Es el 4 de noviembre de 2008, son las seis de la tarde y muchas cosas están por pasar. El mundo entero tiene los ojos puestos en Estados Unidos, donde, si todo se da bien, veremos cómo gana Obama su primera Presidencia y cómo el inefable George W. Bush recibe su merecido castigo tras ocho años ignominiosos. En Chile, mientras tanto, Michael Stipe y el resto de los integrantes de R.E.M. se preparan para su segundo concierto santiaguino. En el aire se percibe una sensación de triunfo y esperanza, aun acá, a miles de kilómetros de distancia de donde realmente se está jugando algo.

En circunstancias normales, esta sería para mí una gran noche. Soy un fan absoluto de R.E.M. y tras haber ido con mi mujer y amigos al concierto de la noche anterior, tengo en mi mano tres entradas para repetirme el plato en esta segunda noche que promete ser histórica, esta vez con mis dos hijos mayores, de diez y de ocho años, lo que me ilusiona enormemente y se ha transformado en algo muy relevante para mí, casi tanto como si se tratara de un rito de pasaje familiar.

Además, he seguido la trayectoria de Obama desde cuando era congresista por Chicago y su tremenda estrella recién empezaba a brillar. De hecho, tengo en mi oficina un gran letrero de cartón y decenas de chapitas y calcomanías con el Yes we can, casi como si fuera la oficina de propaganda de Obama en Chile. Me las mandó mi amiga Lynsey–abogada, negra y demócrata–, quien años atrás, cuando compartíamos oficinas colindantes en un estudio de abogados de Washington, antes de que yo volviera a Chile y ella se fuera a trabajar al Capitolio, a través de unas largas conversaciones sobre lo que significa ser minoría me hizo entender el significado de lo que hoy está ocurriendo en Estados Unidos y de todo lo que hay detrás de ese Yes we can, quizás si el mejor eslogan de la historia política reciente, y el resumen de la mejor y más esperanzadora campaña electoral que muchos de nosotros hayamos visto alguna vez.

Si todo se da bien, a eso de la medianoche, sabré por boca de Michael Stipe, un gran activista pro-Obama, que Yes, they could, que Wolf Blitzer o Anderson Cooper ya habrán confirmado en CNN que hay más estados azules que rojos, que Obama tiene los votos electorales suficientes, que la ventaja es irremontable y que Estados Unidos –y quizá el mundo– ha iniciado el giro hacia una etapa mejor y más luminosa. La perspectiva de vivir eso al lado de mis críos es más de lo que puedo pedir.

Lamentablemente, nada de eso ocurrirá. O mejor dicho, sí lo hará, pero yo no lo viviré como lo había soñado. Tras una serie de sucesos que se desencadenan a lo largo de ese día, a la hora en que R.E.M. salta al escenario del Arena Santiago y en Estados Unidos empiezan los conteos de las primeras mesas, yo ya estoy muy lejos de todo eso, en la calle Marcoleta, en la Clínica de la Universidad Católica, viendo morir a mi padre e iniciando la noche más triste de mi vida. Una leucemia aguda, tras las tres semanas más cortas y a la vez más largas que haya vivido, se lo lleva a los setenta y siete años. Mis niños experimentan efectivamente un rito de pasaje, pero distinto del planeado, que partirá temprano a la mañana siguiente cuando, inocentemente pero intuyendo que no había sido algo trivial lo que los alejó de ese concierto del que tanto les había hablado, me pregunten con los ojos bien abiertos cómo estaba el Tata.

Esa noche, cuando finalmente llego a mi casa, a eso de las dos de la mañana, tras haber dejado el ataúd de mi papá en la iglesia donde lo despediremos dos días después, sintonizo CNN y confirmo que lo que se esperaba se ha cumplido. Veo un resumen del discurso que Obama da en Grant Park, Chicago, e imágenes de las celebraciones de esa noche alegre que se vive a lo largo de todo Estados Unidos. Contemplo esas imágenes con total frialdad, incapaz de sentir algo, entumecido, en esa dimensión extraña a la que uno arranca en momentos de dolor. Aunque aún no lo sé, mientras el mundo celebra desbordando esa esperanza propia de las epifanías, yo inicio un largo, muy largo viaje desde el día hacia la noche.