El ocularcentrismo piola de Fabián Casas

Presentación de Rodrigo Rojas

Para hablar de ciertas personas hay que mencionar primero el barrio de donde vienen. Eso, que se hace a menudo en voz baja porque es una grosería, se puede hacer con el permiso del autor aquí presente sin problemas. Su barrio lo antecede y esa es su culpa. Fabián Casas es de Boedo y lo repite y lo labra y engasta en su escritura hasta que ese barrio no es más que una extensión de sus libros y no viceversa. Ahora, escribir desde ese lugar implica un riesgo. Se trata del barrio donde bailó el cachafaz, y que además tiene la esquina del conocido tango “Sur”: Boedo y San Juan. Aquí surgió el grupo literario Boedo, antípoda del grupo Florida, con Roberto Arlt circulando de uno a otro y, por supuesto, el viejo Gasómetro, estadio que hasta los años 70 albergó al equipo local de fútbol, San Lorenzo de Almagro. En otras palabras, así descrito parece una trampa de miel para turistas. Pero en sus libros de poesía y en sus novelas y crónicas y ensayos, Fabián Casas sortea ese peligro con mucha astucia. Su Boedo une la infancia en dictadura con las calles de una ciudad postmenemista, un barrio que ahora con naturalidad cruzan migrantes y la autopista 25 de Mayo por la cintura. Ofrezco como ejemplo un personaje esbozado por Casas con una breve pincelada en un texto que funciona como arte poética titulado La voz extraña. Se trata de un compañero de curso llamado Kimitake Hiraoke, pero conocido como Uzu. Relata la transmisión de la historia oral de una generación migrante a otra que ya está naturalizada, lo que también es la historia mestiza del barrio: “El padre era cultor del zen y solía relatarle historia de este tipo al japonés Uzu. Ya en el colegio, él nos la contaba a nosotros. De esta manera nacía el Boedismo zen. Uzu solía decir estupideces de este tipo: Antes de encontrar el camino, yo era el camino. O relataba las andanzas de Boduken, un samurai cultor del arte de la no espada. En secundario armamos un equipo de fútbol que se llamó Boedo Juniors y que salió campeón del torneo de la parroquia Santa Amelia. Uzu jugaba de delantero, era grandote, veloz y difícil de marcar. Antes de entrar a la cancha, nos instruía en el Boedismo zen. Esa era la charla técnica”. Sospecho que la astucia de Casas radica en la mirada, creo que su novela Ocio, por ejemplo, también puede ser leída como un relato construido desde la vista, así como creo que el texto que nos ha traído hoy, titulado La solarística es, entre otras cosas, sobre la observación ocular. Pero no nos confundamos, no se trata de un ojo poderoso dotador de sentido, sino de un punto de observación de lo concreto que no intenta explicar, solo avanza, solo atestigua. Es importante aclarar esto, porque Casas se centra en el ojo en un momento en el que este ha sido desacreditado por situarse en un lugar hegemónico de la cultura occidental como punto de partida del conocimiento y, tal como nos explica Martin Jay en Devolver la mirada, se le culpa “de gran parte de lo sucedido a lo largo de la historia, desde una filosofía inadecuada y una religión idólatra hasta una política perniciosa y una estética empobrecedora”. Entonces esta astucia de Casas no pasa por refutar a los pensadores que critican el dominio de la visión en Occidente. No es pedantería sino un ojo desnudo, parpadeante, un ojo como cualquier ojo de vecino de Boedo. Se esmera por no ser notado, simplemente quiere pasar piola. Entonces aquí está la justificación del título, aunque no tenga mucho espacio para explayarme sobre los fundamentos y detalles, el ocularcentrismo de Casas es una estrategia efectiva por cuanto no trata de dominar nada, salvo una tarde de domingo viendo jugar al San Lorenzo o, como sucede en la novela Ocio, dominar la distancia entre los hombres de una familia que se convierten en islas apartadas al morir la madre. Un ojo que escasamente se domina a sí mismo, un ojo sin aspiraciones más que el registro posible. Eso por supuesto que puede pasar por piola. Importamos la palabra desde La Plata y la mestizamos a nuestra pinta, pero para ambos lados de la cordillera significa básicamente: simpático y agradable.

Sin embargo en Chile puede llegar a significar discreto, derivado seguramente del uso que se le da a la palabra piola cuando se habla de quedarse piola, mantenerse al margen. En Argentina se le suma otro significado, se le usa para decir que alguien es astuto o listo. Lo curioso es que la mirada que cultiva Casas, lo que he llamado con cierta ironía el ocularcentrismo, satisface todas las acepciones de piola. Es discreto, pero avispado. Es astuto, pero quitado de bulla. No abruma, no se impone, no sofoca. El barrio de Boedo en la escritura de Casas configura a un mundo que se sostiene por vínculos entre las personas o por la atención que se le da al quiebre de estos. Supongo que esa es la vida de un barrio: historias entrecruzadas que simbolizan algo más importante, los lazos que atan a las personas en una comunidad, en una familia, en una pandilla de amigos. Leer el barrio de Boedo da cierta seguridad. El ojo, ese ojo, permite explorar algo que al lector le es ajeno, porque no son sus calles, pero familiar, pues son las cuadras que ese ojo ya conoce de memoria. El barrio de Boedo al parecer ya ha crecido y se extendió a nuestro país. Incluye por cierto a sus lectores, ahora me sumo a ellos con goce, e incluye también a sus amigos de Santiago. Boedo es un barrio que hace puentes con la memoria. Boedo tiene en ese sentido su propio Chile. Si nos quedamos piola quizás lleguemos a ser personajes, amigos de la cuadra. Es difícil no dejarse arrastrar por la marea de Casas. A uno lo arrastra hacia atrás, supongo que al barrio interior. En mi caso me hace cruzar la cordillera en sentido inverso. Mi propio Boedo es innombrable, es fragmentado en muchas ciudades, lo que me lleva a pensar que quizás en cada fragmento de ciudad todos tenemos un barrio de los afectos, una cuadra de memoria. Supongo que el barrio no es un trazado urbano, ni tampoco sus cafés, sino los amigos, algunos irrecuperables en la distancia, pero vivos en el lenguaje. Una parte de mi educación básica la cursé en Argentina, en la ciudad de Bahía Blanca. Allí tuve de compañeros de colegio a unos gemelos. En ese tiempo las dictaduras de Chile y Argentina estaban en pie de guerra. La propaganda nacionalista llegaba directo al corazón de los niños. Aprendí rimas patriotas para ocultar el hecho de que era el único chileno de la básica. En el cielo las estrellas, en el campo las espigas y en el centro de mi pecho la República Argentina. Recitaba con mucho acento y seguramente por afectado caí en desgracia, un destino al que permanezco atado. Los gemelos eran mis únicos aliados en el patio y en la sala. Teníamos un pacto de cooperación académica en el que por ciertas respuestas claves yo recibía una protección endeble, pero protección al fin y al cabo. No eran corpulentos, nadie lo es a los nueve años, pero eran nativos y eran dos y me ofrecían suficiente abrigo como para salir corriendo de mis agresores. Yo no me sentía chileno, respondía que era fueguino porque el jardín infantil lo había hecho en Ushuaia, pero la historia dicta que los fueguinos deben ser exterminados. Los gemelos se interponían a la turba demorando mi extinción por un par de minutos mientras yo huía por la izquierda. Un día mi pacto con los gemelos se rompió por un problema lingüístico. Inglés era mi materia fuerte y la más débil de ellos. Nos tomaron una prueba con lista de vocabulario. Una columna de palabras tenían que ser traducidas al británico. Todo bien –pencil, window, door–, hasta que llegamos a la palabra clave solicitada por uno de los gemelos en un papelito arrugado. Se leía “placard”. La verdad es que estaba más allá de mi comprensión. Tuve que responder “no la sé en argentino”. Los gemelos pensaron que era una ironía y me abandonaron. “Placard es un placard, boludo” me dijeron al disolver el pacto. Después entendí que en argentino se decía en francés lo que nosotros en chileno decimos en norteamericano. El placard es un closet. Para la prueba, en británico, es un wardrobe y en la RAE un armario empotrado. A golpes se aprende a apreciar las listas de vocabulario. Pileta, piscina, alberca. Piña, combo, puñetazo. Barrilete, volantín, cometa. Placard, closet, ropero. Trompada, aletazo, uppercut.

La solarística

Fabián Casas

Hoy a escribir sobre la amistad, sobre la ciencia ficción, sobre la idea de país, sobre los símbolos patrios, sobre un extraño océano compuesto por la materia de nuestros sueños y terrores. Sobre la nostalgia. Voy a escribir acerca de cosas que no tengo en claro. Voy a escribir sobre la polis.

Esto pasó hace diez años. Estoy en un micro en un cruce fronterizo de la cordillera de los Andes. Está nevando de manera furiosa e intensa. Nos avisan que no vamos a poder entrar en Chile. El micro está repleto de jóvenes religiosos ortodoxos que practican una religión temerosa. Temerosa del contacto con otras personas, con otras religiones. Yo estoy pasando un momento muy malo de mi vida. Sin trabajo y con varios miembros de mi familia nuclear muertos por muerte natural. Pensé en ir a Chile para buscar tranquilidad, trabajo. Pero me avisan que no podemos cruzar. Que tenemos que volver a Mendoza y esperar que mejore el tiempo. Los ortodoxos me miran de reojo. Hablan entre ellos y rezan para que la nieve pare. Todos me llaman la atención pero sobre todo uno que es un verdadero monstruo. Uno en el que el trabajo de encerrarse y aislarse entre ellos en busca de la purificación de la sangre logró un ejemplar perfecto; un ogro de apenas 17 años.

Siempre me pareció que el bar de “La guerra de las galaxias” es el lugar antifascista por excelencia. Ahí se juntan traficantes de Orion, seres con cabeza de pescado, mujeres con tres tetas, músicos, vaqueros de las supernovas. Pura mezcla. Es en este bar que no llegó a conocer Walter Benjamin donde puede florecer algo interesante. Y es en el bar (en todos los bares de todas las ciudades) donde aún hoy el narrador sigue contando su eterno relato. Donde se sigue recitando el “Sermón de la montaña”. Solo hay que estar en estado de atención para poder escucharlo.

Anclado por el temporal en un pequeño hotel de la ciudad de Mendoza, me pregunté por qué tenía tantos deseos de cruzar a Chile. Me pregunté qué es un país. De qué materia está compuesto. Cuál es la cualidad esencial que lo constituye. ¿Su geografía? ¿Su clima? ¿Su gente? Ya había estado en Chile muchas veces antes. Había pasado ahí momentos singulares de mi vida que ahora, en esa pieza de hotel, repasaba una y otra vez. Me acordé de la primera vez que escuché la palabra Chile. Fue en la primaria. Nos contaron la fábula de Domingo Faustino Sarmiento, un prócer de manual, gran escritor, denominado por nuestra escolástica pedagógica como el Primer maestro. Sarmiento iba a la escuela hasta cuando llovía, nos decían nuestros educadores y loopeaban nuestras madres. Lo cierto es que en San Juan, la provincia donde él nació, llueve a veces un solo día en el año. Sarmiento fue presidente de nuestro país y tuvo que exiliarse en Chile cruzando la cordillera que a mí no se me permitía cruzar esa tarde en que pensaba estas cosas en el hotelcito de Mendoza. Sarmiento, al cruzar para Chile, decían nuestro maestros, escribió en una piedra: “Bárbaros, las ideas no se matan”.

¿Cómo dar cuenta de un hombre en su totalidad?, se preguntó una vez Paul Valéry. Jean Paul Sartre tomó la posta de esta pregunta y escribió El idiota de la familia, un libro inmenso, inacabado, sobre Gustave Flaubert. Trajo así al mundo un tomo más de la inmensa bibliografía sobre el flaubertismo. Si un hombre puede producir tanto material, imaginen un país. ¿Existe la argentinidad? ¿Existe la chilenidad? ¿Se las puede aislar, estudiar, empaquetar? Nací en Argentina. ¿Tengo necesidad de remarcar algo que ya soy por fatalidad? Quiero contar esto: crecí durante la dictadura militar.

Vi cómo todo un país –incluyéndome– festejaba el triunfo en un Mundial de Fútbol mientras se masacraba impunemente a muchos de nuestros contemporáneos. Escuché el himno nacional en la radio cuando derrocaron a Isabel Perón, cuando invadieron Malvinas y cada vez que la Argentina se convierte en un séquito de fanáticos fundamentalistas. Recuerdo ahora ese frío metafísico del Mundial 78. A partir de ahí me fui alejando cada vez más de la idea de país. Que la usen otros. Viví durante la dictadura en una nación que se convirtió en un territorio con las persianas bajas y las puertas cerradas. Olor a encierro y olor a muerte, agua estancada. Un país que no abre sus fronteras, que no se cruza con otros idiomas, otras costumbres, un país que marcha el paso militar, es una prefiguración del infierno. ¿Y no es un país siempre algo que intenta separarse, diferenciarse, definirse, cerrarse, autoglorificarse? ¿No encierran todos los países las mismas enfermedades? Sin embargo, esa tarde ya casi noche en el hotelito mendocino, ¿no estaba yo buscando un país? ¿Otro país? Cuando Sebastián Piñera les dice a los estudiantes que nada es gratis en la vida, que siempre alguien lo paga, ¿está expresando algo del pensamiento ontológico chileno? Para muchos la díada derecha e izquierda está terminada. No se puede pensar el mundo bajo este sistema. Yo no lo creo así. Pienso que la derecha existe y que existe la izquierda. Pienso que la naturaleza, por ejemplo, es de derecha. La naturaleza solo se preocupa por la naturaleza. Si un impala de la manada es deficiente, que se lo coma el león para purificar la especie. En este sentido la izquierda es un tumor para la naturaleza. A la izquierda –como yo la veo– le interesa preservar y proteger a ese ser que no consigue correr a la par de los demás.

La segunda vez que supe algo sobre Chile, fue en los años 70. En una imagen televisiva. Un soldado chileno disparaba sobre un camarógrafo argentino que estaba cubriendo el derrocamiento de Salvador Allende. Repetían en cámara lenta la escena una y otra vez. En realidad no se veía al camarógrafo, porque estaba todo tomado desde la subjetiva cámara del periodista infortunado. Como en un videojuego, daba la impresión de que el soldado apuntaba y mataba al que estaba mirando la tele ocasionalmente esa noche. Quizá por haber visto esa imagen siendo tan chico y que la misma me causara tanta impresión, fue que después estudié lo que pasó en esas jornadas trágicas con Salvador Allende. Tengo en mi casa impreso el largo mensaje que él leyó mientras estaba sitiado en La Moneda. En mi país los presidentes no resisten hasta la muerte. Los pasa a buscar un helicóptero y marchan a la cárcel o al exilio. Perón se las tomó rápidamente en una cañonera paraguaya. Los que resisten, los que pelean, son el pueblo, mil veces más valiente que sus líderes. ¿Pero cómo hizo Salvador Allende para tomar un revólver y usar un casco que le quedaba grande y resistir hasta el final y encima tener la capacidad lírica de escribir un mensaje al país que es un poema extraordinario? Ese coraje civil, esa aceptación del destino, esa capacidad de metabolizar la muerte y el miedo en un texto hermoso, ¿es una cualidad innata de los chilenos?

Porque siempre están las palabras a las que es necesario intervenir. Las palabras orales, las palabras escritas. El lenguaje es el monopolio mediático más peligroso que existe. Es ahí donde mora el cliché que termina comiéndose como un parásito lo mejor de nuestra vida. Un escritor argentino, César Aira, tiene la ambición de escribir una novela que pueda reducirse a un simple pero eficaz chiste. Yo voy a relatar un chiste que me contaron no recuerdo ya dónde. Es un chiste, pero podría ser un haikú. Habla de la nacionalidad, habla del poder de las palabras sobre los objetos. Cuenta la historia de un chileno que cruza la cordillera para probar suerte trabajando en una estancia argentina. Rápidamente es adoptado por el dueño de la estancia quien le pide, todas las mañanas, que le caliente el agua para tomar mates.

Siempre me pareció que el bar de “Las guerras de las galaxias” es el lugar antifascista por excelencia. Ahí se juntan traficantes de Orion, seres con cabezas de pescado, mujeres con tres tetas, músicos, vaqueros de las supernovas. Pura mezcla. Es el bar que no llegó a conocer Walter Benjamin donde puede florecer algo interesante. Y es el bar (en todos lo bares de todas las ciudades) donde aún hoy el narrador sigue contando su relato.

Chilenito, agarrá la pava y calentá el agua que vamos a tomar unos mates. Chilenito, traeme la pava que quiero tomar un mate. Así todos los días. Un día el joven consigue ahorrar dinero y decide dejar el trabajo y volver a su país. Cuando se despide del patrón, le dice: patrón. ¿No me regalaría la pava? ¿Para qué?, le dice el hombre, ¿no hay pavas en chile? Sí, patrón, pero esta es especial porque me recuerda a usted. El argentino se conmueve y le regala la pava. El chileno viaja en el micro abrazado a la pava y cuando cruzan al paso fronterizo y está de nuevo en tierra patria, se acerca al conductor y le pide que lo dejé bajar un segundo, nada más. El conductor accede y el chilenito baja, pone la pava en el suelo y le mete una patada tremenda, a la par que le grita: ¡Acá te llamai tetera!

Sigamos con los giros del lenguaje. En mi país existe una expresión que se utiliza para decir que algo es improbable o que es mentira o que nunca va suceder. También denota asombro. Tal cosa me parece “ciencia ficción”. Lo que me dijo me sonó a “ciencia ficción”. Este género que se multiplicó en películas y libros y que crece en los años en que las potencias intentan colonizar el espacio, está también alimentado por las mitologías urbanas. El mito –como si fuera un ser vivo– se alimenta del largo parloteo de las experiencias humanas y va tratando de encontrar su perfil expresando, de alguna manera, la época que lo forja. La ciencia ficción siempre fue tratada como un hermano bastardo y menor de la literatura grande. Sin embargo, produjo escritores geniales que, como suele suceder con los escritores poderosos, tomaron el género para destruirlo o –mirado de otra manera– enloquecerlo y potenciarlo. De más está decir que siempre los géneros bastardos, supuestamente menores, parasitarios, me resultan los ideales para que crezca una literatura vital, mestiza, peligrosa. Una poesía que crece como las matas de pasto en los intersticios que se producen en las paredes viejas. De manera que estoy en ese hotelito mendocino pensando cómo se construye un país. Cuál es su esencia, su contingencia, su inmanencia. Y muchos años después cae en mis manos un libro hermoso que contiene una novela perturbadora: Solaris, del polaco Stanislaw Lem. Tengo que contar brevemente de qué trata. Solaris es un planeta que tiene dos soles, uno rojo y otro azul. Casi todo el planeta está cubierto por un océano inmenso que parece una gelatina o un protoplasma y que produce, en su incesante movimiento, determinadas figuras geométricas que salen de su vientre de manera fugaz para luego desaparecer. A estos fenómenos físicos que Lem describe como si fueran inmensos glaciares, montañas o cráteres casi vivos, las denomina “simetríadas”, “asimetríadas” y “mimoides”. La novela sucede 100 años después de que se descubre el planeta y empieza cuando un psicólogo llamado Krist Kelvin es enviado a la estación espacial que orbita Solaris para ver qué sucede con la tripulación que se está comportando de manera extraña. Kelvin es un experto en la solarística, que es la vasta literatura que forma una biblioteca descomunal que trata de intentar explicar qué es Solaris, de qué está hecho ese océano inmenso que parece un animal vivo. Cuando Kelvin llega a la estación descubre que de los tres miembros que estaban ahí uno se suicidó, y los otros dos están encerrados en sus habitaciones y no quieren hablar mucho sobre lo que sucede en Solaris. Kelvin se queda dormido después de un primer día agotador y cuando se despierta tiene sentado a los pies de la cama una mujer que es la réplica exacta de Harey, una novia que él tuvo y a la que abandonó provocando –piensa él– su suicidio. Aunque viene del pasado, la mujer es presente puro. Es sólida, tiene sangre y vagos recuerdos y se encuentra aturdida. Todos sabemos que la ciencia ficción pareciera que habla del futuro, pero en realidad siempre sucede en el pasado. No solo porque nosotros hemos superado ya algunas de las fechas hito de los grandes relatos del género como 1984 de Orwell, u Odisea 2001 de Arthur C. Clarke o casi todos los relatos de Crónicas marcianas que están fechados en 1999, 2002, etc., sino porque está constituida, como Harey, la visitante de Kelvin, de nuestras ambiciones y experiencias.

Lo cierto es que Kelvin se sienta en una mesa donde está la biblioteca de la solarística e intenta, leyendo y reflexionando sobre los tratados que ya se escribieron, entender qué es Sólaris. Él sabe que la mujer que se pasea en su camarote espacial es algo producido por el océano. ¿Como un regalo? ¿Como una agresión? Sabe que el océano es un ser extraterrestre que no puede ser interpretado de manera antropomórfica. Que el conocimiento humano se encuentra en el espacio con algo que sencillamente no tiene nada que ver, que no soporta ninguna analogía humana. Solaris, la novela, también fue interpretada de muchas maneras, como le pasa a los relatos de Kafka. Pero siempre escapó a todas las sentencias. David Ketterer en su ensayo titulado “Apocalipsis, Utopía, Ciencia Ficción”, tiene este párrafo clave: “La precedente interpretación vale la pena aun cuando sea totalmente falsa. El alcance de mi análisis señala cierta medida del grado en que la novela Solaris estimula toda clase de hipótesis, ninguna finalmente comprobable, y algunas indiscutiblemente incorrectas. Sin embargo, la naturaleza paradójica de la novela es tal que las interpretaciones erróneas no hacen sino realzar su impacto”.

Me gusta esto que produce Solaris, lo que produce en Kelvin la contemplación del océano extraterrestre que, de alguna manera, mandándole a los tripulantes de la estación los “visitantes”, está haciendo algún tipo de contacto. Pero también me gusta lo que produce la novela en la hermenéutica que trata de analizarla: se escapa. Se contradice, es difícil de fijar. Me gusta aspirar a escribir un texto que no se explique nunca pero que tampoco busque deliberadamente la oscuridad. Simplemente que se refleje en la mente del lector como lo hace la luna en el agua.

Cosas para ir anotando, para no perderme: cada vez que nos enfrentamos a nuestros fantasmas, somos parte de la solarística. Cada vez que meditamos sobre la esencia de algo que se nos vuelve inasible desde la lógica pero claro y concreto desde la intuición, somos miembros de la solarística. Solaris es la experiencia del Otro. Y el Otro es lo único que nos salva. Nuestras investigaciones acerca del Otro pueden conducir a la locura o la muerte, pero ese es un camino que siempre vale la pena. Hay que animarse a salir de la forma humana, de la idea de país, de la literatura, para poder acercarse al poder centrífugo de la solarística.

Vuelvo a la ciencia ficción para tratar un tema que me parece central cuando tratamos de reflejar por qué algo nos gusta, por qué añoramos determinadas cosas. Yo agregaría a la nostalgia dentro de los pecados capitales. Solemos perder mucho tiempo tratando de recuperar lo que vivimos, lo que fuimos. Pero eso es un trabajo fatal. Hay un cuento de Ray Bradbury que yo leo como un ataque feroz contra la nostalgia. Se llama “La tercera expedición” y está en Crónicas marcianas, su famoso libro de los años 60. Voy a resumir la historia. Llega la tercera expedición a Marte y antes de bajar de la nave el capitán les dice a sus tripulantes que no se separen y que no dejen las armas por ningún motivo. Les recuerda que de las dos expediciones anteriores no se supo más nada y que por eso hay que andar con cuidado. Cuando bajan del cohete se encuentran con una ciudad americana de los años 20. No pueden creer lo que ven. Conjeturan si no se equivocaron y en vez de bajar en Marte están en la Tierra y hasta piensan si no viajaron en el tiempo hacia atrás. Entonces dan con sus familiares muertos que les salen al paso. El capitán de la nave, John Black, da con sus padres y con su hermano, que murió cuando era muy joven y cuando les pregunta cómo puede estar pasando eso, el padre le dice: no sé, nosotros no preguntamos. Acá, en Marte, tenemos una segunda oportunidad. La fuerza de la nostalgia es tan centrífuga que cada miembro de la nave se deja llevar por la emoción y terminan yendo cada uno a pasar el día en la casa de sus familiares. Bradbury es un maestro para relatar los detalles: describe el pueblo de campiña americano, el sonido de un gramófono tocando una vieja melodía que se pierde en el aire y cuando el capitán llega a la casa de sus abuelos, detalla que cada cosa es una réplica exacta de la casa de su juventud en la Tierra (el bronce del respaldar de la cama, los banderines sobre la pared del dormitorio, los manteles de la cocina). Finalmente, después de un día de emociones intensas, cuando se acuesta a dormir en el dormitorio con su hermano, piensa: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, lo poblaron con las personas a quienes más querían los tripulantes, sacándolas de su mente. Esas dos personas que duermen en la habitación contigua, no serían mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme constantemente en un sueño hipnótico”. Black se da cuenta, nervioso, con las manos sudadas, que las órdenes que les impartió a sus hombres (no separarse, no dejar las armas) no habían sido acatadas por nadie, incluso por él. Entonces se levanta de la cama y su hermano le dice: ¿a dónde vas? A tomar agua, tengo sed, dice Black. No, no tenés sed, le dice el hermano.

Crecí en una casa donde se hacía un culto de la amistad. Los amigos de mis padres estaban siempre dando vueltas, en los sillones, alrededor de la larga mesa familiar, parados en el patio, fumando apoyados contra la pared donde, en invierno, pegaba el sol. Era una casa de puertas abiertas y desde chico adquirí esa sensación de que la amistad es una defensa contra la hostilidad del mundo. Y fue un amigo el que me sacó de mis tribulaciones en ese hotel mendocino. Me mandó un pasaje de avión para que cruzara “al tiro” a Chile y me alojó en su casa. Cuando llegué, me dio dinero para que me moviera tranquilo. Rápidamente me metí con esa plata en la calle San Diego y compré libros usados inhallables y compré cigarrillos y fumé en los cafés donde se toma esta infusión de parado en la peatonal Ahumada. Fui feliz. Mi amigo se llama Sergio Parra y para mí, durante mucho tiempo, él fue Chile. Conocí a Parra cuando éramos muy jóvenes en un encuentro de poesía y rápidamente nos tomamos a golpes de puño en un recital organizado en un bar de Recoleta. Todos contra todos, poetas argentinos y chilenos. Me acuerdo que Parra andaba con un traje verde, de corderoy y llevaba siempre a mano una valija negra donde, se suponía, tenía sus poemas. Me acuerdo que después de la trifulca, el dueño del bar puso un cartel que decía: se prohíbe la entrada a los poetas argentinos y chilenos. Superadas las trifulcas como en una síntesis hegeliana, Parra y yo nos hicimos íntimos amigos. Desde hace tiempo Parra dejó el traje de corderoy y ahora solo usa trajes negros y camisas blancas. Tiene muchos sacos en su ropero de ese mismo color. Por lo cual le decimos: american saco. Caminamos con Parra por la Alameda cuando nevó en Santiago después de 17 años, estuvimos juntos en un encuentro en Valparaíso cuando nos fuimos de ronda con Antonio Cisneros y Roberto Juarroz y perdimos a Juarroz en la oscuridad de una borrachera letal. Y también con Parra lo fuimos a buscar a Juarroz y lo encontramos en un bar de marineros, durmiendo sobre sillas improvisadas. Imagínense ustedes lo que es para un lector argentino dar con el autor de libros titulados poesía vertical uno, poesía vertical dos, poesía vertical tres y hasta cuatro, de golpe, en posición horizontal. Sergio Parra, para mí, es un testigo, como lo define Sándor Márai en La mujer justa: “En la vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos desde jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo que podemos para esconder de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que alberga en nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe. Pueden nombrarnos ministros o darnos premios, pero el testigo tan solo nos mira y sonríe. Todo lo que hace una persona en la vida es para el testigo, para convencerlo, para demostrarle algo”. Así que: Sergio Parra, quiero decirte que te agradezco infinitamente todo lo que hiciste por mí en estos años. La comida, la estufa y el whisky –ese psicólogo rubio– con el cual superé ese duro invierno. Gracias por los libros que me dejaste leer de tu generosa biblioteca y por llevarme a caminar por esta ciudad hermosa que para mí es ya inolvidable. Gracias por todo, amigo.