El libro, ni falta que hace decirlo, es aparente y superficial. Casi todo en él, desde las solapas hasta el colofón, conforma un paisaje falso, un simulacro, cuyas referencias a la realidad, incluso en los libros de “no ficción”, no son capaces de contener la experiencia, las situaciones, los hechos o los afectos a que aluden. Al espesor sicológico de los personajes o a los distintos niveles de narración, como a la profundidad de campo en la fotografía o a la armonía en la composición musical, no se les puede meter el dedo. En ese sentido, la única realidad plenamente real del libro es lo que no se ve ni se lee, es decir, el pegamento y el interior del papel. Suena burdo, pero así es. Todo el resto, incluida la porción visible del hilo que cose las páginas, se lee, se integra a la proyección del lenguaje. Se leen las palabras, los blancos alrededor y a veces dentro de las letras, la foto del autor y aun el código de barras, las portadas monocromáticas o a todo color o acuñadas en doré, se lee incluso la diferencia de superficie entre los párrafos largos y los cortos, pero entre una página impar y la siguiente hay un material oculto al ojo, el corazón de la hoja, puro papel sin letras, que con los años se vuelve amarillo y a veces se reseca y resquebraja, dando así, por primera vez, una señal manifiesta de su existencia. Lo mismo le ocurre al pegamento, cuando los años –o la negligencia de emplazar la biblioteca cerca de una ventana soleada o el descuido de los vendedores callejeros de libros usados– lo hacen saltar a la vista, ya duro, arruinado, inservible, muerto. Pero el resto del libro, o sea, casi todo él, sigue siendo el mismo. Bueno, malo o mediocre, basado o no en la vida real, valiente o cobarde, original o trillado, un simulacro es siempre inmune a la realidad, al deterioro que da la realidad. Y, sin embargo, en cada libro, hay una vocecilla de barba blanca que dice:

Camarada, esto no es un libro. El que lo toca, toca a un hombre.

¿Qué es eso de “toca a un hombre”? Es muy difícil traducir esa voz hoy, cuando la situación del autor no conserva más que trazas, a menudo sombrías y molestas, de lo que fue en el siglo XIX y hasta mediados del XX e incluso durante el boom latinoamericano y sus coletazos de autores consagrados a la escenificación de una presencia cultural o contracultural. Quizás el último estertor de ese libro humano, ese libro “tocable” que pretendía contener materialmente la vida en el artefacto, fueron los libros del compromiso, por llamarlos de algún modo, los libros militantes en alguna causa plausible. En eso cabe incluir desde la literatura testimonial hasta el poemario vitalista o aldeano: el abanico es amplio. El libro humano al parecer necesitaba una importante dosis de inocencia y acaso también un total rechazo a la sospecha. Esa inocencia podía ser algo real o impostado, así como la ausencia de sospechas una actitud genuina o una mera omisión o convenio tácito entre autor y lector: lo importante en esos libros humanos era asumir, viva o teatralmente, que la lectura era una suerte de comunión, un rito entre litúrgico y fraternal, en oposición a la frialdad del arte por el arte, los mármoles de la academia o los divertimentos burgueses.

Actualmente, entre escépticos, todo eso suena a embuste, porque lo “verdadero”, lo “auténtico”, se ha desplazado desde el cuerpo sólido del libro a una niebla difusa en el lenguaje. No es necesario pensar en la autoficción para darse cuenta de que los autores están ya muy lejos de ser sus libros y de siquiera sugerir –no, ni en broma– que el lector, al leer, los toca. Si la autenticidad aún es un valor del libro, hay que buscarla en otra parte, en cualquier parte, salvo en los aspavientos del libro.

Pero, camarada, le recuerdo que un libro no es un libro. El que lo toca…

Y claro: siempre queda una nostalgia. Una brizna de la vieja esperanza de que el libro sirva para algo, que no se pierda para que su autor no se pierda con él. Un hijo, un árbol, un libro: ese tipo de brizna, esa hilacha más bien. Quizás por eso aún son tan importantes los nombres de los autores en las portadas, aun cuando nadie, o tal vez alguien, quién sabe, admitiría que esos nombres están pegados materialmente al autor. Allí los nombres son importantes, pero al parecer ya están desprendidos del ser humano e integrados al simulacro del libro. En el cine eso está muy claro: la película no comienza con la primera toma, sino con el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer o la danza de estrellitas sobre el monte de la Paramount Pictures, a partir de lo cual todo es artefacto, incluido el nombre del director. El autor es la firma y la firma es también el estilo, pero la firma no se puede tocar, sino solo leer junto a las demás partes del todo. Por lo tanto, da exactamente igual que ese nombre sea el nombre verdadero o un seudónimo o tres asteriscos: en la portada, la existencia real está proscrita, mientras que la firma es coronada en su dominio. Ya se verá si esos tres lindos asteriscos rugen tan bien como el león de la Metro o ese seudónimo creativo impulsa las páginas con algún sentido o aquel tosco nombre civil es un lastre, una garantía o un despropósito. Firmar un libro con algo no tiene ya el sesgo ritual de la comunión, sino que es sellar, ingenua o premeditadamente, mediante una convención, el artefacto literario. Por lo mismo, los seudónimos y los asteriscos y todos los “gestos” relativos a la identidad del autor se encuentran tan devaluados, porque no son preferibles a priori, al extremo de que la decisión de la firma, al menos en el ámbito hispanohablante, a menudo se reduce a incluir o no el apellido materno y a regodearse con alguna inicial misteriosa. Los escasísimos autores que firman con invenciones no lo hacen pensando en su identidad, sino de acuerdo a un plan integral de simulacro. Washington Cucurto, por ejemplo, es un apodo, pero también es una firma que perfectamente podría ser un nombre de banda de cumbia-rock o bailanta o sound. “Cucurto y los hegelianos del ritmo”, ponte tú. Cucurto es un seudónimo artístico hecho y derecho, que no pretende ser “humano” ni tocable, como lo pretendía el nom de plume típico de antaño, cuyas resonancias culturales hablaban, comunicando, por la razón que fuera, un hombre o una mujer de cuerpo entero: Augusto D’Halmar o Marcela Paz. O mejor: Alone.

Esto me lleva a otro punto, que es el de la firma propiamente tal. También me lleva a otros puntos, y si quieres hablamos de eso más tarde, pero lo que ahora me interesa son las firmas.

¿Quieres decir: autores, hombres, plumíferos?

No precisamente. Me refiero a esa forma de escritura que se llama firma. A las moscas, a las millonarias, a esas firmas. Aunque, pensándolo más, esto es una historia un poco larga, tal vez no venga a cuento.

Como quieras. A mí me da igual, yo estoy aquí de palo blanco. Mientras me dejes decir que un libro no es un libro, etcétera, todo bien.

Visto así, bueno, qué más da: hablemos de esas firmas. Ya ves que no me hago de rogar. Pensemos entonces en los abuelos, los bisabuelos, la gente antigua. Me da la impresión de que ellos tenían firmas que lucían mucho más sobre el papel que las actuales de los nietos y bisnietos y para qué te digo tataranietos y choznos. Es una impresión, nada más, y excluyo de ella la masa de abuelos que firmaba con una equis junto a su huella digital o con su nombre en mayúsculas de palotes; es decir, dejando a un lado el asunto del analfabetismo, pareciera ser que la cualidad ornamental de las firmas se ha degradado con el paso de las generaciones. Desde luego, de ser cierta mi impresión, no significa que el diseño de nuestros garabatos a lápiz Bic, ya sea por lo sencillo o por lo torpe o desaliñado, sea estéticamente peor que el de aquellas firmas a pluma fuente, cuyas seguras caligrafías y rúbricas estilosas, hay que reconocerlo, no siempre estaban a la altura de sus propias exigencias gráficas. No está claro cuáles firmas sean mejores, las de antes o las de hoy, y tampoco soy yo el más indicado para esclarecerlo. Lo que sí está claro es que las de antes lucían, iluminaban, más que las actuales, tanto como que era ésa su razón de ser: lucir, relucir, esplender. Si lo pones en términos coloquiales, las firmas de antes tiraban pinta.

¿No es eso un prejuicio cultural? Pareciera que tomaras las firmas letradas como la norma de una época.

Puede ser. Pero incluso si dejas fuera las firmas de rúbricas artísticas, la observación que acabo de hacer mantiene cierta validez, al menos en lo que recuerdo. Recuerdo firmas de campesinos, pacos jubilados o forradores de botones que no desentonarían al lado de las de juristas o maestros de bellas artes. Mi propio abuelo, que abandonó la escuela a los nueve años para trabajar en una picaduría de leña, tenía una firma que ya se quisieran los presidentes del Banco Central, el actual y su antecesor, cuyas garrapatas en los billetes, dicho sea de paso, a diferencia de la mariposa de mi abuelo en los pagarés, cualquiera puede comprobar que es deplorable, infantil y pobre de carácter. La de mi abuelo era una firma sencilla, humilde, de pocos trazos, pero segura, armónica y bien compuesta. La del presidente del Banco Central no tiene pinta de nada. Ahora bien, si eso es un ejemplo exagerado, me gustaría ver una comparación de firmas en un mismo nivel socioeconómico, el de los magnates, pongamos. Los magnates de hoy firman como gañanes. Es probable que esa degradación ornamental, primero por la masificación de la máquina de escribir y después por la del computador, se deba a que las necesidades caligráficas de la sociedad se han vuelto cada día menores (tener bonita letra ya ni siquiera es útil para escribir cartas de amor), como también es probable que se trate de simple desdén: cosas de la posmodernidad. No voy a ahondar en eso. Lo importante es reconocer que en algún momento de ese tránsito generacional debió de realizarse la consagración de la “firma de gerente”, también llamada la “millonaria”. Y esta nueva forma de firmar no se caracteriza por su minuciosidad o su arte, sino por su vigor y su prepotencia. En ella lo que importa no es lucir, sino arrasar o imponer. Es un antecedente, creo yo, del fenómeno de gigantización de la burguesía, que abandonó su aprecio por los detalles y las filigranas en beneficio de una tosca megalomanía de casas cúbicas y autos monstruosos.

Me temo que estás yendo demasiado lejos con la digresión.

Tienes razón, pero, camarada, esto no es un artículo, es un hombre.

¿Crees que no sé bromear también? Saldrías perdiendo…

Ya, no te lo tomes así. ¿Acaso nunca nadie te ha tomado el pelo? Mira que barba tienes de sobra. Pero, en fin, aquí vamos otra vez. Sí, exageré, pero quizás era necesario para decir lo siguiente: ¿no se parece esa costumbre de nuestros abuelos, la de firmar con una verdadera orquídea caligráfica aunque uno fuera un pobre desheredado de la fortuna, al amaneramiento (casi digo cursilería) de las figuras tutelares de la literatura chilena? ¿Qué ganó Gabriela Mistral con enterrar su tan chileno y criollo Lucila Godoy Alcayaga bajo un seudónimo extranjerizante y fatuamente literatoso, desterrando lo propio y adoptando el santoral de un dudoso Parnaso para encabezar una obra que tiene lugar, paradójicamente, en los más profundos laberintos del arraigo y su crisis? ¿Y, asimismo, qué hicieron Neftalí Reyes y Carlos Díaz Loyola con sus nombres, con sus señales inmediatas de identidad, las mismas que tanto y con tanta fuerza proclamaron en sus obras? ¿Y no son ellos tres, justamente, emblemas de una literatura que pone lo auténtico por sobre todas las cosas?

Esa contradicción es un punto crucial en la historia de nuestra literatura, en particular de nuestra poesía, que está marcada por el mito del prestigio social. Al igual que las firmas floridas querían espantar las miraditas y los desprecios con un decorado de respetabilidad, aquellos seudónimos no solo respondían a un uso de la época, sino que apuntalaban la apreciación económica o social del autor, su visibilidad en el quién es quién, su lucimiento de perlas sobre el barro de los apellidos criollos, comunes y fundacionales.

Tal vez olvidas que en el tiempo de esos autores el seudónimo estaba legitimado por el uso, por la costumbre.

No lo olvido. Por el contrario, habría que subrayarlo, porque los tres estaban atentos a las costumbres y a menudo las enfrentaron con espíritu crítico y hasta rompedor. Por lo mismo, me parece que no eran indiferentes sino que estaban de acuerdo con el uso de seudónimos: cada uno por razones distintas, ninguno de ellos escogió el suyo de manera inocente. De Rokha trazó un plan: la fundación de una dinastía. Mistral se proyectó entre las figuras del Parnaso. Y Neruda puso la primera piedra de su monumento. De Rokha y Neruda, además, compartían una conciencia de la materialidad del libro, el primero con su impronta en el carácter vigoroso, rústico y colosal de Multitud, y el segundo con su intervención en el diseño de muchos de sus libros, partiendo por la minuciosa y encaprichada preparación de los Veinte poemas.

Así que al menos para ellos, camarada, un libro no era un libro.

Exacto. Y, naturalmente, en su tiempo, eso era algo muy adecuado y, lo que es más importante, era consistente con la construcción de su obra. El problema es que tuvieron que pasar muchas décadas para que se empezara a entender que eso no era una función de la poesía, sino una convención de la época. Nicanor Parra fue el primero en comprender que los seudónimos eran un asunto que no se puede tomar a la ligera, por lo que él representa el quiebre definitivo con esa manera de entender la autoría, pero de todos modos en él es aún muy fuerte la noción de personalidad literaria, unas veces como nostalgia, otras como explosión del ego. Es razonable suponer que a Jorge Teillier, por su parte, su firma real le satisficiera plenamente en el plan de su obra: un nombre sencillo y un apellido francés que certificaban tanto sus filiaciones literarias como su origen aldeano en las colonias de la Frontera. A Enrique Lihn, en tanto, el asunto lo tenía sin cuidado, probablemente porque –salvo por los necesarios coqueteos de Gerardo de Pompier– su poesía no entra en el juego de la autoría, pero tampoco en su combate. Después de Parra, ni Teillier ni Lihn ni nadie puso en crisis definitiva la autoría antes de Juan Luis Martínez, que decantó una propuesta obsesiva sobre el asunto. En Chile al menos, ese momento yo diría que es la bomba atómica que arrasó el lugar del autor y su nombre, dejándolo todo en veremos.

Pero los seudónimos no han desaparecido.

Claro, no lo han hecho, pero ya no son palpables ni significan más que cualquier signo que haga las veces de firma en la portada. El autor está afuera del libro: da entrevistas, vive retirado, es un payaso, está enfermo, es millonario, se alimenta de baratas, arma toda clase de polémicas o prefiere comer churros rellenos en el Parque Forestal. Para ese autor desprendido del libro, el seudónimo, ya lo dije más arriba, está completamente devaluado. Los que firman con seudónimo solo consiguen cambiar su nombre por otro, a menos que se trate de un idiota que supone estar creando con ello una personalidad literaria: un Orwell, un Mishima, un –o una, como prefieras– Jorge Sand. No me refiero, desde luego, a los heterónimos, que son una práctica vigente y hasta necesaria cuando se debe firmar una diversidad de opúsculos que “llaman” a un autor distinto. Yo mismo tengo heterónimos instrumentales: a uno lo tengo de periodista cultural, a otro lo hago comentar libros, al de más allá lo hice contestar el correo de los corazones literarios hasta que se cansó y lo maté para que descansara en paz. No estoy hablando de eso, sino de la firma que se juega el pellejo en la obra. En esos términos, todo aquello del “genio y figura” ha quedado en el cajón de la impostura inútil o estéril. Incluso se han dado casos extraños, emotivos, de gente que ha renunciado a su seudónimo para volver a su nombre civil: Guillermo Riedemann, por ejemplo, que mató al Esteban Navarro que fue durante unos 30 años, para volver ahora a fojas cero. Háceme esa.

Entonces, volvemos a la autenticidad.

Sí y no. Quizás. Puede decirse que la autenticidad ha recobrado bríos, pero su lugar es otro y, aunque todo indica que nunca lo encontraremos, al parecer no queda más remedio que seguir buscando.