Hubo un tiempo en que salía a trabajar muy temprano. No era gran cosa, claro: un maletín, zapatos más o menos lustrados, una agenda con extraños símbolos garabateados a la rápida. Supongo que hacía lo correcto y que pretendía ser un hombre de bien. Uno de esos que no solo lee atentamente el diario mientras toma desayuno, o que se corta regularmente las uñas de los pies, sino uno que hace carrera. Un hombre que pretende –déjenme tomar aire– ser alguien en la vida. Hubo un tiempo, decía, en que quería ser ese hombre, pero de repente, hace solo unos meses, la idea de afeitarme cada mañana y sentarme en una oficina comenzó a sonarme tan siniestra como una máxima de Stalin repetida en la escuela primaria del Kremlin. Y así, aburrido y asustado de partir a la ducha cada vez que chillaba el despertador, cuando salí de vacaciones decidí no poner un pie fuera de casa. Solo en ese momento, lejos del ritmo de la ciudad y de las horrendas corbatas de moda, descubrí el fascinante y algodonado mundo del piyama, que no solo es el antónimo de la productividad y del movimiento –acaso del capitalismo tardío– sino el embajador de la perfección.

Permítanme bostezar por última vez antes de contar una historia que viene muy a cuento: en la universidad tuve un profesor de filosofía particularmente delgado y católico que aseguraba que la clave de la perfección estaba en la ausencia de movimiento. La idea, repetía con su voz nasal, era muy simple: todo lo que necesita moverse es imperfecto porque necesita algo. Por eso se mueve. Ni modo. Y si Dios es perfecto, no se mueve porque no necesita nada. Su tesis resultaba doblemente verosímil si uno imaginaba a Dios como un tipo gordísimo, barbudo, vestido con una toga blanca y sentado en una silla de esas grandes que ocupan los jueces. De chiripa, ese joven profesor confirmaba que todos los adictos al gimnasio, aquellos que hacen de la transpiración una forma de felicidad, no son más que seres altamente imperfectos; pero creo que ese es otro tema.

Desde que estoy de vacaciones, y como ya sospecharán, no me he quitado el piyama y mis niveles de perfección han aumentado estratosféricamente, pese a que mi mujer me mira con una cara de reproche que, lentamente, se transforma en resignación. En todo caso, la filosofía del piyama, de tan simple, parece oriental. No se trata de tomar partido como un militante y escoger entre la vida activa y la contemplativa sino, como decía Aristóteles y más tarde Hannah Arendt, de saber moverse entre ellas con la misma facilidad con que Beyoncé hace esos imposibles pasos de baile. La vida activa, por un lado, invitaría a cerrar por fuera la puerta del departamento y entregarse como esos perros chicos y nerviosos a una educación peripatética que promete montones de experiencias y emociones. La vida contemplativa, en cambio, invitaría a bostezar y estirarse nuevamente entre las sábanas, esperando que de una vez por todas triunfe la cordura en el mundo y uno se pueda pasar la vida pensando qué fue primero, si el huevo o la gallina. Quizá por eso los enemigos del piyama dicen que solo del otro lado de la pared, en la vida activa, estaría el mundo real. Ya saben, esos datos supuestamente objetivos que en apariencia nos definen: los pasaportes, las tarjetas de presentaciones, las liquidaciones de sueldo.

Según la Wikipedia –ni lo piensen, no pondré un pie fuera de estas paredes–, la palabra piyama viene del persa هماجياپ y significa algo así como prenda para las piernas. Esos mismos sabios enciclopédicos también aseguran que en Occidente se usa desde fines del siglo XIX, más o menos desde que los ingleses hicieron de la reina Victoria la emperatriz de la India. En cualquier caso, el piyama apareció por primera vez en Londres, que es por donde entró en nuestras vidas, hacia fines del siglo XVIII, casi junto con

las primeras expediciones de la East India Company que regresaban de Indonesia. Claro que en ese momento fue un suvenir sin ningún éxito comercial, y el mundo siguió usando esas largas e incómodas camisas de dormir que aún se pueden ver por ahí. De hecho, es casi imposible precisar cuándo fue que el piyama se puso de moda. El famoso diario de Samuel Pepys –que el 25 de septiembre de 1660 cuenta cómo por la tarde se encontró con una nueva bebida llamada té– lo ignora completamente, aunque también los ensayos del doctor Johnson y casi cualquier texto en el que he asomado las narices sin tener que salir de casa. El Times se refiere al piyama por primera vez recién el 18 de agosto de 1852, en el testimonio de un marino inglés, el capitán Salmon, que narra cómo en las costas de Arabia unos piratas asaltaron su barco: entre las pocas cosas que no robaron figuraban unos libros, algunos instrumentos de navegación y su piyama. Un corresponsal perdido en China, en 1857, también menciona a unos tipos que andaban envueltos en algo parecido a esa prenda; sin embargo, la mejor historia sucedió ya en 1894 cuando, en algún rincón de la capital inglesa, un tipo en piyama entró en un bar a las tres de la mañana para limpiar su honra a punta de combos.

Entonces, vista con distancia, la historia del piyama y de la vida contemplativa parece una comedia de malentendidos. Porque desde los tiempos en que los atenienses gastaban las tardes mirando tragedias incestuosas, y al menos hasta que Descartes se arremangó su camisa de dormir y se puso un par de pantuflas para estar más cómodo frente a la chimenea, el ocio gozó de una reputación envidiable, pero nunca tuvo un traje a su altura. Un tipo ocioso era un buen hombre, un ciudadano preocupado de temas trascendentales y por lo mismo inútiles, que nunca tuvo un piyama que esconder debajo de la almohada. En cambio ahora, cuando los piyamas abundan en cualquier multitienda, ya apenas queda gente dispuesta a pasarse la vida perdiendo el tiempo.

El mexicano Rafael Lemus, en un ensayo contra los demonios de la vida activa, apuntaba que «para las generaciones futuras el término ocio será tan incomprensible como para nosotros la palabra sobrepelliz». Tras buscarla en el diccionario, por supuesto, me enteré de que la sobrepelliz era un cobertor de túnicas muy inútil que usaban los monjes. Los mismos que hubieran dado la mitad de sus guatas tan cultivadas por un buen piyama de algodón, mientras uno se tiene que encerrar como un criminal –o un monje– para lucirlo orgulloso. Porque es cosa de hacer un mínimo trabajo de campo para descubrir cómo un vecino que sale en piyama a las dos de la tarde a botar la basura, en pantuflas y rascándose la nuca, es mirado de reojo, con sospecha, como si su piyama fuera una ofensa al Corán de la productividad y él, un exhibicionista que debe esconder esa prenda pudorosa. Quizá por lo mismo, en CaddoParish, un pueblo perdido en Louisiana, Estados Unidos, hace dos años el alcalde firmó un decreto prohibiendo a los vecinos andar en piyama por la calle. Al menos públicamente sus argumentos parecían morales –si ahora es el piyama, ¿luego qué, los calzoncillos?–, pero en realidad solo apuntaban al temor de que alguien le enrostre a los peatones que hay vida más allá de la ética del trabajo y de esa lengua horrenda que hablan en las oficinas de Recursos Humanos. Y eso que durante siglos, podría apostar, las grandes ideas que fundaron la civilización y terminaron con la barbarie vinieron al mundo envueltas en una camisa de dormir y no atrapadas entre corbatas y monstruosos trajes de dos piezas que, dicho sea de paso, a cualquier humano le quedan muy incómodos.

La vida activa invitaría a cerrar por fuera la puerta del departamento y entregarse como esos perros chicos y nerviosos a una educación peripatética que promete montones de experiencias y emociones. La vida contemplativa, en cambio, invitaría a bostezar y estirarse nuevamente entre las sábanas, esperando que de una vez por todas triunfe la cordura en el mundo.

Ocio falso y ocio real

Los constantes discursos sobre lo productivos que podemos llegar a ser, y ni hablar de los infames cursos de liderazgo, solo repiten una idea muy poco feliz: que hagamos cosas. Incluso las inútiles tardes de domingo, que debieran ser eternas, pegotes y aburridas, ideales para pasarlas en piyama, han terminado atrapadas dentro de esa filosofía de triturar carne llamada hobby. Pero como decía Luigi Amara que decía Theodor Adorno, no hay nada menos ocioso que un pasatiempo que solo esconde la ideología del emprendimiento y de la falsa gratuidad. Visto desde dentro de un piyama, el hobby se revela como un simulacro del ocio, como la imposibilidad de hacer algo –cualquier cosa– lejos del capital y de su visión de la vida tan infelizmente utilitaria. Por el contrario, me digo, el ocio real se parece bastante a pasar la vida en piyama y mirar de lejos cómo el mundo sigue girando mientras avanzan las horas y nos pillamos pensando lascivamente en las piernas largas y bronceadas de la vecina del 305.

Pero no. Los catálogos de ropa, por ejemplo, insisten en que el piyama es para dormir o para tomar desayuno un sábado por la mañana. Ni que lo digan, todo puede ser peor: hace solo un par de semanas, antes de inaugurar este gran piyama party en el que se ha convertido mi vida, caminaba por el centro de la ciudad cuando vi la publicidad de una tienda de ropa. Era un cartel grande con dos modelos: una mujer particularmente voluptuosa y un hombre que técnicamente podría usar sin problemas un traje de dos piezas. Los dos figuraban sobre la cama, en piyamas, junto a una bandeja con el desayuno y mirándose con caras de gato en celo.

Si diseccionáramos los sesos del publicista tras esa genialidad, descubriríamos que para él ni el piyama ni la cama pueden ser inútiles, porque el capitalismo no soporta algo que no sirva para nada o cuya única utilidad sea escarbarse la nariz con calma y dejar que el mundo avance mientras nosotros pensamos en la inmortalidad del cangrejo. Además, como la verdadera utilidad del piyama está en ayudarnos a alcanzar la perfección, es decir, a no hacer nada, el capitalismo suele reaccionar con un súbito dolor de muelas. De ahí que para ese publicista la cama tenga que ser sinónimo de descanso y de lujuria, y el piyama el envoltorio que uno se quita antes de sacarle la ropa a esa mujer de rasgos eslavos que aparece tan sonriente en la publicidad. Así, a vista y paciencia de los peatones, el piyama queda despojado de toda la épica ociosa e inútil que uno descubre apenas se exilia puertas adentro.

Dos escuelas

Más allá de eso, y como cualquier prenda que se precie de tal, el piyama también es opinable. Al menos hay dos escuelas y, como soy un tipo contradictorio, las he apoyado indistintamente. Desde hace un tiempo, eso sí, alzo mi puño junto a la facción más conservadora y solo uso los de dos piezas, con una ridícula chaqueta de franela con tres botones y un pantalón a rayas. Supongo que los bolsillos a los costados le dan un aire formal que permite pensar que uno se puede pasar la vida entera usando esas prendas señoriales. Durante los últimos años, en todo caso, ha crecido exponencialmente la oferta de otros más deportivos, que se limitan, en realidad, a una polera y un pantalón de algodón muy ancho. Antes usaba de esos, porque me parecían más cómodos y no tan rimbombantes –acaso más naturales: basta con tomar una polera y un buzo viejos–, pero desde que descubrí que las manos siempre quedan mejor dentro de los bolsillos de la chaqueta, no he vuelto a usarlos.

Ahora, si me disculpan, necesito hacer un pie de página políticamente correcto: en estos apuntes hay un vicio de género. Una cosa es el piyama que usan los hombres y otra muy distinta el de las mujeres. El piyama femenino, a diferencia del que tengo puesto ahora mismo, puede ser una condena. O al menos los de mi mujer, que acabo de mirar en sus cajones. Realmente ignoro quién puede dormir con esas cosas minúsculas –es solo retórica, lo tengo muy claro– diseñadas para capear el verano o protagonizar un odioso comercial de piyamas. Claro que no todos son así. Basta excavar un poco más en los cajones para descubrir otros, ideales para hibernar, gruesos y peludos, casi como un disfraz de oso, y otros más que se reducen a una vieja camiseta y a un pantalón que parece heredado de la abuela.

No es culpa de ella, por supuesto, sino de los diseñadores de piyamas que creen que laactitud señorial y patronal, por no hablar de losbolsillos, son solo para hombres. En cualquier caso, y en nombre del ocio, solo pónganse lo queles quede más cómodo, estiren las extremidades y vean cómo la vida pasa por delante de sus ojos. Y si piensan hacer algo, cuenten hasta diez e invoquen la sabiduría de Bartleby, ese personaje de Herman Melville, que resumía tan bien la ética del piyama: «Preferiría no hacerlo».

De todos modos, y ya dispuestos a trabajar, el piyama no es una mala compañía. Charles Simic, el poeta serbio-estadounidense, en una apología sobre escribir en la cama decía que desde chico se sentía atraído por lo que la sociedad rechazaba. Por eso mismo cuando se aloja en hoteles, cuenta, en vez de salir y cumplir con la labor de los turistas responsables, sencillamente cierra la puerta y se queda ahí, escribiendo en la cama. Mark Twain y Marcel Proust también escribían en piyama, dejando que el olor del ocio se colara entre sus papeles. Chesterton decía que si tuviera un pincel que llegara al techo no se levantaría a escribir, pero a poco andar cae irónicamente en cuenta de que al parecer «levantarse pronto por la mañana constituye una parte esencial de la moral». Un poco como el dibujante Paco Roca, que en Memorias de un hombre en piyama cuenta cómo cambió su vida desde que comenzó a trabajar en casa, sin que el mundo pudiera entender el bendito y aletargado ritmo de su trabajo.

Y si pasarse la vida en piyama puede ser una fortuna, que te pille ahí mismo la muerte, también.

Un viejo dicho asegura que la gente justa muere en paz, durmiendo en medio de la noche. Es decir, en piyama. Casi tal como llegó al mundo. Porque el primer vestido, a los minutos después de nacer y recién golpeados en el culo por un médico, es lo que durante el resto de nuestras vidas conoceremos como piyama. Y si somos buenos, ese mismo piyama también puede ser la última prenda que usemos. Si somos malos, por supuesto, siempre existe la poco elegante posibilidad de morir cruzando una calle o, mucho peor, trabajando. Aunque Dios, si realmente fuera tan barbudo y tan perfecto, debiera permitirle a todos morir en piyama y rascándose el ombligo.

Los placeres de vivir así, inmerso en el ritmo y la estética del piyama, debieran transmitirse con la misma facilidad del bostezo. Las buenas ideas –el huevo pochado, el control remoto, la pasiflora en gotas– se reproducen como la peste negra y se reconocen enseguida. Antes de que alguien se dé cuenta, ya están en todas partes. Claro que en este caso, y pese a que andar en piyama es la mejor idea de todos los tiempos, todavía es necesario esconderse dentro de cuatro paredes para comprobar que la tesis de Bertrand Russell era perfecta: trabajar solo cuatro horas diarias, para así eliminar la cesantía y de paso promover el ocio.

Sin ir más lejos, la costumbre de guardar el piyama bajo la almohada y no junto con el resto de la ropa es reveladora, y tal vez valga como un síntoma de ese vicio que es salir a la calle. Al final el piyama es una mala influencia. Les enrostra a los apóstoles del progreso que todas las torres que construyen no sirven para nada porque luego viene la noche, y la noche se parece mucho a la muerte. Por más que corran y suban peldaños, por más afeitados que anden, por más aplausos que consigan, la vida no solo es muy irónica sino también democrática, y nos dejará a todos exactamente igual, con los pies por delante y con muchísimo tiempo libre. Al menos yo, solo para no desentonar, pediré que me entierren con piyama.

Quizá ahí esté el gran misterio. Quizá por eso no sea de buena educación salir a recibir a las visitas en piyama, tal vez por eso haya que usarlo solamente en posición horizontal y escondidos de la vista del resto. Pero no insistiré más en esta defensa inútil. Llegó la hora de enrollarse otra vez entre las sábanas.