Bótox, divorcios escandalosos y portadas en la edición especial Estrellas y celulitis de algún tabloide no son los únicos tormentos que una actriz de cierta edad debe sopor tar en Hollywood por estos días. En una entrevista reciente con la National Public Radio en Estados Unidos, Meryl Streep recordó, toda vía algo molesta, que al cumplir cuarenta años recibió tres llamados para encarnar a diferentes brujas en la pantalla, una oferta poco halagadora y hasta maleducada que ella rechazó pero que en el último tiempo ha llevado a Nicole Kidman a interpretar a la Hechizada en Bewitched, a Charlize Theron y Julia Roberts a hacer de la madrastra de Blancanieves en dos nuevas versiones cinematográficas, y a Angelina Jolie a ponerse una capa negra y un par de cuernos como Maléfica, la aterradora bruja de La bella durmiente, en la película del mismo nombre que se estrenará en algún momento del próximo año.

En cierto modo se puede considerar un rito natural del cine estadounidense: la pérdida de la inocencia y el sex appeal de la juventud, la llega da de la experiencia, la sabiduría y la astucia de la madurez cuando, como en Cenicienta, el reloj comienza a dar las primeras campanadas de las cuatro décadas y se acaba la fantasía. Que la ac triz en cuestión termine convertida en bruja es un tropezón hollywoodense inevitable y hasta conveniente. Marca una nueva etapa en la carrera de la starlet otoñal: la entrega de la antorcha, y la portada de Us Weekly, a una nueva generación.

La regla, por supuesto, corre solo para actrices. Cuando se trata de estrellas masculinas los años se van acumulando y todo sigue como si nada; continúan siendo el galán, el héroe, el bombón distinguido, el símbolo de toda virtud y decencia hasta que sus piernas se trizan en el set y Clooney, Cruise, Pitt, los inmortales Connery e Eastwood quedan convertidos en un montoncito de ceniza estelar. La injusticia del panorama es tan obvia que no merece discusión. Podríamos hablar de tradición, machismo, misoginia, política y hasta religión, pero en cambio hablaremos de Disney, porque si alguien sabía de brujas y princesas era el muy recordado Walt.

Blancanieves y los siete enanitos, de 1937, el pri mer largometraje animado en la historia del cine, fue responsabilidad suya y sirvió para establecer la ruta. Las princesas, decretó Walt, serían jó venes, casi adolescentes, y deberían incluir en la corta lista de sus talentos la cocina, el planchado y el lavado de platos, la comunicación directa o indirecta con pájaros, roedores y otras especies animales, y la capacidad para dormir largas horas hasta ser despertadas por un beso de amor. Eso es todo lo que dicta este patrón puritano y algo flojo de perfección femenina.

Blancanieves es «la mujer ideal del patriarca do», aseguran las autoras Sandra Gilbert y Susan Gubar en The Madwoman in the Attic, una «jovencita pasiva y obediente que no hace nada para salvarse a sí misma aunque se encuentre frente a los más horrorosos peligros».

La falta de iniciativa y de carácter de estas candidatas a Miss Disney se traslada a lo físico. Cambie el color de pelo de Blancanieves, Ceni cienta o Aurora, la princesa encantada de La bella durmiente, y no encontrará mayores diferencias entre ellas. Al ojo, todas mantienen una perfecta talla 36, y todas podrían fácilmente ser encarna das por alguna actriz con parálisis facial. Las brujas y villanas, en cambio, constituyen un variado y delicioso festín femenino.

Aparte de la edad (cuarentonas y cincuentonas) y su evidente maldad (¡terrible!), a primera vista nada las une, ni siquiera sus intenciones. Úrsula busca almas perdidas en La sirenita, Maléfica bus ca revancha en La bella durmiente, lady Tremaine busca un marido apropiado para sus horrorosas hijas en Cenicienta, y Cruella DeVil busca un abrigo de piel en Los 101 dálmatas. Algunas son atractivas, como la Reina Malvada de Blancanieves, y otras no, como la Reina de Corazones de Alicia en el país de las maravillas, un portento de mujer con debilidad por el cricket y la decapitación.

Todas son mujeres, claro, o al menos eso cree mos. La certeza absoluta sobre este punto es imposible, porque Walt, el buen Walt, despojó a todas sus villanas de cualquier signo aparente de femineidad o sexualidad. Ni siquiera la madrastra de Blancanieves, tan vanidosa y siempre frente al espejo, es capaz de lanzar aunque sea un suspi ro de sensualidad y permanece durante toda la película enclaustrada en un traje negro de pies a cabeza, como una monja, una aslama, una esposa ortodoxa, una de esas mujeres encadenadas al más oscuro destino por la decisión de un hombre que, ya sabemos, tiene poder absoluto sobre ellas. Un hombre que en este caso lleva el apellido Disney. Maléfica luce un atuendo parecido, y para que no queden dudas sobre su maldad –como si el nom bre no fuera suficiente–, Walt decidió agregarle unos diabólicos cuernos. Aun así, alguien podría discutir que se trata de una villana sexy, más aun con la llegada de la Jolie. Pero si es así, se trata de la sexy mala, la sexy peligrosa, la sexy que en cualquier momento puede convertirse en dragón y dejar a su víctima (¿pareja?) convertida en car bón con un solo fogoso aliento.

Quizás se deba a que, así como el aspecto de la pulpovillana Úrsula de  se inspiró en el célebre travesti Divine, el de Maléfica guarda un sospechoso parecido con Joan Crawford, una actriz encajonada en el arquetipo de mujer fatal que no por nada fue protagonista de películas como La indomable, Cuando el diablo asoma, Possessed o This Woman is Dangereous. Ambas com parten las cejas negras y en arco, las prominentes hombreras y la sonrisa perfecta pero sarcástica, igual que la ambición, la decisión y su casi manía ca perseverancia. Maléfica lanza su conjuro como venganza después de no ser invitada a la fiesta de bautizo de Aurora y luego espera dieciséis largos años para asestar su fatal estocada. La Crawford, cuenta la leyenda, lanzó su propia maldición –de solo cuatro letras, sospechamos– al ser despedida sin ceremonia de los estudios Metro Goldwyn Mayer, donde había sido hasta entonces la estre lla más popular y mejor pagada, y esperó casi dos décadas por su revancha, la que llegó en 1946, cuando ya tenía cuarenta años, o un siglo en el calendario hollywoodense, y consiguió su primer y único Oscar por Mildred Pierce.

En Wicked. Memorias de una bruja mala, el es critor Gregory Maguire defiende la reputación y dignidad de la bruja verde de El mago de Oz re contando la historia desde su perspectiva y mostrándola como una víctima, una técnica que reitera en Confessions of an Ugly Stepsister para sugerir que las hermanastras de la Cenicienta no eran tan malas después de todo, sino simples mártires de la ambición de su madre y de la belleza extraña, casi sobrenatural, de la admirada princesa.

Como diría Maguire, toda historia tiene dos caras. Así, la crueldad de estas villanas de cuento puede entenderse no necesariamente como un rasgo de su tortuoso temperamento o su vene noso carácter sino como una forma de supervi vencia, de defensa personal y, quizás, de abierto feminismo.

«Incluso aunque asesinen –escriben sobre las villanas Gilbert y Gubar en su libro–, están usando la única cuota de poder disponible para una mujer en la cultura patriarcal.»

Ese parece ser el mensaje de Ravenna, la bruja malvada de Blancanieves y la leyenda del cazador, interpretada con deliciosa frialdad por Charlize Theron. «Las madrastras del pasado han sido monstruos de narcisismo femenino autogenerado, pero Ravenna parece una mujer que man tiene un legítimo rencor hacia un mundo de violencia sexual y autoritarismo patriarcal dominado por los hombres», escribió A.O. Scott en su crítica de la película para el New York Times. «Con un pequeño cambio de énfasis, Blancanie ves y la leyenda del cazador podría haber sido un relato centrado en ella, la historia de una vícti ma convertida en vengadora. Quizás la negación de ese estatus alimenta el resentimiento de Ra venna. Su ira está dirigida principalmente hacia otras mujeres: aquellas adolescentes cuya juven tud y belleza ella roba para mantener el hechizo que le evita envejecer, y la inocente princesa que se convierte en amenaza simplemente porque es joven y está viva.»

Las coincidencias con el Hollywood de hoy son evidentes. Basta con observar el retoque de Julia Roberts en la publicidad de algún cosmético o los labios de Meg Ryan en sitios como Awful PlasticSurgery.com para entender que Ravenna tiene abundante compañía en su desesperación. No se trata de simple vanidad. Se trata de fama, carrera, dinero y poder. Se trata de mantenerse vigente en un universo donde un par de arrugas son el anuncio inequívoco de la ruina y el olvido. Que Ravenna sea interpretada en la pantalla por Charlize Theron, una de las mujeres más hermo sas del cine y rostro exclusivo de las fragancias de Dior, solo agrega sal a la herida. Después de todo, Charlize ya se empina por los treinta y siete años.

El destino no luce prometedor para las villanas de Disney, aunque en un principio parezcan tener todas las de ganar. En ese mundo el poder nunca está asegurado, especialmente si se trata del poder femenino. Princesas en cuna de oro pierden sus coronas con una rapidez abismante y antes que alcances a decir abracadabra ya están convertidas en exiliadas, en el mejor de los casos, o esclavas, en el peor, como heroínas de una de esas teleno velas mexicanas de los años setenta, donde la sir vienta pobretona enamorada del patrón termina siendo la dueña de la estancia.

El padre es a menudo una figura ausente en estas historias infantiles de terror, asesinado, en venenado o degollado por una mujer que primero lo seduce, luego lo traiciona y finalmente lo hace desaparecer como por arte de magia. Eso deja la historia centrada en dos mujeres: la princesa ma lograda y la cruel madrastra, la juventud y la ma durez, la ingenuidad y la experiencia, la inocencia y el cinismo, el bien y el mal.

La solidaridad de género, por supuesto, lleva a confusiones. En una pirueta que pone a Disney a la altura de Hitchcock o Polansky en el podio de los cineastas sicológicamente embrollados, sus víctimas suelen defender a sus victimarias: el sín drome de Estocolmo se traslada al Bosque En cantado. Blancanieves no puede creer que sea su propia madrastra la que contrata a un sicario para que le arranque el corazón. Su relación no era la más cálida, es cierto, ¿pero el corazón?, ¿arranca do así de cuajo?, ¿en serio, señor cazador?

Cenicienta también se lleva una sorpresa cuan do su propia madrastra, la misma que le demuestra tanto amor exigiéndole desayuno en cama todos los días, no cumple su promesa de dejarla ir al baile en el palacio real. Y para Anita, la ino cente dueña de casa británica de Los101dálmatas, la sola idea de que su tía Cruella (descrita en una ocasión en el NewYorkTimescomo «una auntieMamesádica, dibujada por Charles Addams y con la voz grave de Tallulah Bankhead») busque robar sus cachorritos para convertirlos en abrigo le pa rece ridícula e increíble. «Please, George –le dice a su marido compositor en una escena–. Ya sé que Cruella es excéntrica, pero no es una salvaje.»

¿O sí?

Por supuesto que es una salvaje, igual que sus antecesoras en el repertorio Disney, la mayoría provenientes de aterradoras leyendas folclóricas medievales recuperadas por Charles Perrault, Hans Christian Andersen y, especialmente, los siniestros hermanos Grimm. El material original pone los pelos de punta, como explica Joan Aco cella en un reciente ensayo en The New Yorker; historias que hablan de «mutilación, desmembra miento y canibalismo, sin mencionar el ordina rio homicidio a menudo ejecutado en niños por sus propios padres o guardianes. Les cortan los pies, los dedos salen volando por los aires…». La violencia es a veces explícita –¡Que le corten la cabeza! ¡Tráiganme su corazón!– y otras sugeri da, como cuando Cenicienta entra en la oscura guarida que lady Tremaine llama dormitorio, solo para encontrarse con un par de ojos que parecen arrancados del mismísimo Belcebú. Es sin em bargo una violencia que no incita a la imitación, y sería imposible imaginar a una de estas villa nas sirviendo de inspiración para un verdade ro asesino, como ocurrió con el trágico Guasón durante la reciente masacre en Colorado durante una función de estreno de la última película de la saga de Batman.

Ni siquiera la feroz grandilocuencia de Malé fica en las últimas escenas de La bella durmiente es comparable a la lluvia de balas y explosiones que utilizan con tanta frecuencia sus contrapartes varones en el cine actual. En su recuento de la tragedia, las víctimas de Colorado repitieron una y otra vez que los disparos en el cine parecían «de película», «irreales», un curioso y muy estadouni dense recurso para definir cualquier catástrofe, incluyendo el 9/11.

La maldad y la violencia en Disney es distinta y apunta no a los ojos o los oídos, sino al cora zón y el inconsciente, desatando un terror que es demasiado real para ser descrito como cinema tográfico. Es el terror al desamparo y la soledad, a la traición, a la oscuridad, a la idea de que el espíritu más diabólico puede estar ahí, en la pieza continua o escondido debajo de la cama, sin que nos hayamos dado cuenta.