Las formas breves no fueron tratadas por los grandes géneros de la literatura mejor de lo que fue tratado el tiempo de los pueblos por parte de la historia. A pesar de que la historia, tal como la conocemos –el tendido de un drama que nace con el comienzo de los tiempos, se eslabona en una cadena de acontecimientos y acaba con el apocalipsis y las profecías cumplidas–, nació de un grupúsculo de relatos breves: los relatos que conforman el Antiguo Testamento. Fueron escritos en arameo o en hebreo, idiomas que no contaban por entonces con el prestigio del griego, así como un relato como el del sacrificio de Isaac por Abraham, narrado por el elohísta, no contaba con el prestigio de la Ilíada o de la Odisea. Se conjetura que esos textos se escribieron más o menos por la misma época, siglo VIII a.C., y quizá por esto se los compara en las primeras páginas de un libro memorable, escrito por un alemán judío durante su exilio en Estambul, Turquía, en una pequeña casa de madera situada a orillas del Bósforo, milenaria línea de demarcación entre la masa asiática y el enano y prepotente continente europeo.

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El alemán del que hablamos porta una cicatriz en la pierna: es una marca de guerra, que lo lleva a fijar su atención en la que vuelve reconocible al propio Ulises frente a su nodriza en uno de los cantos célebres de la Odisea, el Canto XIX. Esa otra cicatriz hablaba del mordisco de un jabalí durante las visitas del niño Ulises a la casa de su abuelito Autólico, aunque lo que importa no es esto sino el modo en que está narrado: profusamente, con versos que no cesan de encadenarse en un rítmico tránsito ininterrumpido, sin planos ni interpolaciones, sin suspensos, tensiones o huecos que dejen algo a la libre imaginación del lector.

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El libro se titula Mímesis, y su autor, Erich Auerbach, lo escribirá despojado de su biblioteca, en una fatal relación de desplazamiento con su lengua materna. Ha dejado atrás su casa, sus calles y su gente, y aunque proviene de una familia acomodada de Berlín el hecho de haberlo perdido todo hace que de repente se detenga en otro detalle, tal vez más importante que el de la cicatriz: en el universo de Homero no hay pobres ni gente del pueblo. Allí, salvo dos o tres excepciones, todos son dioses olímpicos, héroes destinados. En cambio en el universo de Abraham –un campesino humilde, un ser mundano como cualquiera– todo se parece más a los giros terrenos que acaba de tomar su vida. Son los giros que toman de repente las vidas de los inocentes, de las desamparadas, de los que no tienen más que sus piernas para alejarse por los caminos. Nadie sabe a dónde van, como no se sabe tampoco a dónde van las formas breves cuando sueltan el eje de las historias.

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En las primeras escenas del cristianismo no solo los hombres o las mujeres son pobres, también lo es el estilo, hecho de retazos deshilvanados, escenas cortadas, detalles laterales, paisajes sin descripción y formas sintácticas sumamente discretas. Es el estilo del primer realismo, uno que consistirá en constatar la dimensión fáctica de los hechos en el mismo momento de crearlos. Y esto significa básicamente que, así como no se sabe hacia dónde caminan los pueblos errantes, tampoco será fácil definir de aquí en adelante qué parte de aquellas escenas iniciales de la historia pertenecen a la facticidad como tal y cuáles a la dimensión plástica y verbal que les dio un determinado relato, una determinada forma de escribir. Si el realismo es performático, incluso cuando este término no existía, es porque la ficción no es lo irreal, la ficción es una presentación de lo común que inscribe en la realidad otra posibilidad. Esta otra posibilidad es la parte de la historia que la historia no cuenta, su parte restada o encubierta, su poética. Una poética que, como la de los pueblos o la de las formas breves, asoma de vez en cuando, irrumpe y desaparece. Debemos a estas formas de aparición subrepticias el hecho de que no exista una historia del pueblo, a pesar de que sin las figuras del pueblo no habría comenzado la historia.

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¿Qué es un pueblo? Supongamos: un pueblo es una resta sensible, una sobra caída de la forma viril de la historia. Esto significa fundamentalmente que lejos de ser una cosa, un corpus o una unidad articulada, el pueblo es la aparición inesperada de aquello que es heterónomo a cualquier nombre o categoría que lo designe. Nadie sabe qué es un pueblo y nadie está en condiciones, por lo tanto, de definirlo, pues lo único que se conoce de él son sus momentos, fraccionados e imprevisibles, literalmente fuera de serie. Si asoman y se difuminan sin dejar huellas, es porque sus modos de irrumpir responden a otro concepto del tiempo y de las formas. La suma de ambas cosas da como resultado una forma breve, y esta forma breve se subleva en un mismo acto contra las épicas altisonantes del poema y el tono histórico de las revoluciones. Los pueblos no esperan cambiar la historia poniéndola en manos de tribunales revolucionarios, no son tan tontos, tienen sus maneras. Entonces, ¿qué hacen? Pliegan la historia en un pasatiempo que posee la extensión de sus penas y sus alegrías, precisamente porque el tiempo no lo entienden como una línea tendida hacia el futuro, lo entienden como una combustión de afectos que se eterniza en la duración en la que se expande.

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Juan Forn decía a propósito de las formas breves que, cuando le ofrecieron la contratapa de Página/12, tuvo que reemplazar su dificultad para escribir largas novelas por la de contarlo todo en mil o dos mil palabras. Pensó: la mayoría de las escritoras (de los escritores) suelen tomarse los géneros breves de los periódicos como un postre o una sobremesa, ¿qué pasaría si yo me lo tomo como una actividad central? Desde ese día, comenzó a dedicarse en exclusiva a sus contratapas. Caminaba descalzo por las playas de Gesell pensando en cuál sería su próximo tema, y es fácil imaginarlo, ahora que ya no está, sentado sobre una duna solitaria mirando el mar, como un personaje de Hopper. Lo cierto es que se sublevó contra una convención letrada –la de la extensión– porque sus afectos literarios podían expresarse con suficiencia en esas pocas palabras. Entendió el pasatiempo de la escritura de un modo similar a como entienden los pueblos la intensidad material de las fiestas y de las rebeliones.

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Benjamin no se interesó tanto como su amigo Auerbach (nacieron el mismo año en el mismo barrio, separados por un par de meses y dos o tres cuadras) por la cuestión de los pueblos. Pensaba de otra manera, y por eso en vez de ir a los pueblos fue primero a las criaturas griegas y después al barroco alemán, donde percibió el desquicio de un tiempo que condujo a que la historia, en términos salvíficos o cristianos, se hiciera trizas y se abreviara en la intimidad de las cortes desabridas y los tocadores arruinados. Esta alegoría barroca volvió a encontrarla en el París del Segundo Imperio de Baudelaire, vestida ahora de alegoría moderna. Baudelaire, difiriendo del Marx que cubrió por la misma época el drama de las luchas sociales en Francia, recuperó la comedia del arte porque en realidad adoraba la ingravidez de los saltimbanquis. Marx los odiaba, en cambio Baudelaire encontraba en ellos las ligerezas de la historia: un pasatiempo de lujo para bohemios y vagos, poblado de cabarets, putas hermosas y paseantes impresionistas. De este pasatiempo Benjamin decidió por algún motivo excluir a los pueblos, cuando fueron los pueblos quienes cultivaron –mucho antes que Baudelaire, las chicas de Manet y la esplendorosa y fascinante bohemia del Folies Bergère– este mismo pasatiempo, de una manera tan breve y sencilla como colectivamente compartida.

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Estamos al tanto de hasta qué punto se elogió la belleza de la vida parisina durante la época del romanticismo tardío. Era la capital del siglo XIX, el laboratorio del arte moderno, la manera en que una época soñaba con aquella otra que seguiría. Lo que no se dijo con suficiencia es cómo desde entonces la risa abierta de los pueblos se sublimó en la ironía cerrada de la academia y la burguesía; la antigua dignidad de sus luchas, en las provocaciones de hippies chic y melenudos disconformes, y sus fiestas y sus plazas, repletas de grasa y algarabía, en espectáculos fantasmagóricos que resulta que ahora los alienaban estéticamente. Todo esto da consistencia a una frase de Nietzsche: la historia es la verdad, pero la verdad no está en la historia. De ahí que los pueblos hayan sido una y otra vez desvalijados, a derecha e izquierda, por el genocidio cultural que siguió al programa del fascismo y por las rémoras iluministas de un humanismo que se tomó las ideas de todos como si le fueran exclusivas.

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La literatura de González Vera era la del arqueólogo que se busca a sí mismo bajo la tierra, la del que cava sigilosamente una fosa en el corazón del tiempo circular de los conventillos.

Digamos que Borges no experimentaba una afinidad especial por los pueblos (su estilo de pensamiento provenía más bien de la tradición del miedo a las multitudes, como lo mostró en La fiesta del monstruo), pero alcanzó a rescatarlos de un modo indirecto en su cariño por las lenguas desplazadas, los giros de los suburbios y las formas menores. Conocida era su predilección por la literatura irlandesa, en cuyos márgenes encontró algo del idioma de los argentinos, relegado a tal punto de las grandes tradiciones de pensamiento que se lo podía emplear libremente, con desusada soltura, mezclando revistas baratas de mecánica popular con folletines, letras de tango, jergas de truco y refinados fragmentos entresacados de la Enciclopedia Británica. Todo esto lo sugirió en El escritor argentino y la tradición, diez años después de destrozar sin piedad las alarmas castizas de un español que se hacía llamar el doctor Castro. La pureza del español que el doctor Castro defendía le merecían a Borges juicios de esta naturaleza: «El español es facilísimo. Solo los españoles lo juzgan arduo».

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El amor es una forma breve, por no decir que es una forma imposible. Auden lo explicaba mostrando cómo los dos grandes mitos literarios del amor moderno, el de Tristán e Isolda, el de Don Juan, el seductor, estaban condenados a fracasar, en el primer caso porque el más valiente de los guerreros y la más bella de las mujeres representan el típico drama de quienes deben sumar dos cuando desearían contar solo hasta uno; en el segundo, porque el Don Juan ansía la infinitud a sabiendas de que el número de mujeres con las que alcanzará a acostarse es fatalmente finito. El amor puede ser a lo más una imposibilidad en común, un amague frustrado que las partes comparten como un fracaso constitutivo. Curiosamente, es lo que sucede con cualquier comunidad que se precie de tal: existe solo si admite previamente que lo común está dividido. La revolución impuso la idea de que debemos luchar por una causa en común (tan en común que solo los revolucionarios la identifican); los pueblos responden poniendo en común una lucha por causas individuales, propias de cada una de sus partes. La pugna entre las convenciones de la literatura y las formas breves reproduce esta lucha: es la lucha entre la historia y el pueblo, entre una unidad organizada y una multiplicidad desarticulada, entre el pensamiento y su escándalo. Esta lucha existirá siempre porque es la lucha entre ricos y pobres, en la vida, en las formas, en el amor y en la filosofía.

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Cada hombre, cada mujer que asiste a una plaza disfruta, a su modo, de una soledad en común. Esta actitud puede tener un carácter profundamente literario. González Vera, por poner un ejemplo, escribía entre los voceríos del conventillo otorgando a esas voces, a la vez, un tono único, particular. Sus vidas mínimas eran esas vidas cualquiera que lo rodeaban, vidas absorbidas y fraccionadas en su interior hacia el infinito. El infinito no estaba adelante, en el futuro; estaba por debajo, hacia adentro. Por eso la literatura de González Vera era la del arqueólogo que se busca a sí mismo bajo la tierra, la del que cava sigilosamente una fosa en el corazón del tiempo circular de los conventillos. Escribía como un muerto que escucha. Un asunto que estaba en Proust, cuya literatura se basaba en trozos de conversaciones captadas por la oreja indiscreta del mayordomo que entra y sale de los salones, solo que Proust devolvía sus manuscritos con párrafos que iba agregando sin fin, mientras que González Vera los devolvía quitándoles cada vez más páginas, como Kafka.

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La sobrina de Kafka, Vera Saudková, hija de Ottla, hermana predilecta del escritor, vivía en un edificio que daba al Moldava y desde el que tenía una vista excepcional al monumento más grande del mundo: el monumento a Iósif Stalin. El mazacote de granito se elevaba a quince metros de altura, erguido sobre dos pies que se rozaban con el tamaño del cuarto de Vera. La imagen contrasta, por decir lo menos, con la actitud de Kafka, quien en su juventud solía remontar ese mismo río remando en una canoa para dejarse traer, un par de horas más tarde, por la corriente, recostado plácidamente sobre el fondo del bote con la mirada apuntando hacia el cielo. Canetti recuerda que un funcionario lo vio una tarde pasar en esa posición desde un puente y reparó en su delgadez. Era una delgadez asombrosa, propia de quien parece aguardar el juicio final, como ocurre con esos momentos en los que se han abierto las tapas de los ataúdes pero en los que los muertos aún siguen tendidos. Un último resquicio de vida, una vida mínima, sintetizada en la obsesión de Kafka por adelgazar y por adelgazarlo todo a la vez, incluidos los títulos de sus libros: la metamorfosis, el fogonero, la condena, el proceso, el castillo, etcétera, etcétera

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La admirable delgadez de Kafka era vivida por él como un impedimento: el impedimento de no poder escapar del cuerpo, el estar engrillado a la maldición de existir. Esto lo llevó a escribir La metamorfosis, probablemente la obra más exacta del siglo XX, aunque ni siquiera haberla escrito lo consolaba: Kurt Wolf, su primer editor, repasa en sus Memorias la tarde de julio de 1912 en la que llegó a su oficina acompañado de ese empresario dedicado a la promoción de «grandes estrellas» que era Max Brod. Kafka permaneció todo el rato parado al otro lado del escritorio, tan «vulnerable, callado y tierno como un colegial a la hora de pasar un examen», y cuando Brod abandonó por fin la oficina se le acercó al editor y le susurró en voz baja: «Debe saber que siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación».

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La poda a la que González Vera sometía sus libros (en un fervor de adelgazamiento como el de Kafka) no creo que no esté presente en un título como este: Bonsái. Si el estilo de Zambra es paradójico, se debe a que por un lado parece fácil de imitar, mientras que por el otro es irrepetible. Zambra (desconozco si esto lo aprendió leyendo a Natalia Ginzburg) escribe como si escribir no existiera, como si escribir no fuera un trabajo ni la escritura una mediación. Con esto provoca la sensación de que su estilo es el de cualquiera –el de la empleada, el colegial o el taxista, a quienes un prejuicio letrado no supone un estilo–, pero lo que en el fondo está haciendo es revolucionar materialmente las reglas mismas del realismo, porque le da al ruido cotidiano el tiempo que necesita para adoptar el irrepetible tono de una escritura.

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El protagonista central de las novelas de Zambra es el tono, no el personaje rescatado de las cenizas del mundo por la piedad de la literatura. Fue la manera en que procesó la herencia de la generación que lo precedió, una generación que entendía el realismo en la línea de una intimidad hurgueteada por el psicologismo novelado de la existencia. Mal que mal eso ya estaba en Balzac, a lo mejor con acentos que iban más a los gabinetes que al inconsciente, o eso estaba en el Vicuña Mackenna que despiezaba con sorna el mal gusto de Lastarria después de conocer sus muebles. En cambio Zambra puso el realismo en el centro de las formas breves –fragmentos autobiográficos, notas sueltas, chistes malos, anécdotas plegadas en los bolsillos de un pantalón de estudiante–, dejando hiatos, huecos y acciones inexistentes cubiertas por la mera confesión de su ausencia. Es como si hubiera comprendido a la perfección la consigna de Renzi en sus Diarios: no se puede volver a escribir Madame Bovary, vale más la pena escribir una biografía sobre su hija. Su madre sofisticada le ha dejado en herencia un par de francos y ella tendrá que ganarse la vida trabajando como obrera textil en una hilandería de algodón. Eso es interesante. Y es justamente lo que hizo Zambra: tomar de las novelas de la generación anterior una hebra suelta y construir con esos fragmentos de vidas una historia impensada. Su pueblo es el de los pormenores huérfanos que deambulan por las páginas buscando la forma entera de un tono.

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¿Qué es un pueblo? Supongamos: un pueblo es una resta sensible, una sobra caída de la forma viril de la historia.

Las formas breves se adhieren a los seres insignificantes como se adhiere la delgadez de Kafka al cuerpo de su escritura; cuando esto sucede, la potencia igualitaria de los cualquiera irrumpe en la gran historia. No hay por qué llamarle a esto «cultura popular»; mucho mejor nombre es el de «cultura crítica», puesto que, como dice Josep Fontana, lo de «popular» fue un recurso ideado por la cultura letrada para situar esta otra cultura en un plano de inferioridad. Esta cultura crítica es un tono menor, una anotación al margen de solemnes e inmensos manuscritos medievales. En esos misales, la gente del pueblo entreveró sus representaciones burlescas y sus formas cómicas: «… la monja que amamanta a un simio parodiando a las vírgenes, escenas laterales de coitos y defecaciones, árboles con floraciones de falos». En los palcos donde se sientan los coros y en las sillas milenarias de las catedrales se perciben estos motivos: son imágenes grotescas, prodigios de una entrañable imaginería obscena. En las Colombinas y los Arlequines, en las Carminas Buranas y en las farsas y en los carnavales, levanta la cabeza el sol cifrado de los pobres sobre el líquido insípido de la historia.

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Bufonas, bobos, enanas y monstruos, ritos, fiestas y cultos cómicos: todo esto mostró Bajtín que estaba en el tono de Rabelais, pero también en el estilo indivisible de la comicidad seriamente crítica de los desposeídos. La afirmación de la vida y de la alegría son aquí su forma ideal resucitada. No importa cuánto dure, pues es la idea misma de duración la que se suspende a título de una eternidad efímera. Deleuze brindó en sus Diálogos una pequeña teoría sobre este modo de usar los afectos: dijo que era el de los parásitos. Por ejemplo, la garrapata: cuenta con la módica suma de tres afectos y los emplea en su totalidad. Se cubre bajo el pelaje del animal para pasar los inviernos, sale a la superficie cuando hay sol y devora los nutrientes que necesita para alimentarse. Una sola sustancia para todos los atributos, una brevedad que lo puede todo. Y todo, como propone Kaurismaki, es finalmente esto: que hace frío y que un hombre o una mujer encienden un fuego, que a veces necesitan calor y un poco de agua, que pasan hambre y quieren un plato de comida.

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Estos placeres sencillos los pintó Brueghel cuando en 1568 dejó atrás por fin las alegorías del horror y la muerte. Sombras, volúmenes, pliegues y movimientos que le permitieron con La parábola de los ciegos detallar los gestos de los cualquiera. Después siguieron las fiestas de los campesinos, las bodas del pueblo, las cosechas del heno, donde lo que pintó no fue otra cosa que la reversión material del tiempo. En todas estas pinturas, que no porque sí William Carlos Williams convirtió en motivos de sus écfrasis, el tiempo deja de ser un contenedor cronológico de movimientos configurados para pasar a ser el efecto de una relación espacial entre los cuerpos. El mundo de Brueghel es como el de Ásterix: la vida de la tejedora, la del que transporta agua en un balde, la del aldeano que afila su hoz o la del asador de jabalíes se desarrollan en un tiempo propio. Sus cuerpos parecen desescalados porque son libres, cada uno en lo suyo y cada uno con todos a la vez. La pasión con la que se aíslan en sus respectivas rutinas anuncia que por la noche habrá una fiesta, y si ningún tiempo los contiene –ni contiene tampoco sus acciones–, es porque ese tiempo es una creación performática entre distancias y proximidades, entre evasiones y acercamientos.

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Lo que está al centro es un interludio, pompas aisladas de tiempo que flotan en medio del trajín, como en las novelas de Selva Almada. Berger escribió su trilogía sobre las fatigas para probar esto: que las campesinas y los campesinos perciben la totalidad de la vida como un interludio. Este interludio es una división y una suma. Es una división porque el tiempo lo escinden entre una visión cíclica y una visión lineal –el campesino sueña para sus hijos un futuro próspero, pero se los transmite reemprendiendo cada madrugada la misma tarea, esforzado como está en garantizar el sustento–, y a la vez es una suma, porque este campesino no ve problemas en reunir el eterno retorno de lo mismo con la permanente emergencia de lo otro. Comprende que pasan los días, los meses, los años, comprende que de esto atestiguan los calendarios, pero lo comprende como lo que es: una convención, una mera abstracción. Porque el suyo es un tiempo que está a orillas de la historia; esta se detiene en la comilona, en el baile, en la cama y en las borracheras –los cuatro afectos fundamentales de los campesinos en general y de cualquier vida en particular–, pero se detiene también cuando la campesina se inclina sobre la tierra, de la que no podrá erguirse para enderezar la cintura porque las técnicas de cultivo no lo permiten. Sopesa como una injusticia esto de que la naturaleza, con la que tiene un trato tan próximo, le brinde cada vez menos alimentos. Entonces va a haber una revuelta, una revuelta campesina. Una revuelta contradictoria, porque apuntará al futuro, pero para que el futuro le devuelva el pasado.

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El tiempo que se congela en la siembra se cosecha en el ocio de los relatos. Pero estos relatos también tratan la historia como una abstracción: son variaciones interminables en torno a una forma breve. Pequeños charcos que se expanden, y no acciones fugaces que se encadenan. Las anécdotas son el pan de los pobres, pasan de boca en boca, quien quiera las hace suyas. Y las palabras se recuestan con placidez sobre el tejido anónimo de los oídos hambrientos. En la primera parte de La gran matanza de gatos, dedicado al análisis de los cuentos orales durante la Edad Media, Darnton detalla cómo «las pausas dramáticas, las miradas astutas, el uso de ademanes para describir las escenas o de sonidos para acentuar los actos –llamar a la puerta golpeando en la frente del oyente distraído de al lado, imitar una explosión con un pedo– eran formas narrativas que solo podían darse en ese espacio colectivo».

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La burguesía conoció esos viejos cuentos orales de los campesinos (La caperucita roja, Hansel y Gretel, Pulgarcito o El gato con botas) gracias a parásitos como los que defendía Deleuze. Esos parásitos eran esta vez las nodrizas, que amamantaban a las criaturas de los amos contándoles estas historias tan dolorosas envueltas en pátinas de dulzura. En los traspatios de las casas señoriales eran crónicas espontáneas y aventuras gesticuladas que crecían alrededor de una hoguera o, cuando había un descanso, en los mesones de los molinos, en rigor las primeras tabernas o pulperías. Eran molinos como el de Menocchio, a quien el historiador Carlo Ginzburg destinó un libro conmovedor e inolvidable: El queso y los gusanos. Se explica allí que en aquellos recintos llenos de harina proliferaban las teorías del pueblo, despreciadas y perseguidas como herejías por los santos poderes. En ese pequeño mundo paralelo residía el secreto de sus luchas. Estas luchas no se parecían a las del topo de Marx, que destruía los cimientos de la historia bajo la tierra abriendo un túnel hacia el futuro; se parecían a las de las hormigas que, ante el peligro, se ramifican por los senderos antes de volver a reunirse, atendiendo a un orden secreto que solo ellas conocen, como lo hacemos nosotras, nosotros, antes de volver, por fin, a reunirnos.