«Yo pasé la mitad de mi infancia en cama con amigdalitis. Miré moverse sombras en el techo durante días enteros, semanas, años… Esa era la televisión de ese niño enfermizo de los años 40. Allí se desarrollaban aventuras salvajes y, por supuesto, imágenes prohibidas. Creo que en ese techo con manchas de humedad empezó todo. Ahora sigo mirando el techo, igual que entonces, sólo que ahora me pagan por eso», anotó Jorge Díaz en El memoricidio, de 1994, un texto que hoy, a diez años de su muerte, debemos asumir como su más fiel autobiografía.

Hilvanados unos con otros u ocultos entre la madeja, los fragmentados recuerdos que la componen iluminan con minúsculos destellos la silueta que nos quedó del Premio Nacional de Artes de la Representación de 1993. Tímido por fisura genética, según sus amigos, de un humor intimidante, trabajólico y obstinado con la idea de que lo íntimo era tal, se le recuerda como el exitoso dramaturgo que fue más que como el hombre aparentemente insatisfecho que se escondía detrás de él.

«Soy del signo Piscis, y los que hemos nacido en esa zona zodiacal vivimos sumergidos en la niebla del misterio y del miedo», escribió en 1987. Su amigo y colega el arquitecto Luis Moreno lo conoció de muy joven, durante su paso por la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica, donde Díaz estudió, aunque a regañadientes, desde 1947. En su libro Jorge Díaz: 50 años de amistad escribe: «Fue un desconocido para todos sus conocidos. Tuve el privilegio de su amistad, entré a seis de sus moradas, pero se llevó las llaves de su intimidad, dejando sólo los códigos para descubrirlo a través de sus obras».

No exageraba.

Aislados

José y Matilde, dos comerciantes españoles que fueron a conocerse por accidente en suelo argentino en los años veinte, tuvieron allí a sus cuatro hijos: Roberto, Matilde, Carmen y Jorge, el menor, quien nació en Rosario el 20 de febrero de 1930. Cuatro años después, y casi al borde de la ruina por la depresión económica de 1929 y el golpe de Estado a Hipólito Yrigoyen, todos cruzaron la frontera por Mendoza a bordo de dos autos. «Estaba todo dispuesto: abril de 1934 y viene un temporal, con estas lluvias y vuela todo. Nosotros listos para partir, vendida la casa, entregados los negocios, la bodega de vinos. Y cómo se puede pasar a Chile, y bueno, dijeron que por Mendoza. Ya habían pasado quince días después de esto y en Mendoza pasaban unos autos, así que en dos autos pasamos la cordillera hasta Los Andes.»

Se instalan en Coquimbo unos meses, pero nunca se sintieron cómodos. «Este país fue considerado por nosotros como “de paso” (…). [Sus padres] añoraban Argentina y sus mares de trigo y, naturalmente, España y sus tierras lluviosas y verdes. Se encerraron en sí mismos. Nuestro hogar era un territorio cerrado, aparte. Ni frecuentábamos los círculos burgueses de los españoles ricos, ni teníamos comunicación fluida con las familias chilenas pobres de barrio. Éramos tránsfugas con vidas provisionales.»

«No sabía muy bien a dónde pertenecía, y eso lo perturbaba», dice su biógrafo, Eduardo Guerrero, para quien las raíces fueron un tema conflictivo y recurrente en la vida y obra de Jorge Díaz: «Jorge fue toda su vida un alma escapista. Nadaba entre dos aguas, las del Pacífico y las del Atlántico, en costa chilena y española desde su primera visita a Europa, en 1958. Sin duda, ese encierro y especie de aislamiento del que él hablaba más arriba se contrapuso a partir de ese primer viaje. No sólo había ido a conocer la tierra donde había nacido su padre, además había descubierto que más allá de los suyos había un mundo entero por recorrer».

En ninguna otra entrevista Díaz se refirió a sus primeros años en el país. El código para descifrar los enigmas está en sus obras. Prefirió juntar cada recuerdo, palabra por palabra, hasta dar extraña forma a una de sus más personales historias, el monólogo Un hombre llamado Isla, que estrenó el grupo Ictus en 1961 en la recién inaugurada sala La Comedia de Santiago. Del Ictus formará parte desde 1959 y creará para ellos casi de manera exclusiva –al borde del secuestro, según no pocos– sus primeros éxitos sobre el escenario. El mismo año 1961, sin ir más lejos, estrenaron tres obras: Un hombre llamado Isla , Réquiem por un girasol y, la más famosa de todas, El cepillo de dientes.

La historia de César, el protagonista de Un hombre llamado Isla, un hombre soltero, delirante a ratos y en un eterno conflicto con la burocracia, bien podría haber sido la suya: «Fue la primera vez que me puse a rostro descubierto en la ficción», diría décadas después.

En el teologado

Un día el padre anunció que se marchaba a Santiago en busca de nuevas oportunidades, que quién lo seguía, y todos se cuadraron. De los meses posteriores casi no hay registro suyo ni de su familia, pero en un artículo titulado «El 27: Paradero de la magia», publicado en 1993 por la revista Análisis, se dice que la zona en torno de ese paradero de la Gran Avenida, en la comuna de La Cisterna, «fue, hasta hace poco, un nido de inventores, poetas, fantasmas y prestidigitadores», y: «Jorge Díaz, el destacado dramaturgo, fue también del 27. Nadaba, cuando joven, en la piscina del 28, pero vivía en los altos de la bomba de bencina del 27».

Debió vivir allí nada más los primeros meses tras su arribo a Santiago; luego seguiría conectado con la Gran Avenida, pero ahora en las calles de San Miguel. En Perversiones orales, que apareció a sólo días de su muerte en 2007 (y que arranca así: «Escribo por si acaso aparece entre las sílabas muertas una palabra viva»), dice: «Guardo secretamente mis confusas señas de identidad en rincones de infancia. En este sentido, asumo lo que ha escrito Manuel Vásquez Montalbán: “La patria de cada uno es la infancia en el sentido moral y cultural. En el sentido físico, las cuatro esquinas del barrio en que se ha meado un niño y se ha visto crecer la hierba…”. Esas cuatro esquinas están en el barrio de San Miguel».

La familia decidió abrir una ferretería en plena Gran Avenida, Ferretería Don Bosco se llamaba. Los hijos estudiaban en el Miguel León Prado, a pocas cuadras de allí, y sin embargo había tardes en que el menor se las pasaba entre los pasillos del colegio Don Bosco, de los salesianos, cuyo rector era entonces «el padre Silva», Raúl Silva Henríquez. Tiempo después, en 1956, en la mitad de su tortuoso cuarto año de Arquitectura en la Universidad Católica, Jorge volvió a visitar al futuro arzobispo de Santiago e impulsor de la Vicaría de la Solidaridad: quería recluirse voluntariamente y durante un año, le dijo en su oficina, en el teologado internacional de Lo Cañas, y así se hizo. «Entré al teologado sin ninguna conciencia de una vocación religiosa firme. Esto es interesante. ¿Por qué caí ahí y en calidad de qué caí ahí? Yo no tenía claro en absoluto qué quería, pero la vida monástica me atraía.» Según la actriz Carla Cristi, que llegaría a ser una de sus musas sobre el escenario, «Jorge tenía algo de agorafobia, pienso. No le gustaban las grandes multitudes ni los ruidos. Prefería el silencio, el encierro, la soledad incluso. Toda una contradicción para él, porque a la vez era un amante del teatro y muy buen viajero; le costaba mucho permanecer en un solo lugar. Tampoco llegó a casarse nunca ni a tener hijos propios, y no porque fuese homosexual –varias veces se lo preguntó, insiste, y siempre obtuvo de vuelta un no rotundo–, sino porque le temía como nadie al compromiso».

Al año siguiente, cuando volvió a echarse a andar por las calles, un renovado Jorge Díaz fue a trabajar como arquitecto en un estudio en calle Villavicencio. Allí, entre sacadas de vuelta, según su colega Luis Moreno, estuvo varios años. Luego se fue a España «y a su regreso quería actuar. De hecho, nunca más volvió a ejercer en lo suyo, y eso que llevaba apenas diez años. Estaba absolutamente decidido a inmiscuirse en el teatro».

El Bombero

En una conferencia de 1958 en los Institutos Franceses, recogida y editada dos años más tarde por Gallimard, el dramaturgo de origen rumano Eugène Ionesco, a quien la crítica responsabilizará después de haber parido indiscriminadamente «a un séquito de fieles discípulos suyos, como el chileno Jorge Díaz», reveló que La cantante calva (1950) había nacido de su necesidad de aprender inglés. Los personajes, dijo entonces, ya cohabitaban en su cabeza hacía meses, salvo uno: el Jefe de Bomberos.

«¿Y en su casa, no se está quemando nada?», pregunta el Bombero al matrimonio Martin en un momento de la obra. «No, desafortunadamente», contesta la señora Martin, sentada junto a su esposo, al que parece no importarle. Varios de los incendios que Ionesco no había podido controlar con la escritura durante la velada de los Smith, el Bombero los apaleaba con preguntas tan incómodas como ingeniosas que destapaban, por ejemplo, la fría relación de pareja de los Martin. Ese soldado de casco, uniforme y botas que el padre del absurdo se había inventado, junto a Mary, la empleada, serían quienes llevarían en sus bolsillos la sátira que daría fama al texto. Con justa razón podríamos suponer entonces que una de sus más célebres intervenciones haya aparecido también al final, como si el propio Ionesco hubiese provocado un accidente del que no sabía cuán dañado iba a salir: antes de bajar del escenario, el Bombero camina hacia la puerta y se detiene para preguntar a todos: «A propósito, ¿y la cantante calva?».

«Yo soy el dramaturgo, el de El cepillo de dientes. Esta definición me debería haber proporcionado subvenciones de las fábricas de cepillos de dientes, pero ni Colgate ni Odontine me han condecorado. Ingratos»

Actor y pintor

El de 1958, el mismo año en que Ionesco derribaba mitos sobre sí mismo, fue el primero de los inviernos chilenos que Jorge Díaz capeó con el calor de los veranos de España. Durante el resto de su vida, dirán todos, el autor tachó sin excepción cada día frío en todos sus calendarios. Había ido a conocer el norte de la península, particularmente Vigo y San Sebastián, donde había nacido y crecido su padre. Tenía 28 años y aún no conseguía egresar de la Facultad de Arquitectura. A mediados de los años sesenta se radicaría en Madrid y sólo volvió a Chile en 1994, a recibir el primer Premio Nacional de Artes de la Representación.

Pero eso sería más tarde. Entonces, mientras trabajaba en los planos de una casa en la calle Tadeo Reyes para él, su viuda madre y su hermana, también dibujaba y rara vez escribía, sumido en su afán de ir de galería en galería y volver a casa a soltar la mano. Incluso llegó a exponer, en dos ocasiones: primero en solitario, en la sala de exposiciones del Ministerio de Educación, y luego en una muestra colectiva junto a artistas como Juan Downey y Federico Assler. «Aunque se consideraba un buen artista, a Jorge le daba pudor mostrar su trabajo. Incluso en reuniones de amigos. Tenía un miedo feroz al rechazo», cuenta la actriz y amiga suya Gabriela Hernández.

Por esos años, se dio cuenta de que quería actuar, algo que cada cierto tiempo anotaba como «pendiente» en sus cuadernos de tapa blanda. Influenciado por Mónica Echeverría y Jaime Celedón, a quienes había conocido años antes en la UC, en 1959 se unió al grupo Ictus, que por entonces preparaba una versión de La cantante calva que pasaría a la historia en Chile: la versión se mantuvo casi dos años en cartelera, y luego salió de gira por Latinoamérica. Con Celedón y Echeverría en los roles protagónicos, los ensayos estaban por comenzar pero al elenco dirigido por María Elena Gertner –quien además encarnaba a Mary, la empleada– le faltaba aún un actor que hiciera de Bombero. Gertner pensó de inmediato en el novato Jorge Díaz para el papel («su humor retorcido le venía sumamente bien al personaje»), y la obra se estrenó en el verano de ese año, en el Festival de Teatro de la Universidad de Chile.

«Un arquitecto que hacía de actor vergonzante interpretaba el rol del bombero de La cantante calva con gafas negras para que ni su familia ni su jefe lo reconocieran», recuerda Jorge Díaz en El memoricidio, pero en una carta escrita en Madrid en 1992 el propio autor nos da razones para desconfiar de sus confusas opiniones: «Cuando ensayábamos La cantante calva tuve la sorprendente revelación de que el teatro podía ser estimulante, divertido, ambiguo y ¡libre! Esa sensación de libertad que me dio el teatro de Ionesco fue estremecedora. Yo no tenía una sólida cultura literaria ni teatral. Todas las obras de teatro me parecían difíciles, lateras, obvias y me parecía absolutamente imposible que yo aprendiese jamás el académico oficio de dramaturgo, lleno de fórmulas sabihondas, de carpintería teatral. De pronto, con La cantante calva, descubrí que para escribir sólo hacía falta una compulsión irracional, sentido del humor y confiar en la propia creatividad del lenguaje y las asociaciones libres». El hombre acababa de convencerse de su designio.

El cepillo de dientes

Ocurrió un domingo cualquiera de 1967: «Muerto de aburrimiento leía distraídamente un periódico (como todos los periódicos) idiotizante. Un aviso del consultorio sentimental llamó mi atención. Una mujer que firmaba “Esperanzada” decía “buscar un alma gemela”. Al pie de la misma página se leía una información que traía la agenda noticiosa: “Un marido enfurecido había matado [sic] a su mujer al descubrir, tras ocho años de matrimonio, que esta tenía el pie plano y se lo había ocultado”». Diez horas después de esa lánguida y fría tarde de invierno, cómo las detestaba, Jorge Díaz firmó de puño y letra la primera versión de El cepillo de dientes, que también estrenó junto al Ictus en La Comedia, protagonizada por Jaime Celedón y Carla Cristi. «Yo soy el dramaturgo, el de El cepillo de dientes. Esta definición me debería haber proporcionado subvenciones de las fábricas de cepillos de dientes, pero ni Colgate ni Odontine me han condecorado. Ingratos», bromeó el autor en una entrevista ese mismo año.

La crítica lo aplaudió de pie, lo echó al saco de los teatristas de vanguardia y por supuesto lo comparó con Ionesco, con quien el propio Díaz marcará diferencias territoriales más tarde. Los más suspicaces se preguntaban de dónde diablos ese hombre medio retraído, de respiración agitada y pocas palabras había sacado ese humor tan punzante y que bordeaba el absurdo para retratar, por ejemplo, a una pareja que a diario se inventaba a sí misma una razón distinta para permanecer unida. Incluida la muerte. En 1975, en una entrevista en El Mercurio, elucubró una apresurada aunque lúcida respuesta:

«El humor en general, no sólo en mi caso, es una defensa, una máscara que permite hablar de cosas íntimas: del amor, del miedo, de todo… sin pudor. Soy una persona tímida, un poco reprimida, incapaz de escribir en serio algo donde salgan a la luz mis sentimientos. En cambio, a través del humor, puedo hablar sin problemas y ¡me siento a mis anchas!».

Sobre una de las teclas más sostenidas en sus textos, el sexo, agregó: «Mira, pienso más que rarezas sexuales, para mí la gran temática –y debe ser porque yo no lo resolví nunca– es la comunicación. Ese es el meollo de toda mi obra, de toda mi personalidad y de cómo yo he resulto mis problemas, pues creo que he vivido en medio de una soledad muy dolorosa. Entonces, pienso que el sexo es uno de los momentos en que gran parte de los impedimentos se derriban: es la última esperanza de la comunicación».

Jorge Díaz llegó a escribir más de 140 obras. Algunas, políticas por donde se las mire, como Introducción al elefante y otras zoologías (1968), una temprana reflexión acerca de las dictaduras latinoamericanas; unas treinta y siete de corte infantil, junto a la compañía Los Trabalenguas (fundada por él mismo en Madrid, en 1972), y una pila de textos más bien claustrofóbicos y existencialistas, sobre la vejez y la muerte, como El locutorio (1974), que este año 2017 tuvo una nueva versión en Chile protagonizada por Alejandro Sieveking. En los años noventa, al volver a Chile, publicó varias recopilaciones de sus aforismos y microcuentos, como Breviario impío yTextículos ejemplares.

«con La cantante calva, descubrí que para escribir sólo hacía falta una compulsión irracional, sentido del humor y confiar en la propia creatividad del lenguaje y las asociaciones libres»

El Tavelli y la misa breve

Pocos llegaron a conocer su departamento en la calle Padre Mariano en Providencia; Luis Moreno fue uno. A todos los citaba en el café Tavelli del Drugstore. Siempre oculto en el mismo rincón, en su taza nunca faltaba café («los garzones saben cuánto y cómo bebo, de no ser por ellos no podría escribir»), y entre sorbo y sorbo revisaba papeles, subrayaba y borraba, y luego llenaba hojas y hojas de palabras, dibujos y deslices en los márgenes. El Tavelli era su oficina, y todos lo sabían.

«Esa afición nació en España, donde a uno le está cayendo constantemente encima la vida de los demás: la gente grita mucho, habla muy fuerte, se cuentan las confidencias más estremecedoras a voz en cuello, pero con un gran florecimiento del idioma. Esa era una vivencia muy fuerte y nutritiva allá, pero aquí en Chile todo es en sordina. Aun así me siento en el Tavelli y, aparte de tomar café, paso bastante rato todos los días, observando, tomando notas. La vida con una máquina de escribir al lado no es tan asquerosa como podría parecer. Se pueden inventar mentiras, y eso siempre es una forma de vivir verdadera», escribió en una carta del 10 de julio de 1987.

«Yo no soy un autor prolífico, yo soy un autor desesperado, en el sentido de que tengo la sensación de una profunda insatisfacción frente a las cosas que voy escribiendo y entonces se produce una situación casi angustiosa, de que siempre en la próxima obra se puede tocar el misterio, ese misterio siempre inalcanzable de la buena literatura o del buen teatro», dijo a El Mercurio a los 74 años, en una de sus entrevistas más confesionales: «Yo siento que nunca lo alcanzo. Es como esos canódromos donde corren los galgos detrás de una liebre mecánica, y en este caso yo soy el galgo que corre detrás de una liebre mecánica. Soy un autor desesperado que corre tras una liebre mecánica que es el misterio de la palabra y del lenguaje y de la poesía y del teatro. Por lo tanto yo debo confesar que hay una mezcla de ansiedad, de juego, de un disfrute lúdico con el lenguaje, pero al mismo tiempo de gran ansiedad al escribir, porque sé que va a producir la necesidad compulsiva de decir “tengo que empezar ahora mismo otro, porque no alcancé nada en lo que acabo de terminar”».

Llevaba semanas en reposo, obligado nada más que a dar vueltas dentro de su departamento. Sobre su escritorio, un nuevo borrador que había titulado «Últimas voluntades». Sabía que moriría, y ahora intentaba olfatear la ciudad desde su ventana.

Desde que él mismo se había descubierto un bulto del tamaño de un arándano, durante el verano de 2006 en Valladolid, transcurrieron sólo nueve meses hasta su muerte, el lunes 12 de marzo de 2007, víctima de un cáncer de esófago. Noches antes, esa misma semana, el autor de El velero en la botella redactó a mano alzada una de sus últimas cartas, dirigida a María Teresa, su sobrina:

«Anoche pasó algo misterioso. Antes de dormirme hice cinco minutos de zapping, que es igual que tomarse un somnífero, y apareció en ese momento en la pantalla una breve escena de la película Las horas. Leonard le preguntaba a Virginia Woolf: ¿Por qué se muere alguien?… Y la Woolf contestaba: Se muere para que los demás valoremos de otra manera la vida. Apagué el televisor y me quedé reflexionando con una rara paz».

Planeaba comprar un sobre y entregársela por mano, pero no alcanzó. Contra sus deseos, los restos de Jorge Díaz fueron velados dentro de un ataúd en la iglesia Nuestra Señora de Los Ángeles, en Las Condes. Hubo una sola misa, breve e íntima, como quería, y al día siguiente fue cremado en una ceremonia privada. Días después, María Teresa, quien hacía algunas horas se había convertido en su albacea, lanzó sus cenizas al mar, en el balneario de Las Cruces.


Breviario impío, 1994

«Siempre me gustaron las muchachas de ancas gestiCULANTES y de ojos boquiabiertos, pero lo que me obsesionaba, me obnubilaba, eran sus senos IZQUIERDOS. Odiaba sus senos derechos. Mi posición ideológica era irreductible y hacía estragos en mi libido. Cuando todo se fue al carajo y pusieron el este al oeste y el norte al sur, empezaron a gustarme los dos senos de las mujeres, el IZQUIERDO y el DERECHO. Es decir, he llegado a ser el clásico ejemplar post-moderno, ecléctico, reciclado, sin compromiso alguno con la vida» («Reciclado»).

«Cuando éramos niños y teníamos que cruzar un lugar oscuro silbábamos para quitarnos el miedo. El humor es el silbidito tembloroso con el que cruzamos por la vida» («Las breverdades del café»).

Textículos ejemplares, 1997

«Después de la confesión pública de mis pecados veniales me siento en estado de gracia. Y para que la confesión sea completa debo agregar que a mí me gustaría ser exhibicionista, pero lo más erótico que tengo para exhibir son mis amígdalas. Cuando lo he hecho no he conseguido corromper a nadie, sólo me han dado una receta de antibióticos. Cada cual tiene su cruz» («¿Qué es un textículo?»).

«Si su mujer le dice un día que le molesta un poco el huesito del codo, dígale que se corte el brazo. Más vale manca en casa que psicoanalizada volando» («Confidencias de mi sobrino Andrés»).

«Uno puede enfrentarse a cualquier infidelidad, a cualquier traición, a cualquier desamor, pero nunca jamás al abandono de sus zapatos. Incluso se puede soportar la imagen de su mujer en la cama con otro, pero, ¿cómo soportar la idea que sus zapatos están calzando otros pies, otros juanetes, otras uñas torcidas? O, lo que es peor, ¿cómo no angustiarse ante la idea de sus zapatos huyendo, solitarios, cruzando las calles húmedas, tropezando con las cunetas como si estuvieran borrachos, escapando de él, de sus propios pies, ahora tan desnudos, indefensos y desvalidos como de un recién nacido?» («Martín»).

Estupidiario íntimo

«Cómo soy?… ¡Qué fácil sería contestar esa pregunta si mi vida empezara y terminara en la planta del pie como la de todo el mundo! Pero no es así: la mía empieza en la planta del pie y termina en mi cabeza, es decir, en la locura. Gracias al psicoanálisis me he aceptado. Y no sólo me he aceptado, sino que estoy empezando a enamorarme de mí. Hay señales inequívocas de eso: me envío flores, me llamo por teléfono a cada rato, me he comprado un anillo de compromiso. Está claro que quiero formalizar mis relaciones conmigo misma. El único amor que dura toda la vida es el amor propio».

«Mañana me suicidaré, se los prometo, pero esta noche no. Soy demasiado curioso y me muero de ganas de espiar por el ojo de la cerradura este amanecer que inaugura un nuevo día».

«La única razón por la cual la gente ha dejado de creer en Dios es porque no lo entrevistan en la televisión».

«Una mujer se compone de tres cuartas partes de madre y una de amante. Por lo general, la cuarta parte se fuga con nuestro mejor amigo y nos quedamos con las otras tres cuartas partes que se dedican todo el día a calentar mamaderas asquerosas».

«En este país todos parecemos tener mal aliento y sufrir de estreñimiento crónico. Hablamos entre dientes y nos miramos de reojo. En este país los niños nacen irremediablemente viejos. En este país el humor es sospechoso y obsceno (… ¿me acuso, padre, de haberme sonreído?). En este país nos tiramos unos peditos tan exangües que con ellos jamás podremos componer una ópera como Dios manda».

Todo lo que sé sobre el saxo

«Como soy vegetariano, busco una mujer que esté dispuesta a mantener conmigo relaciones vegetales, ya que carnales es imposible».

«Es curioso que se denomine sexo oral a la práctica sexual en la que menos se puede hablar».

«Como veo llegar mi última hora, desearía donar mis órganos sexuales a un Banco de Ojos. Soy exhibicionista».