Estudié en un liceo municipal de la comuna de Las Condes, un genuino experimento social de supervivencia. Educación gratuita y de dudosa calidad en el barrio alto. Un curso promedio tiene casi medio centenar de alumnos que abarcan a toda la fauna social. En ese laboratorio humano conviven los incorregibles cuicos expulsados de prestigiosos colegios particulares, los hijos de las nanas y los pandilleros del barrio. Una selva donde el darwinismo social se desarrolla con especial fiereza, desencadenando un verdadero delirio adolescente.

Las distracciones de los hombres en los recreos, además de jugar a la pelota, consistían básicamente en distintas maneras de golpearnos y agarrarnos a patadas. El «caballito de bronce», el «hoyito patá» o el más brutal «zoooo» eran las formas que adoptaba el rito diario para acreditar masculinidad, pertenencia o autoridad. En una época en que el bullying todavía no era trending topic, este era el escenario perfecto para el escarnio destemplado, la burla ramplona y la humillación gratuita. Si a eso le sumamos una publicidad que ayudaba a promover el fenómeno, estamos en el lugar ideal para el más primitivo matonaje escolar.

Corría el último año de la década de los ochenta. Uno de los protagonistas de moda en los comerciales de la televisión chilena era «El Efe», interpretado por Daniel Muñoz, quien aparecía junto a su pato en el spot de los jugos Yupi (los «requetefrescos») y en el de los zapatos Pluma. Uno de estos comerciales es el que recuerdo con especial desconcierto: el de los calzados escolares Pluma.

«El Efe» pasaba revista a los zapatos de un grupo de colegiales para ver quién estaba in  y quién no. «Pluma, Pluma, copión», decía sin contemplación. Y seguía: «Pluma, Pluma…, ¡bototos!». Su rostro de desprecio solo era comparable al histrionismo de don Francisco, quien en ese entonces tenía la potestad en el viejo arte de la burla descarada frente a sus humillados concursantes, y de cuyo programa Sábados Gigantes había surgido el popular personaje. El uniforme escolar, que precisamente debía servir como elemento igualador que evitara hacer distinciones odiosas por la calidad y variedad de nuestras ropas, se transformaba en todo lo contrario. No era lo mismo tener un chaleco «pingüino» que una chomba chilota. Y, definitivamente, no era lo mismo tener zapatos Pluma que bototos.

Recuerdo a mi buen amigo Jaime, poseedor de aquellos clásicos bototos escolares, máquina multipropósito y semiindestructible que cumplía humildemente el complejo rol de un calzado escolar: ser al mismo tiempo botines de fútbol, zapatillas de atletismo y uniforme de colegio. Desde entonces, Jaime pasó a llamarse «Bototo», y el chistecito del comercial fue su pesadilla.

Lo que no tenían en cuenta quienes se reían de Jaime y sus bototos era que él se forjaría su dulce venganza precisamente en el área donde quienes calzaban Pluma eran más débiles. A la hora de aforrar una buena pateadura, un zapato Pluma era tan fornido como una zapatilla de ballet. De modo que Jaime transformó sus vilipendiados bototos en la mejor arma para dejar estampada una dolorosa ofrenda en los traseros de los que osaban molestarlo, y de paso, en muchos de nosotros, el triste recuerdo de ese género inagotable en la producción publicitaria chilena: el de los comerciales perversos, aquellos que incitan a la violencia, la pedantería y la tontera. Desde el ya clásico y pretencioso «¡Cómprate un auto, Perico!» al en apariencia tan inocente «Pluma, Pluma, copión».