Devenir trandélfico

Presentación de Héctor Hernández Montecinos

Quise decir obra, pero tenía que decir puesta en escena escritural. Quise decir autor, pero tenía que decir estilo fuera de género. Quise decir libros, pero tenía que decir máquinas deseosas e incesantes. He querido pensar la producción y pasión de Roberto Echavarren, para este texto introductorio, bajo tres líneas de fuga, ciertamente indóciles, rizomáticas y no menos complejas que las propias inscripciones que comprenden. Tres fetiches alegóricos de su performance total. Por un lado, bajo la rúbrica «Cuerpos/Corpus», me he acercado a su trabajo en poesía, narrativa y teatro. Luego, en «Territorios/Fronteras», me desplazo por lo que ha sido su labor como traductor, antologador y performer. Finalmente, en «Discursos/Sabotajes» dialogo con su rol como teórico literario y en los descalces del género/sexo. Vistas de este modo, en esta rápida y breve panorámica, las escrituras de Echavarren se nos presentan como una subjetividad problemática en su expectativa, altercanónica en su instalación e irradiante en su fulgor estético. Sí, una vibración cultural que desestabiliza los géneros desde dentro. Sí, desde dentro donde no hay más naturaleza que la ficción.

Cuerpos/Corpus

Las primeras inscripciones literarias de Echavarren de las cuales tenemos noticias son sus libros de poesía. El primero de ellos es El mar detrás del nombre (1969), el cual, como diría el propio Parra sobre su Cancionero sin nombre, pareciera ser un pecado de juventud. Después de catorce años de silencio retomará la publicación de su obra poética con La planicie mojada (1981), al que le seguirán cinco libros más hasta Oír no es ver (1994). Otra pausa, esta vez de una década y siguen Casino Atlántico (2004), Centralasia (2005), El expreso entre el sueño y la vigilia (2009) y Ruido de fondo (2010), este último publicado en Chile por la editorial Cuarto Propio.¿Cómo podemos leer estos casi cuarentaicinco años de poesía?¿Qué puntos de fuga atraviesan esta decena de libros? ¿Qué nos dicen de una poética estos extensos períodos de silencio? Será tema de otro texto en preparación.

En lo que podríamos llamar agenciamientos novelísticos, Echavarren ha publicado las novelas Ave Roc (1994), Julián, el diablo en el pelo (2003), que en 2005 se convertirá solo en El diablo en el pelo, y Yo era una brasa (2009), que también dos años después alterará su nombre y se transformará en Las aventuras de la negra Lola, las cuales están protagonizadas por un Jim Morrison desdoblado, Julián el extraño del pelo largo y Lágrima Ríos, «cantante negra de Uruguay», como señala la dedicatoria del libro. Tres performances existenciales atravesadas por la música, la cultura popular y la de masas tensionándose mutuamente, reverberando estilos sediciosos e insubordinados en la ficción de la ficción.

En dramaturgia ha publicado y presentado dos obras. La primera es Natalia Petrovna, que ciertamente presenciamos como monólogo durante el Poquita Fe acá en Santiago el año 2008. La otra es África, la muñeca de Felisberto Hernández, que trata sobre la tercera esposa del escritor: costurera y espía soviética. El corpus ficcional de Roberto Echavarren no tan solo congrega obras donde las identidades son puestas a prueba, sino que justamente lo que hace es poner a prueba la identidad de esas obras como géneros literarios, como dispositivos de saber/poder y como cuerpos adiestrados de lectura mediante recursos insólitos tanto en el modo de construir como en el de desmontar aparatos de realidad y verdad: la verosimilitud del fracaso.

Territorios/Fronteras

El lenguaje es un lugar que habitamos, y que nos habita, de allí que el traductor sea un trashumante, un nómade que cruza las líneas imaginarias del sentido y la traición. Un buen traductor no acarrea de lengua a lengua, sino

que, como Echavarren lo ha practicado, es de lenguaje a lenguaje. Y en ese gesto a la vez íntimo y patrimonial es que obras tan disímiles como Troilo y Crésida de Shakespeare, El ocaso de los ídolos de Nietzsche, o Punto y línea sobre plano de Kandinski se nos presentan como un ejercicio de rotación y traslación. En poesía, y con toda la imposibilidad y renuncia que conlleva, es que entre varios otros autores ha traducido del inglés a John Ashbery y Wallace Stevens, del portugués a Paulo Leminski y Haroldo de Campos, del ruso a Alexander Blok o Nikolai Kluev, tal como a Ana Ajmátova, Marina Tsvetáieva y Sergei Esenin para La edad de plata (2011), en un gesto similar y tan poco usual como el de Parra con su Poesía rusa contemporánea (1971).

Otra forma de deslindar las fronteras son las antologías. Digamos cirugías al lugar del porvenir. Exitosas o casi siempre malogradas. Sientan al futuro en sus rodillas e injurian la prepotencia y soberbia de la realidad. Echavarren cuenta con el mérito de haber reunido por primera vez a Marosa di Giorgio, Néstor Perlongher y Oswaldo Lamborghini en Transplatinos: Muestra de poesía rioplatense (1991), pero casi sin imaginárselo dicho libro cuenta con un mérito aun mayor y es que, junto a Caribe trasplatino de Perlongher, será la matriz del trascendental Medusario (1996), donde da cita, junto a José Kozer y Jacobo Sefamí, a las poéticas más radicales del devenir neobarroco. A mi juicio sigue siendo la muestra recopilatoria de

poesía latinoamericana más importante de la segunda mitad del siglo XX, tanto por su densidad escritural como por lo propositivo y certero de su proyecto. Por otra parte, no hace muchos meses se lanzó en Buenos Aires Indios del espíritu: Muestra de poesía del Cono Sur, su última selección del corpus latinoamericano, que si bien es cierto vuelve a autores de Medusario como el mismo Perlongher, Wilson Bueno, Reynaldo Jiménez o Eduardo Espina, aprovecha de incorporar las relecturas, reapropiaciones y nuevas conformaciones de ese ímpetu proliferante en autores jóvenes como Juan Salzano y Gabriela Bejerman de Argentina, o por Chile Diego Ramírez y quien les habla.

«En la escena, de concepción alegórica, / si los participantes fetichizan su apariencia / los fetiches destraban el comportamiento / hasta alcanzar un frenesí no sólo de escritura», dice sobre la performance Echavarren en un poema-ensayo de Perfórmatas “X” Alógenos, recientemente editado en Buenos Aires por naKhabra. Justamente, esa otra forma de desterritorializarse es mediante el acontecimiento performático, la puesta en escena de las palabras sudando y con retorcijones, el lenguaje en la punta de la lengua. Tanto naKhabra como Salzano y Bejerman, más otros «perfórmatas» y Echavarren conforman el Frente Dionisiaco Pira que hace aproximadamente una década transmutan la experiencia poética en éxtasis y acontecimiento, cuerpo e intervención.

De algún modo, al pensar en la relación entre territorio, frontera y límite es que traducir, antologar y performancear confirman su propia duda con respecto a los sedimentos culturales ya sea de un idioma, de un canon o de la propia representación. Desechos y reliquias que se heredan de lengua a lengua, de libro a libro, de cuerpo a cuerpo, y es en esa transmisión deseosa que Echavarren crea su propia intervención: el desborde de los significados.

Discursos/Sabotajes

Mucho alegan los conservadores de la literatura con respecto a la intromisión insaciable de la teoría como suplemento, como herramienta de lectura, como procedimiento de desmontaje del eje sujeto/verdad. El abrupto teórico removió a los estudios literarios de su falsa modestia, de tanteo y prueba, y lo puso entre el estilete y la página en blanco.

Una interrupción, un quiebre, una fuga. Una posibilidad de volver una y otra vez al lugar del crimen. Ese es uno de los vectores del trabajo crítico de Echavarren con respecto a la literatura desde sus estudios señeros y visionarios en los ochenta sobre autores como Felisberto Hernández, Manuel Puig o Juan Carlos Onetti, o el papel crucial que ha tenido con respecto a las obras de Amanda Berenguer, Herrera y Reissig o del propio Néstor Perlongher, convirtiéndolo así en uno de los estudiosos, y protagonistas, más destacados del neobarroco y las escrituras de la contraeconomía. Los cruces entre escritura, deseo y poder están presentes en estos libros como en los que siguió publicando desde los noventa hasta ahora. Estoy hablando de su celebérrimo Arte andrógino: Estilo versus moda (1997), que va en su quinta edición y que se ha convertido en libro de cabecera en las aproximaciones no tan solo del queer o los estudios culturales sino que además en lo que estamos entendiendo como biopolítica.

Me refiero también a Fuera de género: Criaturas de la invención erótica (2007), donde se señala una idea que engloba mucho de lo que estamos hablando: «… la metamorfosis revela una verdad simbólica, pero el cuerpo puede ser re-envuelto o re-implicado para entrar en otros campos de individuación: he aquí el estilo».

Para ir cerrando y dándole paso a nuestro autor, es precisamente en esta tensión entre poder, deseo y escritura, que engloba no solo su última producción sino toda esta performance como la hemos llamado desde sus primeros poemas, es que sus dos más recientes publicaciones sobre el tema tienen que ver con la radicalización de ese encuentro. Hablo de Porno y postporno (2009), que tuve el honor de editar en México junto al poeta Yaxkin Melchy en Santa Muerte Cartonera, y de Las fronteras del porno, título de su último libro y nombre de la conferencia que hoy nos convoca.

Roberto Echavarren ha creado otro rizoma de lectura sobre lo que es el género y el transgénero y luego el porno y el postporno indagando subrepticia e inéditamente en los cruces entre cuerpos sexuados, territorios de socialización erótica y discursos del placer. Su obra es polimorfa e incesante. No se agota en los géneros existentes hasta hoy. Prueba de ello es su film-poema Casino Atlántico (1989), su antología de y sobre su obra Performance (2000), o su crónica-ensayo Las noches rusas (2011).

Las fronteras del porno, título de esta cátedra, no tiene que ver solo con lo que entendemos por «escritura de la puta», que es el cauce etimológico de pornografía como él mismo señala, sino que por el contrario es posible que nos distancie de lo que entendemos por natural o dado, deconstruya el artificio económico de las identidades ficción pero sobre todo nos conduzca a nuestra propia frontera pornográfi a que hemos elegido como civilización y especie: la moral.

Las fronteras del porno

Robertor Echavarren

El término pornografía deriva etimológicamente de los vocablos griegos porné y graphos, por lo que su traducción literal vendría a ser algo así como «escritura de la puta». No otra cosa intentan ser prácticamente todas las obras fundacionales de la pornografía. Trátese de los Raggionamenti de Pietro Aretino o de Fanny Hill de John Cleland, las historias pornográficas tienen como sostén las pretendidas confesiones de una prostituta, y de una que disfruta su profesión y es capaz de gozar con sus clientes.

La pornografía está vinculada a la picaresca en la figura de La lozana andaluza, un relato de puta anónimo situado en Italia pero escrito en español y atribuido a Francisco Delicado, e inmediatamente previo al Saqueo de Roma (1527). El discurso de la puta es una puesta en marco de relatos que tienen por fin excitar al lector, hacerlo pasar bien con episodios de encuentros eróticos en un campo autónomo de placer, fuera de las preocupaciones o miserias de las prostitutas reales. El goce de la prostituta es hipotético, pero un seductor como Casanova lo exigía de sus partenaires. Casanova siempre insiste en este punto en sus Memorias, de modo que si alguna amante solo consiente en ser fornicada Giacomo se disgusta en grande.

De acuerdo con Jordi Claramonte, dos modos de relación sostienen la pornografía en la Edad Moderna. La pregunta que cabe hacer a toda pornografía es de qué modo opera: si como «fantasía de dominio» o como «fantasía de aceptación».1 El coronel retirado Sade impone a las relaciones eróticas la autoridad de la disciplina militar y el poder de dominio del oficial sobre el soldado, una visión mecanicista en que no interesa el placer del subalterno porque no es considerado persona. Esta sería la «fantasía de dominio», ejemplarizada por las novelas de Sade y en términos generales por el modelo S/M.

El segundo modo de relación sería (desde el punto de vista del superior o cliente) la «fantasía de aceptación». El superior supone, imagina o tiene la experiencia del gozo del inferior y se lo atribuye a la puta, en un relato que no es de ella pero simula serlo. Este segundo modo aflora en Fanny Hill ( John Cleland, Inglaterra, 17481749). La protagonista prostituida del relato contado en primera persona lleva a su criterio una vida estupenda, en la que alternan los placeres de la cocina y del sexo.

Tanto la «fantasía de dominio» como la «fantasía de aceptación» son modos legítimos para la pornografía, que afirma un ámbito autónomo respecto de la moral, las costumbres y lo real múltiple de la vida corporal. De cualquier modo, son fantasías: la pornografía no opera sobre el consumidor de un modo directo; tampoco lo hace la literatura, que no tiene efecto directo sobre las condiciones sociales, como pretendía el realismo socialista. Ambas, junto con las otras artes, alcanzan una esfera de autonomía, escapan al servicio a la iglesia o a la corona, cada cual dentro de sus propios términos (lo cual no significa independencia en relación con un contexto). Lo que aparece bajo el filtro de la lente pornográfica son convenciones de una puesta en escena teatral y no es de suponer que los consumidores vayan a transferir todas esas prácticas a sus vidas, como tampoco el lector de una novela se identificará con un personaje hasta confundirse con él. El «eso era y no era» de la fantasía (del cuento catalán en particular, según señala Roman Jakobson, así como de la narración literaria en general) coloca sus contenidos en una esfera discontinua, autónoma.

Aunque autónoma, la pornografía ha estado históricamente marcada por un conflicto sostenido con la moral social y religiosa. Peter Wagner la define como «presentación visual o escrita realista de cualquier conducta sexual o genital concebida como una violación deliberada de los tabúes sociales y morales más ampliamente aceptados».2 Los escritos e imágenes pornográficos, desde un comienzo y hasta hace pocas décadas, se enfrentaron a la intolerancia de los teólogos, de los jueces y de la policía, si bien esta vigilancia y persecución puede considerarse hoy fenecida o por lo menos atenuada. La censura «moral» está en vías de desaparición en varios países y en otros se encuentra en crisis.

Puede sostenerse que el proceso de construcción de lo pornográfico ha cumplido en cierto modo su primera fase, consistente en nombrar y hacer concebible esa misma autonomía frente a lo que parecían las incontestables imposiciones de los sistemas morales y religiosos durante siglos, hasta hace bien poco.

Parecería que el derecho a determinar de manera autónoma la propia erótica, sin someterla necesariamente a las servidumbres de los mecanismos de reproducción biológica –ni mucho menos a los protocolos de instituciones como el matrimonio religioso o civil– se ha vuelto un derecho plenamente asentado y poco menos que indiscutible. Ahora quizá sea el momento de extraer consecuencias modales de esa asentada autonomía de lo pornográfico, el momento en que la autonomía puede pasar a desplegarse bajo las más diversas formaciones relacionales, estableciendo pautas posibles de vida a fin de que toda una paciente labor dé forma a la impaciencia por la libertad.

Prefiero las transformaciones muy precisas –escribe Michel Foucault en «¿Qué es la Ilustración?»– que han podido tener lugar desde hace veinte años en cierto número de dominios concernientes a modos de ser y de pensar, a relaciones de autoridad, a relaciones entre los sexos o a la manera de percibir la locura o la enfermedad. Prefiero más bien esas transformaciones, incluso parciales, que se han producido en la correlación del análisis histórico y la actitud práctica, que las promesas del hombre nuevo que los peores sistemas políticos han repetido a lo largo del siglo XX.

Si bien autónomo, el porno es concreto y ejemplar en cada una de sus manifestaciones y forma parte de esas «transformaciones parciales» de que habla Foucault. Vale decir, no es independiente del contexto de donde nace y sobre el cual repercute, jalón o aspecto de una empresa libertaria de la ilustración.

Por más que la estética formuló en la tercera crítica de Kant (Crítica del juicio) su reclamo libertario, de autonomía de las artes, del libre juego de facultades –sin preocuparse de las opiniones prevalecientes y ni siquiera de la moral práctica–, de todos modos el juicio estético, en su pretensión universal emancipatoria, articula una experiencia crítica específica de impresiones sensibles episódicas que se plasman en una obra. Cada obra es ejemplar, aunque no sea fácil determinar de qué. Una obra, un ejemplo. El juicio estético las sitúa en un horizonte de otras realizaciones concretas en la misma línea y valora su destreza, inventiva, diferencia. En el ámbito estético comparamos y deducimos la calidad de los productos. Aborrecemos lo torpe, secundario, trillado, buscamos lo nuevo y eternizamos lo que multiplica nuestro impulso de vida.

De acuerdo con esto, la autonomía de la literatura o de la pornografía no significa independencia sino situación, respuesta a un contexto y efecto sobre él. La pornografía, por lo tanto, recae sobre políticas de ganancia y de monopolio. Cabe preguntarse por su razón social y su modo de funcionamiento, lo que podríamos calificar como «la responsabilidad social de la pornografía».

«El perfecto laissez faire con que sueñan los libertarios no es real en un mundo en que los medios de comunicación, así como las editoriales o las productoras de cine, tienden a funcionar en un régimen de cuasi monopolio.»3 Se trata de ampliar el horizonte de las prácticas, de multiplicar las relaciones y los contactos para mantener el impulso de la libre expresión. En la actualidad, las redes de Internet tienen ese efecto. Se plantea un terreno internecino de ofertas, de desequilibrios de poder.

Partiendo del mismo enfoque de la responsabilidad social de la pornografía, grupos feministas y queer han preconizado un contraataque con las mismas armas y han estimulado la formación de productoras cinematográficas como Femme Productions, iniciativas como la de Annie Sprinkle, o revistas feministas con contenido de sexo explícito como Eidos, en que las mujeres o los queers, a veces exactrices o exactores porno, pueden dirigir su propia producción pornográfica siguiendo sus propios criterios y prioridades. A fin de que no se trate simplemente –según Foucault– de la afirmación o del sueño vacío de la libertad, este trabajo realizado en los límites de nosotros mismos debe aprehender los puntos en que el cambio es posible y deseable, así como determinar la forma precisa que haya que darle a ese cambio.

La presente discusión se inscribe en ese punto de inflexión y crítica en que la esfera autónoma del porno es reexaminada y recreada de acuerdo con pulsiones minoritarias erráticas. A esta tarea se ha dado en llamarla postporno.

Hasta mediados del siglo XX, la industria pornográfica resultaba económicamente marginal y apenas viable debido a las restricciones legales. Los productos ocultos o de circulación clandestina libraron una batalla sostenida contra la censura, hasta que la Segunda Guerra Mundial mostró que nada podía ser peor de lo que ya había ocurrido. Se aflojó gradualmente un cordón de tolerancia y los productos porno se difundieron a través de las nuevas tecnologías.

La industria, tal como la conocemos hoy, es consecuencia a la vez del fin de la censura, que se procesó en Europa y en Estados Unidos en el pasaje de los cincuenta a los setenta, y de la «revolución sexual» que la acompañó. A partir de entonces cada salto tecnológico (del cine al casete de video y de ahí a Internet) significó un incremento en el tamaño del negocio pornográfico y, por consiguiente, en su nivel de visibilidad e influencia.

La explosión del mercado porno y la nueva tolerancia trajeron consecuencias sobre las artes a partir de manifestaciones tempranas, en particular cuando la industria comenzó su proceso de crecimiento y hasta la actualidad, cuando la omnipresencia del cuerpo porno llega al colmo de impregnar los medios masivos de difusión. Las artes mantuvieron con la imaginería porno un intercambio donde se planteó la necesidad de asumirla en sus términos –de explicitación ante todo– para superarla, para ir más allá.

El porno es un aspecto soberano de nuestro devenir ilustrado, y cumple, o puede cumplir, diversas funciones. Es un instrumento político de cambios, rescata escamoteadas posibilidades de disfrute, postula una reversión de valores, como Fanny Hill o Sins of the Cities of the Plain, que discuto más abajo. Es también hoy un incalculable mercado de consumo, acerca de cuyos productos y distribución podemos tomar apercibimiento y formar juicio. Es en fin un campo de acción, una posibilidad de intervenir, o de criticar. El postporno, como otros post, es un pre, una vuelta atrás a fin de entender lo que ya se hizo, trabajo o labor paciente para considerar las estrategias, los recursos humanos puestos en juego y vehicular, equilibrar, juzgando hasta qué punto y de qué modo se armonizan, en nuestras vidas, el deseo y la economía. Y es también un campo de fuerzas y de acciones que construyen, o reconstruyen, las pulsiones y los modos de presentación del relacionamiento erótico.

La invención del porno

El siglo XIX europeo, con su estricta moral victoriana, mantuvo sin embargo dos regímenes paralelos, dos compartimientos estancos, el de la esposa en el seno del hogar y el de la prostituta. La cuarta parte de las mujeres empleadas en Londres a mediados de ese siglo eran prostitutas. El hombre pasaba de un mundo a otro, a veces en el mismo día, según alternaba sus ocupaciones y sus deberes. Siempre que cumpliera con sus responsabilidades familiares, se le consideraba autorizado para frecuentar otros círculos, un régimen paralelo de relaciones, vida de juego y prostitución, de amantes, de familias bastardas.

No puede decirse que los burdeles tuvieran bibliotecas de obras lascivas, pero las narraciones pornográficas proliferaron con diversos niveles de calidad. Sins of the Cities of the Plain, las memorias anónimas de un prostituto llamado en el libro Jack Saul, fue publicada privadamente en 1881. Es la primera novela inglesa que trató abierta y exclusivamente las relaciones homoeróticas. Apareció once años antes de la novela anónima Teleny, supuestamente escrita en colaboración entre Oscar Wilde y Robert Ross. Teleny es la contracara de El retrato de Dorian Gray, de la cual Wilde había eliminado los pasajes más francamente homoeróticos.

Al parecer, Sins of the Cities of the Plain tiene una base biográfica auténtica, aunque sin duda retocada, para volverla salaz y atractiva. El protagonista, Jack Saul, escribe sus memorias para un mentor, uno de sus amantes, quien le paga veinte libras por la obra y la corrige, tanto en la gramática como en el estilo, aparentemente sin traicionar el fondo anecdótico. Ese mentor la transforma en literatura porno, notablemente bien escrita, un compendio de las oportunidades homoeróticas en el ambiente inglés de la época, tanto en la ciudad como en el campo. Es un documento intercalado entre dos escándalos relativos a la sodomía.

En 1870, Ernest Boulton y Frederick Park, conocidos como «Fanny» y «Stella», fueron arrestados en el West End de Londres por la felonía de solicitar sexo a otros hombres. Resultaron absueltos, en parte, porque el jurado consideró que su tendencia a travestirse era un signo inofensivo de espíritu fiestero. «Ambos eran de clase media alta y conocidos por lucirse en los teatros y mercados de Londres en ropas de mujer», escribe Morris Kaplan en Sodom on the Thames. «Finalmente, ofendieron las costumbres lo sufí para terminar ante el juez por mala conducta.».En un juicio ante los magistrados de Bow Street, que atrajo a una multitud de curiosos, fueron asados de «mala conducta» y además del delito mayor de «conspirar para cometer sodomía». «Esto ya era mucho más serio», escribe Kaplan. «Hasta 1862 la sodomía era una ofensa capital en Inglaterra y en ese momento (1870) todavía estaba penada con varios años de prisión.»

Un médico de la policía llevó a cabo un examen físico para probar que Boulton y Park habían practicado el sexo anal. «La idea era que actos repetidos de sodomía dejarían trazas físicas.» Esta premisa positivista resultó tan combatida por la defensa que al final la prueba médica fue considerada inadmisible.

La policía registró las habitaciones de Boulton y Park y confiscó una gran cantidad de ropas de mujer, joyería, cosméticos y cartas personales. Los acusados se defendieron describiendo fiestas y bailes de disfraces como evidencia de que el travestirse era una actividad inofensiva, que no implicaba ninguna falta al decoro:«La madre de Boulton testificó que él siempre había disfrutado usando ropas de mujer. Contó una anécdota acerca de la abuela de Boulton llegando a la casa cuando él era niño. Boulton respondió a la puerta vestido de mucama. La abuela comentó a la madre: ¿Estás segura de que quieres que esta muchacha procaz ande alrededor de tu hijo?».

Boulton vivía con su amante lord Arthur Clinton, un joven miembro del Parlamento (conocido por muchos como lady Arthur Clinton). Clinton murió antes de que empezara el juicio, no se sabe si a causa de un colapso debido a la tensión producida por el escándalo, o por suicidio.

«Mucha gente que vio a Boulton y Park los tomó por prostitutas atractivas, pero su construcción de género era más complicada que eso. A veces se vestían de hombre, pero usaban polvos y cosméticos. Algunos estaban convencidos de que eran mujeres disfrazadas de hombre.»

Esos hombres con polvos y cosméticos son figuras del dandi decimonónico, y también de la primera mitad del siglo XX, como el chileno marqués de Cuevas o el actor Rodolfo Valentino. El caso capturó la atención pública: «El primer día que fueron llevados a juicio vestían de mujer, pero la segunda vez aparecieron como hombres. Los diarios dijeron que la gente silbó y protestó porque se había perdido el show de drag».

Cuando fueron absueltos (salvo de un delito menor: mala conducta por travestirse), el público gritó vivas de aprobación y Fanny Park se desmayó. Un detalle curioso: Park fue el primer homosexual en utilizar la palabra camping en una carta a lord Clinton, en un sentido que anuncia la sensibilidad camp atribuida a los homosexuales en el siglo XX.

El segundo escándalo por sodomía, en 1889, dio forma a las nociones y los discursos victorianos acerca de la atracción y la práctica sexual entre varones, y preparó el camino para la condena a Oscar Wilde en 1895.

Un tal Charles Hammond administraba un burdel clandestino de varones ubicado en el número 19 de la calle Cleveland de Londres. La pesquisa se inició el 4 de julio de 1889, cuando un muchacho de nombre Charles Swinscow fue encontrado en posesión de la suma de dieciocho chelines. La Policía Metropolitana llevaba a cabo en ese entonces una investigación acerca de los robos de dinero en el Correo, y Swinscow era empleado como mensajero de telégrafo. Cuando la policía le preguntó cómo había obtenido los dieciocho chelines, Swinscow confesó que había sido reclutado por Charles Hammond para trabajar en el establecimiento de la calle Cleveland. Identificó a varios empleados en la misma casa y eso llevó al arresto de tres jovencitos más.

El policía a cargo del caso obtuvo del juez una orden de arresto para Charles Hammond, acusado de conspirar para cometer el abominable crimen de sodomía (buggery). Pero Mr. Hammond había desaparecido. Uno de los clientes fue identificado por los prostitutos. Se trataba de lord Arthur Somerset, hijo del duque de Beaufort, mayor de los Guardias Reales y administrador de los establos de Eduardo, príncipe de Gales (luego Eduardo VII). Somerset puso el asunto en manos de su abogado, quien contactó a la policía para mencionar que su cliente, si fuese llevado a juicio, podría implicar o denunciar a Albert Victor, duque de Clarence, hijo mayor del príncipe de Gales (y segundo en la línea de sucesión, tras su padre), como un eventual cliente del burdel. Es claro que las autoridades no deseaban asociar el nombre de un personaje real a la investigación de Cleveland Street. Vacilaron acerca de llevar a juicio a Arthur Somerset, dándole tiempo para escapar al extranjero. Somerset permaneció toda su vida en el exilio y murió en la Riviera francesa en 1926. Los tres jóvenes prostitutos fueron acusados de indecencia, pero recibieron penas sorprendentemente leves, de entre cuatro y nueve meses.

Aquí podría haber terminado un asunto que el gobierno no tenía interés en ventilar, pero Ernest Park [sin relación con Frederic Park], un periodista en busca de atención, escribió en el North London Press que «el heredero de un duque y el hijo menor de otro duque» habían frecuentado Cleveland Street. Y llevó tan lejos el chisme que nombró a Arthur Somerset y a Henry James Fizroy, conde de Euston, como clientes del burdel, insinuando que alguien todavía «más distinguido y de mayor jerarquía» –se entendía que un miembro de la familia real– también era cliente. El periodista nombró a dos jóvenes aristócratas que él creyó ausentes porque habían huido del país, pero se equivocó en cuanto al conde de Euston, que no se encontraba en el Perú como decían, sino en Inglaterra. Para defender su reputación, este se sintió obligado a denunciar a Ernest Park por difamación. El juicio tuvo lugar en Old Bailey en enero de 1890. El conde de Euston admitió que había concurrido al 19 de Cleveland Street, pero declaró que había sido por error. Según él, le habían entregado en la calle una tarjeta para ver un tableau plastique (presumiblemente femenino). Al entrar al establecimiento y comprobar el tipo de transacciones homoeróticas que ocurrían allí, se habría excusado y abandonado el local. Para desmentirlo, Ernest Park hizo comparecer a un testigo llamado John Saul, un prostituto que relató en detalle el tipo de servicios que había prestado al conde de Euston en Cleveland Street. Dado que Saul, según propia confesión, era un prostituto (presumiblemente con mujeres), su credibilidad resultó fácilmente afectada, y la defensa lo descalificó. Por lo tanto, el periodista fue sentenciado por difamación a un año de trabajos forzados. Esta sentencia favorable al conde de Euston, sospechoso de sodomía, decidió a Oscar Wilde, cinco años más tarde, a proceder del mismo modo y acusar al duque de Queensbery por difamación. Su juicio, sin embargo, tuvo el resultado inverso.

Arthur Newton, abogado de lord Arthur Somerset, fue acusado a su vez de pervertir el curso de la justicia, arreglando la desaparición de su cliente en Francia. Recibió una pena leve: seis semanas de prisión. Le permitieron incluso restablecer su práctica. Newton se hizo célebre más tarde, en 1895, al representar a Oscar Wilde en sus juicios.

Ernest Boulton («Fanny»), Frederic Park («Stella») y lord Arthur Clinton («lady Arthur Clinton»), quienes protagonizaron el escándalo de 1870, aparecen como personajes en Sins of the Cities of the Plain (1881). Jack Saul (nótese el nombre parecido a John Saul, el prostituto declarante contra el conde de Euston en el juicio de 1890), el protagonista memorialista de la novela, asiste a un baile en el Hotel Haxell, en el Strand. Todos los concurrentes son varones, la mitad disfrazados de mujer. Entre ellos figuran lord Arthur y Boulton (bajo el apodo de «lady Laura»). Lord Arthur y Boulton tienen acceso exclusivo a cierto cuarto privado, donde se retiran a copular. Jack los sigue y los espía por el agujero de la cerradura. «Me recordó –cuenta– la escena del coito entre dos muchachos que la notoria Fanny Hill relató que había visto a través de un agujero de cerradura en un hostal de carretera.»

Memorias de una mujer de placer, o Fanny Hill, publicada en 1748-1749, es considerada la primera prosa pornográfica escrita en inglés en formato de novela, con lo que se creó el género de narración seguido un siglo más tarde por Sins of the Cities of the Plain, y luego, en el siglo XX, la novela pornográfica, con repetidas descripciones de los genitales y de coitos candentes y detallados. La novela de Cleland tiene un final feliz. Fanny Hill reencuentra a Charles, el hombre que la desfloró en el primer establecimiento de prostitución, y se casa con él. Sin embargo, todas las cópulas relatadas en la novela ocurren fuera del matrimonio. Cleland hace que sus parejas felices busquen un paraíso sexual, pero no los conduce a uno cristiano. Los transporta a una isla del Támesis, transfigurada por la imaginación de los amantes en Citera, el santuario de Venus, diosa pagana del amor.

Tal utopía, que glorifica los placeres sexuales, resulta incongruente con el destino común de las rameras en ese tiempo. Fanny Hill detalla los deleites picantes de la prostitución pero ninguno de sus inconvenientes y desilusiones. En otros relatos de la época, de tipo moralizante, una puta era compadecida y temida no solo porque con ella llegaban los peligros de la enfermedad y la traición, sino también por la decadencia rápida del cuerpo ofrecido. Además, se consideraba que era venal por fingir placer por el negocio. Cleland, en cambio, descartó drásticamente este acercamiento al asunto.

«Su argumento desplegó un propósito ideológico. Si la segunda parte de la novela hubiera seguido la pauta previsible de la biografía de una puta, tanto en la prosa de la época como en la serie de cuadros de Hogarth, habría continuado con su arresto, prisión o muerte por enfermedad. En lugar de esto, el libro se vuelve lírico y arcádico. Su principal escena describe el viaje a Citera organizado por los jóvenes que esperan restaurar el placer sexual a su condición de origen, libre de dolor y culpa. Las parejas van a esa isla de Venus para venerar el amor a través del ayuntamiento de sus cuerpos. El sexo se vuelve sacramento del amor, signo exterior, visible, de gracia interna.».5

Fanny Hill empleó nuevas técnicas de realismo, y por este medio logró mucho de su atracción. Pero no describe de un modo especialmente realista la vida de la prostituta común. Fanny no queda encinta, evita la enfermedad y el alcohol, y al final se casa con el hombre que la desfloró al principio de sus aventuras. Y lo más importante: comparte plenamente el placer de sus clientes. Enfocada desde el punto de vista de Fanny, la novela no habla de otra cosa.

Sin embargo, la protagonista nunca practica la penetración anal. La sodomía habría acarreado la destrucción del libro. Hay una única escena entre dos varones, un adolescente mayor que penetra a uno más joven, descrita con vívido detalle. Por esta razón específica el libro fue censurado y la escena omitida en subsiguientes ediciones, salvo las últimas, cuando el movimiento de liberación sexual hizo posible imprimirla de nuevo.

En Sins of the Cities of the Plain, quien observa a través de la mirilla no es la prostituta Fanny, sino el prostituto Jack Saul, narrador protagonista. Quienes copulan aquí son también varones. Sins es una exaltación del sexo entre hombres y Jack Saul (igual que Fanny) goza tanto o más que sus clientes, y además goza al contarlo, contagiando a los lectores el disfrute.

Jack Saul considera que la sodomía está muy extendida en Londres. La mayor parte de los regimientos de Foot Guards y aun los de Horse Guards, según él, están integrados por hombres que han sido sodomizados por sus superiores o por sus camaradas. Después de un episodio corto de dolor al inicio de la penetración, han aprendido a disfrutar del placer anal. Estos soldados buscan a su vez clientes civiles que les paguen por sus servicios, pero aun si no les pagaran, opina Saul, igual lo harían, por su propio placer. A pesar de ser castigada por la ley, la sodomía es practicada por muchos. Resulta un secreto a voces. Solo en Londres, Saul cuenta seis burdeles masculinos.

Sins es un himno triunfante al homoerotismo. Los encuentros resultan optimados para excitar al lector. Su función positiva de guía de placeres tiene un propósito equivalente al de Fanny Hill. La novela de Cleland exaltaba a la prostituta y los placeres vaginales, mientras Sins exalta la sodomía entre varones. Este es el propósito político –que podemos llamar ético, y también profético– que bulle en las catacumbas, como profecía de lo que ya ocurre en el presente, una profecía del presente, vale decir una crónica de lo que ya está ocurriendo aunque no se lo reconozca en público; el reconocimiento novedoso y clandestino de una tendencia o vector, línea de fuga hacia el futuro en busca de nuevas oportunidades urbanas, encuentros prohibidos y clandestinos que el anonimato de la gran ciudad hace posibles. El relato es índice de un impulso imparable hacia el futuro, que culminará en Inglaterra casi un siglo más tarde (en 1967) con la tolerancia legal: la descriminalización de la sodomía.

El supuesto autor de las memorias, Jack Saul, presenta materiales que suenan auténticos, aunque trastrocados y embellecidos. La pornografía es un género fantástico porque exagera el vigor de los cuerpos y suprime lo desagradable. Al incluir a individuos históricos, Boulton y Park, como personajes, el libro agrega un efecto de verosimilitud. Según los indicios, el Jack Saul «autor» de estas memorias es real y resulta posible asimilarlo al John Saul que declarará en juicio pocos años más tarde (1890), al ser vinculado al escándalo de la calle Cleveland.

El sodomita ya no es visto en Sins de modo peyorativo, según el cliché de un varón afeminado que odia a las mujeres, generado a partir del siglo XVIII. Y otra novedad: ningún personaje de los muchos que aparecen, tanto si se travisten o no, tiene un rol exclusivamente pasivo, ni tampoco exclusivamente activo. El descubrimiento del placer anal no elimina sino que realza el placer genital de cada uno. Los personajes penetran y son penetrados, según una fórmula igualitaria, libertaria, que supera las disyunciones exclusivas del régimen binario basado en la polaridad de los sexos masculino y femenino. El vestirse de mujer, por parte de algunos, sean prostitutos o clientes, es apenas un ingrediente que contribuye al atractivo. Ni el varón excitante ni el excitado se vuelven femeninos. Se trata de ampliar el espectro de los recursos erógenos. Las experiencias no se fi en esencias. Son posibilidades de un juego de roles. Se puede gozar alternativamente o al mismo tiempo como activo y como pasivo. Lo fascinante es reunir esas prácticas, esas fuentes de placer, en un solo cuerpo, sin compartimentarlas. Este igualitarismo libertario resulta demasiado perfecto para ser realista, pero responde a un imperativo ético, y en ocasiones puede hacerse real.

Sins es un documento único para su época. No solo describe con una versatilidad chispeante el intercambio entre varones, sino la sensibilidad y el vocabulario relativo a esos encuentros y prácticas. Reconstruye una vida de grupo, un habla y una subcultura clandestina particular, y cumple una función estratégica dentro de lo que podríamos llamar «guerras de estilos».

La sodomía

Entenderemos por qué lucha Sins si consideramos el campo de esa lucha. La sodomía se refiere al comercio anal (que a partir de León Hebreo y otros pasó a ser considerado como el pecado de las «ciudades de la planicie», Sodoma y Gomorra, que Dios castigó con el fuego).

La condena a ciertas formas de la sodomía por parte de griegos y romanos fue tan solo de tipo social, no legal. Se consideraba que para ejercer noblemente sus funciones de ciudadano un varón no debía poner en peligro su condición de preeminencia sirviendo de colchón a otro varón. Pero este punto de vista no estaba encarnado en la ley. Resultaba negociable, vale decir, relativo.

San Pablo transformó esta posible reprensión social en una condena teológica. En el reino único verdadero, las relaciones sexuales deben ser llevadas a cabo por el vaso natural, la vagina, y no por el contranatural, el ano, según orden directa de Dios. Al menos de labios para afuera la Iglesia, a partir de Pablo, se volvió inflexible en este punto. La sodomía era y es considerada por la grey cristiana en general, y por sus autoridades en particular, un crimen teológico.

Los juristas la consideraron un vicio tan horrendo que no debía ser siquiera mencionado, a fin de no contaminar a las almas inocentes con sugerencias depravadas. El mal teológico solo podía ser combatido con la pena de muerte en la hoguera. Los homosexuales eran faggots, leña para el fuego.

En la Edad Media y después, el castigo se dejaba a un tribunal eclesiástico. Pero el rey Enrique VIII de Inglaterra –que se encontraba en el proceso de repudiar a su mujer y a la Iglesia Católica Romana que no le concedía el divorcio– presionó al Parlamento para que aprobara una serie de leyes que limitaban la autoridad de los eclesiásticos. Antes de Enrique, las cuestiones de sodomía (buggery) eran juzgadas por tribunales de la Iglesia y no del rey. Pero una de las nuevas leyes (de 1533), al condenar «el vicio abominable de la sodomía con hombre y bestia», ponía en claro que los clérigos sodomitas pasarían a ser juzgados por la autoridad civil. Ya no podrían esconderse, ni refugiarse en los tribunales de la Iglesia. La condena era muerte por ahorcamiento.

Los términos de la ley parecen claros, pero la interpretación de su tenor cambió con el tiempo. Durante el juicio al conde de Castlehaven en 1630, la penetración anal no fue probada, pero el solo hecho de que hubiera eyaculado en compañía de otro hombre fue para el juez prueba suficiente de sodomía y sirvió para condenarlo. Por ser un aristócrata, el conde fue decapitado y no ahorcado. La jurisprudencia a partir del caso de Castlehaven hizo punible el contacto sexual, de cualquier clase que fuere, aunque no incluyese la penetración anal tradicionalmente prohibida.

A fines del siglo XVIII la ley fue reinterpretada en una nueva dirección por los jueces, significando que la relación con el mismo sexo no era criminal en sí, excepto cuando hubiera eyaculación durante el enclavamiento anal. Esta interpretación restrictiva descriminalizó el sexo oral, la masturbación mutua y el contacto interfemoral (caso de sodomía liviana, cuando el activo coloca el pene entre los muslos del pasivo).

El cambio de la jurisprudencia hizo el delito muy difícil de probar. Los fiscales debieron esforzarse para obtener testigos que relataran sus testimonios verídicos acerca de puntos tan intrínsecamente engorrosos y difíciles de observar para un tercero. A partir de entonces las condenas siguieron ocurriendo, aunque se hicieron poco frecuentes.

Hasta el siglo XVIII, la vieja bisexualidad, volcada hacia el adolescente y hacia la mujer, había sido tolerada y cultivada en cierta medida; volvía equivalentes al adolescente y a la mujer, ya que ambos podían ser penetrados. Pero hacia 1730 esa opción relativa dio lugar a una heterosexualidad compulsiva.

«La religión libertina, y el nuevo género pornográfico que representó Fanny Hill, fueron producto de una nueva distribución en el sistema de géneros y de las relaciones sexuales que emergía en Inglaterra y el resto de Europa noroccidental a partir de la primera mitad del siglo XVIII. Lo que significaba ser mujer u hombre y la conexión de los roles de género con la conducta sexual experimentaron una revolución.».6

Tanto el estatus como la conducta de las mujeres cambiaron. De acuerdo con nuevos ideales de matrimonio y fidelidad por amor, de compañerismo conyugal, de atención tierna a los niños, el estatus y la conducta de los hombres se limitó al menos en un aspecto. Varón no era aquel que fornicaba con un adolescente, sino quien fornicaba con una mujer en exclusiva. En consecuencia, las relaciones sexuales entre varones adquirieron otro cariz.

«Antes de 1700 en Europa, los hombres adultos tenían relación a la vez con mujeres y varones adolescentes (…) Esta conducta inmoral podía no obstante resultar honorable cuando mostraba a los hombres como poderosos. Las relaciones entre varones eran ilegales, por supuesto, también inmorales, y sin embargo resultaban honorables si se llevaban de tal modo que desplegaran el poder masculino (…) Los adolescentes existían en un estadio de transición entre el hombre y la mujer. Todo hombre supuestamente capaz podía cometer tal acto con los muchachos, que aún no habían asumido su rol masculino (…) En ese entonces, las relaciones entre hombres y adolescentes no implicaban –este es el punto clave– el estigma del afeminamiento o de conducta masculina impropia, como en cambio empezó a suceder después de 1700 hasta hoy.».7

Los varones adultos eran considerados afeminados solo cuando admitían ser penetrados, en exclusiva. Ahora, en cambio, se suponía que los varones debían desear sexualmente solo a las mujeres. Este deseo en concreto era básicamente lo que les confería estatus masculino. Debía ser internalizado desde el inicio de la pubertad. Los adolescentes ya no podían experimentar un período de pasividad sexual con otro hombre.

La sodomía fue estigmatizada como el comportamiento de una minoría afeminada, sin tener en cuenta si el partenaire sexual era adulto o adolescente, y activo, pasivo o ambos en el coito. De esos hombres afeminados se imaginaba que deseaban ser mujeres y odiaban a las mujeres reales. Eran descritos moviéndose con el contoneo de las mujeres, hablando y vistiéndose como ellas, ocupándose de tareas femeninas. No hay duda de que, en grados variables, el nuevo sodomita afeminado hacía todas esas cosas, a veces en la calle, a veces en la cervecería. Molly era el nombre callejero de esos individuos. El término fue empleado inicialmente para nombrar a las prostitutas. Los Molly, tanto como la prostituta, pasaron a ser individuos enteramente definidos por su conducta sexual. La prostituta y el sodomita manifestaban los extremos condenables del comportamiento de género.

La nueva homosexualidad, en cambio, sobre todo a partir del siglo XIX, fue monolíticamente masculina. Floreció en secreto, y los lazos de afecto formados en las escuelas de varones se extendieron a toda la vida. Se vivía bajo el terror cotidiano de ser descubierto, chantajeado o denunciado.

Aunque la prueba exigida de penetración «con emisión» hacía difícil la condena a la pena capital por sodomía, a mediados del siglo XVIII se hizo claro que llevaba a la deshonra pública y al cepo. La gente, fanatizada por las nuevas sectas fundamentalistas de la reforma religiosa, igualaba la más leve sospecha de conducta impropia con el diablo, la bestia. El «vicio» abundaba a pesar de su mala fama, como demostró la literatura que, uniendo alegoría, sátira política y comentario social, lo atacaba con frecuencia.

A partir de 1800, en el período llamado de la Regencia en Inglaterra, hubo un agudo incremento de ejecuciones a sodomitas convictos. Entre 1805 y 1815, 28 de 42 convictos por sodomía fueron ahorcados. En 1806 hubo más ejecuciones por sodomía que por asesinato. Sin embargo, ciertos factores de la vida inglesa, como el sistema de las escuelas secundarias y los colegios universitarios, donde estudiaban y eran pupilos solo varones, donde se formaban lazos de afecto que duraban para toda la vida, Eton y Harrow, Oxford y Cambridge, produjeron grupos de amigos cuyas relaciones resultaban incomprensibles fuera de los encaprichamientos eróticos adolescentes. Por otro lado, en tanto contrafigura del homosexual femenino, el soldado fue idealizado como la encarnación de la belleza masculina, de un cuerpo diestro y bien formado. El comportamiento homoerótico en los cuarteles nutrió el mercado sexual ciudadano de jóvenes atléticos proclives al placer.

Bajo el recrudecimiento de la vigilancia antisodomita, el Parlamento inglés remedió, en 1828, el fastidioso problema de la «prueba de emisión» (que había sentado la jurisprudencia en el siglo XVIII y que obstaculizaba las condenas). Cambió la exigencia de prueba a través de una ley que retenía la pena capital sentada por Enrique VIII, pero ya no requería la prueba de emisión: la penetración era suficiente. Esto hizo más fáciles las condenas, pero no criminalizó otras formas de sexo no convencional. Aunque, después de 1838, ya no se dictaron sentencias capitales. Cambió la conciencia, no la ley. La pena de muerte siguió en los libros hasta 1861. Fue reemplazada entonces por diez años de prisión.

La novela de Jack Saul es un jalón –tras Fanny Hill– en la lucha por la tolerancia y el aprecio del placer como justificativo de la vida sexual. Un punto de vista contrario a la teología cristiana, que justificaba el sexo solo en virtud de la reproducción. En este sentido, el porno se volvió un instrumento político de los derechos humanos para explorar el cuerpo en compañía.

Sins es un porno especializado, que presenta un panorama desconocido antes de su aparición. Descubre un mundo clandestino al margen de las instituciones. Un mundo sin lugar oficial, aunque dotado de zonas, periplos, enclaves de encuentro en la calle y en el burdel, reuniones y bailes. Una sociabilidad homoerótica escondida a los ojos de la policía y del público en general.

Esta novela es una lección, que enseña a hacer y también a hablar. Da voz a una minoría. Una minoría definida a partir de una práctica. La pornografía de Sins es la respuesta irónica a la tipificación de la policía de las costumbres a partir del siglo XVIII. Sus personajes no son el afeminado pasivo que se suponía, sino hombres capaces de un doble disfrute. El libro tiene la vocación de instruir y deleitar, realizando una fantasía óptima y sin contratiempos, situándola en un contexto cotidiano y veraz, el coito entre maestros del placer, propagandistas de un desempeño exagerado y fantástico.

El prostituto vende las historias a un mentor, que las edita bajo el subtítulo «Los recuerdos de una Mary-Ann», apodo de los muchachos de placer. En Sins ya no hay Mollys sino Mary-Anns, prostitutos urbanos que suelen ser soldados y que viven de sus protectores. Incluso Boulton, que es un miembro de la clase media alta y se viste de mujer por vocación, al copular con Jack –en tanto personaje de Sins– es tanto pasivo como activo. El Mary-Ann no es un penetrador únicamente, ni exclusivamente penetrado. Los clientes siempre solicitan ambas cosas. El Mary-Ann se amolda a ese gusto doble porque él mismo ha descubierto que puede disfrutar de las dos maneras.

El editor busca aguijonear su propio apetito y satisfacer la curiosidad del lector acerca de los individuos y ambientes que frecuentó Saul. Esta busca traduce un cuidado de sí y fomenta asimismo el cuidado de sí de los lectores. Afirma un criterio, a fin de realzar el placer con un sentido de autorrealización.

El ghost writer (corrector/editor) de Sins es un hombre educado, conocedor de los clásicos y de otras culturas. Ha leído a Suetonio, a Marcial, a Juvenal, a Catulo y a través de ellos está familiarizado con el eros romano, con los placeres extravagantes de Calígula y Nerón, de Tiberio y Vitelo o Galba, que amaba las ostras podridas y penetraba a los hombres ancianos. Tampoco olvida las prácticas amatorias lesbianas: «Nadie puede leer a Juvenal sin estar convencido de que en época de Marcial el lesbianismo florecía en Roma. Sus descripciones de la fiesta de la Bona Dea no dejan dudas acerca de eso». En cuanto al mundo contemporáneo, el editor se informa acerca de las costumbres del sultán de Bujara, quien mantiene un doble harén, de muchachas y muchachos. Su confidente, un viajero que parece haber estado en el dormitorio del sultán, lo entera de los detalles de esas prácticas y de la laxitud que adquieren los anos de los muchachos. A través de tales materiales eruditos Sins ubica la sodomía en un horizonte geopolítico amplio de civilizaciones pasadas y presentes y de este modo relativiza, quita valor, a la prohibición de la sodomía de la ley inglesa.

Sins funciona como una pieza de combate político. Expone que, a pesar de las prohibiciones, los sodomitas impregnan la fábrica entera de la sociedad, pertenecen a todas las clases, u ocupaciones, desde la más pobre a la más encumbrada. La atracción erótica pone en relación a varones de todas las extracciones. La novela refuta por anticipado el argumento de los marxistas del siglo XX, como el novelista francés Henri Barbusse, de que la homosexualidad está ligada exclusivamente a la «decadencia» de la burguesía, y que el proletario sano, el «hombre nuevo», no podrá ser homosexual.

Ahora bien, la moral inglesa no fue asunto exclusivo de Inglaterra. Tuvo consecuencias mundiales que todavía experimentamos. El colonialismo británico criminalizó la sodomía en Iraq recién después de la Primera Guerra Mundial. El edicto fue parte de un vasto cuerpo de leyes creado por los administradores coloniales británicos desde mediados del siglo XIX, a partir de lo que se llamó el Código Penal Indio. El código no era autóctono de la India. Fue un sistema legal que los colonizadores británicos impusieron al país en 1860. El artículo 377 de ese código colonial hizo del «comercio carnal contra natura» un delito castigado con hasta veinte años de exilio o hasta diez años de prisión. Al expandirse el imperio británico, sus administradores impusieron y aplicaron el código, y el artículo 377, o edictos similares contra la sodomía en Nigeria, Kenia, Uganda, Tanzania, Pakistán, Bangladesh, Birmania (hoy Myanmar), Singapur, Malasia y la Península Malaya, Brunei, Hong Kong, Fiji, Sri Lanka, las Seychelles, Papúa, Nueva Guinea, las Honduras Británicas (hoy Belice), Jamaica, las Islas Vírgenes Británicas, las islas Caimán, Montserrat, Bahamas, Tobago, Caicos, Santa Lucía, Nueva Zelanda, Canadá y Australia. En el Oriente Próximo, los británicos aplicaron el Código Penal Indio como derecho positivo en Bahrein, Kuwait, Omán, Qatar, Somalia, Sudán, Yemen y en general los territorios que hoy forman parte de los Emiratos Árabes Unidos.

Cabe preguntarse hasta qué punto la homofobia presente del fundamentalismo musulmán y la homofobia en la India y en otros lugares de África, Asia y América, de gobiernos y poblaciones musulmanes o no, es el resultado, la creación, al menos en parte, de esta legislación colonial británica. El gobierno inglés de la época de la reina Victoria fue cómplice y justificador del integrismo musulmán y de la intolerancia entre las culturas de los colonizados.

En Gran Bretaña la sodomía entre adultos consintientes resultó descriminalizada en 1967. Pero la Corte Suprema de Nueva Delhi abolió la ley de 1860 del Código Penal Indio (art. 377) recién el 2 de julio de 2009. Las relaciones entre varones adultos ya no pueden ser consideradas un delito en la India, pero la prohibición en el subcontinente duró 150 años.

Hace poco, el movimiento de liberación sexual hindú solicitó a Gran Bretaña una disculpa pública por haber sujetado su país a una policía foránea de las costumbres.


1. Jordi Claramonte, Lo que puede un cuerpo. Ensayos de estética modal, militarismo y pornografía, Murcia, Cendeac, 2009.

2. Peter Wagner, Eros Revived: Erotica of the Enlightenment in England and America, Londres, Secker and Warburg, 1988.

3. Claramonte, op. cit.

4. Morris Kaplan, Sodom on the Thames, Ithaca, Cornell University Press, 2005.

5. Randolph Trumbach, «Erotic Phantasy and Male Libertinism in Enlightenment England», en Lynn Hunt, The Invention of Pornography, Nueva York, Zone Books, 1993.

6. Trumbach, op. cit.

7. Ibíd.