En el ideario político británico subyace una aprensión a las mayorías y a los movimientos de masas. Un recelo que no solo anida en el pensamiento conservador de filósofos como Thomas Hobbes, que articuló la figura de un gobernante todopoderoso para impedir cualquier atisbo de revolución, o Edmund Burke, que acusó a los revolucionarios franceses de arrasar con la sabiduría centenaria contenida en las instituciones que aquellos destruyeron. Figuras muchísimo más moderadas, como John Stuart Mill, también vieron en las mayorías el peligro de que sus ideas, prácticas y normas de conducta se impusieran al resto mediante la inercia de las convenciones sociales.

La elección general de 2010 fue una particular expresión de este ideario ya que terminó por alienar a una porción importante del electorado (23%) que, después de dar su voto a una opción minoritaria de centroizquierda, vio cómo ese voto cimentaba una mayoría espuria y daba forma al gobierno más conservador desde la era Thatcher. En una campaña bastante opaca logró sobresalir Nick Clegg, líder del minoritario Partido Liberal Demócrata, que hasta ese momento se consideraba de centroizquierda. Gordon Brown, el Primer Ministro laborista, parecía abatido por la crisis económica, y el conservador David Cameron no lograba aprovechar la debilidad de su rival y se hundía en su afán de distanciarse de la omnipresente figura de Thatcher con su discurso de una «Big Society». Clegg logró posicionarse como una alternativa seria a los partidos mayoritarios en el debate televisivo que fue, por lo demás, el primero de la historia del Reino Unido. Sí, el primero de la historia. Recién en 2010.

Mientras Brown y Cameron se enredaban en tecnicismos sobre el monto de los recortes nece sarios para estimular la economía o el momento apropiado para retirarse de Irak, Clegg asomó con un discurso más atrevido. Atacó el modelo y acusó a un capitalismo rampante de ser la causa de la crisis financiera, propuso la eliminación de aranceles universitarios, cuestionó la rigidez de tener cuotas fijas de inmigra-ción e hizo un llamado urgente a reformar el sistema electoral. Al día siguiente del debate, los Lib-Dems subieron diez puntos en las encuestas, superando en algunas a los conservadores y en todas a los laboristas.

El día de la elección los partidos mayoritarios fueron duramente castigados. Ninguno obtuvo la mayoría necesaria para formar gobierno y todos los focos apuntaron a Clegg, que con solo 57 escaños de 650 tenía el poder para formar gobierno con uno u otro sector. Pero las negociaciones que siguieron rompieron todas las lógicas políticas. La alternativa obvia parecía la formación de una «coalición progresista» con laboristas, Lib-Dems y otros partidos minoritarios. Creyendo que Clegg jamás se plegaría a los conservadores, los laboristas no cedieron en las negociaciones; mientras tanto, los tories hacían suculentas promesas a los LibDems. Hasta que llegó la oferta que Clegg no pudo resistir: la reforma al sistema electoral que había tenido a su partido relegado a posiciones marginales en el Parlamento.

En contra de todos los pronósticos, quien había ofrecido por lejos el programa más progresista de la campaña, y convencido al electorado de centroizquierda de darle su voto, entraba en alianza con los conservadores liderados por Cameron. Una alianza que a la postre probaría ser su ma yor derrota política: no solo las reformas electorales prometidas quedaron sin efecto, sino que los aranceles universitarios, en vez de eliminarse, se triplicaron, lo que es apenas un ejemplo de cómo esta coalición, bajo el pretexto de la crisis económica, ha llevado adelante el proceso más radical de desmantelamiento del sistema de protección social desde la época de Thatcher. Y la economía, por supuesto, sigue en caída libre.

Quienes, como muchos de mis amigos y conocidos, quisieron castigar a los partidos mayoritarios y dieron su voto a los LibDems terminaron chocando de frente con los muros del pragmatismo político. Un golpe que no ha hecho sino reforzar el escepticismo en un importante sector del electorado británico ante los modos oscuros en que, en ocasiones, las mayorías se constituyen.