Para creerle todo, hasta los sonetos

Presentación de Alejandro Zambra

A veces pienso que sé demasiado sobre Pedro Mairal, porque es mi amigo y porque admiro sus libros. Pero si no lo conociera, si fuera solamente su lector, también pensaría que lo conozco, porque los libros de Mairal provocan una complicidad grande y radical. La provocan o no, quiero decir: quienes leen con el ceño fruncido, quienes leen para ejercer la sospecha, como si enfrentaran no un poema ni una novela sino un expediente, no entran a la obra de Mairal, no entienden su libertad, su silencioso desparpajo. Mairal escribe porque busca, porque quiere, porque no puede no escribir. Al leerlo no advertimos los aspavientos, las frases para el bronce, los golpes de efecto, y quizás por eso desconcierta: porque no parece que el autor intentara desconcertarnos.

Creo que esto vale tanto para sus novelas como para sus cuentos, crónicas y poemas, aunque en este punto debo hacer una salvedad, o una advertencia, como la que hace Google cuando ponemos « pornosonetos» y leemos: « el blog que vas a ver puede incluir contenido solo apto para adultos». Si somos tan valientes como para hacer clic en « lo entiendo y quiero continuar» llegamos a una selección de los tres volúmenes de pornosonetos que Mairal publicó con el seudónimo Ramón Paz, confiando, acaso ingenuamente, en que sus amigos bloggers argentinos serían menos botones o –en chileno– hocicones. Como fueron otros los amigos de Mairal que le espantaron el seudónimo, no tengo ahora reparos para leerles este soneto que, finalmente, no es tan porno:

Muchas gracias por ahuecar tu casa

y hacerle un rincón tibio al perro flaco

que soy por este tiempo medio opaco

y gracias por la ronda de la taza

temprana de café por la guarida

secreta perfumada de tu pelo

donde hundo la tristeza que da el cielo

celeste despiadado y por tu vida

hermosa de perfil fumando oscura

la brasa que ilumina las pitadas

las cosas que dijimos susurradas

los besos y mi mano y tu cintura

y espero que muy pronto se repita

la noche que dormimos cucharita

Es un soneto perfecto, no sólo por ese endecasílabo final, tan valiente y querendón. Pero es un soneto más softcore que hardcore. Veamos qué pasa con el siguiente:

Cogíamos felices cada jueves

los Beatles en tu cuarto repetían

su nothing’s gonna change my world y hacían

que parecieran fáciles y leves

los días de ese año ese segundo

esa risa esa tarde que ahora gira

y sé que el estribillo era mentira

porque todo al final cambió mi mundo

el viento se llevó todo al carajo

los besos los abrazos los secretos

y quedaron apenas los sonetos

las fotos del cajón de más abajo

no pasó tanto tiempo y sin embargo

ayer cuando te vi seguí de largo

Me encanta este soneto, que tampoco es demasiado hardcore, por lo que me veo obligado a leer un tercer soneto, igualmente sentimental pero ya más incorrecto y hot, o como diría algún personaje de Peter Capussoto, muy de guacho poronga.

Dos vidas quiero yo dijo Fernando

lo dijo con resignación profunda

una para coger y la segunda

para hacerme la paja recordando

y yo dijo Gastón quiero un duplete

tener a dos minitas en mi casa

bucearle el orto oscuro a una negraza

mientras la rubia puta me hace un pete

yo quiero una gordita dijo Lucas

que me quiera y se ría y no me rompa

que me pida masajes en la pompa

que me deje fumar todas mis tucas

y yo no dije nada tuve tos

no dije que en verdad te quiero a vos

La verdad es que ahora no tengo la menor idea de cómo retomar el tono del primer párrafo, así que mejor ni siquiera lo intento. Sólo espero que lo entiendan y quieran continuar. Quizás, para hacer el link, habría que imaginar a Mairal  escribiendo estos sonetos mientras sus editores le pedían a gritos una novela, porque la trayectoria de Pedro habla por sí misma: debutó muy joven, a los 28 años, con todas las luces en la cara, cuando obtuvo el Premio Clarín de Novela por Una noche con Sabrina Love, una novela rápida, divertida y medio melancólica que podríamos entender como la prehistoria del autor de esos sonetos o como la prefiguración de la historia de Mairal, porque la novela se trata de alguien a quien le cambia la vida por ganarse un premio, como le cambió la vida a Mairal con el Premio Clarín, aunque el premio que el protagonista de esa novela gana no es un prestigioso premio de novela sino uno para pasar una noche con la estrella porno del momento. La travesía de un chico de provincia que en el camino a la capital conoce a gente que le cambiará la vida, adelanta la travesía de Mairal en el mundo literario, por primera vez expuesto a las grandes ligas, traducido aquí y allá y hasta adaptado al cine el año 2000, con Cecilia Roth como Sabrina Love.

Después de una novela tan exitosa, a Mairal le tocaba repetirla una y otra vez, pero no quiso, y creo que ahí, en esa negación, en esa fidelidad a sus obsesiones, a sus búsquedas, comienza el Mairal que conocemos; el que se mueve por los géneros porque quiere y como quiere, el que escribe las novelas inevitables y no las que debería escribir, el que publica novelas en verso, el que al editar un libro de crónicas, en vez de pedirle el prólogo a algún amigo canónico se lo pide a su   papá y en vez de encargarle las ilustraciones a alguna de las cuatro millones cuatrocientas mil ilustradoras argentinas de moda, se las pide al Fran, su hijo de once años.

« Si uno diluye un buen poema en un litro de agua consigue un cuento regular», dice Pedro Mairal en las crónicas de El equilibrista, el libro que Ediciones El Laurel acaba de publicar en Chile con el título El subrayador, y enseguida agrega, sin ironía: « Si uno diluye ese cuento en diez litros de agua, consigue una novela innecesaria». Hay que decir que Mairal ha escrito cuentos formidables y novelas muy necesarias, pero en sus columnas prevalece la mirada del poeta, la mirada que domina todos los libros de Mairal, incluso esos ya célebres sonetos: cierto desdén por el tremendismo, la palabrería, la alharaca. El adjetivo que me viene a la cabeza para describir su tono es bonhomía, que el diccionario de los españoles define como afabilidad, sencillez, bondad y honradez. Algo de todo eso hay en El subrayador, aunque estoy seguro de que Mairal encontraría una palabra menos resbalosa, pues, como dice por ahí, « al final lo que importa es la lengua que usa la gente para escribir en las paredes del baño»

En los libros de Mairal hay mucho humor, casi siempre de ese que surge sin buscarlo, cuando la escritura, venturosamente, se vuelve un modo de prolongar las conversaciones solitarias. A Mairal se le ocurren poemas en el colectivo y cuentos cuando anda en taxi, y quizás hacia el final de alguna caminata arma las columnas susurrantes y medio milagrosas de El subrayador, cuyos temas son deliciosamente misceláneos: la paternidad, los demasiados libros, los conflictos vocacionales, los trajines del amor y la amistad, y sobre todo el deseo de aprender, de pronto, un poco más sobre el mundo. No creo que sea posible aludir a ese libro sin pronunciar, aunque sea a la pasada, la palabra sabiduría.

Yo no diría que Mairal vive para narrar: en algún momento, después de vivir intensa y silenciosamente, después de absorber sin pausas ni prisas el presente, Mairal decide narrar, y lo hace con tanta precisión, tan perfectamente adentrado en la experiencia, que es difícil no creerle; no creerle todo, digo. Hasta los sonetos.

 

La poesía del hombre invisible

Pedro Mairal

En los años noventa yo estudiaba Letras en la universidad, y me escapaba los jueves por la noche, con toda la felicidad del mundo, a un taller literario. Escribir y estudiar Letras, me decía, es como estar loco y estudiar sicología. Son dos cosas distintas. Así que mientras la carrera me formaba como un lector capaz de analizar casos de otros, yo ejercía mi locura personal en el taller de Grillo della Paolera. Grillo se llamaba Félix pero nadie le decía así. Era Grillo desde su infancia porque se quedaba noches enteras despierto, leyendo. Cuando lo conocí tendría setenta años. Nos escuchaba atento, fumaba su pipa y cuando cada uno terminaba de leer su texto, detrás de una cortina de humo, decía un par de cosas, pocas pero certeras. No era invasivo y dejaba que cada uno creciera en su propia dirección. Te dejaba equivocarte, te daba espacio para eso. Sus mandatos básicos a la hora de escribir eran mostrar sin explicar (el conocido «show, don’t tell» norteamericano) y leer poesía. Nos hacía leer mucha poesía, nos hablaba del haiku, de Vallejo, Neruda, Quevedo, Góngora. De vez en cuando deslizaba alguna anécdota de Borges de quien fue amigo.

Un verano caí de sorpresa a su casa en la playa, en uno de esos balnearios desolados de la costa atlántica. Su casa era el local de una galería de comercios que había fracasado y ahora se usaba como viviendas. Tenía un cuarto arriba con cocina y dormía abajo en un sótano, con una ventanita que daba al mar. Yo estaba veraneando cerca con mi familia y un día, medio revirado por el viento cruzado de esas playas enormes, se me alargó la caminata y llegué a lo de Grillo sin avisar. En los médanos me topé con una compañera del taller, una chica rubia apenas unos años más grande que yo. «¿Qué hacés acá?», nos preguntamos riéndonos al mismo tiempo. Yo era un ingenuo. Grillo era un demonio. Un hedonista zen, si es que eso no es un oxímoron. Era austero: tenía su departamento de dos ambientes con discos y libros en Buenos Aires, y su local en la playa. Nada más. Lo importante era que fluyera por ahí la inteligencia, la poesía, la música, las historias, el vino y el buen amor (una vez un amigo ingeniero calculó cuánto vino había sido bebido en ese taller desde los años setenta, y alcanzaba para inundar los dos ambientes con un metro de alto).

Entonces ahí estaba mi amiga, compañera de taller, sorprendida in fraganti en el médano frente a la casa de Grillo. Me agarró de la mano, me sentó en la arena y me explicó lo evidente: estaban viviendo juntos. Fuimos hasta el local. Ella bajó, Grillo estaba leyendo en la cama. Escuché que decía: «Está Pedro arriba. Sabe todo». Fue una indiscreción caer así de sorpresa, y sigue siendo una indiscreción contarlo ahora acá, pero Grillo no se enojó y creo que tampoco se enojaría ahora si estuviera escuchándome. De cierta manera fue liberadora la revelación y ayudó a que se consolidara ese grupo de los jueves. De vuelta en el taller, nos empezamos a quedar hasta tarde hablando, fumando y escuchando discos de Paco de Lucía, Ella Fizgerald, Joao Gilberto. Grillo a veces contaba de cuando conoció a Faulkner en Nueva York o a Heiddeger en Alemania, y como no le creíamos, sacaba cajas con fotos viejas y nos mostraba las pruebas. Ahí estaba parado, junto a ellos, en blanco y negro, en esas fotos de borde troquelado. Faulkner, al parecer, le hizo muchas preguntas sobre alambrados y corrales del campo argentino, ¿cuántos hilos tienen?, ¿cómo se encierran los animales? Grillo no tenía ni idea. Faulkner le dijo: «yo no soy un escritor, soy un granjero al que le gusta escribir» (I’m not a writer, I’m a farmer who likes writing). Heidegger, en cambio, estuvo al parecer todo el tiempo muy interesado en la traductora que acompañaba a Grillo.

Algunas noches, Grillo sacaba de sus roperos misteriosos unos poemas tipeados a máquina, que según nos contaba eran de un amigo que había muerto. Un tal César Mermet. Tenía ahí guardada, en unas viejas cajas de sombreros, toda la obra inédita de su amigo. Eran papeles y papeles y papeles. Poemas geniales con una voz expansiva, centrífuga, completamente atípica. También había ensayos y cartas a Grillo, cartas desaforadas, de veinte páginas donde escalaba en espiral las discusiones que habían tenido la noche anterior.

No sé qué hacer con todo eso, decía Grillo, es demasiado, es un trabajo para una universidad. Estaba totalmente sobrepasado por el legado de su amigo. Mermet había escrito durante toda su vida y nunca había querido publicar. Cada vez que Grillo lograba convencerlo de que juntara sus poemas para publicarlos, Mermet se ponía a corregir: modificaba los textos, los ampliaba en ramificaciones y variaciones, algunos se subdividían en dos poemas distintos, reelaboraba temas, volvía a pasar en limpio, volvía a corregir, agregaba poemas nuevos… Era un trabajo infinito. Una  especie de crecimiento botánico que de alguna manera él no quería detener con su publicación. Publicarlo era congelar su obra, no dejarla seguir creciendo. Así que nunca publicó.

De a poco, en esos jueves cada vez más trasnochados, nos pusimos a revolver entre los papeles. Lo que encontramos fue impresionante. No conocíamos todavía la cara de Mermet, de hecho quizá en ese momento algunos hasta pensábamos que podía ser el mismo Grillo, pero lo que vimos fue más que una cara, el verdadero rostro de una identidad plasmada en el papel. Porque muchos poemas estaban prolijos, pasados a máquina, pero otros eran jeroglíficos orgánicos, tachaduras, flechas, añadidos y llamadas que parecían venas, manchas, huellas de una lucha casi física por mejorar cada verso, cada estrofa. Ahí estaba el empeño obsesivo de un hombre por superarse constantemente. Los mapas laberínticos de su batalla personal, íntima. La circulación de su sangre poética. Una voluntad gigante. ¿Qué perseguía Mermet? ¿Dónde quería llegar con ese esfuerzo tan secreto?

Su único lector había sido Grillo, a quien alguna vez le dijo: «Creo que si vos te murieras yo dejaría de escribir». Pero fue Mermet el que le ganó de mano. A los 56 años lo internaron por una pancreatitis. En sus últimos días en el hospital, le dijo a su mujer: «Déjale todos mis papeles a Grillo». Mermet murió en pleno Mundial 78. Semanas después la viuda le llevó a Grillo en varias bolsas la obra completa inédita de su amigo. Lo que la viuda no sabía es que ahí estaba el verdadero cuerpo de César Mermet, el cuerpo inmortal, la palabra hacia la cual él se había transubstanciado. Voy a tratar de probar que no estoy exagerando. Pero empecemos por el principio.

* * *

Mermet nació en 1923 en un pueblo agrícola de la provincia de Santa Fe, que se llama Malabrigo. Su padre era ingeniero ferroviario. Eso obligó a la familia a mudarse por distintas ciudades del litoral, lugares fluviales, junto a grandes ríos, el agua madre que aparece en toda su obra. Después se mudó a Mendoza, donde conoció a su mujer, con la que tuvo dos hijos. En el año 51 ganó un concurso de poesía con su poemario La lluvia, pero en lugar de usar el monto del premio para publicar el libro, prefirió gastárselo en un viaje a Chile. Fue la única vez en toda su vida que Mermet salió de la Argentina. En Mendoza, en esos años cincuenta, conoció a Grillo, que trabajaba como asesor en el Ministerio de Cultura. Mermet organizó la Fiesta de la Vendimia y lo hizo a su manera, es decir, más grande que la vida misma. Según el cuento de Grillo, Mermet contrató un circo y montó una especie de son et lumiere gigante en un anfiteatro en la ladera de la montaña. Él mismo presentaba, pero solo se oía su vozarrón poetizando el tiempo y el vino mientras entraban a la pista caballos al galope, pasaban carretas cargadas con uvas, cantaba un coro, tocaba una orquesta, entraban bailarines y se iluminaba la precordillera con unos reflectores. Era como un poema geográfico. Cuando terminó, Grillo lo quiso conocer. Se quedaron hablando y tomando vino hasta tarde. Después Grillo lo acompañó hasta la puerta de su casa, pero como querían seguir hablando, Mermet lo acompañó hasta la puerta de la casa de Grillo, y así ida y vuelta varias veces hasta que amaneció.

Eran muy distintos. Grillo el guapo, gran seductor, casanova; Mermet sin suerte con las mujeres, gordo, enamoradizo. Grillo el viajero, hedonista, disfrutando su momento, metido de lleno en la vida; Mermet estático, postergándose, ausente, religioso no en un sentido católico sino en ese ir tras la gracia de la negación. Grillo era todo presente, Mermet todo futuro. Grillo creía en la vida; Mermet en la palabra. Y discutían, discutían hasta el alba y se respetaban plenamente. Al morir Mermet, Grillo perdió a su interlocutor principal, alguien de su altura para pelear. Fue de la única persona de la que lo escuché decir que extrañaba. No saben lo que lo extraño a veces al gordo Mermet, dijo una noche.

No estoy seguro cuándo fue, en qué año a alguno de los miembros del taller se le ocurrió pasar en limpio un poema de Mermet para tenerlo y mandárselo a los demás por mail. Tampoco me acuerdo si fui yo el primero, o fue otro. Pero sí me acuerdo que poco después estábamos todos pasando los poemas en archivos Word. Éramos seis o siete amigos contagiados por un mismo entusiasmo. Lo que terminó siendo una tarea de cinco años, comenzó así, como sin darnos cuenta. A más de uno nos costó un divorcio. Yo recuerdo haber estado tipeando poemas de Mermet mientras cronometraba las contracciones del nacimiento de mi primer hijo. Tuvimos que organizar el trabajo. Guardar en un mismo folio las distintas versiones de un poema. Algunos tenían hasta once versiones. Lo que resolvimos fue ordenarlos por fecha. Mermet, salvo su  poemario premiado, no había separado su obra en libros. Así que le dimos un orden cronológico, porque él fechaba todo obsesivamente. Fueron engordando las carpetas de manuscritos, se fue armando el rompecabezas de papeles dispersos. Cuando teníamos unas 300 páginas de poesía las imprimíamos en un anillado. Fueron saliendo el tomo I, el tomo II, el tomo III… Llegamos al tomo V y a un sexto tomo con la prosa. Unas mil quinientas páginas de poesía, ensayos y cartas.

Yo me hice experto en descifrar los manuscritos más enmarañados. Nunca en mi vida sentí ese nivel de absorción apasionante con ningún otro trabajo, ni siquiera con mis novelas más largas. Éramos como una secta secreta que descifraba pergaminos milenarios en pleno trabajo de oficina. En empresas, en estudios jurídicos, en fundaciones sicoanalíticas, aparecía una ventana furtiva de Windows que se cerraba cuando pasaba el jefe. Abajo del memorándum, abajo de la carpeta con planillas de Excel, asomaban los poemas de Mermet con palabras vivas que salían a la luz. Nunca era gratuito en sus anotaciones, nunca ponía algo porque sí, siempre tenía un sentido su búsqueda expresiva y valía la pena armar la trama limpia y ver el resultado final.

* * *

Parte de nuestra pasión venía del hecho de ir metiéndonos en la vida de un hombre, su vida entera. Ir viendo cómo se aparecía ante nosotros todo su arco vital a medida que íbamos completando la tarea, desde sus poemas de juventud hasta sus últimos poemas de madurez, pasando por sus mudanzas, hijos, mujeres, trabajos. Mermet no participó del mundillo literario de su época. Su única incursión fue mandar ese primer libro al concurso del año 51, pero en seguida se retiró del ruedo. Tuvo su breve fama como locutor radial en Buenos Aires, pero no quiso figurar en el mundo cultural. Borges dijo de él:

En una de sus cartas, Emily Dickinson dejó escrito que publicar no es parte esencial del destino de un poeta. Nunca sabremos si César Mermet conoció ese hoy escandaloso dictamen, pero su vida lo confirma. Prefería soñar, escribir y corregir eternos borradores. He conversado algunas veces con él; no me dijo que era poeta. Sé que era un curioso lector; su memoria estaba poblada de versos. Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo. No diré que fue un gran poeta porque, en este caso, el epíteto  disminuye al sustantivo. Diré algo más; diré que fue plenamente un poeta.

«No me dijo que era poeta»: ahí está Mermet entero. Probablemente Grillo los juntó a Borges y a Mermet en alguna cena y Mermet habrá hablado de poemas y poetas pero siempre omitiéndose. No se incluía, no quería formar parte. Desde su llegada a Buenos Aires en el 56, trabajó en periodismo y publicidad. Escribía los primeros comerciales que se emitían en vivo en esa época. Mermet hizo la campaña de pomelos Pindapoy, que fueron muy populares tiempo después, pero que al comienzo no los conocía nadie. No se comía pomelos, era una fruta medio exótica, al principio se vendían solo para hacer jugo. Mermet hizo entonces poner la cámara tras un vidrio convexo de televisor y un hombre exprimía un pomelo por la pantalla diciendo: «Pomelos Pindapoy, tienen mucho jugo». Parecía que el líquido chorreaba por las pantallas curvas de los hogares argentinos, la gente llamaba para preguntar si eso no podía dañar el aparato. «Pinda pinda pinda poy, tómelo ya, tómelo hoy». Después aparecía un hombre haciendo un gesto de sembrar la tierra al voleo pero sin tirar nada. Venía otro y le decía: «¿Qué hace? Estoy sembrando pomelos Pindapoy. Pero no tira nada», decía el curioso, y el sembrador le respondía: «Es que son sin semilla».

Entre los papeles encontramos una carpeta que preparó para una campaña de corpiños. Mermet, siempre desmesurado, hizo un informe de ochenta páginas, tomando la iconografía de las tetas desde los murales egipcios, pasando por toda la historia de la humanidad hasta llegar a lo que él definía como la mujer sexy, que surgía en los sesenta; había además en el informe un análisis exhaustivo de los corpiños de la época, al parecer muy incómodos y rígidos, y al final cerca de cien eslóganes, como por ejemplo:

– Playtex, se expande a su menor latido.

– Playtex, respira con usted.

– Apoya y respalda el busto, en elástico «reposo vibrante»…

– Confiere al busto «tensión vivaz»…

– Playtex, pone la belleza en su sitio.

«Lo que vos llamás amor lo inventamos los tipos como yo para vender medias», dice Don Draper en la serie Mad Men. Ahí estaba Mermet en los sesenta, un Mad Men sudamericano, inventando la belleza femenina.

* * *

Grillo contaba que una vez le hizo probar marihuana después de que a Mermet le entró curiosidad. Había ido con una novia al departamento de Grillo mientras este estaba en la playa. Grillo le había pedido que le regara las plantas de marihuana que tenía en el balcón. Era marzo del 76. Faltaban pocos días para el golpe militar. «Con referencia a “la agricultura” –dice Mermet en una carta–: Cumplido al pie de la letra. Pero he aquí: el éxito de la operación terminó conspirando contra la salud de los ejemplares. Los vientos fueron esta temporada muchos y violentos. Y las plantas están excesivamente altas (talla de hombre), para unas raíces tan módicas. Están jugosas las hojas, gruesos los tallos, cabeceantes las flores, fuerte el verde». Y sigue así durante varias páginas. El asunto es que a Mermet le dio curiosidad la marihuana y Grillo le dio de fumar. Al rato Mermet decía que no le hacía ningún efecto. Grillo le señaló unas naranjas que había sobre la mesa. Mirá esa naranja, « ¿no la ves así? », Le dijo abriendo las manos. Y Mermet, que ya venía fumado de cuna, le contestó con su vozarrón: «Es que es así».

Mermet veía lo que se puede llamar el aura asociativa de las cosas. Como si las cosas tuvieran links, o pelitos que las conectan con muchas otras cosas y las vuelven enormes, como una energía vibrante que rodea todo. La naranja entonces es así, es gigante porque en ella está su presencia natural, su madurez, su viaje desde el árbol, sus asociaciones afectivas del modo de comerla en la infancia, su forma geométrica, su cualidad perecedera, sus ecos en la cultura popular en canciones y refranes, su gusto, su color, su origen asiático, su jugo de palabras, con semillas, pulpa, gajos, naranjos, naranjales…

Mermet vivía en esa dimensión. Por eso sus poemas se vuelven centrífugos. Empieza a darle vuelta a las cosas, hasta hacerlas girar y estallar en el poema.

Van unos fragmentos de su poema «Aforismos del micro», escrito en uno de esos momentos en que se gastaba toda la plata ganada en publicidad y tenía que volver a viajar en colectivo:

(…)

– No pienses en tu nombre andando en micro.

Distráete del primer pronombre.

Entrégate dócilmente a un nosotros interpenetrado.

No alimentes excesiva conciencia, cólera, agravio, orgulloso pudor, corpuscular soberbia. Fluye.

– Aprende que no hay nada personal en el tormento equitativo.

No te instales ni te instituyas ni te fundes, indiferente o rígido. Ignórate y fluye.

– Hay que entrar blando y desprevenido al micro,

confiado, crédulo, ignorando el día anterior, memoria y ansiedad y miedo; anónimo y en blanco, entra ofrecido.

– Con tu prójimo inmediato

conjuga tus volúmenes, sus huesos, los tamaños.

Pero puja. Puja, pero no contiendas.

– Pujando enseña al otro, no tu poder, sino la necesaria aceptación de todos.

– El destino es lo que importa. El cada cual
llegar,
sin gloria pero sin pena, con sencillez cabal y
cumplida.

– Milagro es que logremos este mínimo acuerdo, este modesto pacto
de sufrir juntos, sin desgarrarnos,
redondearnos como rodillos comprensivos,
en entendimiento casi compasivo, en un
micro-amor primario,
en vastos primeros grados del conviviente
amor, digamos.

– Siempre cabe uno más, recuérdalo, cuando te tiente ser mojón,
clausurante frontera, tope plantado.
El espacio es magnitud modulable por la respiración,
la buena fe,
y la flexible renuncia al soy y estoy;
cuando el hombre se ignora, es interpenetrable,
sábelo.
Donde no cabe uno, caben tres,
y donde todos se aceptan en momentánea
unanimidad fraterna,
en efímero amor provisorio, el doble, el triple
cabe;
y cabe la reconciliación, en su versión corpórea,
por ahora.

– Si admites al que te desplaza, por tímidos
milímetros,
como achicado él a su ruego, y su ruego a su
perfil ladino,
y su cuerpo logrero al pequeño tesón de su
hipócrita vida,
si lo aceptas,
lo aceptas con su voluminoso portafolios y sus
gruesos paños,
tapados, sombreros y bufandas, su estridente
perfume
y el radiante rojo de su inmediata y rotunda
cara
irreal, como una enorme cosa que bufa y parece
que sonríe.
Cada cual como es y con todo lo que es.
No hay concesión parcial, ni aceptación
condicionada;
cuando das lugar, das el total lugar que cada
cual reclama,
y debes saber que renuncias a tu espacio, no
de una vez,
sino por tenaces veces, durante todo el viaje.

– No te apegues con exceso a grandes ojos pasajeros.
Ni su belleza es tuya, ni es por todo el trayecto
que su alegría es de todos y de nadie.
La promesa ambigua de su mirada no será cumplida
en este viaje;
ilumina alrededor, es cierto, pero efímeramente,
como sol milagroso entre dos lluvias.
Bajará antes o después de uno, y si bajara en la
esquina que uno,
dejará de ser parienta de destino, diluido aquello
de que fuimos parte
uno y sus ojos transitivos.
A toda hermosa le es corona el tránsito.

(…)

Nada me enseñó tanto a escribir como la poesía de Mermet. Me enseñó a no resignarme con la expresión aproximada, parecida a lo que quiero decir; siempre se puede ser más preciso, siempre se puede rodear un poco más el tema para llegar a su esencia, al centro, interrogarlo, aprender a mirar, usando la subjetividad emocional pero también la época en la que se vive con sus grandes y paulatinas transformaciones sociales. La lengua, dice Mermet, no solo expresa lo sido, lo consumado e instituido, lo convalidado  y promulgado y visible y audible de un siglo. Expresa lo que deviene, lo que pugna el ser por decir en la persona y en las formas y estilo de una cultura, antes de que cultura y persona consigan objetivarlo.

La lengua a la que se entregó Mermet. Aquello en lo que decidió convertirse, a medida que fue transparentándose, ausentándose del mundo. Porque al principio fue una imposibilidad de llegar a una versión definitiva de sus textos lo que lo omitía, pero después ya fue una clara decisión la idea de concentrarse en su escritura y volcarse en la palabra por entero sin pretender nada a cambio: ni reconocimiento, ni lectores, ni aplausos, ni premios, ni publicaciones. Si estaba la lectura de Grillo como puente mínimo de comunicación, le bastaba. Y no escribía para Grillo, digo, lo textos no estaban dirigidos a él, salvo las cartas. Grillo funcionaba como el lector ideal, era de alguna manera todos los lectores.

Mermet sentía que no estaba del todo en el mundo. Sabía que estaría algún día presente en su palabra, pero se sentía ausente de su propia vida. «Mira el cielo y verás cómo no estamos», dice en un poema. Los títulos mismos ya dan cuenta de esa idea recurrente: «Maneras de ausencia», «Las fiestas de faltar», «Nosotros los irreales». Le fascinaba faltar, pensar el mundo sin él, disminuir el yo hasta lo diáfano. «Cambié por la palabra, mi vida. Pagué. Hice el trueque», le dice a Grillo en una carta.

* * *

En 2005 empezamos a dar a conocer su obra y publicamos una antología. Ahora estamos preparando los distintos tomos de la obra completa. Yo sé que va a ser una tarea para toda la vida. Pero siento que sacar a la luz la poesía de Mermet me justifica mucho más que escribir mis propias cosas. Soy un apóstol de Mermet. Difundo su palabra.

* * *

Grillo murió en 2011. Estaba perfectamente lúcido pero el cuerpo ya no le daba más. Tenía 87 años. Él mismo decidió que no le dieran más alimento por sonda ni más suero. Hacía un año que estaba en cama en su casa. Vinieron de cuidados paliativos del hospital, le hicieron preguntas de rutina: « ¿Usted se quiere morir? No, pero no quiero seguir viviendo así» dijo con un hilo de voz « ¿Usted es religioso? No, soy supersticioso» Yo lo fui a visitar unos días antes de su muerte. No podía hablar pero contestaba con gestos. Te  dejaba estar cinco minutos y podíamos ir de a uno. Me acuerdo que toqué tres temas con él. Cómo iban mis talleres (él me había ayudado mucho dejándome que le copiara el formato de su taller y hasta las consignas), cómo iba la casa que estábamos arreglando con mi mujer en Entre Ríos, y cómo seguía el trabajo de Mermet. Grillo nunca nos pidió que hiciéramos ese trabajo. Nos dejó que nos entregáramos a eso con felicidad. Yo creo que lo alivió que nos repartiéramos el peso de su amigo. Los papeles de Mermet están ahora en mi casa. Los amigos del taller siempre nos seguimos viendo. Tuve una suerte enorme de poder conocerlo a Grillo y también de conocer a través de él a Mermet.

Uno de sus últimos poemas termina así:

Mira el cielo y verás cómo no estamos,
de qué modo llegamos a ser solo el espacio,
donde todo es culminante cumplimiento.
Alza los ojos y ve qué luminosamente falta
la opacidad doliente, gris y vana
de nuestra lucha,
qué ausencia nos exime en lo muy alto,
de dar sombra en el mundo, y nos olvida,
y cómo fiesta y dolor coinciden, exaltados
en esta intensa perfección de luz,
que tantas veces contemplamos juntos,
de tanta amada claridad, caídos.