El terror se está llenado de preguntas

Presentación de Simón Soto

Es difícil elegir desde dónde comenzar a hablar del libro que hoy nos convoca, Las tierras arrasadas, del escritor mexicano Emiliano Monge.1 Es difícil porque la novela es compleja y está elaborada con espesor desde distintas dimensiones. No es solo la temática que aborda, no es solo el trabajo detallado y fino del lenguaje que se despliega en sus más de trescientas páginas, no es tampoco la construcción de sus personajes, ni los referentes con los cuales, pienso yo, dialoga en un proceso argumental que está presente durante todo el libro. Son todas estas variables, que Monge ha sabido conjugar para la construcción de una historia donde el presente carcome y roe, como si fuera ácido, las vidas y esperanzas de todos los personajes que transitan por estas páginas.

Las tierras arrasadas comienza cuando un grupo numeroso de inmigrantes, que tienen la esperanza de cruzar a Estados Unidos, es traicionado por dos muchachos que se habían comprometido a hacer de guías en este trayecto. Inesperadamente, la noche es quebrada por unos focos de luz artificial, que pronto descubren a un grupo de hombres armados y varios vehículos pesados, liderado por Epitafio y Estela. Es aquí donde la narración de los hechos empieza a experimentar sus primeras fisuras, y aparecen en la superficie de la página las voces, como venidas desde otra dimensión, de esos hombres y mujeres que prontamente serán despojados de cualquier vestigio de humanidad, y a los que el narrador de esta historia se encarga, con un magistral acierto estilístico, de rebautizar cercenándoles el nombre, que es lo único que los dota y nos dota a todos de identidad, para transformarlos en simples entes vacíos a quienes, en el transcurso de la historia, les arrebatarán su condición de seres humanos para considerarlos, en los casos más afortunados, simples mercancías. Es decir, el tema que Monge trata en estas páginas es el horror del tráfico de seres humanos, de personas que pasarán a convertirse en esclavos, en objetos sin alma. El tratamiento de la historia, así como los elementos visuales que utiliza el narrador, podrían pertenecer perfectamente al género de las historias futuristas, aquellas donde un acontecimiento natural o artificial quiebra el devenir del mundo para transformarlo en otra cosa. El cine ha registrado muchísimas veces este tipo de historias, y a mí, mientras leía Las tierras arrasadas, se me vino de inmediato a la cabeza la película de George Miller, Mad Max Fury Road. Desconozco si Monge quiso implantar en su novela de manera consciente algunos elementos de esa película. Los caminos rocosos y serpenteantes, los vehículos inmensos, la ansiedad por llegar cuanto antes a alguna parte, los seres siniestros que doblegan a los más débiles: todo eso, para mí, creaba un diálogo entre las páginas de Las tierras arrasadas y las imágenes de la película de Miller.

Pero hay algo que provoca una brecha entre ese tipo de historias y la novela de Emiliano Monge. Y tiene que ver con la reflexión que hace el autor con respecto al tiempo. En todas las historias posapocalípticas, un elemento central es la prospección. George Miller observa el presente e imagina un futuro sin esperanzas, donde el agua es un bien escaso y que desata innumerables conflictos. En cambio lo de Monge no es prospección sino puro presente. Aquí está el gran elemento diferenciador de Emiliano Monge: el horror no se está sembrando. El horror está ocurriendo, todos los días y en su propia tierra. Son sus propios compatriotas los que ejercen esta forma de terror. Todo esto me hace pensar en el libro La nueva lucha de clases, donde el filósofo y sicoanalista Slavoj Zizek hace una reflexión sobre los refugiados que están llegando a Europa, y desprendiéndose de esto, también sobre el avance del EI y los atentados en Francia. Un punto central que toca Zizek alude al el sistema económico imperante. Entre los muchos argumentos que elabora, encuentra una síntesis muy lúcida y clara: que el gran problema del capitalismo es que construyó un espacio hermético y limpio, una suerte de territorio impoluto, donde el trabajo y las competencias de cada cual iban a entregar dinero y bienes relacionados directamente con ese esfuerzo. ¿Dónde está el problema, entonces? Simple: el sistema se olvidó de lo que quedó fuera de ese espacio perfecto. Diseñamos una casa hermosa y un patio acorde a esa casa, pero nos olvidamos de lo que está al otro lado. De quienes habitan ese lugar. Ese espacio no es algo neutro, no es imaginación sino carne, vida, realidad de personas que intentan sobrevivir en ese país bastardo que es también parte de cada uno de nuestros propios países. La reflexión que elabora Monge en su novela, pienso, tiene que ver con eso que dice Zizek. Es botar con un martillo-combo el muro que ha erigido la sociedad y observar qué está pasando allí, qué infierno y qué padecimientos están ocurriendo allí donde nos hemos forzado a no mirar.

Un aspecto que no quiero pasar por alto, pero que por motivos de tiempo no podré desarrollar con la extensión que me gustaría, tiene que ver con el trabajo autoral que Emiliano Monge ha hecho en las páginas de Las tierras arrasadas. La historia que se narra es también la historia que se lee. Me refiero a que Monge no solo se propuso contar la tragedia de los inmigrantes fallidos y sus captores, sino además encontrar una forma única de expresar ese infierno; ha creado un lenguaje que nos permite no solo enterarnos de los hechos, sino también, de alguna manera, percibirlos, comprenderlos en toda su compleja dimensión. Las palabras y sintaxis construidas por Monge transmiten con particular autenticidad la aflicción emocional y síquica que viven los personajes. Cito uno de los varios testimonios que asoman en el texto en boca de las víctimas: «Hice el camino varias veces… me tocó ver un chingo de madres… pero no esto… esto no es cierto… no puede serlo… haber dejado todo para esto… no puede serlo… mis cuatro hermanos… mi viejecita… mis dos naranjos… no puede serlo… mis herramientas… esto no es cierto». U otra voz mutilada que aparece varias páginas más adelante: «No le dije nada a nadie… ni a mi mujer le dije nada… tenía miedo… no sabía… pero ahora entiendo… el miedo es esto…». El horror que descubren al ser capturados y sometidos a todo tipo de vejámenes ni siquiera era posible de imaginar, porque hasta antes de los hechos que arrancan en la novela, la experiencia humana tenía para ellos otra dimensión, otros límites, otros parámetros. Por eso, para quebrar ese equilibrio precario que vivían antes los personajes, se hacía urgente romper también con los límites de la palabra, encontrar una nueva poética, una construcción lingüística que pudiera dar cuenta del espanto.

Debido a esta necesidad Monge implanta en la novela un narrador omnisciente que puede atisbar tanto en las víctimas como en los opresores, y logra algo que es de suma complejidad al utilizar esta clase de narrador, en relación con cuánto escarba en los personajes y su complejidad síquica. Hasta dónde llega, y por ende, cuánto se dice y entrega no solo de la historia, sino también de las decisiones y el actuar de los personajes. Y Monge ha sabido modular esa introspección para que el lector comprenda las motivaciones y los conflictos internos que agobian y guían las acciones de sus personajes, pero sabe también hasta dónde llegar para no sobreinformar ni volver obvias o repetitivas las decisiones argumentales que tomará en el curso de la historia.

El salto entre los diversos puntos de vista, además, le concede a la trama total de la novela un aliento y un ritmo sumamente ágil y que induce a sumergirse más y más en la lectura. Porque, como dice en la contratapa del libro, todas las reflexiones y cuestionamientos antes mencionados están elaborados en Las tierras arrasadas como una road novel, una historia de carretera que logra ser fiel al género, donde la acción ocurre de manera trepidante, en una estructura que denota el profundo trabajo del autor para encajar la sucesión de acontecimientos con precisión. Esa estructura también se sostiene gracias a la complejidad de los personajes, en particular de Epitafio y Estela. Monge es capaz de desarrollar el constructo moral de ellos, y pese a lo deleznable de su actuar, al ejercicio del mal que los marca, el lector puede comprender las esperanzas y angustias que ambos padecen. Porque, como en toda gran tragedia, Epitafio y Estela también son de alguna forma víctimas del destino, de un azar caótico que los puso allí, en el lado del horror. Y que sin duda volverá a poner a otros en ese mismo lugar, en un continuo infinito, porque, como aparece tempranamente en la novela cuando los inmigrantes se encuentran con sus captores, «está pasando la sorpresa y el terror se está llenando de preguntas». Pareciera que el destino trágico siempre actúa así. Con un terror que solo quiere preguntar más y más.


1 La visita de Emiliano Monge a la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño coincidió con el fallo del Premio Elena Poniatowska 2016. En esta ocasión la novela galardonada fue Las tierras arrasadas, que hasta entonces no había sido publicada en Chile. Simón Soto aprovecha la oportunidad de presentar al autor centrándose en esta obra. Monge por su lado preparó una conferencia que no se vincula con su libro sino más bien, siguiendo la tradición de este espacio, explora otros temas que lo inquietan como lector. (N. del E.)

 

 

 

Las terrazas solares del aire

Emiliano Monge

 

 

I

A diferencia de las huellas digitales, no todas las novelas son únicas. La inmensa mayoría comparte los sinuosos trazos de la mediocridad, las frases hechas y el eco de un discurso masticado, digerido y regurgitado cien mil veces. Ni hablar de la puerilidad, superficialidad y literalidad con que se abordan los temas, se cuentan los cuentos y se delimita a los personajes.

La historia de la literatura, tristemente, es igual de terca pero todavía más aburrida que la historia de la filosofía o de la física. ¿Cuántos maestros en estructura atómica –que repiten como merolicos las ideas de otros en un salón de clase y en decenas, cientos o miles de libros– se requieren para que aparezca un joven Tesla? Tantos, exactamente, como escritores malabaristas de lo corriente somos necesarios para que, de pronto, en algún lugar nublado, emerja un Borges o un Juan Rulfo.

Escritores capaces de rasgar el tejido del lenguaje literario y de las diversas telas de los lenguajes cotidianos, capacitados para dotar de pisos nuevos a los edificios de la épica y la lírica y dispuestos, sobre todo, a proponer otra concepción, otra forma de desnudar las motivaciones de la especie y del individuo y otra manera de situar al ser humano ante el tiempo y el espacio, en la segunda mitad del siglo xx de nuestra lengua, apenas encontramos una treintena. Y de esta treintena, por supuesto, cada quien está en libertad de elegir su puñado. A fin de cuentas, en esta libertad de elección radica el sentido último de la palabra tradición, que a diferencia de la palabra canon, se conjuga solo en singular.

Yo, por ejemplo, elijo a Benet, Levrero, Sada, Vicens, Panero, Saer, Ribeyro, Emar, Gardea, Palacios, Aira y Di Benedetto. Y no digo, evidentemente, que estos sean nuestros únicos escritores, digo que son nuestros únicos escritores singulares y los únicos cuyos textos podrían estudiarse como huellas digitales. Lo dejo aun más claro: no digo que Cien añ̃os de soledad, La región más transparente, Rayuela, Conversaciones en la catedral, El obsceno pájaro de la noche o tantas otras obras interesantes no deban leerse, ni digo tampoco que sus autores no sean escritores importantes (como lo son también Inés Arredondo, Ibargüengoitia, Piglia, Diamela Eltit, Castellanos Moya o Bolaño); lo que digo es que todos ellos pertenecen, responden y, sobre todo, respetan los códigos de la manada. Y por eso mismo forman o aspiran a un futuro canon.

En cambio, Julio Ramón Ribeyro, Jesús Gardea o Antonio Di Benedetto, pilares de mi tradición, no solo no pertenecen, responden ni respetan a la manada sino que no les interesa pertenecer, responder o respetar códigos previos, ideas asimiladas, lugares comunes o juicios preconcebidos: toda esa argamasa, pues, que aglomera al colectivo. Los escritores de los que hablo son los miembros que se apartan voluntariamente del grupo y se van después en busca de una cueva. Los que no escriben sino hasta olvidar el ruido de fondo y adentrarse en el silencio. Por eso los críticos, los libreros y hasta los escritores y editores, adictos a los ecos que dan forma a la memoria y amparados en asuntos de fingida practicidad que no son en realidad sino la suma de nuestras propias incapacidades, los llamamos raros, experimentales o diferentes.

Y lo más grave es que al designar de esta manera a aquellos que se alejan, y al juzgar así, de forma tan apresurada como cómoda y pueril, el trabajo del proscrito voluntario, olvidamos que las categorías rareza, experimentalidad y diferencia son, en realidad, cualidades. Las mismas cualidades que deberíamos anteponer al resto de nuestros juicios si aún nos interesan las preguntas y no solo las respuestas. A fin de cuentas, sólo en su nombre la literatura se sigue renovando. No olvidemos que, en su día, de rarasexperimentales y diferentes fueron acusadas obras como, por ejemplo, La balada de los ahorcados, Tristram Shandy, Moby Dick , Hojas de hierba, Ulises, El hombre sin atributos, El ruido y la furia, Malone muere, Los reconocimientos, Umbral o Mis amigos.Como también sucedió con Zama, de Antonio di Benedetto, Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro y Los viernes de Lautaro de Jesús Gardea, libros sobre los que haré ahora un par de anotaciones (cada una con sus formas y sus peculiaridades). Y es que allí donde la crítica y la mayoría de los domésticos se han empeñado en ver rarezas, experimentaciones y diferencias, lo que hay en realidad es pura brecha nueva, puro páramo desconocido, puro despoblado en espera de que ustedes se aparten y se pongan a labrar nuevas percepciones, imaginaciones diferentes y lenguajes solo suyos.

II

No obstante, no todo estaba bien.

Algo en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo, era como si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis culpas fueran heredadas y no me importara demasiado: disponía como de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo es factible, pero agotable.

Tampoco la fugacidad me inquietaba, porque es posible sacar partido de lo transitorio, disfrutar momento a momento. Era algo mayor la causa de mi anegante desazón, ignoro qué, algo así como una poderosa negación, a cualquier aplicación de mis fuerzas.

Es más, yo le temía a distancia. De momento, todo se presentaba con rostro favorable. Pero recelaba de otra etapa –¿lejana?, ¿inmediata?– irrebatible, a la que yo llegara sin vigor, como a una extinción en el vacío. ¿Qué era eso tan peor? ¿La destitución, acaso? ¿La pobreza? ¿Alguna afrenta? ¿Tal vez la muerte? ¿Qué, qué era…? Nada, lo ignoro. Era nada. Nada.

Quise discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él.

Necesité imperiosamente asirme a algo. El estómago vino en mi ayuda, reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la esperanza.

En Zama, Di Benedetto no solo crea un lenguaje que va naciendo con cada nueva oración y que mana de la concreción y del silencio, ni erige únicamente una épica de lo circunspecto y una lírica de lo doloroso, tampoco propone sólo una voluntad de soledad ni se conforma con colocar en el centro del tiempo y el espacio a la espera y la nada. 

Zama, la obra más importante de nuestra narrativa existencialista, nos permite ver cualidades insospechadas en cada una de sus relecturas: de pronto nos enseña, por ejemplo, que la tensión debe ser un remolino, aunque de vientos apacibles; de golpe nos deja ver que el estilo puede estar amarrado a la invención de estructuras o que las estructuras pueden ser holgadas, a tal punto que el lector las modifique con su propia experiencia, y de repente nos ilustra que el silencio habita el centro del acto literario, o que la narración en primera persona se puede convertir en materia, una materia de plasticidad infinita.

La novela que Di Benedetto escribió a los 34 años, en un rapto de apenas unos meses, se desdobla, además, de maneras diferentes cada vez que paseamos por sus páginas: por eso es el soliloquio de un hombre que aguarda un nombramiento pero también la perorata de un ser que no puede sentirse amado ni sentir tampoco que ama; por eso es el testimonio de alguien que no consigue liberarse del yugo del pasado pero al mismo tiempo la denuncia de un hombre que no consigue asir sentido en el presente ni en el futuro; por eso es la historia de una persona que le teme a la locura y asimismo la de un loco que le teme a la materialidad de las cosas, y por eso es la autobiografía del desesperado que emprende una última persecución pero es igualmente el recuento de una serie inagotable de persecuciones que vuelven la persecución misma algo inasible, invisible, intrascendente.

Y por eso, también, es que no importa pensar en Zama en tanto la historia de Don Diego, el funcionario de la Corona que en la Asunción del Paraguay espera el nombramiento real que le permitirá marcharse del lugar donde se encuentra y reencontrarse con su esposa (quien, por cierto, lo visita en sueños) y con su hijo (quien, por cierto, es más un sueño que una realidad). Tampoco importa decir que él, Don Diego de Zama, mientras aguarda, lucha con la precariedad financiera, con el lentísimo paso del tiempo, con su incapacidad para establecer amistades y amores, con las proyecciones que de sí mismo hace y con las imágenes que, está convencido, los otros se hacen de él. Y menos aún importa decir que mientras todo esto sucede, De Zama cambia de domicilio, se hunde en la escala social a consecuencia de los pagos que no llegan, erige y destroza relaciones y se entrega a la reflexión, a la búsqueda del sentido, a una nueva y desesperada paternidad, a los engaños de la percepción y a la caza final de un fugitivo que, de una u otra forma, no es otro que él mismo.

Y es que importante, realmente importante si uno tiene que hablar de Zama, la novela que mejor describe el magma que resultaría en las independencias latinoamericanas y que preconfigura al ser de nuestras latitudes, es hacerlo, o intentar hacerlo, en soñada concordancia con lo que es esta novela: una huella digital, única e irrepetible. Y aceptar, entonces, que la única manera de hablar de ella es también la más extraña: durante años, tras mi primera lectura, viví convencido de que Zama empezaba con el narrador describiendo, a lo largo de varias páginas, cómo un chango se ahogaba. Pero en mi última relectura, cuyo pretexto fue venir aquí y decir todo esto, descubrí otra vez que este chango está muerto ya cuando aparece y que apenas ocupa una oración en la novela. Aun así, estoy convencido de que con el paso de los días el chango volverá a ocupar más páginas y habrá de recobrar también la vida. Para después volver a ahogarse en mi recuerdo. Y en el libro. Aunque ya no sea nunca más el chango y sea, para siempre, Don Diego de Zama. O América Latina. O un libro raro, experimental y diferente.

III

Julio Ramón Ribeyro, padre del ensayo aparente, de la fábula sin historia, del aforismo sin aporía, no solo inventó en sus Prosas apátridas un lenguaje que va matando cada oración previa y que aflora siempre de la rabia lastimada y del grito silencioso; tampoco erigió únicamente una épica del fracaso y una lírica de lo intrascendente y la escayola ni propuso sólo una voluntad de la derrota.

La huella digital que el escritor peruano nos legó atesora otro valor acaso inconmensurable: en cada cueva, el eremita que abandona a la manada debe cavar siempre una madriguera. Y en esta madriguera debe colocar las máquinas (en plural, sí, pues no son una sola ni una misma) de la autocrítica: la del autor y la del texto, unas máquinas que, sobra decir, no conocen las palabras raro ni experimental ni diferente. Pero sí las palabras natural, inesperado, inevitable, transfigura, rasga, rompe y despedaza.

Relectura de Prosas apátridas, tanto las que publicó Tusquets como las que publicará Milla. Es lo mejor que he dado de mí. Encuentro algunas que me sorprenden y me emocionan porque no sé cómo surgieron ni por qué las expresé de esa manera. Son textos que me sobrepasan, quiero decir que son mejores que yo. Creo que en este libro, en ciertos momentos, avancé más allá de mi propia frontera.

Esta anotación, del 22 de abril de 1978, es una de las últimas que Ribeyro registrara en La tentación del fracaso. Las palabras que he leído no son, entonces, fruto de un impulso momentáneo ni de una lectura enceguecida por el síndrome del fin de la obra o de la próxima publicación. Son palabras redactadas por un escritor que pasa revista a su vida y su trabajo, palabras descarnadas, agudas y doblemente autocríticas: también el texto critica al texto.

Y es que pocos escritores han sido tan duros consigo y con su trabajo como él, cuyo sufrimiento vital y estético es posible admirar en todas las páginas de sus diarios: ni una sola de sus obras queda exenta del juicio lapidario, las dudas, los miedos, las certezas y los arrepentimientos del hombre pero también los de la prosa. La tentación del fracaso es el negativo de la existencia y la escritura, un negativo que permiten ver más allá de lo que leemos cuando leemos a Ribeyro.

Por eso la anotación referida resulta esencial: porque en ninguna otra de las setecientas páginas de sus diarios, el peruano se muestra complacido o sorprendido con su arte, como su arte no se muestra nunca complacido o sorprendido con su autor. La pregunta es, entonces: ¿por qué las Prosas apátridas genera en Ribeyro y en el texto ese extraño sentimiento y esa opinión a todas luces anormal? 

La respuesta es más sencilla de lo que parece:Julio Ramón sólo supo navegar las aguas de la ficción sobre la barca de la duda: cada cuento, cada novela, cada obra de teatro, fueron para él un suplicio y una batalla perdida. Tantas eran sus dudas ante la ficción, que en cada nueva pieza reinventaba todo su trabajo: desde el narrador hasta las borlas más efímeras de la poética. Y aquí es importante recordar que para él, la duda era sinónimo de sufrimiento, de vivir tentado, pues, por el fracaso. Como deja ver en la segunda anotación de las Prosas apátridas:

La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.

Para sentirse dueño de su arte, al escribir, Ribeyro necesitaba alejarse de la duda. Y para conseguirlo necesitaba extirpar el gen de la ficción de su trabajo: solo entonces, apartando de sí el cáliz de la trama, se sentía seguro, libre y poderoso. Sin las ataduras de la forma, que para él eran cadenas, sujetado únicamente por las anclas del fondo, se volvía capaz de navegar: sobre las aguas del ensayo, su barca era gobernable y la barca era también el capitán.

La verdadera obra debe partir del olvido o la destrucción (transformación) de la propia persona del escritor. El gran escritor no es el que reseña verídica, detallada y penetrantemente su existir, sino el que se convierte en el filtro, en la trama, a través de la cual pasa la realidad y se transfigura.

Leemos en otra anotación del 22 de marzo de 1977, también en La tentación del fracaso. Queda claro, pues, que para Ribeyro, Julio Ramón era mejor ensayista que cuentista, mejor aforista que novelista, mejor diarista que dramaturgo. Ahora bien, ¿por qué, de entre toda su obra sin ficción, el autor peruano prefiere las Prosas apátridas? ¿Por qué, pues, asevera que son lo mejor que ha dado de sí? Esta respuesta, ahora y para nosotros, es muy sencilla, aunque no lo fuera para su autor ni para sus textos: así como La tentación del fracaso es el negativo de la obra y la vida de Ribeyro, las Prosas apátridas son la expresión pura, la condensación perfecta, diapositivas de la existencia, el carrete que Ribeyro habría mostrado en sus exequias y el que nosotros debemos mostrarnos antes de alejarnos de la manada.

Las Prosas apátridas, esas imágenes minúsculas redactadas a caballo entre el aforismo, la divagación, la pregunta existencial y la sentencia, son la fundición de obra literaria, pensamiento y vida vivida con la que soñaba el Ribeyro escritor pero también el Ribeyro lector y el Ribeyro eremita. Y son la consecución involuntaria e inesperada del ideal que siempre pregonara y que expusiera finalmente, de forma clara, en la entrada 149 de estas mismas prosas:

Un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes.

Sin darse cuenta, Ribeyro escribió, al escribir el libro que perfila el libro perfecto, este mismo libro. Un libro-huella digital en plena forma. Porque las Prosas apátridas son un manual de sabiduría:

El componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.

Una fuente de regocijo:

Los conquistadores de América encontraron lo que buscaban: oro en cantidades nunca vistas, tierras feraces y extensísimas, siervos que trabajaron para ellos durante siglos. Encontraron también muchas cosas que no buscaban y que modificaron el régimen alimenticio de la humanidad: la papa, el maíz, el tomate. Pero de contrabando, los vencidos les pasaron otro producto que fue su venganza: el tabaco. Y los fueron envenenando para el resto de su historia.

Una caja de sorpresas:

Dejar la infancia es reemplazar los objetos por sus signos.

Un modelo de elegancia:

No hay que exigir a las personas más de una cualidad. Si les encontramos una debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que les faltan. Es vano exigir que una persona sea simpática y también generosa o que sea inteligente y también alegre o que sea culta y también aseada o que sea hermosa y también leal. Tomemos de ella lo que puede darnos. Que su cualidad sea el pasaje privilegiado a través del cual nos comunicamos y nos enriquecemos.

Un tesoro de experiencias:

A cierta edad, que varía según la persona pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior. Algo en nosotros se ha apagado: entusiasmo, energía, capacidad de proyectar, espíritu de aventura o simplemente apetito de goce, de invención o de riesgo. Es el momento de hacer un alto, reconsiderarla bajo todos sus aspectos y tratar de sacar partido de sus flaquezas. Momento de suprema elección entre la sabiduría o la estupidez.

Una guía de conducta:

Un vicio se contrae a perpetuidad. La esencia del vicio es ser incorregible (…) Vean si no las fotografías publicitarias de los hombres que se han quitado la morfina, el alcohol, etc.: tienen una cara de perfectos cretinos.

Un enigma para los críticos:

Un solo párrafo de Flaubert, qué digo yo, una sola de sus líneas, tiene más carga de duración que estos laboriosos trabajos (los de sus críticos). ¿Por qué? Sólo puedo aventurar una explicación: los críticos trabajan con conceptos, mientras que los creadores con formas. Los conceptos pasan, las formas permanecen.

Un consuelo para los desdichados:

Nos paseamos como autómatas por ciudades insensatas. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas ligeras variantes. Comemos vegetales o animales, pero en ningún lugar nos sirven el Ave del Paraíso ni la Rosa de los Vientos. ¿La vida será, a causa de su monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde, la cita de un erudito. Al final, algo menos que un nombre: una ignorancia.

Un arma para los impacientes:

En la cadena biológica o más concretamente, en el curso de la humanidad somos un resplandor, ni siquiera eso, un sobresalto, menos aún, una piedra que se hunde en un pozo, todavía algo más insignificante, un reflejo, un soplo, una arenilla, nada que salga del número o la indiferencia. Desde esta perspectiva el individuo no cuenta sino la especie, único agente activo de la historia (…) La noción de individuo es una noción moderna, que pertenece a la cultura occidental y se exacerbó después del Renacimiento. Las grandes obras de la creación humana, sean libros sagrados, poemas épicos, catedrales o ciudades, son anónimas. Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo.

Pero lo increíble no es que Ribeyro, al escribir sus Prosas apátridas, haya escrito el libro perfecto. Lo increíble es que nuestra especie, tan acostumbrada a sus ruinas, haya producido a Julio Ramón Ribeyro. Y que lo haya acusado luego de raro, experimental y diferente.

IV

De Jesús Gardea y su libro de relatos, Los viernes de Lautaro, ¿qué puedo decirles que ustedessepan? Seguramente nada. O casi nada. La injusticia universal, disfrazada aquí de historia de la literatura –cóbrenselo caro– es la culpable de que ustedes, a pie enjuto, no conozcan ni al autor ni a su obra. O de que, si los conocen, no lo hayan leído todavía.

Pero como no quiero ahora convertirme en nigromante ni agorero ni tampoco en pregonero de tres pesos, no voy a decirles que Gardea – el escritor que vino del desierto, quizá el autor cuya obra, personalísima y única, guarda una mayor congruencia interna de entre todos los autores mexicanos de los últimos cincuenta años– propuso una concepción enteramente nueva del lenguaje, emanada del verso poético pero en contradicción constante con este, y dio origen así a un universo que después han visitado y revisitado escritores como Sada o Elizondo Elizondo: el barroco desértico, como lo llamó alguna vez Domínguez Michael, un estilo en el que, como en nuestras iglesias novohispanas, se funden lo culto y lo vernáculo.

Ni voy a decirles tampoco que Gardea le otorgó un sentido enteramente nuevo al asunto del ritmo, tan característico de la literatura rural mexicana: leer cualquiera de los cuentos que conforman Los viernes de Lautaro (al igual que leer cualquiera de las otras obras del chihuahuense: tanto su poesía como sus novelas) es como meterse en una misa, como contar despacio las cuentas de un rosario. Como leer, pues, huellas digitales con las huellas de los dedos que son nuestros. Y aún menos voy a explicarles que Gardea resignificó los contenidos de la épica, al concebir la épica de los contrastes: entre lo bello y lo feo, la provincia y el centro, lo seco y lo empapado, la impotencia y el deseo, la normalidad y la violencia.

Y no voy a decirles nada de esto porque ni soy ni quiero ser un crítico, no creo ni en lo raro ni tampoco en los experimentos y menos en lo diferente. Creo en las obras que, como decía Saer, son instrumentos; esas que, aprendiéndolas a tocar, nos permiten oír el silencio y después, nuestra propia canción. Y creo en la música de Jesús Gardea. Por eso, mejor les presento Los viernes de Lautaro.

Lautaro Labrisa contempla al zopilote. Sin quitarle la vista, toma el miralejos. Ve primero las terrazas solares del aire. «Las terrazas –murmura– siempre serán las mismas: Puro reflejo de acá». Conforme se va acercando al pájaro, el aire azul se oscurece. De la bolsa del pantalón, Lautaro saca un pañuelo para limpiarse el sudor de la nuca. Hacia el mediodía ya no le bastará y tendrá necesidad de su tina de porcelana, con agua del pozo. Pero no todos los veranos la tina resulta suficiente. Hay estíos particularmente infernales, de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo tórrido mucho antes de que aparezca. Lautaro da un paso atrás y baja el miralejos. «Tanta negrura en las plumas –se queja a su gato echado en el fondo de la tina– me asusta». El gato al parecer no lo oye, feliz entre las paredes de la tina ornadas con pintados racimos de vid. «¡Talavera! –le grita–, te estoy hablando, despierta». El gato entonces abre los ojos de topacio y los fija en su amo. «Te decía –continúa Lautaro– que cuando enfoco al zopilote siento un miedo grande; igual que si me abrazaran los muertos». Lautaro se guarda el pañuelo. «Por fortuna, Talavera – dice–, a ese hondón no vuelvo; he leído lo que tenía que leer. Habrá un verano benigno». El gato se pone a cuatro patas y salta, apoyándose apenas en el borde, fuera de la tina.

El pozo de Lautaro Labrisa tiene la boca a ras de tierra. Lautaro lo tapa con una lámina de asbesto, mantenida en su sitio por el pedrusco que obtuvo del chofer de un camión materialista. El hombre andaba perdido en los arenales, paseando nomás su montecito de piedras. Desde temprano Lautaro oyó el motor, pero no le hizo caso. Seguiría allí, sonando en el aire de la mañana, hasta que el camión entrara al último círculo de la espiral y topara con la casa del oasis. Como a las seis de la tarde, efectivamente, el camión se detuvo frente al pozo. Enfundado en un overol, de polvo dorado por el sol, el chofer dijo que se había quedado dormido al volante la noche anterior, sobre la carretera. Lautaro le extendió una vasija con agua. El chofer se bebió el agua de un trago. Lautaro, en silencio, se la volvió a llenar y un segundo antes de que terminara, le advirtió: «Esa es toda la que hay del filtro». «Qué tan retirado estoy de la carretera», le preguntó el chofer regresándole la vasija. «No sabría decirle –le contestó Lautaro–. Yo trabajé allá, paleando grava hace muchos años. No sabría decirle ni siquiera hacia dónde está». El hombre lo miró incrédulo. Suspiró. «Bueno, ¿cuánto le debo por el agua?» Lautaro le señaló la caja del camión: «Una de esas piedras», dijo.

Lautaro Labrisa ha colocado, profundamente hincados junto al pozo, tres gruesos palos unidos por las puntas para aguantar una polea de madera. Una de sus tareas principales, cada mañana, consiste en revisar que la polea no tenga rajaduras, que su eje metálico, vasto como canilla de pulsar, esté libre de arena. Hace girar la polea despacito. Le acaricia la canaladura lustrosa como si tuviera entre las manos el sexo de una mujer y piensa en el tiempo que lleva de prestarle servicio. Y también, ya para ir al tejaván, el alambre que amarra la polea a los palos. En el tejaván, enroscada tiene la soga con la que maniobra en el pozo. La probará cuando se halle corriendo por la canaladura de la polea, tensa, con el balde de agua en el extremo. Lautaro mira de nuevo el cielo. El zopilote vuela ahora muy cerca de la línea del horizonte. Lautaro lanza un escupitajo a la sombra. «Ya se cansó el cabrón», piensa. Luego ve la hora en el reloj. Dando la una de la tarde deberá encontrarse, sin falta, tomando su baño diario.

Lautaro Labrisa suele dormirse en el agua. Sueña entonces con mujeres. Las posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que alguna le florezca entre las manos, arrancándole exclamaciones de alegría. Sueña que le brota esperma colorida. Un espasmo gigantesco, resonante, le avienta los huesos, la piel, la saliva, contra el cielo del mundo. La explosión lo despierta. Su sexo emerge de la superficie del agua, todavía pulsátil. Lautaro oye el tic-tac del reloj que ha dejado sobre una silla. Busca al gato con los ojos. Lo llama. Pero como no le responde, vuelve su mirada al sexo y lo empuña por la raíz. Brevemente lo tiene así, luego lo suelta, y se incorpora. «Talavera, ven, vamos a comer; son pasadas las cuatro». La comida de Lautaro es carne seca, maíz tostado, nueces y agua. A veces la acompaña con una tablilla de chocolate amargo. Lautaro no cena ni almuerza. Cree que los sueños de la tarde lo alimentan como si fuera un festín. Para probarse la verdad de esto, el día que no vienen mujeres al agua de la bañera, come doble ración, y aún por la noche, vuelve al saco del grano. Habitualmente Lautaro y el gato comen juntos; Lautaro sentado a la turca: encima de la cama.

A las cinco de la tarde, Lautaro Labrisa y su gato van ya de camino. Lautaro va haciendo el inventario de los objetos que quedaron en el tejaván y en la casa. Se mira emparejando la puerta, en la que puso un testigo, por si alguien entrara a robarlo. Otro tanto hizo con el pozo. Pero mientras sube y baja por las dunas, su alma disuelve, en profunda paz, la inmensidad que lo rodea y se mofa de sus propias medidas de seguridad, de la contabilidad de sus tristes prendas. Cinco años tiene dejando la casa sola una vez por semana y nunca se le ha perdido nada. Quizá de lo único que debía cuidarse es de los hombres que lo aprovisionan; pero ellos vienen solo los sábados. Los invita a pasar para que descansen tumbándose en la cama, en las sillas. Ellos se quitan los zapatos en la entrada para sacarles la arena y no se los vuelven a poner sino hasta el adiós. Son tres hombres de mediana edad. Y huelen a hierba del desierto, mil veces macerada por el sol. Transportan sus mercancías en mochilas de lona que lucen un techito protector. Él nunca ha podido averiguar de dónde proceden. Ellos le dicen, escuetos: «Venimos del otro lado de las dunas, Labrisa». Le mienten. Pues del otro lado de las dunas no hay casas, hay un valle arenoso. El gato lo precede varios metros, dando saltos como caballito. El viento de las soledades, cuando el animal llega a la cresta de la duna, le hace vibrar, como una jara, el rabo. La faja de dunas –atrás de la casa– es angosta y se la atraviesa, a buen paso, en cuarenta minutos. La tumba de la mujer está después. En el valle donde los falaces sitúan quién sabe qué pueblo. La tumba de Ausencia Talavera, su mujer, es una especie de altarcito de huesos y cornamentas. Blanquea el aire y enreda al viento vespertino en su dura maraña. Los primeros tiempos venía él solo. Pero luego, el año pasado, con la provisión y las noticias que le inventan, los comerciantes le regalaron el gatito. «Labrisa –le dijeron, dándose masajes en los pies–, nosotros traemos al micho para el bien de usted».

Lautaro Labrisa se sienta en cuclillas frente a la tumba de su mujer. No la mira: de memoria sabe que es un árbol que él plantó para la defensa del cuerpo herido. Los huesos del árbol se habrán fundido ya a los de ella. Lautaro no se moverá en mucho rato. Se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo colmen, lo rebosen. Un sábado, los comerciantes le preguntaron por qué había pintado uvas en las paredes de la tina, y él contestó: –Esa fue la fruta de Ausencia.


1 No incluyo obras de surrealistas, dadaístas, escritores OuLiPo ni de otras rupturas similares pues considero que la singularidad no se pretende ni se impone como un fin sino que se consigue de manera natural; debe ser antes el resultado de una búsqueda que la búsqueda de un resultado.