ospina: Primero, muchísimas gracias a Antonia por sus palabras. Me han hecho pensar que, la verdad, cuando uno está escribiendo una novela o varias novelas va muy arrastrado por su propio impulso y no siempre alcanza a ver el contexto ni a ver en perspectiva que un relato se trenza con otro, ni qué panorama va apareciendo en conjunto. De manera que me ha parecido muy estimulante su lectura de mi obra. A instantes me iba por uno de los caminos que sugería, donde el tejido ideológico de la novela me llamó mucho la atención porque la verdad es que sí hay unos cauces de agua que también tienen que ver con los campos del lenguaje, que para mí fueron muy importantes en ese momento.

Antonia Viu: El marco en el que por lo menos yo comencé a leer la novela fue el de la narrativa histórica de los años noventa en Latinoamérica. Ese movimiento fue de una envergadura enorme, con autores muy importantes, los del boom, los del post boom, todos escribieron novelas históricas, pues todos se sintieron motivados – después del llamado de Carpentier– a escribir este tipo de novela. Entonces en un primer momento me surgió la pregunta, ¿tú piensas en esa tradición, te sientes cercano o más bien crítico de ella?

WO: Algo que me ha interesado siempre es el proceso que ha vivido la América Latina de construcción de un lenguaje que le permita hablar de sí misma. Yo creo que todos los escritores latinoamericanos nos encontramos en algún momento con la pregunta de si la lengua que hablamos se parece al mundo en que vivimos; en particular en Colombia, y en la región equinoccial de América, las diferencias tan notables entre el mundo americano y el mundo europeo hacen que uno no siempre esté convencido de que la lengua que se habla corresponda al territorio en que se vive. Cuando yo me encontré con la obra de Juan de Castellanos –el gran poeta de esa región en el siglo xvi, que intentó contar todo lo que había pasado, desde los viajes de Colón hasta los primeros ataques de los piratas ingleses en los puertos del Caribe–, comprendí que él se había encontrado con una gran dificultad, y es que la lengua que hablaba, la lengua que había llegado a América, era ya una lengua muy madura, estaba en vísperas de escribir el Quijote. Y sin embargo, era una lengua que enmudecía ante América porque no tenía palabras para nombrar nada de lo que era específicamente americano. Si en Europa hay veinte mil variedades de plantas y solo en la región amazónica hay cien mil variedades de plantas, ¿cómo abarcar con esa lengua, que venía de los ingleses y de Roma, ese mundo tan exuberante y tan diverso?

En Colombia existe la mayor variedad de aves del mundo y el diccionario nos traía unos gorriones que no estaban en la realidad, estaban solamente en el discurso. En Colombia abundan los ruiseñores en las canciones, pero era el único sitio donde estaban, porque en la realidad esos pájaros no son ruiseñores. De manera que esa llegada a un mundo tan distinto… yo compararía la conquista de América con la conquista de otro planeta. Dos mundos tan distintos, el avance por un mundo desconocido lleno de lenguas, religiones, mitologías, ciudades y avanzar protegiéndose de todo esto con un rezo, recursos del lenguaje y de la memoria, debió ser algo muy apasionante.

Yo escribí estas novelas sobre todo para tratar de imaginar qué fue lo que pasó realmente, cómo fue ese choque de mundos, cómo fue ese pasmo recíproco de esas humanidades que se encontraban, que no se habían visto nunca, y esas largas tradiciones culturales que no se habían visto nunca, y cómo configuró todo un choque muy violento y muy terrible, de manera que ese primer asombro de una lengua que no corresponde a un territorio y que tiene que aprender a ahondarlo, a mí me atrajo siempre y comprendí que Juan de Castellanos tuvo razón cuando, al no tener palabras para nombrar nada de lo que era específicamente americano, tomó prestadas palabras de las lenguas indígenas del Caribe y de los Andes para llamar todo lo que no tenía nombre en español. Entonces comenzó a hablar de iguanas, canoas, tiburones, huracanes, bohíos, anacondas, jaguares, y cuando el poema llegó a España, nadie entendió nada. Todavía en el siglo xix don Marcelino Menéndez Pelayo, que tuvo el heroísmo de leerse el poema completo –es el poema más extenso de la lengua castellana–, todavía él, a pesar de su hospitalidad mental, dijo o resumió lo que había sido la actitud de España frente a ese poema durante cuatro siglos: «Eso está lleno de palabras bárbaras y exóticas que afean la sonoridad clásica de la lengua, de manera que este señor no ha hecho un poema sino un engendro monstruoso». Y claro, uno entiende que con tantas palabras que no tienen

ninguna equivalencia en la realidad, a él solo le hayan parecido sonoridades terribles. Pero entonces, si me preguntas qué tanto se parece la lengua que hablamos al mundo en que vivimos… ¿o no ha sido ese el principal trabajo de nuestros escritores? Y no solo de nuestros escritores, por supuesto, sino de todas las generaciones que han vivido el esfuerzo por convertir esa lengua que llegó hace cinco siglos, tan ilustre, solemne, tan autoritaria, en una lengua hábil para nombrar a América, para nombrar no solamente la naturaleza americana sino también estas fusiones culturales que somos nosotros y la sensibilidad nuestra. A mí me parece apasionante ver la historia de la literatura latinoamericana sobre todo como esa gesta de una lengua dejándose invadir por un territorio, aprendiendo a nombrarlo y aprendiendo, como creo que ha aprendido finalmente, a ser la lengua natural desde ese punto.

AV: Y en ese sentido, ¿cómo te sientes respecto a otros escritores que asumieron un desafío igual, como García Márquez? Tú tienes un texto más reciente sobre Simón Bolívar, que también ha sido un ícono para García Márquez, para Álvaro Mutis… ¿Cómo te sientes tú ahora, dentro de tu tradición colombiana, respecto del lenguaje y respecto del momento en que te ha tocado ahondar ciertos temas?

WO: Bueno, yo creo que cada uno de esos autores, y los de todo el continente, desde el comienzo contribuyeron a ese proceso de una manera admirable. Por ejemplo, Juan de Castellanos no habría podido escribir su libro, su poema, sin la obra de Ercilla, que había aparecido un poco antes. En rigor, la obra de Ercilla no se proponía ser un poema americano, se proponía ser un poema sobre América, pero que pudiera ser leído, entendido y apreciado por la corte española a la que él pertenecía o había formado parte de ella. De manera que ya muy temprano Ercilla había marcado el camino, tal como lo había hecho Oviedo, los primeros cronistas, que fue intentar esa cosa admirable de que, detrás de la cabalgata terrible genocida de los conquistadores, llegaran en una cabalgata mucho más discreta y mucho más importante para el futuro de personajes asombrados tratando de nombrar un mundo. Para mí la cabalgata de los cronistas que vienen a la sombra de los conquistadores es mucho más admirable que la cabalgata de los conquistadores. Los conquistadores se parecen a todos los conquistadores de la historia, a todos los aniquiladores de pueblos, pero estos cronistas que venían detrás estaban maravillados con ese mundo nuevo que no entendían, que no conocían y que admiraban, a veces desde la sensorialidad que permite ver lo que hay, y a veces desde la imaginación, solo desde la fantasía que buscaban, que se perdió o estaba antes en la conciencia.

Yo veo la historia entera de la literatura latinoamericana como la historia de una conquista de un mundo, el proceso apasionante de cómo una lengua toma posesión de un territorio y de cómo un territorio toma posesión de una lengua también. Es una invasión y alimentación de la escritura hasta el punto de inflexión a finales del siglo xix, cuando los modernistas trataron de recoger todo el trabajo sobre la lengua que había hecho nuestro continente, y convertir esa lengua en un instrumento moderno en sí para dialogar con el mundo. Así se dio esa cosa maravillosa que fue el diálogo de la lengua latinoamericana con la poesía de Verlaine y de Edgard Allan Poe, con el temblor, digámoslo así, de la modernidad. Todo lo que hicimos después, todo lo que hizo América Latina en el siglo xx, es descendiente de ese modernismo, de ese establecimiento asombroso en todo el continente que fue la obra de estos modernistas, que trajeron nuevos temas, nuevos ritmos, nuevas sensibilidades y que le enseñaron a la lengua a hablar con naturalidad. Yo leo la poesía nuestra del siglo xix y siento a unos poetas y a unos prosistas hablando todavía en la lengua que les dejaron sus enemigos cuando se fueron. Solo a partir del modernismo yo siento que ya hablamos con nuestro ritmo vital, nuestra respiración, sensibilidad, casi que directamente temblando en las palabras, y tal vez solo por eso fue posible esta aventura maravillosa que es la literatura latinoamericana de siglo xx, en el que ya la lengua es un instrumento perfectamente hábil para expresarlo prácticamente todo. Uno lo siente desde las primeras décadas del siglo pasado. En una obra, como por ejemplo, la de Gabriela Mistral, yo siento a alguien ya hablando una lengua propia con una cercanía, con una dulzura, con una pasión y un estremecimiento asombrosos, y de eso no eran capaces, todavía, los poetas del siglo xix. Somos herederos sobre todo de una gran aventura, de una gran conquista, como la que hizo la literatura latinoamericana cuando en el siglo xx se convirtió en lo que todos sabemos ya. Esos autores habrían querido que los leyeran en los países vecinos, ya habría sido lo suficientemente satisfactorio que, más allá de las fronteras, alguien conociera tus obras. Y hoy la literatura latinoamericana es de las más presentes y de las más influyentes del mundo contemporáneo, lo que se debe no a la labor de unos cuantos personajes muy notables, sino al trabajo continuado de muchas generaciones humanas. Yo creo que es cierto eso que dicen los versos de Leopoldo Lugones de «que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido por estos cuatro siglos que en ella hemos servido».

AV: Una hipótesis que recorre tu libro es la distinción entre los cronistas y los conquistadores. Haces también un cerco entre España y su supuesta preocupación de cómo regular las prácticas de la conquista con las leyes nuevas. Por ejemplo, esa preocupación por los indígenas algo simulada, que como tú planteas, es más un mecanismo de disciplinamiento de la gente que una real preocupación.

WO: Sí, había dos cosas: España es lo suficientemente compleja y lo suficientemente contradictoria para producir al mismo tiempo a los genocidas de América y a los apóstoles de los derechos humanitarios; a los inquisidores y a los místicos; a Franco y a Picasso. Me parece que España, cuando conquistó América, era esas dos cosas. Era Torquemada y era Cervantes, era capaz de las aniquilaciones y de los flaqueos de los que fueron capaces siempre todos los pueblos y todos los ejércitos, pero también fue capaz de un ejercicio de generosidad y abnegación asombroso, y tal vez la mejor prueba de que eso ocurrió es el hecho de que América Latina haya conservado tanto de la cultura española y haya conservado la lengua española como su principal instrumento de expresión; porque no basta una invasión militar para que una lengua permanezca en un territorio. Los árabes ocuparon por siete siglos la península ibérica y esta no terminó hablando árabe. En muchas regiones del mundo hubo invasiones militares y ocupaciones larguísimas que, sin embargo, no significaron la permanencia de una cultura y de una civilización. Aquí sí, el mundo ibérico y europeo y latino permaneció en América, y yo creo que eso no se debe a los conquistadores sino a ese humanismo que vino detrás de ellos y que a veces trataba, digamos, de corregir con los esfuerzos del espíritu y con esa expresión y belleza, todo el horror que estaba ocurriendo.

AV: Si nos vamos un poco del pasado y de la conquista, recuerdo una crónica muy actual de Juan Pablo Meneses, «Amazon boys», en la que hay una efectiva parodia del turismo en esa región, una crítica al «querer ser amazónico». Me gustaría saber qué piensas tú respecto del Amazonas y su proyección al presente, cómo tu opción estética en la novela busca sacar el Amazonas de este lugar de opacidad y conectarlo con Latinoamérica. Creo que hay varias cosas que haces a nivel estilístico por lograr ese efecto, ¿qué crees tú?

WO: Bueno, tendría que empezar diciendo que yo no ignoro que todo lo que escribimos es fatalmente contemporáneo, y no ignoro que por mucho que tratemos de hablar de otra época solo podemos hablar de la nuestra. Así como Borges dijo que la novela Salambó de Gustave Flaubert, con todo su esfuerzo por reconstruir lo que era la vida de Cartago en tiempos de las guerras púnicas, es una típica novela francesa del siglo xix, pues también nosotros cuando interrogamos el pasado, solo podemos hacerlo desde las preguntas del presente, desde las angustias del presente. Entonces, esta teología minera del Amazonas del siglo xvi no deja de responder a una angustia por el Amazonas de nuestra época. Lo que yo trato de preguntarme es: ¿cuándo empezó todo? Cuando veo los incendios arrasar con la selva, cuando veo como avanza la construcción de potreros donde antes estaba la diversidad de la jungla amazónica, me pregunto: «Esto empezó un día y por supuesto que no empezó con los descubridores de América –me refiero a los verdaderos descubridores de América, los que llegaron hace veinte mil o treinta mil años–, esto empezó después». Leyendo a Juan de Castellanos algo aprendí, y es que esos veinte mil años de ocupación del territorio por parte de unos pueblos que llegaron de Asia, no sabemos cuándo, no habrían vulnerado este territorio, no habrían vulnerado la naturaleza, todo estaba de alguna manera intacto. Digamos que si no estaba en el primer día de creación, estaba en el segundo, pero no habría ido más allá.

Yo creo que la depredación de la que todos somos testigos hoy es algo que comenzó, de alguna manera, hace cinco siglos pero que ha ido creciendo de un modo dramático. Tal vez comenzó con la idea de que la selva no está para vivir en ella, para convivir con ella, sino para dominarla. Por eso me interesó tanto el personaje de Pedro de Ursúa, porque lo que yo quería hacer era comparar dos tipos de viajes: los viajes de descubrimiento y los viajes de conquista. Cuando Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana salieron de Cusco, fueron hasta Egipto y se fueron a buscar el país de la canela, lo que se encontraron no fue el país de la canela, no había canela asiática en América, había una variedad de canela americana que no daba para la explotación comercial. Pero ellos seguían buscando, como buenos conquistadores, bosques de canela, porque creían en aquellos tiempos, como muchos creemos o creen todavía hoy, que en la América equinoccial es posible encontrar bosques de una sola especie, pero aquí no puede haber bosques de una sola especie, en esta región del mundo no la hay, solo hay diversidad, hay vida. Entonces, buscando el país de la canela que no encontraron, lo que se encontraron fue la selva amazónica. Buscaban bosques de una sola especie y encontraron una selva con todas las especies imaginables y siguieron con la profunda frustración, pues no podían saber que era un tesoro.

En ese primer viaje de Orellana, cruzaron los riscos, bajaron por los bosques de canela, encontraron una selva despiadada, encontraron un río, se les acabaron las provisiones, armaron un barco y una parte de la gente se fue a buscar provisiones y no volvieron nunca, y a eso se llamó un viaje de descubrimiento, porque eso fue un viaje de descubrimiento. Y no solo encontraron el río, no tuvieron más remedio que hacer un barco y dejarse llevar por el río. Ocho meses bajaron por un río que crecía y crecía entre selvas que crecían y crecían alrededor y descubrieron el Amazonas, pero no lucharon contra él, al contrario, lo único que trataron de hacer fue salir lo más pronto posible y tal vez por eso salieron todos vivos. Pero veinte años después, Pedro de Ursúa, enterado de la hazaña o la aventura de Orellana, decidió volver al Amazonas, pero ya no en plan de descubridor, sino en plan de conquistador. Él concibió el proyecto totalmente demencial de ir a conquistar ese mundo, y por supuesto eso desencadenó solamente la locura de los peregrinos. Ese contraste entre un viaje de descubrimiento y la idea de conquistar interesaba mucho y es la fuerza que mueve la escritura de estas novelas y la investigación, la interrogación de cuándo comenzó esta sed de conquista que no se sacia y que ahora quizás ha llegado demasiado lejos.

AV: Tengo una última pregunta, quería saber sobre tu opción de no representar la violencia. Esta pregunta surge apropósito de que eres un escritor colombiano con una opinión identificable sobre la contingencia de tu país.

WO: Yo siento que de todas maneras en esta trilogía en particular se trasluce mucho la violencia actual de Colombia. Tal vez mi manera de ver las cosas hace que me guste más verlas en la literatura y en el arte, como diría el autor bíblico, «por espejo y el enigma». Creo que se ven mejor las cosas por espejo y el enigma que cuando se intentan representar directamente. Entonces, en estas masacres de Gonzalo Pizarro en medio de la selva sacrificando a miles de indios y entregándoselos a los perros, no puede dejar de traslucirse el horror de la violencia paramilitar en Colombia que estaba ocurriendo mientras yo escribía estas novelas. Pero claro, para mí era más importante que no fuera ese el propósito sino algo que yo no pudiera impedir, algo que va brotando porque está ahí, es el entorno donde yo vivo, porque es el horror que yo describo y trato de releer el mundo. Si la violencia aparece en es – tos libros no es porque yo me lo proponga como un ejercicio de denuncia o testimonio histórico, sino porque no puede dejar de brotar más allá de mi voluntad porque viene en el torrente del lenguaje, en el impulso del lenguaje, y por esa vía se expresa el mundo en que vivo y el mundo al que pertenezco.

Pero por supuesto que yo no estoy en contra de que se hagan esfuerzos también por denunciar y retratar el horror, al fin y al cabo, si bien la realidad colombiana es muy dramática y muy dolorosa, la historia del mundo no lo es menos y siempre hubo ese sino trágico de las guerras, violencia, desplazamientos, y siempre hubo también, y es necesario que haya, ese esfuerzo de la lengua y el espíritu por captar todo eso, por descifrarlo si se quiere, y tratar de conjugarlo de alguna manera también. Cuando yo escribía esta trilogía y cuando leía las obras de Juan de Castellanos recibí con muchísima gratitud el descubrimiento de que alguien en el siglo xvi había escrito un poema casi infinito sobre los hechos de la conquista. Yo desde niño me preguntaba: «Bueno, si esa historia de la conquista fue tan terrible, tan asombrosa, maravillosa, ¿por qué no deja una huella en la poesía?», y cuando encontré este poema pues descubrí que en ningún lugar del continente se había escrito una crónica tan detallada, tan minuciosa y en verso, sobre todo lo que había sido esa conquista, y no solo hablamos de los hechos atroces, sino también de los asombros y de las cosas traviesas. Además, una cosa es que los cronistas le digan a uno cómo ocurrieron los hechos y otra cosa es que un poeta lo diga, porque los poetas se detienen en lo que los historiadores no suelen detenerse. El poeta sí le dice a uno cómo quedaron impresos los colmillos del caimán en el flanco de la canoa, que son cosas en las que no suele detenerse nadie más. De manera que a mí me pareció, cuando encontré la obra de Juan de Castellanos, que era verdad lo que había escrito Homero en la Odisea: «Los dioses labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar».