Las fronteras de Moscona

Presentación de Alejandra Costamagna

¿Lo de arriba es lo de abajo? Esa es una de las preguntas que deja flotando la poeta, traductora, ensayista, periodista cultural y narradora Myriam Moscona, en un poema de su libro El que nada, publicado en 2006. Lo de arriba y lo de abajo, el pasado y el presente, la muerte y la pulsión vital, la vigilia y el sueño, lo real y lo imaginario: el juego de fronteras aparecerá como una marca atávica en los libros de esta mexicana, hija de padres búlgaros sefardíes, que ha sido galardonada con el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro Las visitantes, en 1998, y con el Premio Nacional de Traducción, en 1996, por La música del desierto, de William Carlos Williams. En 2006, además, recibió la beca de la Fundación Guggenheim para escribir un libro de poesía que luego se transformó en la novela Tela de sevoya, su primera novela por lo demás, con la que ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 2012. La pregunta por lo de arriba y lo de abajo asoma como la contraseña de una escritura que se sumerge en los límites, que disloca los registros y explora en la lengua como quien reconstruye una genealogía rota.

En un artículo publicado en 2009 Margo Glantz decía que si se examinaban uno a uno los libros sucesivos de Myriam Moscona era evidente que, poco a poco, sus poemas iban apuntando al vacío. O más bien que trataban de «inaugurar otro lenguaje, llegar al borde». Y hacia el final de su artículo, Glantz abría una seguidilla de preguntas sobre los futuros libros de Moscona: «¿Por qué nuevo camino se puede andar cuando se ha alcanzado el vacío? (…) ¿Habrá que volver a empezar? ¿O se abrirá brecha explorando otros géneros, subvirtiendo la lengua, sin llegar a absolverla?» Y luego de las preguntas, venía el vaticinio: «Porque Myriam –decía Margo– se acerca ahora a otro vacío, el de una lengua que se extingue y que ella quisiera recobrar, el ladino».

Es eso, en efecto, lo que vino a continuación en la escritura de Myriam Moscona: su nuevo camino. Acaso sus poemas previos cristalizaron y abrieron paso a otro vacío, esta vez doble: uno familiar y otro de la lengua. Dos pérdidas que vuelven a cruzar el arriba con el abajo, el sueño con la vigilia, lo remoto con lo naciente, pero también el español arcaico con el contemporáneo. Es esta Tela de sevoya, que se escribe con ese, ve corta e y griega (en vez de ce, be larga y doble ele); que inicialmente sería un libro de poesía y terminó siendo no solo una novela exquisitamente híbrida sino también un viaje hacia los orígenes; y que es también, a fin de cuentas, una involuntaria carta de presentación de la propia autora, que remite especialmente a una herencia cultural híbrida.

«¿Todos los abuelos de la tierra hablarán con esos giros tan extraños?», se pregunta Moscona, al inicio de la novela. Y la respuesta es no. Esos prodigiosos giros del habla que la escritora reproduce en Tela de sevoya no pertenecen a todos los abuelos, sino solo a aquellos que hablan ladino (también llamado djudezmo, spanyolit o judeoespañol), la lengua usada en el destierro por los judíos que fueron expulsados de España en 1492. Una suerte de «infancia del español», como grafica Moscona, que hoy practican solo trescientos mil hablantes, casi todos ancianos. Casi todos «aedados» habría que decir si seguimos el léxico de este castellano antiguo, altamente oral, que conserva sus matices arcaicos pero se enriquece y va experimentando cambios a través del contacto con los lugares de la diáspora.

No todos los abuelos le llaman «chikez» a la infancia, «mansevez» a la juventud, «mentirozim» a los mentirosos, «lampa de trafik» al semáforo o «apretamyento de korason» a la angustia. Los abuelos y los padres de Moscona, que llegaron de Bulgaria a México a comienzos de los años cincuenta del siglo veinte, ocupaban con naturalidad esos y otros términos. Ellos seguían las normas implícitas de una lengua anclada en el tiempo y la memoria, que sin embargo se adaptaba a sus lugares de destierro.

Una lengua al mismo tiempo congelada y en movimiento. Pero la genealogía fue interrumpida al morir la parentela del origen. Y esa fue la huella que se propuso rastrear Moscona en este libro fronterizo, donde entreteje las formas de la novela con las del ensayo, la poesía, la crónica y la entrevista para indagar en una memoria múltiple: la de una lengua en peligro de extinción, la de un pueblo desterrado, la de una familia de emigrantes, la de una hija inquieta, la de alguien que ha decidido hablar con sus muertos. La memoria como un «inquilino incómodo» que moviliza la escritura.

Más de cinco décadas después de la salida de sus padres de los Balcanes, en 2006, Moscona visita Bulgaria y apunta en su diario de viaje: «Me propongo ir en busca de los últimos judíos que aún hablan ladino, escuchar sus inflexiones, registrar sus voces». Ella quiere –necesita– conocer la casa de su madre en Sofía y la ciudad montañosa donde nació su padre, Plovdiv. En clave rulfiana, apunta que ha venido hasta la tierra de sus ancestros «porque me dijeron que aquí podría descubrir la forma de atar los cabos sueltos». Pero más que atar cabos, lo que hace la escritora –como lo venía insinuando en sus publicaciones anteriores– es atesorar un material de diversos registros y tesituras que agrupa en seis secciones intercaladas: en Distancia de foco aborda la infancia y la memoria familiar; en Molino de viento reúne sueños o relatos fantasiosos de otros mundos; en Pisapapeles reflexiona en un tono de corte ensayístico sobre la historia del ladino; en Del diario de viaje reproduce los apuntes de sus días en Bulgaria y en La cuarta pared y Kantikas intercala versos, refranes, cartas y fragmentos de diarios apócrifos, escritos en judeoespañol. Lo que resulta no es, naturalmente, una novela de corte tradicional. Y esa es otra de las fronteras que Moscona traspasa con sobrada virtud.

La poesía, su poesía del origen, se cuela en estas páginas por derecho propio. Y así la escuchamos brotar con forma de ensayo, por ejemplo, en estas líneas:

Montarme en la memoria falsa de mis muertos, en las certidumbres de una vida que parece transcurrir en otra dimensión; la vida de los otros que entra a nuestra corriente mental como el brazo de un río que lo hace más caudaloso, que nos arrastra, mezcla las aguas, a tal punto que no logramos distinguir de qué afluente emanan. Percibimos la corriente llena de peligros, tal como esas aguas del mar congeladas donde los niños patinan en invierno sin saber que apenas más abajo hay una vida compleja organizada en la oscuridad (52).

Volvemos entonces a la pregunta del origen: «¿Lo de arriba es lo abajo?». La vida de los otros y la nuestra, la de nuestros antepasados y nuestros contemporáneos, los hechos reales y sus fabulaciones entran en diálogo en este registro memorioso que nos ofrece Moscona. «El meoyo del ombre es una telika de sevoya», dice el tío Salomón, uno de los personajes recreados en las páginas de Tela de sevoya. Y la sobrina Myriam Moscona parece decirnos todo el tiempo, desde sus primeros poemas hasta esta novela –pasando por la poesía visual, los ensayos y las traducciones– que la existencia es una tela fragilísima. Tan frágil y tan persistente, sin embargo, como el sonido de una lengua de quinientos años, que ha sobrevivido por treinta generaciones e infinitos desplazamientos. Escuchar esa voz, no dejar que se pierda, acariciarla como un mantra. Eso viene a proponernos, en definitiva, el bellísimo libro que hoy circula también en Chile. Y que podemos leer, de paso, como el perfil más preciso de la escritora que hoy nos visita. Escuchémosla a ella.

 

La memoria: un inquilino incómodo

Myriam Moscona

 

 

1. La negativa

No lo sé o no puedo explicarlo del todo. Fueron años con su libro en los estantes. Hojeado apenas. Es cierto. Yo conocía el tema –te consta–, estaba llena de referencias sobre esa noche, llamada la noche más larga en la historia de las civilizaciones. Eran esas, las suyas, las referencias más lúcidas, las que no quise o no pude leer. Primo Levi mató varios pájaros con una misma piedra. O quizá los remetió a la circulación de un cielo que siempre estuvo cerrado y que al recibir el latigazo de la piedra fue despellejándose, poco a poco, como una pregunta existencial que se plantea pero nunca acaba de aclararse. Siempre una zona de incomprensión sobre los límites del hombre.

Levi, recuperado de la escarlatina, sin fiebre, sin frío, con zapatos sin roturas, miraba al otro, a ese-otro-sí-mismo, al que dejó de ser hombre, al enfermo, al congelado, al sagaz, al que pudo comenzar una nueva frase, allí, en los márgenes del dolor, pudo verse a sí mismo deshecho, sin gritos, susurrando, con el número 174517 en el antebrazo por siempre, pero con esa claridad que lastima cuando se le ve de frente, como el sol del mediodía. Era también en Italia, ¿lo sabías, no? Yo no recuerdo, salvo que, al concluir un recuento inacabado, hizo lo que todo escritor cuando piensa que el texto ya no puede estirarse ni concentrarse más. Lo llevó a la editorial.

¿Cómo lo imaginas? No, no lo sé. En la fotografía tiene una barba de candado. Si no supiera nada de él, ¿realmente diría que es un hombre triste? Tampoco lo sé, aunque sí, probablemente lo diría. No fue directamente a la editorial. Lo hizo llegar. Lo siento, pero tampoco conozco de qué medios se valió. Solo sé que lo hizo llegar. La editorial italiana recibió su manuscrito grapado en el borde izquierdo, en el tronco de las hojas, en el lugar donde el cuerpo aloja al corazón o donde lo pudo haber perdido. Tal vez en la zona de su recuperación. No digo tonterías. Eso sí lo digo con certeza. El libro que estaba guardado en mis estantes fue, antes que sus palabras, la encarnación de lo que Franz Kafka también sentenció: «La vergüenza de ser un hombre. ¿Podría, acaso, existir una mejor razón para escribir?».

2. El estado imposible de la fe

El mayor mal ante la mejor de sus salidas, la única, tal vez. La grapa a la izquierda fue desprendida allí, en Italia. Habían pasado dos años. Ya no había escarlatina, ni fiebre, ni se tragaba el potaje, ni se comía como en un gallinero, ni se pesaba 45 kilos, ni se andaba con el cuerpo desarropado en el hielo, sin calorías, llagado, cargando piedras del mismo peso de su cuerpo.

En alemán existe un verbo, registrado en el testimonio de Levi, para el comer de los hombres: essen. Otro verbo, fressen, se usa para el comer de las bestias. Entre el 22 de febrero de 1944 y el 19 de octubre de 1945, el verbo fressen era el que Levi se decía al abrir la boca y llenarla con media razón de pan y el potaje que mal alimentó por meses en esos cuencos asquerosos a los millones de prisioneros.

La grapa del lado izquierdo fue desprendida en la editorial italiana. Se pasó al departamento de dictamen. El texto se leyó. Se redactó un reporte. Volvió a graparse para que las hojas no se quedaran dispersas. Se dijo que no. Que no debía publicarse. Es decir, el dictamen fue negativo. Qué daría por conocer ese dictamen, conocer las razones o sinrazones de la negativa. Pienso en la vergüenza de André Gide cuando dijo que Por el camino de Swan de Proust era insulso, que a nadie le importaban las razones por las que un chico no lograba quedarse dormido o de cómo sufría porque la madre olvidó darle el beso de las buenas noches. Y ese famoso dictamen fue negativo. Recomendó a la editorial no publicar al autor. Al menos, En busca del tiempo perdido, en su primer volumen, Por el camino de Swan, no. Y Gide pasó a la historia por ello casi tanto como por sus Alimentos terrestres o por el resto de su obra. En ese momento se le pagó por su trabajo y él se fue a dormir tranquilo. Fue el tiempo el que le devolvió ese instante de ceguera. Pero ahora estamos en Italia. Es 1947. Se ha acabado la escarlatina, la fiebre, la base de los pies se ha vuelto a cubrir de piel, las uñas se han regenerado. Insisto. No hay fiebre, ni se camina rapado a veinte grados bajo cero, ni se comparte una litera con alguien que ha defecado durante la noche junto a ti, enfermo, bajo las mismas sábanas.

Es Italia, algunos años después. La editorial ha recibido un libro grapado en el costado izquierdo, donde en el cuerpo humano hay un corazón. La dictaminadora ha resuelto su negativa. La editorial ha acatado la negativa. Si esto es un hombre, primer libro de Primo Levi, es rechazado. Me llega el nombre de quien ha firmado el dictamen. No puedo aceptarlo o no lo entiendo. ¿Por qué ella? La admiro desde tiempo atrás. Te consta cuánto te he hablado de Natalia Ginzburg. Esa escritora judía. En realidad Natalia Levi, según su nombre de soltera. Sí, con la misma ortografía que Primo, con la i latina. Nacida en 1916. Tres años mayor que su escritor rechazado. Ella, de Palermo. Él, de Turín. Ella, con su familia, procesada por sus ideas antifascistas. Su marido desterrado por Mussolini. Primo Levi, el rechazado –ya se sabe–, subido al tren que lo llevaría a Auschwitz el 22 de febrero de 1944. Un año y nueve meses más tarde, en octubre de 1945, volvería a Turín, a su casa de infancia, a su habitación de niño, todavía enfermo, con fiebre, devastado y, sin embargo, vivo. La editorial Einaudi rectificó. ¿Cuánto tiempo después? Diez años. Levi, para el tiempo de la rectificación, ya había visto lo que era para un desconocido publicar un libro, pues lo había hecho circular a través de una editorial modesta, de escaso impacto. Había transcurrido la década entera y su libro no había agotado los dos mil ejemplares. Aun así, Einaudi, propiedad de los Ginzburg, lo publicaría en el año 1957 y sería reconocido como el más grande testimonio narrativo sobre la vida en el interior de los lager, los campos de concentración.

3. Auschwitz

Si esto es un hombre, escrito a su vuelta en Turín, tras la liberación. La enorme necesidad. El libro nace a partir del material recopilado para un informe técnico encargado por los aliados tras la liberación del campo: la obra vio la luz pública con dificultades en Italia en 1947. Es allí donde había llevado su manuscrito con grapas en el costado izquierdo. ¿Recuerdas que te lo dije, no? Y ya lo sabes, Primo Levi era joven cuando cayó prisionero, y doctor en química. Ahora había vuelto a su ciudad y siempre, no como un buscador de salario, sino como un hombre que ejerce una pasión, volvió a su misma especialidad. No era una profesión como la que T.S. Eliot ejercía amargamente en un banco en Inglaterra, ni como la de Kafka, un mal resignado vendedor de seguros en Praga. Era una profesión elegida, amada, y también la que lo salvó de la selección en los campos, la que le permitió trabajar en Auschwitz III (Monowitz), en el complejo químico más importante no solo de Alemania, también del mundo, durante la época de la Segunda Guerra Mundial. Sus conocimientos de química lo mantuvieron fuera de las cámaras de gas tras un tenso y sádico examen aprobado, finalmente aprobado, mientras sus compañeros de barraca uno a uno iban desapareciendo. Habla Levi:

Poco a poco, prevalece el silencio, y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, reza en voz alta, con la gorra en la cabeza (…) Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido.

Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.

4. Las sustancias transformadas

Si la química, como sabes, es la ciencia que estudia las sustancias, sus propiedades y las reacciones que las transforman a su vez en otras propiedades, déjame extrapolar la experiencia de Levi en el lager con la capacidad que posteriormente ejerció, ya no como químico sino como escritor, de convertir la sustancia de su cautiverio y los meses de dolor en una misión que acabaría volcando hasta su último día, volcándola, digo, en otra sustancia: la de contar la verdad a través de sus testimonios y reflexiones, y promover que la memoria cumpla su carácter de porvenir, como apuntara Derrida. Esa otra clase de química, me refiero a su escritura, lograba transformar el dolor en registro y memoria del dolor, en un acto de resistencia y a eso dedicó el resto de su vida mediante sus charlas, testimonios, conferencias, pero sobre todo mediante sus escritos.

A menudo la gente le preguntaba sobre su relación con la fe y, en ese renglón, Levi complejizaba su relación personal con sus creencias religiosas, pero no se confundía.

Esto no te lo digo yo. Él mismo lo ha contado. Su laicismo era anterior a su vida de prisionero. Yo no lo sé pero puedo imaginarlo. Seguramente hubo otros creyentes que, tras su paso por la maquinaria nazi, perdieron la fe. En cambio, no sé qué pienses tú, pero me parece mucho menos probable que aquellos sobrevivientes laicos entraran en un estado de fe tras su salvación. ¿Cómo podría ocurrir eso? Pensar en la imagen y semejanza de Dios tras haber vivido en Auschwitz resultará más bien un antídoto para cualquier tipo de fe. Recuerda. Tenemos grabada la imagen y semejanza aunque para algunos, dicha semejanza opere a nivel metafórico y para otros sea, incluso, un principio teológico mediante la premisa de que si el mal existe, también proviene de la semejanza de Dios. Habla Levi:

Entré en el lager como no creyente, y como no creyente fui liberado y he vivido hasta hoy; es más, la experiencia del lager, su iniquidad espantosa, me ha confirmado en mi condición laica. Me impidió, y todavía hoy me lo impide, concebir cualquier forma de providencia o de justicia trascendental: ¿por qué los moribundos en vagones de ganado?, ¿por qué los niños en las cámaras de gas? Debo admitir, sin embargo, haber experimentado, una sola vez, la tentación de ceder, de buscar refugio en la oración. Eso aconteció en octubre de 1944, en el único momento en el que llegué a percibir con lucidez la inminencia de la muerte: cuando, desnudo y apretado entre compañeros desnudos, con mi ficha personal en la mano, esperaba para desfilar delante de la «comisión» que, de una ojeada, decidiría si iría de inmediato a las cámaras de gas, o si en cambio era lo bastante fuerte para seguir trabajando. Durante un instante, sentí la necesidad de pedir ayuda y asilo; después, a pesar de la angustia, prevaleció la ecuanimidad: no se cambian las reglas del juego al final del partido, ni cuando se va perdiendo. Una oración en aquellas condiciones no solo hubiera sido absurda (¿qué derechos podía reivindicar?, ¿y de quién?), sino blasfema, obscena, marcada por la máxima impiedad de la que un no creyente es capaz. Borré aquella tentación: sabía que en caso contrario, de haber sobrevivido, hubiera debido avergonzarme de ello.

Dos lenguas exterminadas: el ladino o judeoespañol y el ydish

Voy a cambiar de tema ligeramente. Sí, ligeramente porque esto no es más que lo mismo. Cuando yo, la que te habla en este momento, investigaba sobre la fascinante biografía del ladino, descubrí una canción. Una dulce canción en ladino. Mi libro Tela de sevoya estaba entonces en proceso. Me habían invitado a un congreso en Düsseldorf. ¿Te imaginas lo que fue para mí leer los fragmentos en ladino de mi libro en proceso, allí en Alemania: el país donde la lengua fue calcinada? De acuerdo. También fue exterminada en Polonia y en Austria, sí, pero cuando digo Alemania, me refiero al plan maestro. El hecho es que en ese congreso estaba un académico español en el público. Era de Toledo, esa ciudad de donde provenía la mítica historia de que los judíos, en el siglo xv, al ser expulsados, se llevaron las llaves de sus casas porque estaban convencidos de que volverían. De niña, mi abuela me dijo que ella tenía esa llave, que la pondría en mi mano para que yo, a mi vez, la pusiera en la mano de mis hijos cuando llegue la hora. Al final, con los años, ya sin la abuela, me he quedado en silencio. No sé si esa llave que alguna vez me mostró es un recuerdo implantado o real, de verdad no lo sé, pero cuando fui a Toledo, frente a la Sinagoga del Tránsito, mirándote de frente, temblando, simbólicamente la puse en tu mano. Y aquí vuelvo al académico toledano. Se acercó a mí, me tomó del hombro izquierdo y me pidió perdón. Me sentí desconcertada. No sé si lo notó. Después me dijo que había una canción, una canción popular de la lírica sefardí que los prisioneros iban cantando, desnudos, en la nieve, aferrados a esas palabras que se calcinarían con ellos. Lo investigué. Encontré la referencia exacta. Quizá no la cantaban al momento de ir en fila hacia las cámaras, sino en los trenes, donde muchos prisioneros se salvaron de los campos porque las condiciones del trayecto les resultaron imposibles. Unos murieron de hambre, otros de hipotermia. Algunos eran ya muy viejos. Fueron afortunados de llegar muertos a Auschwitz, o a Bergen Belsen, a Mithausen o a Dachau o directamente a Büchenwald. De todas formas hubieran muerto más adelante. Rara es la gente que se salvó. Muy pocos tuvieron el destino de Primo Levi, ¿me entiendes? Gracias al toledano recogí esa canción popular que no conocía. Mira. Tiene un estribillo. Los prisioneros sefardís, al cantarlas, cambiaban el estribillo. En vez de «En tierras ajenas yo me voy a morir» decían «En tierras de Polonia yo me voy a morir».

Algunos meses después de este hallazgo, llegó a mis manos un documental: El último sefardí. Ocurrieron dos milagros. El primero es que esta historia sobre la canción en judezmo se cuenta allí, muy parecida a como te la estoy contando. Me sorprendí de encontrar ese testimonio justo en el momento en que yo estaba prácticamente escribiendo sobre ello. El segundo milagro es que al final de esa cinta habla una mujer ya mayor, muy mayor. Una mañana en que yo caminaba por las calles de Salónica saqué un mapa para orientarme. Una mujer se acercó a mí y me dijo algo en griego. Quería ofrecerme su ayuda tras verme tan desorientada. No sé por qué le respondí en español: «No hablo griego». Ella me respondió en ladino con una sonrisa en la mirada: «Ama avlas espanyol». Me estremecí. Era un regalo encontrar a una hablante de ladino en la calle, sin buscarla, o como dice una canción de hoy en día, por esa «sagrada geometría del azar». Del mismo modo, sin buscarla, esta mujer volvió a aparecer ante mis ojos en el film. Después de vivir esto, escribí en Tela de sevoya lo siguiente:

Cuando se investiga a fondo algo que en verdad nos apasiona, recibimos ciertas señales. Si leemos bien, nos damos cuenta que una y otra vez se nos indica un norte, se nos revelan algunas claves para mostrarnos que estamos en camino. Entonces lo percibimos como el pliegue de un abanico que va extendiéndose hasta formar, en su abrir y cerrar, en el sonido de su agitación, en ese instrumento de paja o de papel para cambiar el aire, un pequeño mundo que nosotros movemos pero que también nos mueve y nos agita.

Arvoles lloran por luvias

 i montanyas por aire

Ansí yoran mis ojos

por ti kerida amante

Torno i digo qué va a ser de mí

En tierras ajenas me vo murir

Blanca sos, blanca vistes,

blanca la tu figura,

Blancas flores caen de ti,

De la tu hermozura.

Lloro y digo ke va a ser de ti

en tierras ajenas yo me vo morir

Deshojar kero una roza

y fazerme un vestido.

Para irme a pasear con ti,

mi kerido.

Lloro i digo ke va a ser de ti

en tierras ajenas yo me vo morir

Enfrente de mi hay un angelo.

Con tus ojos me mira

Yorar kero i kero ma no puedo.

Mi korazon suspira.

Yoro i digo ke va a ser de mi

en tierras ajenas yo me vo morir

El yidish

No sé hablar yidish, ¿cómo hablarlo si nuestros ancestros, como los de Primo Levi, salieron de España y no de Europa central? Primo Levi era sefardí pero en su familia, cosa rara, no prevaleció la lengua. Tampoco hablo alemán ni tuve necesidad, como la tuvo Levi, de aprender algunas palabras para defenderme de la realidad dentro del lager. El yidish es al alemán algo similar a lo que el ladino es al castellano. No sé si hubo prisioneros ashkenazis, es decir, judíos de la Europa central, hablantes del yidish, que cantaron su lengua como una forma de aglutinarse alrededor de sus palabras durante su estancia en los lager o durante esos asfixiantes trayectos de tren que los llevaría a los campos de trabajo o, directamente, a los hornos crematorios. Sé que el ydish, una lengua llena de humor, es el espejo que devuelve la imagen del pasado judío en Polonia, Alemania, Checoslovaquia, Hungría, Austria, Rusia. Nada identifica más ni da mayor cohesión que una lengua. Por eso era importante para los alemanes acabar con sus palabras. Dispersarlas entre el ácido cianhídrico de las cámaras. Levi estuvo allí, en el momento en que las palabras se fueron calcinando.

La estética silenciosa habla de la guerra

¿Te acuerdas de lo que te conté, verdad? ¿No? ¿No lo recuerdas, entonces? Cuando me encontraba en el proceso de corrección de Tela de sevoya, fui a mis estantes y saqué de allí el libro de dos escritoras. Una catalana y una húngara. Leía en voz alta una página de Mercé Rodoreda, de su novela Plaza del diamante. Después, también en voz alta, leía una página de mi manuscrito y entraba en conflicto y me servía del conflicto y así Rodoreda me ayudó a elevar mi relato, tan distinto en tema y forma. Era su estética la que me obligaba a apretar. Lo mismo hice con la húngara Agotha Kristoff. Esa trilogía suya sobre la guerra me estremece. El gran cuaderno, sí, ese libro del que alguna vez te hablé y te leí fragmentos. Recuerdo tu cara estremecida. Es la historia de dos niños que viven con una abuela atroz, como la mía.

Mentira, la abuela de esos niños era peor. Los niños, dos hermanos abandonados durante la guerra, viven a merced de la abuela, una vieja amarga. Para salvarse, para dejar registro, los niños llevan un cuaderno. Escriben cada noche. La escritura funge como aquello que el escritor español Jorge Semprún, otro prisionero de los campos (él, de Büchenwald), supo que ocurría en su proceso de dejar o de querer dejar un registro: «tengo que fabricar vida con tanta muerte». Los dos hermanos tenían que fabricarla también. Y escribían en su gran cuaderno que, de algún modo, los salvaba de su propio hundimiento. Desde que leí esa frase mi memoria la retuvo. ¿Te la he repetido, no? Es una enseñanza para cualquier escritor. Capaz que no me la aprendí textual, pero palabras más, palabras menos, expresaba la siguiente propuesta estética y testimonial: «No decimos que la abuela es mala, decimos la abuela no nos da de comer». A mí me lo dice todo, como si la frase fuese, además del hecho mismo, un principio estético de escritura, una convicción, una forma de abatir la retórica. ¿Para qué usar la palabra «terrible»? ¿Para qué adjetivar? Los hechos ya contienen su propia calificación. «No decimos la abuela es mala, decimos la abuela no nos da de comer». ¿Sabes qué me recuerda? A los poetas de habla inglesa del movimiento imagista. Uno de sus preceptos era «no ideas, salvo en las cosas». O aquel verso del poeta Vicente Huidobro «¿Por qué cantáis la rosa, oh poetas? Hacedla florecer en el poema». Yo memoricé mal esa cita, la de Huidobro, la memoricé, sin darme cuenta, adaptada a mi lenguaje: «No me hables de la rosa, deja que florezca en el poema». Si te fijas, este verso contiene el mismo principio: el de la abuela que no da de comer. Y yo repito y me repito: «No ideas, salvo en las cosas».

Primo Levi encarna esa misma estética. No, no estoy diciendo que mientras sacaba a flote la dolorosa escritura de Si esto es un hombre, ese libro que me hace temblar al releerlo, estuviese proponiendo un precepto del tipo «No ideas, salvo en las cosas», digo que su intuición testimonial es sorprendente. Acuérdate que para entonces, Levi no era un escritor. Era un químico, un prisionero de Auschwitz, un convaleciente del frío, un cuerpo urgido de traer a la memoria el repaso detallado de esos días. Y cuando leas a Levi, me dirás lo que piensas sobre esto.

El periodista Camon

No recuerdo si fue la mañana de la muerte de Levi o si fue solo en la misma semana cuando Camon da un testimonio del que quiero hablarte enseguida. Lo leí hace años, no sé cuántos, muchos. Y otra vez, he olvidado los detalles, pero tengo presente el espíritu de Levi que Camon supo retratar con pinceladas finas, muy detalladas, como un biógrafo entregado a su modelo. El pensamiento de Levi, igual que sus testimonios, estaba allí, con un espíritu distinto al que prevalece en la trilogía de Auschwitz. Te voy a decir lo que recuerdo de ese epílogo. Más bien te repetiré cómo lo aisló mi memoria, pero antes permíteme un poco de dispersión. Es decir, un poco más de dispersión como si no fuera suficiente con la que mi discurso a veces te tiene habituada. Camon hizo estas notas tras la muerte de Levi. Habían estado juntos no sé si esa mañana u otro día de esa semana. Camon conversaba con Levi una vez y otra más y ese retrato que había logrado de él a lo largo de las conversaciones recuerda algo que dice Anna Ajmátova respecto de las fotografías de alguien que ya no está entre nosotros. Sí, tienes razón, al hablar de las notas de Camon no estoy hablando de una fotografía, pero tómame como válida la comparación puesto que esa entrevista es, de otra forma, un retrato minucioso de Levi. Dice Ajmátova:

Cuando muere una persona

también cambian sus retratos

sus ojos miran de otro modo y sus labios

sonríen de otra forma

Con emoción, rescato las siguientes palabras del epílogo de esa entrevista de Ferdinando Camon a Primo Levi, poco tiempo antes de su desaparición. Escribe el periodista:

Tenía el cabello y la barba blancos, la barba más blanca que el cabello. Tenía una mirada un poco irónica y una sonrisa pícara. Una inteligencia muy ordenada, con recuerdos precisos, detallados. En un momento de la entrevista, tomó en sus manos el papel en el cual yo había escrito mis preguntas, y en el reverso dibujó un plano de Auschwitz: con el lager central, los campos anexos y los respectivos nombres de algunos prisioneros. Hablaba en voz baja, sin quiebres: es decir, sin rencor. Muchas veces me pregunté por las razones de esta moderación, de esta suavidad. La única respuesta que me sigue conformando es la siguiente: Levi no gritaba, no insultaba, no acusaba, porque no quería gritar; quería mucho más que eso: quería hacer gritar. Renunciaba a su propia reacción, para dar lugar a la reacción de todos nosotros. Su razonamiento era de largo aliento. Su moderación, su suavidad, su sonrisa, que tenía algo de tímido, casi infantil, eran en realidad sus armas.

Y si hablamos de memoria, de memoria histórica, yo aquí hago una pausa y te digo algo sobre la memoria personal, la forma que tenemos de aislar aquello que nuestra mente absorbe y adapta a su manera. Todo este texto de Camon que me marcó hace ya tanto tiempo, yo lo recordaba de una forma más simple y se la he transmitido a estudiantes, la he repetido en talleres literarios también, pero sobre todo me la he repetido a mí misma. Así es como la recuerdo y sigo sorprendida del zigzag que la memoria traza para conservar aquello que acomoda y retiene. Te lo repetiré tal como yo lo grabé en mí, sorprendida de lo distinto que es del original, aunque, reconozco, mantiene la misma idea: «Levi al hablar del dolor, solía bajar la voz. Entendí que eso también es una estrategia literaria. Levi quería que el grito saliera del lector y no de él».

¿Ves lo distinto que es aunque conserva la idea?

¿Cómo es posible golpear a un hombre sin rencor?

Esta frase de Si esto es un hombre no la voy a ampliar. Es un claro ejemplo de la estética de Levi. «No decimos que la abuela es mala. Decimos la abuela no nos da de comer». Es el mismo principio. Que el grito salga del lector tras esa sentencia clara pero en sordina, como cuando el pianista presiona el pedal izquierdo para ahogar ligeramente el sonido. Allí está. Y sí, dímelo tú si es que lo sabes: ¿Cómo es posible golpear a un hombre sin cólera, sin ira, siguiendo una orden o como una actividad de rutina?

Extinguida el alma antes de la muerte anónima

Quiero hablarte de Paul Celan. Tras las persecuciones de las que fueron víctimas miles de habitantes de la antigua Rumania, Celan sabía que tenía que ocultarse antes de ser llevado a los trenes que partirían hacia su aniquilación. Consiguió resguardo en una fábrica de cosméticos. Quiso convencer a sus padres que lo siguieran. Era la única salida, podrían quedarse allí, seguros, un año, quizá dos. No queda del todo clara la razón por la que Paul Celan se adelantó. Después de esperarlos el resto de la noche y darse cuenta de que no llegarían, Celan volvió, como pudo, sorteando riesgos, a su casa paterna en Bugovina, provincia del Imperio austrohúngaro, en la frontera de Rumania y Ucrania (aunque esas fronteras han cambiado constantemente y se han llenado de nuevas cicatrices). La casa estaba clausurada tal como solían hacer los alemanes y sus aliados tras la captura de una familia. Te hablo del año 1942. Paul Celan tenía veintidós años. Entre el río Dniéster y la frontera oriental de la República de Moldavia con Ucrania, su padre murió de tifoidea en los campos de trabajo y, meses después, tras un balazo en la base de la cabeza, en el centro de la nuca, por considerarla débil e inservible, fue abatida Friedericke, su madre. Celan vivió siempre con un fuerte sentimiento de culpa, la culpa común de muchos sobrevivientes. El poeta escribía en alemán y puedo imaginar cuánto le pesó escribir los primeros poemas concebidos tras esa pérdida. Imagino su temblor al pedirle permiso a su madre muerta para volver a usar esa lengua que por un lado amaba, pero que por el otro, llevaba para siempre el sello del exterminio. Tres años después, a sus veinticinco años, escribiría el poema «A un lado de las tumbas»:

Me permites, madre, como ayer, ay, en casa, la discreta

   dolorosa rima alemana?

Extinguida el alma, pero no la lengua; aunque dolorosa, queda allí, irrenunciable, única, de la que no podrás libertarte jamás, porque no puedes olvidarla, y debes reconquistarla de nueva cuenta. Cada lengua es única, tiene expresiones intraducibles.

Mira esto. Te va a encantar porque seguro te recordará algo que alguna vez quisiste decirme y no encontrabas la palabra. Es parecido a «nostalgia» pero no, en alemán el matiz es mucho más rico. Heimweh quiere decir «dolor de hogar». Las palabras de una lengua, aunque puedan traducirse, resultan a menudo insustituibles. ¿Te acuerdas cuando tratabas de explicarle a un canadiense la diferencia entre «ser» y «estar»? El pobre hombre no entendía ni jota porque solo en español y en portugués existe este puente que tantos dolores de cabeza les produce a los hablantes extranjeros. Y uno aprecia pertenecer a una comunidad lingüística, aun si esa comunidad se ha convertido en tu verdugo, hay algo allí tuyo, irrenunciable. Por ello, la comunidad de sefardís siguió hablando durante quinientos años ese español arcaico y dulce a lo largo y ancho de su diáspora. Tal vez por eso Paul Celan siguió la huella de la dolorosa rima alemana, al pie de las tumbas, como pidiéndole permiso a sus muertos. Y su obra está marcada y transfigurada por esa palabra que solo en alemán significa dolor de hogar, algo que Levi, a su vez, decía compartir entre los barracones de madera, de litera en litera, a pesar de la prohibición, con otros prisioneros.

¿Suicidio o accidente?

No tienes idea todo lo que se ha escrito y lo que se ha especulado, además de toda la verborragia pontificial, a mendo sin fundamento, sobre si Primo Levi se despertó el 11 de abril de 1987 con la determinación de no seguir viviendo o, si por el contrario, comenzó el día como cualquier otro y un accidente lo despeñó por el rellano de la escalera hasta matarlo. No hubo notas, no hubo despedidas, no hubo un cambio drástico en sus costumbres.

Un amigo me dijo hace poco «ojalá se haya suicidado porque uno esperaría que un hombre como él no acabara, después de todo lo que vivió, con un accidente tan estúpido». Lo dice como si hubiera accidentes regidos por la inteligencia. Diga lo que diga, esto es algo que nunca se sabrá del todo. Lo cierto es que los prisioneros que después su reclusión en los campos salieron con vida, o que perdieron padres, hermanos o hijos, no toleraron la vida. Jean Amery y Paul Celan son dos casos bien conocidos. El caso de Levi es menos claro y aunque no quiero pertenecer al batallón de especuladores, te diré lo que pienso. Si él, como químico, hubiese querido morir, ¿por qué se iba a arrojar desde un tercer piso sabiendo que cualquier fallo lo confinaría a una especie de prisión en su propio cuerpo? Para morir por propia voluntad, Levi tendría acceso a métodos más eficaces. Sea lo que fuere, y más allá de cualquier juicio, creo que Elie Wiesel ha dicho lo más doloroso, lo más agudo sobre el caso: «Primo levi murió cuarenta años atrás en los campos de Auschwitz».

La historia literaria, la actividad ética, la condición psicológica de Levi resulta, para mí, más trascendente que discutir sobre un hecho que nunca tendrá los testigos ni las pruebas. Saber si Levi se quitó la vida después de haber cumplido con lo que él consideraba una obligación moral y una necesidad psicológica es importante, pero digamos lo que digamos, jamás sabremos qué había en su interior segundos antes de esa caída. Levi había cumplido con un ciclo que se cerró con la publicación de Los hundidos y los salvados, libro con el que concluye su trilogía sobre Auschwitz, quizá el más hondo y reflexivo, publicado en 1986. Su actividad personal de resistencia se cumplió en este tríptico formado por Si esto es un hombre, La tregua y este último trabajo sobre la falibilidad de la memoria y la naturaleza de la violencia. Hay quien lo considera el mejor libro jamás escrito «sobre los mecanismos psicológicos que subyacen al fenómeno de los campos de concentración nazis» y también «un texto capital para entender al ser humano y a las formas de opresión y resistencia». Para Levi, la palabra fue la mejor forma de articular el dolor, no solo físico y psicológico, sino el dolor moral, el dolor existencial, la enorme inquietud de darle respuesta a la pregunta ¿es esto un hombre? «Si no hubiese vivido el episodio de Auschwitz, probablemente nunca habría escrito», dijo alguna vez.

En ocasiones, el asunto de su muerte se discute más que sus propios textos y no quiero caer en la misma zanja. Me lo has preguntado varias veces, entiendo tu curiosidad, pero yo tampoco tengo una respuesta. Hay algo que me impacta y que parece contradecir la fe que Levi puso durante cuarenta años en llevar el acto de la memoria a un estado de resistencia. «Hoy, este verdadero hoy en el que estoy sentado a una mesa y escribo, yo mismo no estoy convencido de que estas cosas hayan sucedido de verdad». Cuestión que nada tiene que ver con la teoría negacionista sino con ese acto de incredulidad sobre lo que tú has vivido y que a veces nos llega a ocurrir cuando somos testigos de un hecho que rebasa nuestro entendimiento.

Del negacionismo a los recuerdos inventados

Desde hace años te lo comenté y creo que al principio no lo entendías. Estabas, claro, en otra edad. ¿Cómo puede ser que se niegue algo de lo que existen pruebas, imágenes, testimonios, películas, objetos, construcciones? ¿Cómo puede negarse una evidencia?, me decías. Lo cuenta Primo Levi en Los hundidos y los salvados (y, entre paréntesis, yo aplico esta primera reflexión a nuestra historia, nuestra trágica y vergonzosa historia del México actual y de varios Estados criminales): «Cuanto más se alejan los acontecimientos, más crece y se perfecciona la construcción de la verdad acomodaticia».

Y continúa Primo Levi el desarrollo de esa reflexión:

Creo que solo a través de ese mecanismo mental se pueden interpretar, por ejemplo, las declaraciones hechas al Express, en 1978, por Luis Darquier de Pellepoix, comisario encargado de los asuntos judíos del gobierno de Vichy (…) y como tal, responsable personalmente de la deportación de setenta mil judíos. Darquier lo niega todo. En Auschwitz, es verdad que había cámaras de gas pero solo se usaban para matar piojos y (adviértase la incoherencia) fueron construidas con intenciones propagandísticas terminada la guerra.

Y dice bien Levi y nos lo dice también a nosotros, los habitantes de México en este instante: «Quien acostumbra a mentir públicamente, termina mintiendo también en privado, mintiéndose a sí mismo, edificándose una verdad confortable que le permite vivir en paz».

Ese paso silencioso recorre como una enfermedad el tránsito de la mentira al autoengaño y, como bien sabes, aquel que repite una mentira diez veces acaba creyendo que es verdad y más aún, quien miente suele amasar algunas verdades con las mentiras y de tal fusión ya no distingue del todo el sí del no.

Los recuerdos inventados

Esto sí que no lo conocía. Por casualidad compré un ejemplar del diario El País el 27 de diciembre de 2009, como una ironía en vísperas del 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes. Te lo dejaré aquí, junto al Gran Cuaderno donde he escrito estas notas. Vale la pena guardarlo. Es un testimonio de una aberración moral tan contrastante con la obra, las motivaciones, la agudeza y la tarea ética que subyace en la escritura de Levi. La historia es esta:

Enric Marco, un hombre que durante treinta años impartió conferencias y discursos, que estuvo presente en la conmemoración de los sesenta años de la derrota del nazismo, que dejó petrificados a los parlamentarios españoles reunidos en el Congreso de los Diputados para rendir homenaje a los casi nueve mil republicanos españoles deportados por el III Reich; que recibió la Creu de Sant Jordi que la Genralitat le concedió en 2001, era un farsante. Había fingido ser el prisionero número 6448 del campo de concentración alemán de Flossenbürg; había vivido de esa mentira: un profesional de la impostura.

Y yo te lo digo. Había hecho suyos esos falsos recuerdos. Ya no vivía Primo Levi, sin embargo, parece haberle dedicado estas líneas:

El paso silencioso de la mentira al autoengaño es útil: quien miente de buena fe miente mejor, recita mejor su papel, es creído con mayor facilidad por el juez, el historiador, el lector, la mujer y sus hijos.

El impostor fue descubierto, fue exhibido, sus condecoraciones fueron devueltas. No estaba loco ni sufría de desajustes mentales. Vargas Llosa lo llamó «espantoso y genial». Javier Cercas, quien le dedicó todo un libro, lo dice claramente: «hay que ser un genio para engañar durante casi treinta años a todo el mundo, incluidos familia, amigos, compañeros del Amical Mauthausen y hasta algún recluso de Flossenbürg, que llegó a reconocerlo como camarada de desdicha».

Javier Cercas, tiempo antes de publicar El impostor, en ese ejemplar del diario que aquí encontrarás, señalaba el asco moral de sus mentiras. Le parece que podría compararse con algunos personajes literarios que por no conformarse con la grisura de su vida real, como Don Quijote, se inventaron y vivieron una vida heroica. Solo que Marco carecía del encanto del Quijote, no era un personaje literario y sus intenciones no eran soñar con gigantes confundidos con las astas de los molinos de viento.

Enric Marco, un ser melifluo, al fin cerró la boca cuando fue descubierto. La historia es como una novela de detectives, pero en este caso, con final feliz.

Este Gran Cuaderno es para ti

Como dijera el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov, mi terror de olvidar es mayor que mi terror de tener demasiado que recordar. El Gran Cuaderno: yo también he llamado así a este fragmento de mi escrito en honor a esos dos hermanos que escribían de noche, escapando de la abuela. Este cuaderno es también la escritura de una memoria que se monta sobre otra mayor. Te dejo este cuaderno como te di esa llave en el portón de la Sinagoga de Toledo. Hallarás, tal vez, mis propias huellas sobre las que pondrás después las tuyas y las huellas de tus hijos. Han transcurrido setenta años desde la liberación de los lager y esta es la voz que me sigue hablando. Dejo aquí estos fragmentos inconclusos junto a estas otras palabras:

Si yo no por mí, ¿quién? Pero si solo por mí, ¿para qué? Y si no ahora, ¿cuándo?