El discurso moderno acerca de la cultura y la vida privada nos quiere convencer de que sería mejor que los secretos no existieran, de que se trata solo de represiones o hipocresías que es necesario superar.

Pero también pudiera ser cierto lo contrario: que es en los secretos donde se oculta lo más profundo y verdadero del ser humano y, en consecuencia, de la familia; los impulsos esenciales de sus miembros que no tienen cabida en el manido discurso oficial o en las edulcoradas calcomanías que se pegan en el auto.

Para estas zonas más brumosas de lo humano, el secreto no es una cárcel sino una morada, el lugar que han encontrado para existir las cosas que se devalúan o pierden su sentido si se ponen en el logos racional del lenguaje. De este modo, el secreto es lo contrario del olvido, o incluso de la represión, y parece más bien un último refugio de subsistencia.

Ejemplos más tópicos, o periodísticos, como las inclinaciones homosexuales del tío, el alcoholismo depresivo de la mujer, el enriquecimiento ilícito del hombre, ceden paso en la vida real a hebras más finas, más sensibles e indomesticables: los matrimonios por miedo, o por conveniencia, sin amor; la trastienda de una sexualidad incompatible, o mutilada; la presencia irredimible de un pecado o de un amor de juventud, que se niega a partir por completo.

A menudo, los secretos son en realidad la savia de la familia, el canal por el que circulan sus verdaderas pulsiones, su narrativa. Quizás por esta razón los secretos de familia constituyen un tema al que tanto ha recurrido la  literatura. Así como no hay familia sin secretos, prácticamente no hay relato que no los tome como uno de sus ejes centrales.

En la tradición nacional no nos faltan ejemplos (Bombal, Wacquez, Couve), pero tal vez el que destaca con más fuerza sea Donoso. Toda su narrativa se levanta en torno a un secreto, que se antoja uno solo: sexual, social, psíquico; no lo sabemos. Faulkner, casi latinoamericano para estas cosas, es otro ejemplo notable; su obra completa descansa sobre un entramado de violencia, ansiedad sexual y ambiciones irresueltas, que no se permiten salir a la luz. La literatura estadounidense entera, en realidad, no subsistiría sin un gran secreto que ocultar, que a menudo es simplemente la frustración, la infelicidad, que no tiene espacio en esa cultura frenética y asfixiada de optimismo.

A lo largo del hiperracional siglo XX, presintiendo el psicoanálisis, los secretos de familia tuvieron un rol casi programático en la articulación del drama de lo humano: Strindberg, Ibsen, Tolstói.

De todos estos me quedo con Chéjov, más fino y enigmático, más tentativo y menos pontificante. En sus cuentos nunca se sabe finalmente cuál es el trauma que moviliza a los personajes, qué ansiedad los persigue: el mismo secreto es un secreto, queda envuelto en la bruma.

En «La dama y el perrito», ese relato raro que la historia ha querido que sea su obra maestra (una especie de Mona Lisa, o Hamlet), el protagonista se encuentra de pronto obsesionado con una mujer con la que tuvo un romance casual en un balneario. La anagnórisis –que quizás tenga algo de amor– es  más bien trágica. El hombre reflexiona con desesperación sobre este sentimiento intransferible, que no tiene cabida en la conversación con sus amigos, para no hablar de su familia, que es inexpresable.

Hacia el final del cuento, aprehende la sensación solo a medias. El secreto es algo que no puede decirse ni siquiera a sí mismo, y es algo que lo constituye. No es un detalle menor que quiera dejar oculto nada menos que el núcleo de su propia personalidad que, para seguir respirando, necesita mantenerse en reserva. El secreto no como resto, sino como la esencia de lo humano en una época que no nos comprende del todo, que nos olvida.

«Él tenía dos vidas: una, abierta, vista y conocida por todos quienes se interesaran, llena de verdades relativas y relativas falsedades, igual que la vida de sus amigos y conocidos; y otra vida que seguía su curso en secreto. Y por una extraña, quizás accidental conjunción de eventos, todo lo que era esencial para él, valioso e importante, todo aquello en lo que era sincero y en lo que no se engañaba, todo lo que conformaba el núcleo de su vida, quedaba escondido ante los demás. (…) Toda vida personal residía en el secreto, y bien podía ser que fuera en parte por eso que el hombre civilizado se mostraba siempre tan nerviosamente ansioso de que se respetara su privacidad, se sintió pensar de pronto.»