Volver a hacerse preguntas

Presentación de Ricardo Martínez

Antoine Compagnon es catedrático de literatura francesa en la Sorbonne, en la Columbia University de Nueva York y profesor titular de literatura francesa moderna y contemporánea: historia, crítica y teoría, en el Collège de France. Quiero empezar compartiendo algo que muchas y muchos de quienes estamos acá poseemos como una experiencia común.

Antoine Compagnon nació en Bruselas en 1950 y en los años setenta ingresó al Collège de France como estudiante, hechos que rememora en su Lección inaugural de literatura francesa moderna y contemporánea, leída en ese mismo establecimiento el jueves 30 de noviembre de 2006. El profesor Compagnon recuerda que ese primer día, «acurrucado en el último banco, escuché a un hombrecito que tenía el aspecto de un frágil pájaro. Explicaba –minuciosa y cere- moniosamente– un soneto de Du Bellay como yo no había visto hacer nunca ni imaginado que pudiera hacerse. Pronto supe su nombre: acababa de escuchar, invitado por Claude Lévi-Strauss, a Roman Jakobson, el inmenso lingüista y teórico de la poesía que ha recorrido todo el siglo xx, desde Moscú hasta Praga, y más tarde Nueva York y Harvard». El profesor Compagnon comparte en dicho volumen, titulado en castellano con una pregunta, ¿Para qué sirve la literatura?, que en aquel lugar asistió asimismo al curso de Michel Foucault, el año que impartió «Vigilar y castigar», a la lección inaugural de Roland Barthes y también a las alocuciones de Julia Kristeva, que luego dirigiría su tesis. En otro de sus libros  traducidos al castellano, El demonio de la teoría, el profesor Compagnon inicia su texto indicando que los estudios literarios franceses, hasta entrados los años sesenta, no disponían de nada como los desarrollos del formalismo ruso, el Círculo de Praga o la Nueva Crítica Estadounidense. Que de pronto surgieron todos estos nombres que he mencionado más arriba. Y esto es lo curioso que quiero compartir como experiencia esta mañana.

Para quienes nos formamos en literatura a lo largo del último medio siglo en Chile, los nombres, las teorías, los modelos (o antimodelos), las aproximaciones francesas, fueron la base de nuestra educación. Desde que en Chile se empezara a considerar la teoría literaria como un campo de investigación y de estudios significativo dentro de las humanidades –obra, entre otros, de autores como Félix Martínez Bonati o Cedomil Goic–, la escuela o las escuelas francesas estuvieron siempre en la vanguardia y en nuestras estanterías. El estructuralismo, la semiología, la narratología, las diversas aproximaciones a las poéticas creadas por el ingenio humanista francés ocupaban gran parte de nuestras veladas y de nuestros trasnoches de estudio. Las bibliotecas en nuestras universidades y los anaqueles de nuestras librerías especializadas siguen albergando hasta el día de hoy volúmenes y volúmenes de teoría literaria francesa, y en el ejercicio de revisar nuestras publicaciones académicas, aquellas alojadas en Scielo, podemos seguir observando de qué manera y –sobre todo– con qué intensidad dicha vanguardia ha penetrado en el modo en que nos aproximamos a los fenómenos literarios en Chile. Antoine Compagnon rescata en sus dos libros que he mencionado un retrato profundo, sistemático y de proyección del alcance y el significado de dichos avances no solo desde una erudición y una claridad notables, sino que desde el relato del «testigo», de la primera persona. Pero hay más. En su dilatada carrera por exponer los conocimientos de los estudios de literatura, el profesor Compagnon ha acercado estos estudios a quienes no necesariamente se encuentran instalados en los salones de la academia. En Un verano con Montaigne, nuestro profesor circunvala e ingresa a la lectura del ensayista por medio de pequeños textos autónomos que van cubriendo las diferentes aristas de la existencia que abordaban aquellos ensayos. Se trata de una lectura guiada que permite a la lectora o al lector profundizar en Montaigne haciendo las preguntas adecuadas, sopesando el valor y la importancia de sus reflexiones sobre los más variados ámbitos, como el compromiso, la conversación,

las pesadillas o los médicos. El origen de esta última obra de nuestro profesor se encuentra en un programa radial emitido en 2012 con una audiencia no especializada en mente, y donde las preguntas parecen ser más importantes que las respuestas. Este es quizá el aspecto de su obra que más poderosamente ha llamado mi atención: el volver a hacerse preguntas, y con estas preguntas volver a los clásicos o no tan clásicos. Por ejemplo, una de sus obras  –también  traducida al castellano– más celebradas, Los antimodernos, se inicia justamente con una pregunta: «¿Quiénes son los antimodernos?» Y la responde, el profesor Compagnon, solo con apellidos de autores que empiezan con «B»: Balzac, Baudelaire, Breton, Bataille, Blanchot, Barthes. Y despliega a continuación un contraste entre modernidad y antimodernidad en tensión polar que nos recuerda este tipo de lectura de tesis y antítesis y síntesis de la cultura literaria moderna a la que hemos sido tan fieles también en Chile desde las lecturas de Octavio Paz o Marshall Berman. Y, aunque tras la revisión de todas estas obras uno queda con la impresión de que el conocimiento y la experiencia cultural de Antoine Compagnon son abrumadoras, una cita de ¿Para qué sirve la literatura? aliviana dicho peso y conforta:

No pueden imaginarse cuánto le falta a mi formación humanista, todo lo que no he leído, todo lo que no sé: ya que, en la disciplina para la que me han elegido soy prácticamente un autodidacta. Y sin embargo enseño literatura desde hace más de treinta años, y he hecho de ello mi profesión. Mas he enseñado siempre –como continuaré haciendo aquí– aquello que no sabía, he tomado como pretexto los cursos que daba para leer aquello que todavía no había leído, para buscar así aprender, finalmente, aquello que ignoraba. Dudando de que fueran a aceptar mi proyectode cátedra y mi candidatura, me preguntaba: “¿No se darán cuenta de su error?”. Pero a continuación rectificaba, pensando que un profesor seguro de sí, un profesor que lo su- piese todo antes de investigar, sería el verdadero impostor». No se trata entonces de un autor, un erudito, un especia- lista en humanidades letradas, que crea disponer de todas las respuestas, sino que de alguien que plantea insistentemente, a lo largo de todos estos volúmenes, el ojo inicial de quien vuelve a hacerse las preguntas básicas y de «sentido común».

Quiero, por eso, terminar con una última cita del profesor Compagnon, alojada en El demonio de la teoría, que creo que refleja de modo fiel esto que he intentado expresar:

Cuando entré en sexto en el pequeño liceo Condorcet, nuestro viejo profesor de latín-francés, que era también alcalde de su pueblo en Bretaña, nos preguntaba cada vez que leíamos un texto de nuestra antología: “¿Cómo entiende usted ese pasaje? ¿Qué ha querido decirnos el autor? ¿Qué excelencias tiene el verso o la prosa? ¿Dónde reside la originalidad de la visión del autor? ¿Qué lección podemos sacar de todo eso?”. Durante un tiempo se pensó que la teoría literaria había barrido de una vez por todas estas obsesivas preguntas. Pero las respuestas pasan mientras que las preguntas permanecen. Y las preguntas siguen siendo aproximadamente las mismas. Hay algunas que se siguen planteando generación tras generación. Se planteaban antes de la teoría, se planteaban ya antes de la historia literaria, y se plantean todavía después de la teoría, de manera casi idéntica».

Agradezco esta mañana el haber podido hacer esta presentación y las invito y los invito a escuchar al profesor Compagnon para todo lo que nos tenga que decir o preguntar.

 

La invención es la imitación original, no es la innovación 

Antoine Compagnon

Esta es la primera vez que vengo a Chile, a Santiago, y quisiera agradecerles por haberme dado una nueva ciudad. Para nosotros una nueva ciudad es lo mismo que un libro. Yo descubro una ciudad caminando como lo hice esta mañana hasta llegar acá, y pienso que es algo que representa la misma experiencia que tenemos cuando abrimos las primeras páginas de un libro: nos damos cuenta de que estamos en un mundo desconocido y poco a poco comenzamos a familiarizarnos con ese mundo. Bueno, lo mismo sucede cuando uno lee las primeras páginas de En busca del tiempo perdido de Proust. El narrador se despierta durante la noche y ya no sabe dónde se encuentra, está desorientado. Esta desorientación es la experiencia que tenemos cuando abrimos un libro, cuando llegamos a una nueva ciudad y de a poco obtenemos algunos puntos de referencia. Es una experiencia que a mí me gusta mucho, el tiempo perdido, dejado de lado en las ciudades como en la literatura. Algunos pueden tener miedo; si las personas tienen miedo a los libros, si tienen miedo a la literatura, es sin duda porque tienen miedo de perderse y porque no saben exactamente dónde se van a reencontrar.

A menudo me piden que hable de la noción de literatura. La verdad es que yo he hablado mucho sobre eso, particularmente en este libro que demuestra la teoría y que ha sido traducido en español. Acabamos de hablar de esto, porque nos dimos cuenta de que conocíamos mucho a esta persona, un gran escritor, un gran editor, que falleció en el año 2002, que se llamaba Jaime Barylko. Este libro, El demonio de la teoría, fue traducido por él hace ya algún tiempo, y también la Lección inaugural de literatura francesa… del Collège de France, que se llama en español ¿Para qué sirve la literatura? Yo pensé entonces que tenía que ir un poco más allá de lo que ya se ha dicho en El demonio de la teoría y de lo que ya se dijo, hace casi doce años, en la Lección inaugural… Entonces, pensé que esto me podía conducir a una reflexión sobre el lugar de la literatura en el mundo digital. El mundo digital en el que nosotros vivimos y del cual no podemos  escapar, que parece haberse transformado en nuestro medio natural. ¿Qué cambia entonces?, ¿qué le cambia a la literatura esta relación? Como lector, investigador y escritor, quiero hablar sobre todos estos aspectos. Podemos decir que este mundo digital es un mundo de la destrucción creadora. Esta expresión viene del economista John Pepper, para quien la empresa capitalista es un fenómeno que ha sido exacerbado en el mundo digital. Para decirlo de alguna manera, si nosotros no ofrecemos algo, en cierta instancia, la empresa se muere. Si no producimos nuevos productos, si no fabricamos, si no distribuimos… De hecho, podemos hacer una larga lista de las empresas que han desaparecido, de los nombres que han desaparecido. Nokia, por ejemplo, que no logró dar el giro al teléfono inteligente; BlackBerry también, que desapareció, Yahoo no lo logró tampoco. Es un mundo de la destrucción creativa exacerbada. Es un mundo en el que estamos condenados a innovar a un ritmo acelerado desde esta entrada al mundo digital.

Mi primer computador portátil lo compré en 1985; evidentemente es una fecha de la que nos acordamos, porque es una transformación mayor de la relación. Yo sé que el último artículo que escribí a mano fue en 1985. Hoy en día sería incapaz de escribir un artículo a mano. Entonces me acuerdo de la primera lapicera que vi, en 1955. La historia de los instrumentos de escritura no es indiferente a la forma en que escribimos y a la forma en que concebimos la literatura. Ha habido una renovación incesante. Obviamente, es un fenómeno que conocemos también en la literatura y en las artes, el que algunos grandes escritores en el siglo xix observaban luego de la Revolución francesa, y sobre todo después de la Revolución Industrial.

Yo escribí mucho sobre Baudelaire que, como sabemos, inventó esta noción de modernidad para designar esta transformación del mundo y este fenómeno de la obsolescencia, la obsolescencia que hace que la moda deba renovarse en forma constante. Baudelaire ya nos hablaba de eso, y la Revolución Industrial solo hizo este fenómeno cada vez más rápido, con una cultura de lo nuevo, con un imperativo categórico de lo nuevo como definición de la actividad humana, económica, social, política e industrial. Son nociones que vienen de las artes y los oficios, pero también de las bellas artes y las bellas letras, que han sido llevadas, arrastradas en este fenómeno de aceleración de las cosas. Sin duda debemos recordar que, hace mucho tiempo, las imitaciones fueron la regla en las bellas artes y en las letras y no la innovación, o bien la innovación en un sentido muy distinto del que comprendemos  a partir del siglo xix.

Piensen ustedes en la historia de la literatura francesa, en esa inmensa querella que ocupó el siglo xvii entre los antiguos y los modernos. Los antiguos, que aseguraban que había que imitar los modelos de la Antigüedad, por ejemplo, la tragedia griega, y los modernos, a la manera de Perrault, pensando que había que ir hacia temas modernos. Y entonces tenemos que ver, como una paradoja bastante extraña y primera, que es a los antiguos a los que la posteridad reconoció como maestros, y no a los modernos. La posteridad para los que defendían la imitación en la edad clásica, por una especie de pliegue bastante curioso. Luego está también la imitación y la originalidad. La voluntad de ser originales –que ciertamente no la tenían los antiguos–  entre  los clásicos, que justamente fueron reconocidos después como los originales. Tenemos entonces este imperativo moderno, que no es tan reciente, el make it new, la necesidad absoluta de hacer algo nuevo. ¿Podemos hacer una ecuación entre la originalidad y la innovación? A mí me parece que no, y durante mucho tiempo, en las bellas artes y en la literatura, tuvimos una noción de originalidad que no estaba ligada a la innova- ción. La originalidad era algo pequeño, una pequeña cosa que hacía mover el zócalo de la imitación, no había invención radical sino nuevas combinaciones. La originalidad es una nueva combinación de elementos que ya están presentes.

Durante mucho tiempo el genio se define como una nueva combinatoria de elementos tan viejos como el mundo. La invención es la imitación original, no es la innovación. Inventar es combinar de una manera distinta elementos que han sido combinados desde siempre, es la variación. Luego, evidentemente, hemos entrado en un mundo donde algunos han podido decir que hay una superstición que nació, esta superstición de lo nuevo. Cito, por ejemplo, a Valéry, pensa- dor del siglo xx, gran escritor, que resume todo este movimiento: «Lo nuevo, que sin embargo puede morir por esencia, es para nosotros una calidad tan eminente que su ausencia nos corroe todas las otras y su presencia las reemplaza. Sin lo nuevo ya no somos nosotros modernos capaces de apreciar una originalidad». Su presencia (dice él, y ahí está justamente la superstición) reemplazaría las otras cualidades, y sigue diciendo que estamos limitados a estar siempre más avanzados en las artes, en las costumbres, en la política y en las ideas, y formados para ver solamente la sorpresa y el efecto instantáneo de shock. Esta necesidad, entonces, de ir siempre por delante en las artes y en las letras, «ir siempre por delante para valorizar la sorpresa, el asombro y el shock». Evidentemente, cuando Valéry dice todo aquello es un poco como una paráfrasis de Baudelaire. También la definición de la modernidad por el choque. Cuando Baudelaire decía «Lo bello es siempre extraño. Para que haya belleza tiene que haber rareza», eso es justamente este shock, esta especie de violencia en cierta medida. Son todos términos que conducen a la idea de que, tal como dice Valéry, «si identificamos lo bello o lo nuevo con el choque, entonces es perecedero y la idea moderna por excelencia es aquella de que el arte del pasado que muere como la moda, que desaparece, no es arte, deja de ser arte». En la novela En busca del tiempo perdido de Proust hay un personaje que representa este punto de vista con respecto al arte. Es un personaje un poco ridículo, la joven marquesa de Cambremer, que piensa que el arte de hoy día evacua el arte de ayer. Proust la describe, en el fondo, como una esnob, con un esnobismo de lo nuevo. Ella piensa que el músico de hoy elimina al músico del pasado y que, por ejemplo, después de Wagner ya no se puede apreciar a Chopin. Entonces, Proust de alguna manera es muy sensible a toda esta posición que consiste en considerar que el arte del presente elimina el arte del ayer, que hay una novedad solamente temporal y que la invención se ve afectada por la obsolescencia. Hay un gran peligro en esta noción, o lo que Proust quiere ridiculizar es justamente esta noción de progreso aplicada a las artes y a las letras, basándose en el modelo del progreso industrial.

Evidentemente hay pequeños inventos, pequeñas invenciones que son del orden de lo que yo decía antes, la variación, y hay grandes invenciones que son realmente instauraciones y eso es –yo creo– lo que podemos llamar verdaderas innovaciones. Hay novedades que son del orden de la moda y hay novedades que verdaderamente son instauradoras de un movimiento duradero. Hay invenciones que marcan fecha de alguna manera, y respecto a ellas vivimos durante un cierto tiempo. Podríamos decir que es un poco lo mismo que sucede con las técnicas: la invención, por ejemplo, del motor de explosión, es un invento que dura siempre, y luego se inventó el motor diesel, y hoy día inventamos los autos híbridos y eléctricos. Vemos que es un movimiento muy distinto del de la renovación de la carrocería de los automóviles. Grosso modo, habrán tenido el mismo motor durante mucho tiempo y hay solamente dos o tres grandes inventos de los motores de autos. Podríamos decir entonces que es un poco lo mismo en las artes, que no hay invento todos los días, todos los años, pero que, sin embargo, hay un cierto número de grandes inventos, de grandes innovaciones que de alguna manera trastocan.

Yo pienso en esto, justamente, cuando me interrogo con respecto a las relaciones entre la literatura y la Revolución Digital a la que nos vemos confrontados hoy en día. Se utiliza esta expresión, Revolución Digital, y a menudo nos dicen que es la tercera Revolución Industrial. La primera Revolución Industrial fue aquella del motor de explosión, del mecanismo. La segunda Revolución Industrial sería aquella de la electricidad y también de la química a fines del siglo xix. Estaríamos entonces en la tercera,  de  la que se dice también que tal vez no es industrial, porque corresponde más bien a una desindustrialización del mundo. Se debate mucho entonces el efecto de esta Revolución Digital. Hay muchos economistas que se interrogan desde hace algunos años, justamente, respecto a la ausencia de ganancia de productividad en el caso de la Revolución Digital, que no tiene estas ganancias, contrariamente a las dos primeras  revoluciones industriales que provocaban beneficios en términos de productividad. Por eso, nosotros decimos que entramos en un crecimiento lento, un crecimiento mundial que va a ser lento. Entonces, todos los economistas están perplejos frente a esta ausencia del beneficio de productividad provocada por esta tercera revolución y no se lo saben explicar o se lo explican muy mal. Cuando pensamos entonces en lo que sucedió con las dos primeras revoluciones, este cambio radical que les siguió en ambos casos, es muy misterioso que la tercera Revolución Industrial no aumente el crecimiento mundial.

Hay muchas hipótesis sobre ello, pero la concentración está ahí. Quizás alguna de estas hipótesis dice que estamos midiendo mal el crecimiento, pero en todo caso, tal como lo medimos ahora, no presenta mejoras serias. Piensen en alguna actividad que nos es común a todos en este momento. La Revolución Digital produce beneficios o ganancias de productividad en la enseñanza, y seguramente ha generado costos superiores. No obstante, para aprender a leer, para enseñarle a leer a un niño, se necesita tanto tiempo como en la época de los griegos; para enseñarle a contar a un niño se necesita tanto tiempo como en la Antigüedad. Es decir, no hemos mejorado la productividad de la enseñanza, ni en la educación básica o primaria, ni en la secundaria, y tampoco en la superior. Porque si nos tomáramos menos tiempo para enseñar, bueno, la calidad sería menor también. Entonces, los profesores son como los peluqueros: si los peluqueros hacen su trabajo rápido, bueno, salimos con el pelo mal cortado. Existe toda una serie de actividades para las cuales no existe un beneficio en términos de productividad y, ustedes saben, el resultado es que los salarios de esas personas tienen que bajar, porque no hay ganancia o beneficio. El sueldo de, por ejemplo, los peluqueros o los profesores. Es algo bastante misterioso esta ausencia de beneficio en términos de productividad, y yo podría decirles que esas tesis digitales, por las cuales estoy rodeado, dicen que las cosas no han cambiado y tampoco ha cambiado la vida que tengo yo como profesor. Pero creo que no sucede lo mismo con mi vida de investigador. Mi vida de investigador ha obtenido inmensos beneficios de productividad desde que yo ingresé al mundo digital. Puedo trabajar las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Tengo acceso a toda la Biblioteca Nacional a cada momento del día y de la noche, y puedo estar en Santiago como en Tokio, es lo mismo: tengo acceso a la biblioteca universal. Ahí, efectivamente, ha habido un inmenso beneficio en términos de productividad, mucha ganancia.

Poco antes yo  les  hablaba  del  tratamiento de textos en el cual entramos desde 1980, y de cómo cambió la literatura. Hace no mucho tiempo yo escuchaba a Philippe Sollers –uno de los grandes escritores de la vanguardia francesa, de la última vanguardia francesa– diciendo en la Radio France que si uno escribe en el computador eso no sería literatura. Si uno utiliza el tratamiento de textos hay una incompatibilidad con la literatura, dice, para que sea literatura hay que continuar escribiendo con un lápiz y en papel. Hay personas que sostienen este punto de vista, que «no puede haber literatura con un tratamiento de textos». Sin embargo, el gran poeta Ivonne Foux, que murió el año pasado con un poquito más de noventa años, cada vez que uno le mandara un mensaje electrónico él respondía en el minuto siguiente, porque siempre estaba sentado frente a su computador. Quizás era un adicto a la computación y al computador, pero en el último período de su vida, hasta su muerte en junio de 2016, toda su obra, toda su poesía, fue escrita con un computador.

Uno de mis editores en París, Pierre Laurent, que es editor en Gallimard, me decía que hace poco tiempo, cuando él recibía un manuscrito de un autor, sabía de inmediato si fue escrito con el computador o no. Como que le tomaba el olor y sabía si había sido escrito con el computador, porque si estaba escrito así era un escrito en forma, porque con el tratamiento de textos en el computador como operador de un informe, de forma –lo sabemos–, siempre podemos aumentar o introducir un desarrollo en cualquier momento, sobre cualquier cosa, y el texto se transforma concretamente en algo sobreexplotado. Produce textos sobreexplotados de alguna manera. Yo le contesté, cuando me dio este argumento, que había textos sobreexplotados antes del computador, que los textos con forma siempre han existido. Los dos escritores más importantes sobre los cuales yo he trabajado, Montaigne y Proust, han escrito textos o informes. Ellos nunca han escrito, entonces, con márgenes que transformaran la estructura lógica, la estructura que alimenta el texto. Incluso, en un ensayo de Montaigne siempre estamos completamente perdidos, porque si existiese un argumento inicial, las amplificaciones, las cosas que se agregan en cada uno de los capítulos de este ensayo, hacen desaparecer o eliminan esta estructura, esta forma, que podría haber existido. Yo diría que es lo mismo en Proust, y lo mismo sucede con los textos de Perrault. Podemos tener papiros de tres metros, conocemos de esos. Los textos monstruosos en  cuanto  a  estructura narrativa siempre han existido, y a veces son los textos más grandes de la literatura. Podríamos decir que Montaigne ya había  inventado el tratamiento de textos, que él inventó el computador, y que Proust inventó el computador (pero el computador es simplemente un objeto técnico) cuando todavía no llegábamos a la era electrónica, pues esto era una posición frente a la literatura.

Ven, entonces, hay un debate que es reciente sobre las posibilidades que se introducen, en este mundo digital, para la literatura, para la enseñanza, la investigación, que tienen consecuencias muy importantes. En el fondo, con cada innova- ción técnica siempre hemos sostenido y siempre se ha dicho que representa el fin de la literatura, frente a cada transformación técnica era como si la literatura pudiese morir.

Recientemente yo hablé sobre otro  tema  y  me interesé sobre el invento de la pluma, de la pluma de acero, que es un invento tecnológico hermoso. Fue una marca registrada en 1830 por un inglés, Perry, cuando se llevaba mucho tiempo buscando hacer plumas de acero, porque la pluma de madera había que siempre tallarla, entonces no era muy práctico. En Europa occidental, en Francia y en Inglaterra, se importaban muchas plumas de Rusia, porque nosotros no producíamos mucho y era algo muy costoso, muy oneroso, hasta que se reemplazó aquella pluma por la pluma de acero. Se necesita para ello un muy buen acero, un acero laminado de manera extremadamente precisa. Cuando la pluma de acero apareció, en  1830, se introdujo rápidamente en Inglaterra y Francia, porque era también un periodo de gran desarrollo de la educación y, en el fondo, uno de los catalizadores de la democratización del colegio fue justamente este invento: la pluma de acero, cuyo precio fue cayendo con rapidez. ¿Y qué se produjo, además, en ese momento? Bueno, casi todos los escritores rechazaron la pluma de acero. Todos, todos en 1830.

¿Cómo lo puedo decir? Víctor Hugo, que murió en 1885, nunca se pasó a la pluma de acero. La pluma de acero era buena para los contadores, no para los escritores. Flaubert, en su mesa de trabajo, tenía un jarro con doscientas plumas de ganso para escribir Madame Bovary, La educación sentimental, etc., es decir, su riqueza eran estas doscientas plumas de ganso. Flaubert se identificaba con el «hombre pluma», y el hombre pluma era la pluma de ganso. Un día que Flaubert fue a un café del Boulevard, y tenía que escribir en un pedacito de papel una nota para su sobrina, en el lugar le pasaron una pluma de acero, y él escribió su mensaje y abajo puso «mierda, abajo la pluma de acero». Esa era la actitud de los escritores frente a este tipo de pluma. Baudelaire no escribió nunca con pluma de acero, también hay un mensaje suyo que le manda a su madre, donde dice que todo esto está mal escrito y que es a causa de esta pluma de acero. Ninguno de nuestros grandes escritores se convirtió a la pluma de hierro, de acero, salvo uno solo. ¿Y cuál fue ese único escritor? Alex Sonttreuxdima. Es literatura industrial, y con la pluma de hierro vamos mucho más rápido, se avanza mucho más rápido que la de ganso. Después de 1830 hay muchos artículos sobre el hecho de que la pluma de hierro será la muerte de la literatura, ¿y por qué? Porque ya no vamos a tener el tiempo para pensar que teníamos mientras se tallaba la pluma. Se ha proclamado la muerte de la literatura, ustedes ven, a menudo. Y después de la pluma de hierro hubo un lápiz con tinta y uno no tenía el tiempo para pensar que tenía mientras colocaba la pluma en el tintero. Luego vino la máquina de escribir. La máquina de escribir era la muerte de la literatura porque, bueno, funciona más rápido. Hemingway o los primeros que escribieron en la máquina de escribir ya no pensaban, tipeaban simplemente.

Ustedes ven: el tratamiento de textos se agrega a una serie de innovaciones técnicas que anunciaron el fin de la literatura. Voy a citar un texto de 1836 sobre la pluma de hierro: «La pluma de hierro es la vergüenza, es el deshonor y entonces el flagelo de la sociedad moderna. Finalmente, yo se los digo, el mundo no va a morir ni por el vapor, el motor de explosión, ni por el gas hidrógeno, es decir, los globos, ni por las cartas constitucionales, ni por la democracia, ni por el ferrocarril. El mundo va a morir por la pluma de hierro, de acero».

Y yo creo que la literatura, a pesar de lo que dice Philippe Sollers, va a sobrevivir al procesamiento de textos. Pero hay ahí una reflexión que hay que hacer con respecto a las relaciones entre la literatura y la innovación. Hay también ahí una sorpresa, en estos últimos años, en el desarrollo de las relaciones entre literatura y el mundo digital. ¿De qué manera podemos decirlo? Es la extrema rapidez inicial de las ventas de libros digitales y luego la meseta que se alcanzó hace unos años. El libro digital –no sé cuál es la situación en español y en América Latina, ustedes me lo podrán decir– en Estados Unidos se expandió primero muy rápidamente; comenzó el 2008 con un crecimiento bastante rápido y luego alcanzó una meseta el 2014, con más o menos el veinte por ciento del mercado, pero desde el 2014 esto ya dejó de aumentar y, al contrario, está bajando, disminuyendo. En 2015 y 2016 ha disminuido al diez por ciento. Es una gran sorpresa también, por qué el libro digital no se desarrolla más. En Francia, los datos son completamente diferentes. En Francia estamos actualmente en aproximadamente seis a siete por ciento del volumen de ventas de la edición en la venta del libro digital, y ahí también hay una especie de meseta, aunque aumenta lentamente. Evidentemente, este veinte por ciento o este seis por ciento del libro digital esconde también grandes disparidades. Hay sectores donde es más de cinco por ciento, para la medicina, para el derecho, por ejemplo. Pero para la literatura general, para la novela, estamos hablando, en Francia hoy en día, del orden de tres a cuatro por ciento solamente, y no aumenta mucho.

Entonces, hay que reflexionar también en términos un poco más amplios cuando algunos nos dicen que el libro digital es el fin de la lectura, el fin de la literatura. Esto recuerda también unos debates que tuvieron lugar hace mucho tiempo, acerca del fin de la cultura. Me estoy acordando perfectamente de cuando yo era adolescente, en la mitad de los años sesenta. Yo pertenezco a una generación que es aquella del libro de bolsillo. Cuando yo tenía 15 años, más o menos, súbitamente hubo una explosión del libro de bolsillo. Todo estaba disponible en libro de bolsillo. Si yo tengo un poco de cultura, es gracias al libro de bolsillo, a esta inmensa democratización de la cultura que llegó de la mano del libro de bolsillo.

En Francia el libro de bolsillo realmente explotó con la sociedad de consumo. Entonces, en los años sesenta estábamos en eso, y hace algunos años, en un trabajo que estaba haciendo, me di cuenta de que había habido un inmenso deba-  te, en esos años sesenta, en que la mayoría de  los intelectuales eran hostiles al libro de bolsillo. La mayor parte de los intelectuales condenaron el libro de bolsillo. El libro de bolsillo es una cultura de bolsillo, una cultura  menor, decían. El libro de bolsillo es una cultura desechable. Todos los intelectuales lo dijeron alrededor del año 65, cuando yo tenía 15 años. Que los libros de bolsillo los botaríamos luego de haberlos leído, igual como se hacía con los diarios, y con  los kleenex también. El libro de bolsillo nació y se desarrolló en Francia al mismo tiempo que el kleenex, que el encendedor desechable y la lámina para afeitarse desechable. Estos tres inventos contemporáneos fueron asimilados por los intelectuales, y hay un número de la revista Les Temps Modernes, de 1965, sobre el libro de bolsillo. Todo el mundo era hostil a este libro diciendo: es el fin, ya no se va a leer como se leía un verdadero libro, un libro tradicional. La gran cultura solo puede pasar a través del buen libro. En ese número de Los Tiempos Modernos hay un solo intelectual que es partidario del libro de bolsillo, que es como el que era partidario de la pluma de hierro: Sartre, que se declaraba contento porque ahora realmente se iba a poder leer; 1965 es además el momento de la expresión estudiantil, y eso explica también la explosión del libro de bolsillo. Sartre es el único que realmente se regocija de que el libro de bolsillo exista y que, en el fondo, es bastante indiferente al hecho de que después se le bote. Sartre dice que, de todas maneras, prefiere lo que sucede en las fábricas soviéticas, donde hay bibliotecas, pero aparte de esta digresión, digamos que es el único que defiende el libro de bolsillo. La paradoja es que los jóvenes de los años sesenta, todos, conservan sus libros de bolsillo, preciosamente, con sus hermosas coberturas de colores. Yo tengo todavía en mi casa los libros de bolsillo gracias a los cuales descubrí a Proust, Malraux, a los autores americanos, y toda la literatura. Pienso que esto tiene que llevarnos a reflexionar sobre lo que representa la lectura digital y a ser muy prudentes, no condenar esta lectura. Aceptando, eso sí, que la lectura digital evidentemente es muy distinta de lo que fue la lectura del libro tradicional.

Pienso que lo que yo llamaba esta meseta del libro digital, en inglés o en francés, se explica también por un cierto conservadurismo de los lectores. Muchos de nosotros somos lectores híbridos, leemos libros tradicionales y también digitales. No es lo que pasa con la música o con la televisión. Con la música o la televisión hemos hecho masivamente un giro hacia el Streaming, lo que se llama Streaming, pero el modelo de Netflix, o el modelo de Pandora, no tomó la librería por el momento. Y la meseta que alcanzó el libro digital parece mostrar entonces que no es realmente el camino que se ha seguido. Podemos hacer otras hipótesis con respecto a esta meseta que estamos viendo, pero me parece que lo que significa, o por lo menos es la hipótesis que yo tengo, es que para los grandes lectores, los verdaderos lectores, el libro, tal como lo conocemos desde el Renacimiento, sigue siendo un objeto perfecto, un objeto ideal que contiene en ese formato muchos signos por un precio que sigue siendo moderado y un objeto que nosotros podemos tener en nuestras manos, podemos acariciarlo.

Piensen en uno de los volúmenes de la colección de La Pléyade en Francia. Estos volúmenes, para el número de signos que contienen, realmente cuestan bastante poco si lo comparamos con todo el resto de la edición. Parece una gran inversión un volumen de este libro, pero llevado al precio por signo no es más caro que un libro de bolsillo. Entonces, el libro sigue siendo, como digo, un objeto bastante perfecto. Es cierto que leer en un libro físico no es lo mismo que leer en un libro digital. Yo estaba evocando hace un momento atrás, en la introducción de mis palabras, esta analogía entre el libro y la ciudad, entre el libro y el espacio. El libro de papel es un espacio que se habita, es un espacio en el cual circulamos. Es, por ejemplo, un espacio al interior del cual sabemos mucho mejor dónde estamos situados en el espesor del volumen que lo que hacemos en el libro digital. En el libro digital nunca sabemos dónde estamos.

La semana pasada tuve una experiencia que me hizo pensar en esto. Yo estaba tomando un avión el lunes pasado, y entonces tomé, porque era gratis, un ejemplar del New York Times y me di cuenta de que todos los artículos que venían en este ejemplar y que me interesaban, ya los había leído 24 o 48 horas antes en el New York Times digital, al cual estoy abonado. Entonces, el New York Times en papel no tenía ninguna plusvalía con respecto al digital. Y esto explica que los diarios o periódicos tienen mucha más dificultad en sobrevivir que los libros. El problema de los periódicos no es el mismo que el  de los libros. La otra observación importante, interesante que hice al respecto es que yo había leído un artículo en forma digital que me había interesado, y este artículo era un retrato del asesino de Las Vegas, el que cometió el asesinato en el hotel. Cuando tomé la versión en papel vi que este artículo ocupaba más de una página de la versión impresa, y me dije: entonces, si yo lo hubiera visto en la versión papel no lo habría leído porque era demasiado largo. Jamás habría empezado, nunca habría empezado un artículo que tenía más de una página en la versión en papel, pero en la versión digital leí las primeras líneas, y como no tenemos idea del volumen, del espacio, y el texto me interesaba, entonces lo leí con pasión hasta el final. Ese tipo de experiencia es muy distinta de la lectura y de este conocimiento o no conocimiento del volumen o del largo del libro. Cuando leemos Le Monde digital (también estoy abonado al Le Monde), les dan a los lectores, como indicación con el artículo, el número de minutos que va a tomar la lectura. Hay un artículo y señalan cuatro minutos, cuatro minutos leemos, pero si es uno que dura dieciséis es mucho más difícil lanzarse en esa lectura. Hay entonces informaciones muy importantes que modifican la experiencia de la lectura profundamente, pero me parece que tenemos que ser muy prudentes en nuestras reacciones frente a la lectura y escritura digital. Tenemos que pensar en lo que decían los escritores en el siglo xix sobre la pluma de hierro, o sobre el libro de bolsillo en los años sesenta. La literatura y la lectura han sobrevivido a la pluma y a los libros de bolsillo, y no veo ninguna razón para que no sobrevivan también al mundo digital en el que nos encontramos hoy. Incluso si todavía no hemos visto mucho, pues la literatura aún no ha sido muy tocada o afectada por este mundo digital. Aparte de las revisiones al margen, no hemos visto nuevos géneros, no hemos visto nuevas formas, no hemos visto inventos profundos, en el sentido que lo decía antes, es decir que sean innovaciones verdaderas, que haya un nuevo discurso.

¿Cuáles son, entonces, los inventos de la literatura? Yo me pregunto, justamente, y es una pregunta que nos podríamos plantear todos, ¿innova  todavía  la  literatura? ¿Dónde está la innovación? Esta es una relación un poco paradójica porque estamos en un mundo en el cual  la innovación es cada vez más acelerada, la obsolescencia entonces está programada, tenemos la destrucción creadora, pero si yo comparo con mi juventud en los años sesenta, setenta, todavía era tiempo de la vanguardia. Yo citaba a Phillipe Sollers hace un momento, que mantenía la creencia y decía que era necesario ubicarse en la parte delantera, estar en la vanguardia.

El otro día leía unas palabras de Nathalie Saurrate, escritas durante un viaje a América en los años setenta, fue a hacer una serie de conferencias en América. Y Saurrate, escritora de la nueva novela, decía: «La literatura me parece como una carrera con relevos donde cada uno es testigo de las manos del escritor que se ubicó anteriormente. Ustedes ven que en los años sesenta había que ir más lejos, más lejos que [en] la [década] anterior. Es testigo de las manos que le precedieron. No es posible retroceder ni incluso es posible quedarse estancado en el mismo lugar». Insisto, no es posible volver atrás ni tampoco quedarse en el mismo lugar. Esto es la nueva novela de los años sesenta, que decía: después de Balzac hubo Flaubert, luego de Flaubert tuvimos a Proust, después de Proust, ¿quién está? Nosotros. Yo me acuerdo de Derrida que repetía, en cada una de las conferencias que daba, que cuando las nuevas novelas eran mal acogidas pro la crítica hacia los años cincuenta, era porque todavía no habían leído a Proust, no habían asimilado a Proust, entonces no podían comprender la nueva novela. La idea de que la nueva novela tomaba el relevo después de Proust, y que había que haber leído, comprendido y asimilado a Proust para poder comprender  y  apreciar  a  Nathalie Saurrate. Es lo que dice Nathalie Saurrete en La era de la sospecha. Podemos leer aún a Proust, a Joyce y a Virginia Woolf, porque esta trilogía había que sobrepasarla, sobrepasar las novelas de los anteriores para llegar a las nuevas.

La literatura se encuentra aún en este movimiento ¿para sobrepasar e ir más lejos? No estoy seguro, mientras que sin duda las artes plásticas sí lo están, la música también, pero la literatura… nos podemos preguntar, justamente, si las relaciones de la literatura con la parte digital no pertenecen a esta paradoja y si no estamos nosotros frente a formas regresivas de literatura. ¿Qué podemos asimilar con los inventos? Uno de los inventos técnicos que transformaron la literatura –porque de todas maneras son inventos técnicos los que han transformado la literatura, inventos formales, y podemos casi siempre asignarles un nombre, casi como si existiera una marca registrada– fue el poema en prosa. ¿Quién inventó el poema en prosa? Yo creo que podríamos decir, más o menos, Baudelaire; cuando uno piensa en el poema en prosa piensa en Baudelaire, no simplemente porque lo practicó, sino también porque hizo una teoría de esto. Un inventor no es solamente quien introduce una nueva práctica, sino el que también la acompaña con una reflexión teórica. Se plantea la necesidad teórica. Hay algunos poemas en prosa antes de Baudelaire, pero es él quien luego teoriza. Luego podemos pensar en la escritura automática, de los surrealistas y de Bretón. Pero hay tantos inventos que transformaron la literatura en la novela. Si nosotros pensamos, por ejemplo, en los inventos que cambiaron la lite- ratura moderna, yo creo que podemos pensar en el monólogo interior de stream consciousness. Ahí también, es lo mismo: Joyce no lo inventó porque se estaba refiriendo a los jardines. Había un libro donde se cortaron lirios, tenía un monólogo interno, pero ahí también Joyce hizo una teoría y sistematizó esto. Luego, sin duda, tenemos este movimiento de purificación de la literatura, la idea que plantea Gide cuando dice que hay que ir hacia la novela pura. Cuando uno habla de la poesía pura, lo moderno es la voluntad de la pureza, es la voluntad de purificación, la idea de que less is more, como se dice en arquitectura. Entonces, hay que ir hacia lo menos, hacia el minimalismo y la literatura moderna va hacia allá. Hoy día, sin embargo, fuimos muy lejos en términos de poesía, en términos de novela pura, o de nueva novela, de destrucción de la intriga, destrucción de personajes, destrucción del autor. En el fondo, todo fue deconstruido, o destruido, y la literatura es uno de los puntos.

Después de todas estas vanguardias quizás ya no sabíamos qué había que hacer, quizás no había ya nada más que deshacer, que deconstruir, pero también hay que considerar que esta literatura, en este movimiento moderno de des- trucción progresiva, es una literatura difícil. La pureza y la modernidad hacen un elogio a la dificultad.

Cuando leemos a Proust no es tan fácil leer. Las personas tienen  miedo  a  leer  a  Proust.  Yo siempre digo que hay que leerlo rápido, justamente, rápido y sonriendo porque es un libro divertido, pero como es un monumento, da miedo. Joyce no es fácil, no es muy fácil. ¿Quién verdaderamente leyó hasta el final Finnegans Wake? Levante la mano, por favor, quien leyó hasta el final ese libro, Finnegans Wake. Virginia Wolf tampoco es tan fácil. Faulkner tampoco lo es. Para nosotros no era fácil, y para los jóvenes de hoy la nueva novela es difícil. Para leer a Sollers en la época de la vanguardia, la verdad, había que agarrarse de algo para poder hacerlo, pero es como si nosotros hubiésemos salido de este movimiento de dificultad de la literatura.

En este momento yo tengo que preparar una conversación que voy a tener en el Collège de France con Vargas Llosa, que viene en algunas semanas más. A mí me gusta mucho su obra y  lo que ha hecho durante los últimos meses, pero las primeras novelas de Vargas Llosa son novelas difíciles, que están inscritas completamente en este movimiento moderno. La ciudad de los perros es Faulkner, está escrito a la manera de Faulkner, donde el relato es quebrado. La casa verde, lo mismo. Son novelas difíciles, que poco a poco simplifican el recurso frente a esta técnica moderna. Eran técnicas, inventos técnicos que se encontraban ahí. Y la exigencia moderna de dificultad fue dejada de lado en la literatura. Estoy obligado de constatar que, para alguien como yo, que fue educado en lo moderno, es algo desconcertante. Sigue siendo desconcertante. Quizás fuimos demasiado lejos, pero sin duda también podemos observar que es un movimiento que coincide con lo que Pierre Bourdieu llamaba la autonomatización de la  literatura. La  literatura y el arte se han autonomizado, decía Bourdieu, y el tiempo de la innovación coincide con el tiempo de este empoderamiento. Tal vez la literatura ha perdido esta autonomía y se ha unido, de alguna manera, al mundo, al mundo industrial, al mundo digital en el cual nosotros vivimos.

Decía que en este movimiento descrito por Sarraute, hay que tomar el relevo de manos de un escritor que haya precedido, hay que haberlo leído. Ese es uno de los temas, y tal vez voy a terminar justamente con este punto. Cuando se piensa en la literatura y en el mundo digital, para mí es algo fundamental lo de la lectura. Lo que Nathalie Sarraute nos decía es que no se podía escribir sin haber antes leído y asimilado a Balzac, Flaubert, Proust, etc. Entonces, la pregunta que podemos hacernos hoy en día es precisamente la de si este diálogo de la literatura con la literatura sigue siendo actualizado. Esta literatura que se nutre de literatura. Podemos preguntarnos, bueno, saber, si los escritores siguen leyendo, porque todo el mundo lee menos, todos leemos menos y los escritores tienen muchas otras cosas que hacer. Aparte de leer para desear innovar es indispensable haber leído mucho. Tomemos el ejemplo de los escritores franceses, muchos de los escritores franceses contemporáneos que escriben, publican y tienen un éxito relativo, no han leído a Proust, ni a Joyce, ni a Nathalie Saurrate, y por eso no dialogan con ellos. Nosotros salimos de un movimiento en el que la literatura se alimentaba de literatura, entonces, sin duda podríamos pensar que hay razones de orden económico para lo que sucede ahora.

En la época de mi adolescencia había una demanda social sobre lo que los escritores tenían que decir de la literatura. Por ejemplo, en todos estos libros de bolsillo que evoqué con ustedes anteriormente, siempre había prefacios hechos por escritores contemporáneos, entonces ellos tenían que escribir estos prólogos sobre Balzac, sobre Montaigne, y especialmente, sobre literatura. Luego también había una demanda de parte de la prensa contemporánea, una demanda crítica muy interesante y era la crítica la que hacía, justamente, el vínculo entre la literatura del pasado y la literatura que se estaba haciendo. Piensen ustedes en Gide, o en Proust, que escriben y que contribuyen en la prensa a este movimiento que podríamos llamar de la vida literaria, una vida literaria en la que los escritores escribían sobre los escritores del pasado y los contemporáneos. Esta vida literaria ahora está mucho menos presente porque la demanda social ya no está ahí. Entonces, primero, es tal vez en la lectura en lo que debemos pensar.

Voy a ir rápido a la conclusión de todo esto, preguntando si este movimiento ha alcanzado algún tipo de  límite en la  transformación de la literatura. Ciertamente los escritores que a mí me gustaron, sobre los cuales trabajé, a los que estudié, los que enseño, son los que transformaron la literatura. Montaigne, inventor del ensayo. Lo que se llama ensayo, después de todo, se lo debemos a él. Él dio justamente este título a su obra, que posteriormente pasó a todas   las lenguas. Baudelaire, tal como dije, inventor del poema en prosa. Proust, inventor de esta gran novela de la memoria. Pero hay que agregar que estas transformaciones de la literatura eran también transformaciones –tengo ganas de decir– de la subjetividad. Cada una estas innovaciones técnicas, literarias, eran también una transformación del ser humano.  Montaigne, sin duda, algunos dicen que está en el origen de un cierto concepto moderno de la subjetividad a través de los ensayos. ¿Qué es este concepto moderno de la subjetividad? Es el sujeto como lector, el sujeto que se construye leyendo, a la manera de Montaigne. Entonces, estos inventos no son solamente técnicos, sino también podríamos decir psicológicos, y desde que hay pocos inventos, tal vez ya no es posible inventar, lo que querría decir que tal vez no es la literatura la que va a definir la nueva subjetividad del ser humano digital, del ser humano que somos. Actualmente no vemos una novela que a la manera de aquellas grandes obras pueda definir la subjetividad de nuestro tiempo.

Voy a terminar eso sí con una cierta nota de prudencia, porque reclamé prudencia a propósito de la pluma o de la lectura. Seamos conscientes de que la innovación nunca llega cuando se le espera. Entonces, si no la vemos llegar, si no vemos qué está transformando esta literatura actual, mantengamos la facultad de poder sorprendernos con lo que pueda suceder.