En 2012, Lina Meruane publicó Sangre en el ojo, narración en que la protagonista, Lucina, escritora y estudiante de doctorado en Nueva York, ocupa el seudónimo «Lina Meruane» para publicar sus ficciones. Aquejada de un severo problema a la vista, da cuenta, con matices fantásticos, de una lenta y perversa progresión, en la que Lucina (luciferina) ocupa el lugar de víctima y victimaria. Del ojo propio al ojo ajeno, ojo por ojo, así se va gestando este relato escópico de una semiciega, en que el mirar y el ser mirado, en que el mostrarse y ser descubierto, vertebran los espacios y tiempos pasados y por venir. Muchos de los datos biográficos del personaje Lucina/Lina corresponden a los de la autora. «Empecé en el periodismo pero me echaron por falsear la verdad objetiva de los hechos, me pasé a la ficción cien por ciento pura (…) Y para probarlo puse mi última novela sobre la mesa, aclarando lo que había condensado mi nombre. ¿Entonces eres o no Lina Meruane? A veces soy, dije, cuando los ojos me dejan; últimamente cada vez soy menos ella para volver a Lucina. La sílaba extra sangraba a veces». La periodista que efectivamente ha sido Meruane, los libros de ficción realmente publicados, el lugar desde donde se escribe (Nueva York, donde reside la autora), incluso el hecho físico de la enfermedad, compartida por ella y su personaje, ¿autorizarían una lectura autobiográfica de Sangre en el ojo? La respuesta es no: a pesar del nombre propio, o precisamente a causa de sus desplazamientos en el texto, muchos de los pasajes de este libro parecen decir: lee mi pose. Léela de otra forma. No es una pose autobiográfica. Es una pose autoficcional.

¿Qué escritura del yo no posa para un lector, de cara al cual se erige una «verdad», una defensa, una excusa, o bien todo lo contrario, una mistificación? La variedad de las poses es grande. En dos siglos, la literatura autobiográfica chilena se ha desarrollado lentamente, desde las primeras y estructuradas memorias históricas, nacidas al calor de la necesidad independentista y nacional y del anhelo de transparencia de sus redactores, a las recientes «autoficciones», concepto que muchos críticos mediáticos ocupan hoy sin mediar explicaciones, quizás porque su sello radica en la ambigua relación que tienden entre ficción y verdad histórica.

Como ocurre con el desarrollo de la propia fotografía, las «instantáneas» autobiográficas que revisaremos se van oscureciendo; recursos y técnicas narrativas contemporáneas mediante, se va oscureciendo la «verdad» del referente. Ya nadie quiere «salir al natural». En 2011, la crítica española Estrella de Diego publicaba un libro de ensayos sobre artes visuales contemporáneas, No soy yo, cuyo título refleja el portazo con que las artes y la literatura cierran, en el siglo xxi, la discursividad inaugurada por autores como Montaigne o Rousseau en los orígenes de la Modernidad: ya nadie busca «pintarse a sí mismo» ni mostrar a «un hombre con toda la verdad de la naturaleza».

Tanto si se trata de la imagen moderna del yo como de su deconstrucción en la posmodernidad, la imagen de la pose –que tomo prestada de Sylvia Molloy, buscando para ella otros sentidos– me parece adecuada para pensar los relatos del yo, en los cuales, desde sus orígenes, siempre se produce algún tipo de impostación. En Poses de fin de siglo, Molloy remite a la pose y su exhibición en el ámbito del modernismo hispanoamericano de fines del siglo xix, movimiento que dialoga con el decadentismo europeo. La pose refiere allí «a un histrionismo, a un derroche y a un amaneramiento tradicionalmente signados por lo no masculino, o por un masculino problematizado».1 Rubén Darío, José Enrique Rodó, José Martí, Amado Nervo, son algunos de los autores cuyas obras y poses analiza.

En el período abordado por Molloy –entre fines de siglo xix y comienzos del siglo xx–, la escritura chilena de carácter autobiográfico y memorialístico no tiene nada que ver con la pose modernista: se apega a modelos escriturales en que se privilegia el testimonio de un momento histórico particular, narrado casi siempre por un actor protagónico: un varón, de la élite, perteneciente a la casta política. Aquellos memorialistas inscribieron sus relatos en un discurso de carácter nacional, en el que el servicio público y la figuración política, militar o eclesiástica configuraban una forma identitaria, supeditada a un discurso de cuño nacional y republicano. Se posaba para autojustificar actuaciones públicas, herencias familiares, vinculaciones importantes con el relato nacional, sin amaneramientos que pusieran en duda la veracidad del memorialista, por lo general varón y figura política. Si había poses, eran solo de «padres de la nación». En Elogio a la memoria, 2 César Díaz Cid analiza textos de José Zapiola, Vicente Pérez Rosales y José Victorino Lastarria, narraciones fundacionales tanto por su calidad de escritos memorialísticos inaugurales como por su compromiso con la construcción de un discurso nacional y republicano, y que ocupan el primer tramo de los tres que enuncia Leonidas Morales en el desarrollo memorialístico chileno, al que siguen el de la belle époque, entre fines del siglo xix y las primeras décadas del xx, y el de la contemporaneidad.3 Al leer los textos del segundo de estos momentos, Morales enfatiza que los cultores del género pertenecían a un grupo social homogéneo, no solo por formar parte de la alta burguesía, sino porque esta pertenencia se reforzaba por sus lazos de familia: «La repetición de apellidos es ya una prueba».

El ingreso de otras poses, aquellas en que la subjetividad, la imaginación, la búsqueda escritural y la intimidad encuentran lugar, es posterior; se consolida recién en la década de 1930, con el ingreso de nuevos actores en el campo literario, como las mujeres y los sectores mesocráticos, que darán cuenta de historias de vida alejadas de la centralidad política que caracteriza los textos del xix. Imaginero de la infancia, del actor Lautaro García (1935) y Visiones de infancia, de María Flora Yáñez (1947),4 son dos ejemplos de esa nueva sensibilidad, que explora los aspectos cotidianos de la construcción identitaria individual y comunitaria no hegemónica.

Muchas son las autobiografías publicadas desde entonces. Lo que me interesa destacar aquí es lo que ocurre en la contemporaneidad: en los últimos cinco años ya solo las estrellas de cine y los políticos parecen interesarse por la mera autobiografía, porque en el mundo literario ha hecho su irrupción una nueva forma narrativa, vinculada desde sus orígenes, como veremos, al género autobiográfico: la autoficción.

Sin embargo, aunque en Chile hay numerosos textos que han caído bajo esta clasificación –recuerdo algunos comentarios dirigidos a la obra de Alejandro Zambra, Daniel Villalobos y Gonzalo Eltesch–, en un libro publicado en España dedicado a la autoficción, la investigadora Ana Casas propone un extenso listado de autoficciones hispanoamericanas y no menciona a ningún chileno: «César Aira, Sylvia Molloy, Ricardo Piglia, Félix Bruzzone, Patricio Pron, Alan Pauls, Daniel Guebel, Laura Alcoba y Washington Cucurto, en Argentina; Mario Levrero, en Uruguay; Sergio Pitol, Mario Bellatin, Margo Glantz, Angelina Muñiz-Huberman, Alejandro Rossi, Julián Herbert, Guillermo Fadanelli, en México; Fernando Vallejo, Daniel Jaramillo,5 en Colombia; Patricia de Souza en Perú; Pedro Juan Gutiérrez en Cuba; Rodrigo Rey Rosa en Guatemala; Luis Barrera en Venezuela».6 En El pacto ambiguo, 7 del español Manuel Alberca, la bibliografía hispanoamericana incluye solo a un chileno, Roberto Ampuero, elección que silencia la producción de autores como Germán Marín, Lina Meruane, Cynthia Rimsky, Nona Fernández, Rafael Gumucio, Alejandro Zambra, Leonardo Sanhueza, Luis López-Aliaga o Claudia Apablaza, cuya producción novelística podría discutirse a partir del concepto de «autoficción», el cual también puede entreverse en otros momentos de la historia literaria chilena, como mostraré a continuación (y para volver a Meruane).

«Autoficciones», concepto que muchos críticos mediáticos ocupan hoy sin mediar explicaciones, quizás porque su sello radica en la ambigua relación que tienden entre ficción y verdad histórica.

Poseurs: D’Halmar, Huneeus, Meruane

Tuvo que ser un poseur, el único chileno que estudia Molloy en su libro sobre las poses modernistas, quien desarticulara algunas convenciones del género autobiográfico en el convencional ámbito literario local, proponiendo una comprensión más contemporánea.

Augusto D’Halmar publicó entre 1939 y 1940 una serie de viñetas autobiográficas que abordaban, cronológicamente, desde su infancia en Valparaíso y sus primeras experiencias como escritor hasta sus viajes por Latinoamérica y Europa, de los que regresó a Chile después de casi treinta años de incesante movimiento. Estos textos serían reunidos en 1975 por Alfonso Calderón –uno de los más importantes divulgadores de la escritura autobiográfica en Chile– en Recuerdos olvidados. 8

D’Halmar fue en muchos sentidos un precursor; así lo muestran, por ejemplo, su tratamiento de la sexualidad en Juana Lucero y del homoerotismo en La sombra del humo en el espejo y La pasión y muerte del cura Deusto, novelas controversiales que por muchos años la crítica procurara velar. En el ámbito de la escritura autobiográfica, introdujo la reflexión metanarrativa como estrategia de autorrepresentación, además de enturbiar uno de los elementos más transparentes y visibles de los textos memorialísticos: el nombre propio.

El nombre propio ocupa un lugar central en los textos autobiográficos, no solo porque se trata del signo de una herencia familiar y social. Uno de los principales teóricos del género, Philippe Lejeune, definió en los setenta la autobiografía por la constatación de un «pacto» de lectura, que a su juicio le permitía al lector reconocer que estaba frente a un texto de esta naturaleza: la identidad del nombre propio del autor, el narrador y el personaje principal de un texto eran la marca indesmentible del carácter autobiográfico del relato, lo que sumado al «pacto referencial» –el propósito más o menos explícito de tener como horizonte del relato la semejanza con la realidad, y no la ficcionalidad– permitía definir con más precisión que nunca los contornos del género. Lo que llevaba a Lejeune a esta definición no era un capricho: la revisión de muchos textos de este tipo le permitía identificar o aislar esta particularidad de la narrativa autobiográfica que, como veremos, se ha ido convirtiendo en uno de los aspectos más parodiados y complejos del género.

Con temprana intuición de lo que sería el curso de la autobiografía del siglo xx, desde la afirmación plena de un «yo» hasta su deslizamiento y deconstrucción, Augusto D’Halmar, en realidad Augusto Goemine Thomson, durante años se dedicó a mitificar su seudónimo. Alfonso Calderón registra varias de las explicaciones del escritor: que el nombre D’Halmar estaba en la familia desde el siglo xiii, o que pertenecía a un antepasado escandinavo, «barón de D’Halmar». También agrega la explicación del escritor Mariano Latorre, para quien había sido tomado del personaje de Hjalmar Ekdal de El pato salvaje de Ibsen. Sylvia Molloy se inclina por una explicación más polémica, y dice que D’Halmar habría adoptado el seudónimo entre 1904 y 1905, en pleno apogeo de la Colonia Tolstoyana y de su amistad con Fernando Santiván. Se trataba de un seudónimo compartido «para una escritura en colaboración: Augusto y Fernando Halmar». El quiebre de la Colonia separó a los dos amigos. «Thomson –continúa Molloy– se queda con el seudónimo y cabe especular que, con exquisita ironía de sobreviviente, añade la partícula (signo ya de aristocracia, ya de conyugalidad) a la vez que reclama el nombre para sí: D’Halmar. El seudónimo que había marcado la plenitud de la colaboración masculina, la “perfecta amistad”, “era ahora para siempre un signo medio vacante, un permanente recuerdo de la pérdida». La de «D’Halmar» fue, pues, una construcción lenta y laboriosa; de ahí que en el prólogo de Recuerdos olvidados plantee una interesante estrategia textual, en que tan pronto hace un pacto referencial con el lector como lo niega. Se refiere a su vida, a los ataques recibidos, a la falta de fe de sus contemporáneos en las historias que relata sobre sus experiencias viajeras. Y emprende una defensa de la escritura en primera persona; sin embargo, renuncia a esa voz: «… precisamente ahora, echando mano del subterfugio de un comodín imaginario, no me voy a servir de esa primera persona, que tanto se me ha echado en cara, y no ciertamente como concesión a mis detractores, sino para rehuir hasta la menor veleidad narcisista y por repugnancia a todo exhibicionismo». Es así como presenta, irónicamente, los Recuerdos… no de D’Halmar, sino de «Jorge Cristián Delande», personaje nacido el mismo año y en las mismas circunstancias que él. Un relato con conciencia metanarrativa, lúdico, escrito para un lector con humor.

Es el sofisticado preámbulo de D’Halmar el que hace del libro editado por Calderón una de nuestras primeras «autoficciones». ¿Qué significa esto? El problema en el puntilloso esquema contractual de Lejeune se producía ante la pregunta sobre un texto que estableciera el primer pacto, autobiográfico, señalado por la presencia del nombre propio del autor, pero que a través de diversas marcas –una tan simple como que en la carátula del libro el relato se presente como «novela»– no se produzca el pacto referencial, sino el novelesco. ¿Podía haber una novela en que el protagonista y el narrador se llamaran como el escritor? Lejeune decía, en 1975, que no se le ocurrían ejemplos, pero lo cierto es que la literatura está llena de ellos (basta con mencionar el de Dante, en su Divina comedia). Serge Doubrovsky escribió un libro con estas características que denominó «autoficción», iniciando la polémica con Lejeune e introduciendo esta noción en los estudios literarios franceses. Después de ellos, distintos autores han escrito sobre lo que algunos califican de subgénero y otros apenas de «recurso» o

herramienta literaria: Philippe Gasparini, Vincent Colonna, Marie Darrieussecq y otros proponen aproximaciones y clasificaciones a las que se suman, en el mundo hispánico, las de españoles como Ana Casas, Fernando Cabo y Manuel Alberca. Todos ellos procuran abordar un terreno resbaladizo, en el que parecen rescatables sobre todo tres cuestiones: el juego literario en torno al nombre propio, la inclusión de aspectos metaliterarios que tornan paródica la relación con lo autobiográfico y la pertenencia de la autoficción más en el dominio de la novela que en el de la autobiografía. En este último sentido, no es posible –dice Marie Darrieussecq– tomar «en serio» el género: desde el principio se puede observar su falta de inocencia en la aproximación a lo autobiográfico, que constituye, en realidad, su divertimento.

Cristián Huneeus fue otro autor que se adelantó bastante a lo que hoy vive nuestra narrativa, proponiendo en la singular trilogía conformada por El rincón de los niños (1980), El verano del ganadero (1983) y Una escalera contra la pared (inédita hasta 2011) un espacio autobiográfico lúdico y singular. Su narrativa se vinculó con el ámbito de las artes visuales y la poesía posteriores a 1968 (Lihn, Martínez, Zurita) y con la «nueva escritura» latinoamericana, cuya estética describiera el argentino Héctor Libertella. Huneeus exploró y tensionó los límites de la representación en aquella trilogía (que es posible contrastar con su Autobiografía por encargo, de 1985), en que se produce un complejo tramado de voces y personajes que deja frente a frente a Huneeus y su alter ego, Gaspar Ruiz, en lo que Adriana Valdés ha llamado un «mosaico» narrativo que da cuenta de una «verdad histórica inasible». El rincón de los niños es el relato de un narrador anónimo, amigo de Gaspar Ruiz, quien tiene la misión de reconstruir el pasado de aquel, desaparecido a esa fecha, a través de una serie de materiales de archivo, que dan cuenta sobre todo de su juventud. El personaje de Gaspar adquiere continuidad en las otras dos novelas. En El verano del ganadero, librito erótico firmado en coautoría por Cristián Huneeus y Gaspar Ruiz, «Huneeus» escribe el prólogo, a cuenta de que su amigo «Ruiz» omita la dedicatoria a su persona.  El verano del ganadero, librito erótico firmado en coautoría por Cristián Huneeus y Gaspar Ruiz, «Huneeus» escribe el prólogo, a cuenta de que su amigo «Ruiz» omita la dedicatoria a su persona. Ruiz es el autor de una historia protagonizada por Fernando, hijo de la burguesía que se dedica a la engorda de ganado y al sexo en un fundo del Cajón del Maipo. En tanto, Una escalera contra la pared es el relato de Gaspar «en primera persona» sobre un viaje iniciático a Perú, en compañía de su padre, en que una fotografía real e intervenida constituye una de las claves autobiográficas de la trilogía.

La complejidad de Huneeus supera en mucho la de algunas tentativas autoficcionales actuales. No es el único. La trilogía Historia de una absolución familiar, de Germán Marín, o las Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, de José Donoso, también podrían ser indagadas desde la perspectiva de la autoficción, término novedoso en el lenguaje crítico local pero con cierto recorrido en un quehacer narrativo que no merece la pobreza de sus críticos mediáticos. En este sentido, la experimentación literaria, el ludismo, la literatura sobre la literatura, han ido ganando un terreno difícil, muchas veces de manera solitaria. Por eso sorprende que textos de gran sofisticación en su pose, como el que urde Lina Meruane en Sangre en el ojo, hayan tenido escasa recepción y que incluso hayan sido rechazados: «Si un libro quiere escapar de la banalidad, lo más absurdo que puede hacer es insertar una posible lectura académica. En este caso, la autora pone en boca de la profesora que dirige su tesis un par de grandiosas teorías sobre literatura que operan como un desesperado guiño al culto mundo universitario», escribió Patricia Espinosa, y ese comentario se contrarresta con el que hace Daniel Noemi en un artículo académico, que califica la escritura de Meruane como «escritura de resistencia». Y es que, efectivamente, el relato de Sangre en el ojo tiene una densidad inusual. La ambigüedad del nombre propio, la inclusión de elementos ficcionales y la deliberada incorporación de reflexiones metanarrativas vinculadas con el género autobiográfico, que no son «grandiosas teorías sobre la literatura» sino más bien reflexiones certeras que indican el espacio desde el cual puede leerse esta ficción, hacen de esta autoficción un espacio de poses, de rasgaduras históricas, de propuesta estética, un espacio al que aspiran varias de las narraciones de autores jóvenes chilenos, a partir sobre todo del 2000.

En los noventa, la literatura del Cono Sur produjo una gran cantidad de textos testimoniales, que procuraron dar cuenta, lo más fidedignamente posible, de la violencia y el miedo bajo las dictaduras militares. Esos testimonios fueron y siguen siendo importantes y necesarios en la construcción de una memoria política y colectiva. El libro de César Díaz Cid sobre la literatura autobiográfica chilena cierra, precisamente, con un capítulo dedicado a ese período y esas producciones. Me pregunto si, en este contexto, no serán las autoficciones, con sus componentes de verdad y ficción, de deliberada pérdida de la inocencia, una reacción necesaria, en este otro momento de la historia y de la memoria, que busca concebir otros modos de exploración del recuerdo y la capacidad del lenguaje para abarcarlo. Quizás estas autoficciones, muchas de ellas asociadas a la «literatura de los hijos» y a la posmemoria, sean el canal válido que encuentran nuestros narradores para lograr una realización estética y política, no siempre del todo desafiante, pero al menos abierta a nuevas formas de exploración escritural en un ámbito que suele caracterizarse por su falta de riesgo, formas de exploración en que la pose, irrepetible y extrema, multiplicada, sea el umbral de un nuevo tipo de respuestas a las preguntas que aún hoy no parecen resueltas.


1 Sylvia Molloy, Poses de fin de siglo. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012: 47.

2 César Díaz Cid, Elogio a la memoria. Santiago, Universidad Católica Silva Henríquez, 2009.

3 Leonidas Morales, «Memoria y géneros autobiográficos», Anales de Literatura Chilena 19 (2013): 13-24.

4 Lautaro García, Imaginero de la infancia, Santiago, Ercilla, 1935. María Flora Yáñez, Visiones de infancia, Santiago, Zig-Zag, 1947.

5 Casas debe haber querido decir Darío Jaramillo.

6 Ana Casas, comp., El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción. Madrid, Fráncfort, Iberoamericana/Vervuert, 2014.

7 Manuel Alberca, El pacto ambiguo. Madrid, Biblioteca Nueva, 2007. 8 Recuerdos olvidados, Santiago, Nascimento, 1975.