Juan Cárdenas o el vivir orientados para la literatura

Presentación de Aldo Perán

Presentar a Juan Sebastián Cárdenas sin dar cuenta de los múltiples aspectos que caracterizan su trabajo o, más bien, su producción intelectual, sería insensato. Y es que además de ejercer la crítica en el campo de las artes (fue comisario de la muestra colombiana Acorazado Patacón en la prestigiosa feria española ARCO hace algunos años), es traductor de destacados autores –entre los que se encuentran Thomas Wolfe, William Faulkner o Muriel Spark– y también, por si fuera poco, autor de un libro de cuentos y de tres novelas.

Llegué a conocer a Juan Cárdenas gracias a dos momentos. El primero sucedió a mediados de 2016, cuando le consulté a Diego Zúñiga por algunos autores latinoamericanos invitados a la Feria del Libro de Santiago, de los cuales sólo conocía la obra de Luis Chaves, Pedro Mairal y Dany Salvatierra. Como era de esperar, Zúñiga ya los había leído a casi todos y me recomendaba con especial énfasis la obra de un colombiano de apellido Cárdenas publicado por editorial Periférica, a quien yo no había leído y que le parecía excepcional.

El segundo y definitivo momento ocurrió poco después, cuando llegué a la casa de un escritor que es también profesor de esta Facultad después del concierto de los Guns N’ Roses en el Estadio Nacional. Me senté en el balcón a tomar cantidades ingentes de Coca-Cola, y mientras estaba en esa tarea –y también mientras miraba compulsivamente fotos en Instagram–, Alejandro Zambra y un amigo a quien no conocía se sentaron a mi lado  a tocar guitarra. Así fue como conocí finalmente al autor que tenemos hoy con nosotros. Es importante destacar que ambos son también eximios intérpretes de guitarra, pero por respeto a esta Cátedra, no vamos a guitarrear ni cantar.

Lo anterior no ha sido mencionado porque sí. Había algo en la figura de Cárdenas que me inquietaba cuando comencé a indagar en su quehacer. Si nos hiciéramos del dictum sostenido por Schopenhauer y lo aplicásemos a la literatura, existiría una diferencia entre quienes viven de la literatura –no vamos a ejemplificar sobre esto ahora– y los que viven para la literatura. Al descubrir su trabajo multidisciplinar, poco a poco he ido comprendiendo ese amor por la literatura que el autor de Zumbido profesa por medio de su trabajo.

Entonces comencé a preguntarme: ¿cómo es que Cárdenas llega a Thomas Wolfe o a Muriel Spark? ¿Es él quien decide traducir a Norman Mailer? Nuestro autor sostiene, en un registro similar al de Walter Benjamin, que del oficio de la traducción ha aprendido a escuchar «la música interna que tiene el lenguaje». ¿Qué edad habrá tenido cuando leyó Molloy de Samuel Beckett? ¿A qué edad comenzó a leer a Enrique Lihn, disponible en la biblioteca familiar? Sabemos que Cárdenas estudió filosofía y que abandonó esta carrera para estudiar cine. También podemos informarnos que en Madrid, instalado desde los veinte años, estudia, traduce y escribe. Comienza a publicar obras, a modular una voz.

Buscando y rebuscando en internet todo lo que hubiera dicho o escrito hasta el momento, di con algo que solo puede ser descrito como fenomenal y que es el motivo por el que estamos acá: Juan Cárdenas es un lector apasionado de otro escritor que optó por vivir para la literatura, después de mucho tiempo dedicado a la música y otras labores. Ese autor era un pianista de formación clásica que sobrevivía de manera precaria dando conciertos en pueblos infernales y desolados del interior de Argentina y Uruguay, su país de origen. Se llama o se llamaba Felisberto Hernández.

En 2014, en un texto publicado en revista Arcadia, Juan Cárdenas relata que durante una noche, luego de que su condición de escritor estuviera a punto de quedar en entredicho, el autor sentado aquí a mi lado comenzó a pensar en Uruguay. Pensó por suerte en el mundial del 50 y no en Pepe Mujica. Yo no sé en qué pensaría si se me viniera a la cabeza la palabra «Uruguay». Tal vez pensaría en los poemas de Idea Vilariño, en el último golazo de Edison Cavani al Barcelona, pero eso es también situarse en el mismo lugar común de quien asocia Uruguay a Mujica con sus mascotas y ese escarabajo destartalado con el que siempre sale retratado en esas noticias anodinas sobre su estoica condición de hombre humilde.

Comenzó a pensar en Uruguay, y de ese país saltó inmediatamente a su adolescencia. Se recordó a sí mismo teniendo quince años asombrado por la lectura de «El acomodador», el cuento de Felisberto Hernández. Es en este tipo de experiencias donde podemos apreciar lo dicho antes: esta experiencia de lectura, es decir, tener quince años y estar absorto dentro del universo del escritor uruguayo en una biblioteca pública de Medellín, es uno de los indicios que realzan la elección vital de vivir orientado para la literatura. No deja de impresionarme este recuerdo escrito por Cárdenas. Sobre todo por las similitudes biográficas entre él y el narrador del cuento: «Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro –donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas– quedaba cerca de un río». Imagino a Cárdenas pensando en esto en una calle a oscuras ubicada en alguna parte del mundo, pensando en cómo ha vivido y en cómo se ve retratado al comienzo de ese relato del escritor uruguayo del que nos hablará a continuación.

Leer a oscuras. Notas sonámbulas en torno a Felisberto Hernández

Juan Cárdenas

Para Paz Balmaceda

1.

Durante un largo periodo de mi infancia tuve serios problemas para dormir en la noche. Podría decirse que fui un niño insomne. Mi madre, que es doctora y enemiga declarada de las compañías farmacéuticas, me sometió a un riguroso tratamiento a base de plantas medicinales y ejercicios de respiración que, extrañamente, surtió el efecto contrario. Así, no era raro que, mientras todo el mundo dormía, yo me levantara a caminar en plena oscuridad por toda la casa, al principio casi a tientas, medio tropezando con las cosas, sintiendo cómo poco a poco las pupilas se iban acostumbrando a las tinieblas hasta que, en el momento menos pensado, algunos objetos se volvían reconocibles. Allí estaban, como envueltos en las alas de un insecto enorme, los muebles de la sala, los cuadros, las vitrinas repletas de chucherías viejas, las plantas, el acuario –en cuyo interior se alcanzaban a identificar los brochazos de sombra acuosa y la pequeña silueta del buceador que abría y cerraba el cofre del tesoro de donde escapaban las burbujitas–. Todas esas mismas cosas que durante el día, bajo la luz de la normalidad, me parecían inocuas o hasta vulgares, en la oscuridad de mis paseos nocturnos se cargaban de insinuaciones y yo sentía que querían comunicarse conmigo, transmitirme un secreto mediante una gestualidad de la quietud. Los objetos se comportaban como esos personajes de las películas de espías que, en una situación comprometedora, intentan revelar algo con un ligero guiño dentro de una cara impávida, y mis ojos de niño insomne recorrían las superficies, no tanto queriendo descifrar algo, sino embelesado con ese reposo histriónico. Con ese murmullo visual donde la razón y la sensibilidad se confundían y formaban una sola máquina perceptual.

Esa fue también la época en la que me aficioné a los libros. Cada noche, antes de irme a la cama, solía elegir en la biblioteca de mis padres una decena de libros de acuerdo a criterios bastante caprichosos, como el color de la cubierta, las letras, lo sugestivo que me resultara el título o el nombre del autor, aunque para mí tenían prioridad los que incluían imágenes. Me atraían, por ejemplo, los que tenían grabados de los viajeros y naturalistas extranjeros que habían pasado por mi país recogiendo costumbres, plantas, animales, paisajes. Pero los que más me gustaban, lejos, mucho más que cualquier otro libro, eran unas colecciones de revistas de moda antiguas que mi abuela había hecho encuadernar con tapas duras. Mi abuela era modista y usaba esas revistas como referencia para su trabajo. Para mí, en cambio, eran algo así como una fuente inagotable de curvas aterciopeladas y líneas deliciosas y trazos atrevidos que mis ojos bebían y bebían.

En esas noches, después de las infusiones de hierbas, cuando mi madre me obligaba a apagar la luz, yo seguía aferrado a los libros y en la más absoluta tiniebla pasaba las páginas, esperando que la pupila se abriera, sedienta, temeraria, el ojo –la diminuta cámara oscura– llevado al límite de sus capacidades, allí donde uno no puede distinguir lo que ve de lo que imagina. Recuerdo haberles preguntado a mis padres más de una vez si no cabía la posibilidad de leer a oscuras, si la lectura era algo que solo se podía hacer en presencia de la luz. Dicho de otro modo, aunque entonces yo no era capaz de expresarme así, deseaba un Braille para videntes, un modo de darle de comer lecturas al ojo sin necesidad de lamparitas.

La lectura ha sido para mí desde entonces una forma de andar a oscuras, una suerte de ambulación a ciegas, temeraria, en la que uno corre el riesgo de no ver nada y tropezar. Algo que requiere un esfuerzo que a veces supera nuestras capacidades, el cultivo de una facultad sensorial que nos permite volver a apreciar el misterio de todo aquello que, a la luz de la normalidad, bajo los focos de la experiencia anestésica, nos resulta vulgar o poco interesante.

En cierto modo, solo se puede leer a oscuras. O mejor, es imposible leer si todas las luces están encendidas. Solo con una lucecita humilde, con un mínimo fulgor estable, al borde mismo de las tinieblas, podemos empezar a reconocer mejor las cosas.

2.

En «Nadie encendía las lámparas», uno de los cuentos más conocidos de Felisberto Hernández, nos encontramos con una curiosa fenomenología de la lectura que apunta en esta misma dirección. La acción comienza, permítanme recordarlo, en una situación muy similar a esta en la que nos encontramos ahora ustedes y yo, es decir, hay un hombre que lee en voz alta delante de un público. O para ser más precisos, un hombre rememora lo que le ocurrió una tarde mientras leía un cuento en voz alta para una audiencia, reunida, nos dice el narrador, en una «sala antigua». El ambiente es íntimo, cálido: «Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol», dice en la segunda línea del texto, dejando que la atención se desborde de entrada hacia la periferia del ojo. «Después», continúa, «se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos».

Nunca llegamos a saber demasiado acerca del contenido del cuento porque quien lee está más enfocado en distraerse con lo que sucede en los alrededores, por paradójico que eso suene.

«Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona», prosigue.
Y casi de inmediato, cuando piensa en la importancia de algunas de las personas que integran el público, el lector trata de hacer bien su tarea.
«Me esforzaba», dice, «por entrar en la vida del cuento».

Observemos cómo tiene lugar un choque de dos fuerzas contrarias, podríamos decir, una centrípeta y otra centrífuga. Por un lado, todos los elementos de la escena están organizados en arreglo a un centro, que es el acto de la lectura en voz alta. Y a la vez, el hecho de que no sepamos casi nada sobre ese texto provoca un vacío central, un agujero blanco que en lugar de tragar expulsa hacia sus márgenes todo cuanto sucede en el relato, que en definitiva solo es esa suma de experiencias digresivas o periféricas. El efecto es comparable al de un estanque en el que alguien, desde un lugar invisible, arrojara piedritas y nosotros solo pudiéramos detectar la sucesión de ondas que se forman sobre la superficie. Felisberto cuenta todo de tal modo que nos hace perder el interés por averiguar quién arroja las piedras y nos invita a disfrutar del movimiento del agua. En más de una ocasión se ha señalado que en sus cuentos hay una actitud de franca oposición a la explicación, una conciencia de que no hay empobrecimiento de la experiencia que no provenga de una respuesta fácil a una pregunta seguramente mal planteada. Como llevándoles la contraria a los defensores del close reading, para Felisberto leer no consiste en sumergirse en las profundidades del texto ni en hacer foco en un contenido sustancial que uno debería extraer como quien perfora un pozo, sino en captar con el rabillo del ojo. La retina solo desea lo que no se le ofrece directamente. La retina únicamente ansía captar hacia su centro –como una trampa para cazar fantasmas– lo que revolotea en sus márgenes. Por eso no hay instante de revelación ni ningún contenido positivo que consumir. Solo un despliegue de cosas que, de no haber aparecido así, de reojo, habrían sido obviadas.

Leer es darle de beber al ojo, que solo puede absorber bien desde las comisuras. Solo se lee lo que se desea. Solo se lee en el interior del deseo, que siempre es un desbordamiento hacia los márgenes de un centro vacío.

No es casual que, hacia el final del relato, cuando ya todos se marchan del lugar de la lectura, a medida que cae la tarde y la luz natural se agota, nadie quiere encender las lámparas. Total, ni falta que le hace la luz al deseo, aunque el narrador salga de allí casi tropezando con los muebles, justo antes de ser abordado por una mujer en el zaguán. Una mujer que lo agarra de la manga del saco, recuesta la cabeza en la pared y le dice: «Tengo que hacerle un encargo».

Al fin y al cabo, el ojo es una máquina que le permite al cuerpo entrar en contacto antes de entrar en contacto. El ojo toca antes de tocar a través del artificio de la reproducción y la copia.

Leer es también copiar en la dirección marcada por el deseo de contacto, algo que cualquier lectura de Felisberto debería asumir como un programa. Porque hay algo en él que se resiste a cualquier lectura frontal, retiniana, clínica, y al exceso de luz. A Felisberto solo podemos leerlo copiando a Felisberto, de soslayo y en penumbra, con un sistema propio de distracciones y revoloteos.

Leer es también copiar en la dirección marcada por el deseo de contacto, algo que cualquier lectura de Felisberto debería asumir como un programa.

3.

Como muchos de ustedes saben, Felisberto trabajó desde los quince años acompañando películas de cine mudo en un teatro de Pocitos. Jorge Monteleone, autor del estudio introductorio de la Narrativa Completa de Hernández, publicada recientemente por la editorial argentina Cuenco de Plata, describe así su labor: «Había adquirido la veloz ductilidad para identificar las peripecias del relato cinematográfico y expresarlas con su ejecución, en base a unas pocas partituras, sobre las que improvisaba». No es muy difícil imaginar al joven Felisberto con la atención dividida entre lo que sucedía en la pantalla, esas pocas partituras y sus dedos sobre el teclado, los ojos bien abiertos, absorbiendo desde la oscuridad para comentar con una música jocosa las películas de Mary Pickford o Lon Chaney. ¿Se puede concebir un mejor resumen de la poética de este autor? Allí está todo: el descentramiento, la mímesis, la oscuridad, el contacto, elementos que se conjugarán felizmente en otro de sus cuentos, «El acomodador», cuyo argumento es casi una transfiguración de la curiosa experiencia laboral de pianista de cine mudo. Un joven pobre que trabaja como acomodador en un teatro descubre una noche que sus ojos proyectan una luz roja. Ese descubrimiento desata en el protagonista un irresistible deseo de mirar cosas en la oscuridad. «Cada noche yo tenía más luz», dice el narrador. «De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero –donde estaban grabadas mis iniciales pero las había grabado yo–, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado del borde; tacitas con letras doradas, etc.».

Los ojos del acomodador, sin embargo, no se conforman con esos objetos tan sencillos y ansían proyectar su lucecita sobre cosas un poco menos accesibles a su condición social de muchacho pobre. Todas las semanas asiste a unas cenas de caridad que ofrece un millonario en una mansión. Allí, intimida al mayordomo de la casa con su lucecita y lo convence de que le permita «ver, solo ver» en la oscuridad los objetos de valor que hay en una habitación a la que no habría podido acceder de otra forma. El acomodador se hace traer un colchón para poder mirar todo desde el suelo, y da inicio a su primera sesión: «Había –dice– un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda».

No es difícil darse cuenta de que la lucecita de los ojos acaricia esos objetos apelando a dos clásicos recursos del cine: la ampliación y la cámara lenta. Y esa peculiaridad cinematográfica nos pone ante un dispositivo totalmente nuevo que ya no es el ojo de las perspectivas renacentistas, ese que busca una apropiación científica del espacio, sino un ojo-máquina que propicia la transfiguración de la materia.

Walter Benjamin, el más «felisbertiano» de los escritores europeos, describe así las consecuencias perceptivas de estos recursos cinematográficos:

Con las ampliaciones se expande el espacio;

con las tomas en cámara lenta, el movimiento.

Y así como con la ampliación no se trata solamente

de una simple precisión de algo que ≪de

todas maneras≫ sólo se ve borrosamente, sino

que en ella se muestran más bien conformaciones

estructurales completamente nuevas de

la materia, así también la cámara lenta no sólo

muestra motivos dinámicos ya conocidos, sino

que descubre en estos otros completamente

desconocidos ≪que no surten el efecto de movimientos

rápidos que han sido retardados, sino

de movimientos diferentes, peculiarmente resbaladizos,

flotantes, sobrenaturales≫.1

Benjamin estaba convencido de que la irrupción de algunas tecnologías como el cine o la fotografía, y su posterior aplicación en la publicidad, había hecho aflorar unas fuerzas primitivas que hacían del ser humano moderno un producto mestizo de la ciencia y la magia. En un pasaje que parece una paráfrasis de lo que sucede con el acomodador y su lucecita recorriendo los objetos, Benjamin escribe:

Si bien nos damos cuenta en general de lo que
hacemos cuando tomamos con la mano un encendedor
o una cuchara, apenas sabemos algo
de lo que se juega en realidad entre la piel y
el metal; para no hablar del modo en que ello
varía con los diferentes estados de ánimo en
que nos encontramos. Es aquí donde interviene
la cámara con todos sus accesorios, sus soportes
y andamios; con su interrumpir y aislar el
decurso, con su extenderlo y atraparlo, con su
magnificarlo y minimizarlo. Solo gracias a ella
tenemos la experiencia de lo visual inconsciente,
del mismo modo en que, gracias al psicoanálisis,
la tenemos de lo pulsional inconsciente.2

Este visual inconsciente, en alemán Optisch- Unbewußten, que podría traducirse mejor como inconsciente óptico, viene a ser para Benjamin algo así como un campo entero de la psique moderna abierto por la cámara, con sus alteraciones perceptuales que afectan nuestros sueños y nuestra manera de entrar en contacto con las cosas, configurando un movimiento libidinal del ojo sobre las superficies. Como sucediera antes con lo pulsional inconsciente, Benjamin ve el descubrimiento de este nuevo inconsciente óptico como una fuente potencial de reconfiguración de las relaciones culturales, sociales y económicas, algo que el humilde acomodador parece poner en práctica con su pequeña insurrección solitaria, donde se vale de su recién adquirida facultad para trastocar momentáneamente las jerarquías y reivindicar un cierto disfrute plebeyo y a la vez fantástico de los bienes que no están al alcance de la gente como él.

El final del cuento, donde el acomodador es descubierto por el dueño de la mansión y toda la situación anómala queda expuesta como un vulgar abuso de confianza, provoca una destrucción automática de la magia insurreccional que se había puesto en marcha entre los participantes del ritual nocturno, incluidos los objetos del lugar, que vuelven a ser simples bienes suntuarios o curiosidades sin interés. El acomodador, de hecho, declara en las últimas líneas que a partir de entonces la luz de sus ojos se fue debilitando hasta desaparecer con el paso del tiempo. Devuelto a su condición de subalternidad, puesto en el sitio que le corresponde en virtud de su clase, las lucecitas pierden su potencial desestabilizador del orden social y ya no vale la pena utilizarlas. El poder se desactiva, o mejor, el impulso libidinal, que era un impulso de apropiación por la mirada, ya no surte ningún efecto.

Benjamin advierte también que la aparición de ese inconsciente óptico es inseparable de las condiciones de un mundo donde la mercancía actúa como el gran fetiche que determina las relaciones y los intercambios económicos o simbólicos. Con un ojo siempre puesto en el acomodador, recordemos por un momento que para Marx la mercancía desempeña una función religiosa en la economía política, y eso viene a demostrar que, al interior de una esfera secular donde supuestamente se gobierna desde el cálculo y la racionalidad, en el fondo predomina una noción mágica. Porque, en efecto, la mercancía se presenta de tal modo que cancela y a la vez oculta en su interior, conservándolo como un resto fantasmal, el carácter social del trabajo, que así pareciera ser un rasgo objetivo de la propia mercancía. Mediante ese artificio de birlibirloque, la mercancía queda elevada al estatus de elemento autónomo, con voluntad propia. A Marx, en un guiño casi felisbertiano, le gustaba comparar ese carácter fantasmal de la mercancía con las mesas de los espiritistas, que de repente se ponen a bailar solas.

Cabe preguntarse qué relación entablaban con la mercancía las lucecitas que salían de los ojos del acomodador, si acaso esos rayos servían para ver a través de la mercancía en procura del objeto mismo. O si, por el contrario, potenciaban el fetichismo y reforzaban aún más su magia espectral, para mayor gloria del sistema de producción que había engendrado todas las relaciones del cuento: las relaciones entre las personas, las relaciones de las personas con las cosas, de las cosas con las cosas, a la manera de esos escáneres que se usan en el supermercado para ver el precio de los productos.

4.

Seguramente muchos de ustedes estarán un poco incómodos con esta versión criptomarxista de Felisberto que les estoy presentando. Créanme que fui el primer sorprendido cuando comencé a descubrir estas redes conceptuales y poéticas.

En primer lugar, porque en más de una ocasión el escritor se declaró en contra del comunismo. Tan vehemente fue en este empeño político que una espía secreta de la KGB, África de las Heras, que vivía bajo el nombre falso de María Luisa de las Heras y que tenía en su hoja de servicios, entre otras fechorías, su participación logística en el plan que culminó con el asesinato de Trotsky, decidió casarse con Felisberto porque le pareció que no encontraría mejor modo de encubrir sus actividades al servicio del Kremlin.

Seguro habrá algún malpensado que se estará imaginando que Felisberto en realidad era un agente soviético, pero no, la evidencia no parece apoyar ese disparate. África, alias María Luisa de las Heras, abandonó al uruguayo dos años después de casarse con él y es poco probable que haya dejado sembrada en su marido la semilla del bolchevismo.

De todas formas, a la tenue luz de las conexiones que hemos mencionado antes, difícilmente se puede pensar en un escritor más materialista y a la vez más dialéctico que Felisberto Hernández.

Materialista, porque procuró mostrar las acciones como el devenir de unas sustancias y unas energías, no como una mecánica de las intenciones; erradicar la psicología como el motor de la narración parece ser uno de sus principales propósitos, mostrar que el mundo está lleno de objetos que han cobrado vida, como la mesa de los espiritistas de Marx, y que ahora, incluso los cuerpos de las personas, sus miembros, sus cabezas, sus ojos, prescinden de la voluntad del dueño y hacen lo que se les da la gana: el cuerpo imitando a la mercancía. El mundo de las cosas animadas, donde una mujer se detiene en una escalera que entonces se transforma en un vestido de mármol desparramándose por el espacio, donde unos comensales se sorprenden al ver una mancha oscura de vino que parece «agrandarse en el aire», sostenida por el cristal de la copa, un mundo donde los pasos de un hombre mastican el silencio y la cabeza de una mujer se convierte
en una gallina a la que el viento le revuelve las plumas.

Y digo que es dialéctico porque todas esas sustancias y esas energías se encuentran en una relación de oposición, engendrándose las unas a las otras, cancelándose mutuamente para hacer surgir nuevas fuerzas y nuevas oposiciones, lo que da lugar a estructuras narrativas casi siempre asimétricas, quebradas, con toda clase de cortes abruptos y elipsis, ondulaciones interrumpidas seguidas de fugas.

También es llamativo que ese materialismo dialéctico sui generis surja solo gracias a unos personajes que tienen una relación cuando menos conflictiva con el trabajo. Los protagonistas de sus textos suelen ser desempleados, hombrecitos que desempeñan oficios precarios, pianistas obligados a hacer giras provinciales muy mal pagadas –como tuvo que hacerlas el propio Felisberto para ganarse la vida durante años–; o bien, sus personajes son hombres o mujeres inoficiosos, en estado permanente de ocio contemplativo, desempleados por decisión propia que, gracias a una situación económica holgada, se pueden permitir sus excentricidades. Varios cuentos narran el encuentro entre un trabajador desesperado y un ocioso o una ociosa, como sucede en «El balcón» o «La casa inundada»; y en «El cocodrilo» la cuestión del trabajo y la vulnerabilidad económica se resuelven casi como una parábola humorística cuando el protagonista, un vendedor itinerante de medias incapaz de vender nada en los almacenes de los pueblos, descubre que tiene la facultad de llorar a voluntad, mecánicamente, como un robot, y así convencer a sus clientes de que le compren su mercadería. De nuevo, por cierto, el recurso de los ojos como fuente de una materia inexplicable que provoca un efecto desestabilizador de las relaciones sociales.

Sucede a menudo que lo fantástico en Felisberto solo se produce en medio de una rara disposición espiritual que emana de la precariedad laboral, allí donde el trabajo es casi un no-trabajo, como si ese estado temporalmente fantasmal del trabajo –por desempleo, vacaciones o por mero ocio– fuera propicio para que la materia revelase sus intimidades.

Me pregunto qué habrían pensado Walter Benjamin y sus amigos de la Escuela de Frankfurt sobre un cuento como «Muebles El Canario», donde un hombre, recién llegado de sus vacaciones en un día de mucho calor, se sube a un tranvía y es abordado por un vendedor que le aplica una inyección en una situación confusa, cosa que en lugar de provocar pasmo o rechazo entre los pasajeros es visto por ellos con total complicidad. «Después a mí», grita una gorda desde otro asiento. La inyección no resulta ser una muestra gratis de ningún fortificante, ni una droga, sino una transmisión radial que el hombre empieza a escuchar dentro de su cabeza esa misma noche, cuando está a punto de quedarse dormido en su cama: «Hola, hola; transmite difusora “El Canario”… hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones…». El tipo, desesperado, se tapa la cabeza con una cobija gruesa, pero eso solo consigue mejorar el sonido de la transmisión porque lo aísla de los demás ruidos externos y acaba saliendo a la calle, donde busca desesperadamente un antídoto que suspenda los efectos de la popular inyección…

Aquí el dispositivo mágico se ha desplazado y ya no es un hombre que descubre en sí mismo una facultad secreta, sino que es toda la sociedad la que vive bajo una especie de hechizo demagógico propagado por estos tipos que van por los tranvías aplicando inyecciones. El producto no es ni siquiera un objeto sino una marca vacía que es a la vez un estado de ánimo colectivo: la mercancía adelgazada hasta su condición de pura presión social y embrujo ideológico.

Seguramente, Adorno y Horkheimer, los teóricos de la industria cultural, habrían admirado la ambigüedad con la que Felisberto Hernández entiende los procedimientos fantásticos que aparecen en sus cuentos, pues no se trata nunca de una magia estrictamente blanca o estrictamente negra. Como ya hemos dicho, es una magia con un alto potencial de desestabilización de la percepción, de la organización sensorial de los cuerpos y de las jerarquías sociales; pero también es una pequeña maldición, frágil, fugaz, casi siempre inocua, que muchas veces refuerza aquello que pretende poner patas arriba, un simpático y colorido instrumento de dominación, una servidumbre reificada, como la de los dibujos animados de Disney.

5.

Empecé a leer a Felisberto a los dieciséis años y desde entonces se convirtió para mí en uno de esos lugares a los que uno acude cada vez que pierde la fe en los poderes de la literatura. Cuando, por motivos laborales, me dejaba extraviar por el canto de las sirenas posmodernas  me convencía a mí mismo de que la literatura era una actividad obsoleta, estéticamente muerta, ahí estaba Felisberto para zangolotearme por los hombros. Era como volver a escuchar una música olvidada, como acceder a un territorio de la memoria cerrado por un tiempo, un territorio donde entraba en contacto de nuevo con las cosas perdidas de la infancia.

Por esa razón, durante todos estos años, me había negado a poner por escrito mis ideas sobre Felisberto, temiendo que mi mirada de crítico arrojara una luz demasiado impertinente y arrogante sobre una escritura que pedía penumbra y discreción. Temía, en definitiva, arruinar el misterio y quedar a merced de la cháchara perversa que lleva décadas anunciando que el enemigo número uno del arte es la narración. Como si la antinarratividad no fuera en sí misma una aspiración narrativa, atrapada en la lógica binaria que esa misma cháchara posmoderna denuncia con gestos sacerdotales. En fin, cada vez que me olvidaba de lo que hacen los relatos en la sensibilidad, en la memoria, en el cuerpo, Felisberto acudía al rescate. Porque el relato, y esto es lo que trato de decir desde el inicio de estas notas, nunca cuenta una historia, nunca se cierra sobre sí mismo para transmitir un contenido determinado. El relato siempre aparece como pura contingencia, como una marca de su propia desaparición, como un vacío central alrededor del cual se desencadenan las fuerzas opuestas que van y vienen. Y esto es algo que Felisberto me fue enseñando de a poquito durante estos veinte años de frecuentación mutua, casi en susurros, apelando a mi inconsciente óptico, a mis dormidas facultades miméticas.

Por tanto, me complace declarar ante ustedes hoy, que una vez roto el tabú de no escribir jamás sobre Felisberto, una vez que he imitado sus muecas, copiado sus técnicas de iluminación para acercarme a él, sus cuentos siguen siendo para mí un inagotable pozo de imágenes, de ideas, de recuerdos propios y ajenos. Porque al fin de cuentas, leyendo a Felisberto sigo siendo ese niño insomne, medio sonámbulo, que iba recorriendo la casa familiar a tientas, tropezando con los muebles, absorbiendo, palpando sombras con los ojos abiertos, a punto de emitir una lucecita.


1 Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Itaca, México, 2003, traducción de Andrés E. Weikert. La cita incluida dentro de la cita pertenece a Film als Kunst (1932), un texto de Rudolf Arnheim que Benjamin utiliza como referencia constante.

2 Ídem.

3 En esta interpretación del «fetichismo de la mercancía» sigo de cerca las reflexiones de Michael Taussig en Mimesis and Alterity. A Particular
History of The Senses (Routledge, 1993).