Un texto perdido
El título de esta charla tiene que ver con la historia, no en el sentido de la trama literaria, sino de la historia del mundo, la “historia con mayúsculas”. Es significativo hablar de este tema en Santiago porque el primer asomo que tuve a una historia lejana que sin embargo podía formar parte del entramado de mi vida fue el golpe de Estado en Chile.

En 1973 yo tenía 17 años y estudiaba el bachillerato en una escuela fundada por republicanos españoles, el Colegio Madrid, que tenía una larga tradición de asilo político y donde se incorporaron los primeros chilenos que llegaron a México. Esto representó para nosotros el encuentro con un drama ajeno que nos resultó de pronto próximo. Fuimos testigos de lo que ocurría en Chile y sentimos, por primera vez y para siempre, que la historia podía tocarnos en forma inesperada. Las primeras manifestaciones en que participó mi generación fueron en solidaridad con Chile.

El primer texto que escribí abordó ese tema. En el Colegio Madrid nos propusimos hacer una de esas revistas estudiantiles que pretenden cambiar el mundo en su número inicial y rara vez llegan a la realidad del segundo número. Escogimos como asunto monográfico el golpe de Estado en Chile. Con la intrepidez del explorador que desconoce la realidad en la que se aventura, me ocupé en una misma reseña de dos libros divergentes: Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, que entonces era el más socorrido manual de autoayuda para el marxista en ciernes y que mi generación memorizó como un mantra, y Tiro libre, de Antonio Skármeta, volumen de cuentos que acababa de llegar a mis manos por un camino complicadísimo. Fui varias veces a las oficinas de la editorial Siglo XXI a ver si tenían un ejemplar de ese libro que el narrador Héctor Manjarrez había reseñado en la revista mexicana Siempre!, comentando que temía por la vida del autor. Tiro libre no tuvo distribución formal en México, pero algunos ejemplares llegaron a Siglo XXI. Una secretaria cómplice guardó uno para el joven escritor que iba demasiado seguido a esa oficina.

Había leído antes los cuentos de El entusiasmo y Desnudo en el tejado, encontrando en el joven Skármeta una sugerente mezcla de la literatura de umbral entre lo real y lo fantástico cercana a Julio Cortázar, con preocupaciones más próximas a la cultura pop, el mundo de los beatniks y la road novel norteamericana.

En mi alocada reseña, traté de vincular algunos cuentos de Tiro libre que rendían testimonio del Chile de la Unidad Popular, con el marco teórico de Marta Harnecker. Me interesaba hallar vasos comunicantes entre la vida privada y callejera de un grupo de personajes chilenos y las categorías para explicar los procesos históricos. Supongo que el resultado fue una empanada bastante indigesta que por suerte se perdió, pues todo ese número de solidaridad con Chile fue víctima de la propia historia mexicana. Manuel Ulacia, el editor, que era nieto del poeta español Manuel Altolaguirre y tenía una vocación señalada hacia los temas del exilio, dejó todos los manuscritos en un coche que fue robado.

En aquella época no nos considerábamos escritores profesionales. Los profesionales sacaban fotocopias de su trabajo, o por lo menos hacían copias al carbón. Ninguno de nosotros había tomado esa precaución. Las obras completas de una generación se perdieron en ese automóvil. Era lo único que habíamos escrito hasta ese momento. Ahí desapareció mi temprana reflexión sobre la historia como problema narrativo. Chile había sido el primer impulso para que yo escribiera sobre el tema. Muchos años después –ante ustedes– quisiera hacer un ensayo de restitución, volver, si no al inasequible texto original, a las copias al carbón que sugiere la memoria.

La autoridad de la voz
Una de las decisiones centrales para un narrador es desde dónde mira la realidad, cuál es su criterio de veracidad para urdir su historia. En su más reciente libro, Diario de un mal año, J. M. Coetzee señala un posible desacuerdo entre el autor y su lector: la voz narrativa no tiene por qué ser creída, es necesario que construya un pacto de confianza para que su historia resulte convincente.

Toda ficción deriva del mundo de los hechos y vuelve a él, completándolo, a través de la representación. En ocasiones, esa construcción de sentido es la mejor forma de entender los caóticos datos de la realidad que fueron su origen primero.

La relación entre lo real y lo ficticio es de mutua dependencia. Al respecto, me interesa recordar algo que Juan José Saer apunta en El concepto de ficción: la diferencia entre la ficción y la realidad no tiene que ver con la diferencia entre la verdad y la mentira. Lo que caracteriza a la ficción es que su relato no necesita ser verificado para ser creído. Si creer en un milagro es asunto de fe, creer en una ficción depende de un principio de verosimilitud. La ignorada voz inicial que cuenta la historia adquiere validez a través de detalles capaces de sugerir que no estamos ante un caprichoso delirio, sino ante un dominio donde todo ocurre con deliberación y sentido. El convencimiento narrativo es un ejercicio de precisión. Al saber que Lolita tiene en el tobillo una pequeña cicatriz que fue ocasionada por un patinador descuidado, creemos que eso es cierto. Imposible desperdiciar como mentira algo tan exacto.

Las verdades de la ficción construyen una segunda realidad y en ocasiones determinan las formas de representación de la cultura con mayor eficacia que los testimonios del mundo de los hechos. A propósito del rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda disponemos de leyendas, una vasta literatura, sagas suficientemente variadas y afines para integrar un subgénero narrativo. Carecemos de datos reales, y sin embargo el mundo contemporáneo es ya inseparable de Excalibur, la espada mágica, y la imaginería que rodeó ese ámbito que sólo podemos conocer a través de la figuración.

La literatura interviene en lo real con diagnósticos del porvenir que tardan en cumplirse o profecías hacia atrás que descubren la forma en que el pasado nos anticipa y determina.

Nunca al margen de lo real, la literatura es su complemento. El grado de veracidad de lo que ahí se cuenta no depende de su comprobación en el terreno de los datos, sino de su propia lógica: la verdad de la ficción.

Esto en modo alguno significa que la poesía o la narrativa puedan prescindir de la experiencia. Walter Benjamin dejó una reflexión extraordinaria sobre el desafío que significa para un autor el posible agotamiento de la experiencia. En su ensayo “El narrador” aprecia que el ciudadano del siglo XX ha entrado en un proceso de serialización de la vida, de uniformidad de las sensaciones y las respuestas ante la aventura de vivir. Hasta el siglo XIX, la gente había tenido que procurarse medios de vida relativamente inciertos y azarosos. En cambio, la generación industrial comenzó a satisfacer sus necesidades en forma rutinaria. Incluso el gusto y los placeres se sometieron a la normatividad de la moda. La comida dejó de ser el reto del cazador para convertirse en lo que se compra en tiendas y supermercados. El trabajo perdió el sentido de la disyuntiva que animó narrativas anteriores, de El lazarillo de Tormes, donde el pícaro acepta las suertes que le deparan sus amos sucesivos, hasta Rojo y negro, donde el protagonista debe elegir entre las discordantes formas de vida de la iglesia y el ejército. Antes de la era industrial, el objetivo común de “ganarse la vida” encontraba variadísimos derroteros. Ir a París en busca de empleo, apoderarse de un palmo de tierra o medrar en una corte eran aspiraciones compartidas que sin embargo seguían rutas siempre insólitas, carentes de toda normativa.

En el mundo de las oficinas y sus horarios definidos, las peculiaridades laborales tienden a borrarse. Las iniciativas personales se disipan ante el “recurso del expediente” y la “dominación racional legal” de la burocracia, categorías estudiadas por Max Weber.

Tal es el ámbito uniforme que advierte Benjamín. ¿Cómo encontrar ahí la novedad de la experiencia cotidiana, esencial para contar historias? ¿Cómo hallar lo sugerente, la discrepancia, la fisura significativa?

Es obvio que las historias individuales no dejarán de existir. La pregunta que le interesa a Benjamín es cómo reflejar de manera singular lo que atañe a una definición de lo colectivo, cómo discernir en situaciones típicas –como la procuración de medios de subsistencia–, el dibujo a un tiempo diverso y gregario que justifica una trama original y articula a una época. En un mundo que reitera sus ofertas y vuelve homogéneos los horarios y medios de trabajo, el horizonte del narrador parece estrecharse. Se diría que también el repertorio de lo real se somete a la parda clasificación del mercado. ¿Cómo recuperar lo novedoso dentro de lo colectivo, es decir, dentro de lo compartido, lo reiterado, la serie?

Toda pregunta sobre la historia tiene que ver con el reflejo del mundo, pero también con la búsqueda de singularidad de ese reflejo. En la sociedad industrial que observa Benjamín, tal tentativa ocurre en un entorno donde lo cotidiano se resiste a las diferenciaciones que tuvo en otro tiempo.

Hay que tomar en cuenta que Benjamín desarrolló esta idea antes del desarrollo de los medios masivos de comunicación, prefigurando su efecto. Hoy en día, la homologación de los discursos y de las formas de representación hace que muchas veces lleguemos a la realidad con códigos previos. Lo que vemos ha sido filtrado de antemano por los medios. La realidad virtual suele adelantarse al conocimiento, normalizando incluso lo que nos resulta remoto o ajeno.

El mundo de la información brinda representaciones sobre representaciones, tamiza la experiencia. Y pese a todo, el desafío del narrador sigue siendo el mismo: ocuparse de un tema que atañe a todos –un hecho repetible– y al mismo tiempo brinda una singularidad –una historia contable.

En el caso de los sucesos históricos esto entraña un doble compromiso: reconstruir un hecho ya ocurrido y permitir que ocurra por segunda vez con la novedad de la ficción.

En el nombre de todos
La relación, muchas veces convulsa, entre historia y ficción, entre lo individual y lo colectivo, ha dado lugar a fecundas reflexiones. En La novela histórica (1937), Georgy Lukács comenta que la personalidad individual deriva de las peculiaridades históricas de la época. Lukács subordina la psicología de los personajes al momento histórico que los determina. Su tema es la novela que indaga los hechos y, al reconstruirlos como ilusión de vida, descifra lo que pasó en la realidad. Trabajo de reconstrucción y captación de sentido, el del novelista histórico de corte lukacsiano, busca una verdad incontrovertible en la desordenada marea de los sucesos.

Para Lukács, el novelista registra, como quería Balzac, la historia secreta de las naciones. Su trabajo es el de un historiador tonificado por las peripecias de la vida privada.

A mi modo de ver, el desafío literario moderno proviene de la puesta en crisis de este presupuesto. De El hombre sin atributos, de Robert Musil, a Respiración artificial, de Ricardo Piglia, la historia indagada desde la narrativa deja de ser un relato unívoco –la recreación del modo cierto en que ocurrieron los hechos– para convertirse en un problema de conocimiento. ¿En qué medida se puede captar un entorno contradictorio, donde los testigos ofrecen versiones discordantes y los documentos compiten para imponer verdades alternas?

Lejos de recrear el alma de una época, su síntesis de sentido, como pedía Lukács, cierto tipo de narrativa enfrenta la historia para ponerla en tela de juicio. Algunas de las mayores aventuras literarias de nuestro tiempo surgen de la tensión y la discrepancia entre los sucesos y la forma de captarlos. El narrador no escribe porque conoce la historia, sino para conocerla; investiga un horizonte que se le resiste. La dificultad de llegar a la verdad es el principal acicate para perseguirla; incluso la distorsión de los sucesos contribuye a conocer lo que pasó.

Uno de los ensayos más lúcidos al respecto es La paradoja de la historia, de Nicola Chiaromonte, autor que publicó bastante poco y aparece como personaje en la novela de Malraux sobre la guerra civil española, La esperanza. En su condición de testigo de cargo de acontecimientos decisivos del siglo XX, Chiaromonte se interesó en una contradicción esencial provocada por los sucesos históricos: la discrepancia entre los motivos por los que una persona participa en un suceso histórico y el desenlace de ese suceso, es decir, la falta de correspondencia entre los principios e impulsos individuales y las metas colectivas a las que se llega.

Algo se transforma en el tráfago de los sucesos, el dibujo amplio de la historia, la vertiginosa acción gregaria. Algo trasvasa la lógica privada en lógica colectiva. Esta es la paradoja a la que alude el título de Chiaromonte. Creyendo cumplir un fin individual, el actor histórico se disuelve en un incalculable acto colectivo. ¿En qué medida ese suceso le resulta propio?

El tema también interesa a Elias Canetti en Masa y poder. ¿En qué medida la dinámica de los hechos transforma la motivación original de los individuos y determina su conducta histórica? Ante el incendio del Palacio de Justicia de Viena, el joven Canetti contempló por primera vez el trazo múltiple de la muchedumbre. Hasta entonces se consideraba un estudiante de química. Al ver la forma en que los sujetos se precipitaban en acciones colectivas que segundos antes hubieran considerado impensables, decidió unir su suerte a la de la masa y estudiarla durante el resto de sus días para tratar de arrebatarle su misterio. Masa y poder explora los distintos principios de orden –pautados según diversos acomodos y exigencias sociales o antropológicas– que la multitud observa en los estadios, las ceremonias, los desfiles y las manifestaciones. Sin embargo, hay sucesos en los que la conducta personal entra en tensión e incluso en contradicción con los fines colectivos. Lo sorprendente no es que esto ocurra, sino que el sujeto, repentinamente despersonalizado por la historia, se entregue con fervor y repentina “convicción” a tareas colectivas que en otras condiciones hubiera repudiado. En la febril intoxicación de la multitud –sujeto colectivo superior a la suma de sus partes– cumple otra finalidad, que acaso buscaba en secreto. En ocasiones, el impulso de lo que se hace en compañía es gratificante; sólo a través de los demás se alcanzan ciertas cuotas de valor y se toman decisiones impensables para el hombre aislado. Sin embargo, en otras ocasiones el protagonista se horroriza de sus manos teñidas de sangre, las casas en ruinas, las cenizas de su actividad. ¿Cómo pudo participar en eso? La discrepancia esencial entre lo que podemos ser en soledad y lo que somos en el flujo de los acontecimientos, hace que la trama de los sucesos colectivos sea siempre desafiante. La historia como lugar de prueba. La historia como problema.

Numerosos escritores han trabajado el tema. En Michael Kolhaas, Heinrich von Kleist se ocupa de un hombre rebasado por los hechos que ha contribuido a desatar. Kolhaas es un líder reacio, hasta cierto punto involuntario. Protesta ante el poder abusivo que le impide circular libremente con sus caballos. Su objetivo se reduce a esa circunstancia. Sin embargo, sin advertirlo, toca las fibras de indignación de su comunidad y se transforma en su caudillo. Acepta su destino con perplejidad y, poco a poco, advierte que la multitud quiere algo más; es mucho más incendiaria de lo que él podía pensar. Se enfrenta entonces al dilema de quien no comparte los sucesos que él mismo ha promovido.

 El hecho de que la verdad absoluta sea inencontrable refuerza la tarea de quienes buscan verdades provisionales. Debemos hablar del holocausto justo porque los testigos fieles no pueden hacerlo. De acuerdo con Agamben, esta es la “aporía de Auschwitz”. No se trata de suplantar a quien ahí murió, sino de acercarse lo más posible a ese límite infranqueable. Esta operación intelectual determina al novelista que se ocupa de hechos históricos. No habla en nombre de quienes los vivieron; se acerca al tema, sabiendo que la restitución total es imposible, y al hacerlo, admite las contradicciones, la confusión, las hipótesis privadas, el rico acervo de la representación que transforma su búsqueda en un problema. Precisamente porque la verdad no es un dato incontrovertible, el cronista debe acercarse a lo que queda de ella.

Otro ejemplo elocuente: el relato “Barrabás”, del escritor húngaro Frigyes Karinthy. Más conocido por su literatura humorística, Karinthy dejó algunas lúcidas parábolas morales. En el caso de “Barrabás” aborda la disparidad entre las convicciones personales y las colectivas. Poncio Pilatos encara al pueblo y lo somete a un plebiscito: ¿Quién debe ser crucificado, Cristo o Barrabás? Cada uno de los asistentes sabe en su fuero interno que Jesús es inocente. En consecuencia, pide que se castigue a Barrabás. Sin embargo, el conjunto de las voces se escucha de otro modo. La palabra “Barrabás”, que cada uno pronuncia por su cuenta, se traduce colectivamente en otro nombre: “Cristo”. La decisión individual se ve traicionada por el clamor popular. Cuando se habla en el nombre de todos, la convicción privada se quebranta.

Zorros y erizos
Entendida como problema, la historia plantea un conflicto entre la moral individual y la moral colectiva. Escribe Chiaramonte: “llamamos ‘realidad’ al desacuerdo irresoluble entre el individuo y el mundo”. La literatura se ocupa de ese obstáculo. El hecho de que sea confuso, muchas veces indescifrable, no representa una traba sino un acicate para la narrativa que se asume como método de investigación.

Estudioso de las mentalidades, Berlin no busca una respuesta unívoca, el hilo conductor, la fuerza motriz, el leitmotiv de la historia. Su mirada escéptica contempla las causas variadas y contradictorias que definen los sucesos. ¿Es posible encontrar algún tipo de orden en ese caudal inmoderado? ¿Hay método en la épica que se improvisa para negarse y regenerarse?

Antes de clasificar el tema, Berlin define su territorio y encuentra ahí una lección inaugural: en los momentos históricos los hombres históricos no sólo hacen cosas históricas. Comparte con Chiaromonte el desconcierto de la conciencia individual ante los sucesos colectivos. Y agrega otra categoría: la vida privada de lo público. En medio de la batalla de Waterloo, alguien cocina, silba una canción, bosteza, sueña, se enamora. Una de las limitaciones de la historiografía es que, al ocuparse de datos representativos (las fechas y las estadísticas que definen lo real), deja fuera la dimensión cotidiana, mínima, fortuita y caprichosa de los hechos. Las corazonadas, las supersticiones, los pálpitos, las fobias, el copioso inventario de las reacciones individuales, también define el curso de la historia. Si el sujeto puede llegar a desconocerse en el acontecer colectivo, los sucesos reciben una impronta que no depende de causas generales sino de un incierto deseo individual. En Los relámpagos de agosto, impecable sátira sobre la Revolución mexicana, Jorge Ibargüengoitia convierte esta intuición en ley y hace que los caudillos de la patria no obedezcan otra motivación que satisfacer sus apetitos primarios: toman una ciudad para comer el estupendo filete que ahí se prepara.

Para Berlin, la paradoja de la historia observada por Chiaromonte se vuelve reversible: el sujeto se despersonaliza en la historia y la historia se personifica con causas privadas y aun secretas. La narrativa es el campo donde esta pugna se pone en escena. El sujeto y la masa, lo privado y lo público, la elección individual y la razón de partido o de Estado, tensan ahí sus líneas de fuerza.

Nada interrumpe el flujo de lo diario, la vida íntima prosigue, incontenible, entre los grandes acontecimientos. ¿Cómo abordar estos estímulos discordantes? Berlin distinguió dos tipos de intérpretes de lo real: los erizos y los zorros, los que saben una gran cosa y se concentran en ella, y los enamorados de la dispersión y lo múltiple. Marx somete al universo en expansión a una teoría reguladora, un escudo resistente y afilado, estrategia digna del erizo; por el contrario, Benjamin sigue las sendas fragmentarias de quien husmea en muchas madrigueras, la táctica del zorro. Pero hay casos, como el de Tolstoi, donde ambas concepciones se combinan. Puede existir un erizo que se crea un zorro o un zorro que se crea erizo. En Guerra y paz, Tolstoi descubrió que era imposible someter el desorden de los hechos a una ley reguladora; sin embargo, no dejó de buscar esa ley. Optó por la verdad del zorro pero quiso devolverla a la visión del erizo.

Para respetar la condición múltiple y fracturada de los hechos, Tolstoi propone una “aproximación infinitesimal”, la suma de pequeñas verdades relativas puede integrar un convincente caleidoscopio del acontecer colectivo.

De acuerdo con Tolstoi (o, mejor dicho, con Tolstoi interpretado por Berlin), el novelista no puede resumir los hechos sin traicionar su complejidad. Por lo tanto, debe optar por un tapiz vivo, poliédrico, donde unos sucesos refuten a otros. La confusión y lo que no se entiende también forman parte del relato de lo real. Nada más falso que los protagonistas se vean a sí mismos como seres históricos y asuman roles en función de ese artificio. No hay recurso tan artificioso (tan exógeno a la trama) como el de los personajes que parecen haber leído la historia en la que participan y deciden ir “a la guerra de treinta años”, sabiendo cuánto va a durar. Guerra y paz ofrece un sistema de prevención contra estas certezas.

Con todo, el relativismo de Tolstoi desemboca en una interpretación cercana a Hegel. El novelista recoge los vidrios rotos y dispersos de la historia, pero no deja de buscar la “astucia de la razón” que los explique, el trabajo oculto de la Providencia; indaga como un detective insomne y obsesivo en pos de una explicación articuladora, una escatología confiable. Por suerte, fracasa en esta búsqueda y salva a su obra del tono discursivo de la novela de tesis.

La riqueza narrativa de Tolstoi surge del continuo fracaso de explicar como erizo lo que cuenta como zorro. La meta de Guerra y paz no es la verdad sino su incesante búsqueda. El horizonte del conocimiento objetivo es ahí un límite replegable, que amplía el campo del novelista. Siempre relativa, la verdad está bajo sospecha; no es un absoluto, sino un espacio de perfeccionamiento.

Berlín extrae una lección narrativa de esta exploración: la novela dispone de dispositivos ajenos a la historiografía que le permiten brindar la conjetura privada de lo público. No se trata de un recurso “superior” al de quien escribe historia, sino de un conocimiento específico distinto.

El novelista debe brindar un retrato verosímil de los sucesos pero también y sobre todo de sus personajes. Para lograrlo, incluye la dimensión íntima de quien participa en una contienda. Como señalé arriba, Ibargüengoitia hace una apropiación extrema del recurso de Isaiah Berlin: sus aviesos generales revolucionarios sólo se ocupan de lo público en la medida en que beneficia su vida privada.

En Estrella distante, Roberto Bolaño hace que la historia de la represión en Chile coincida con las aventuras estéticas de un dandy. Una realidad de ultraje coexiste con una vida interior de sofisticación. El resultado es significativo y despierta una inquietud moral: el arte más excelso puede coincidir con el oprobio.

Con cierto aire apocalíptico, George Steiner ha señalado los límites de la educación y el conocimiento: un lector ávido de Rilke podía administrar un campo de concentración. Bolaño se ocupa del vanguardismo de extrema derecha, comprometido en partes iguales con la creatividad artística y el exterminio de los disidentes. Entendida como causa individual, la búsqueda estética del poeta que escribe en el cielo con la cauda de su avión es liberadora. Entendida como circunstancia social, pertenece a la maquinaria de la represión.

“Somos los libros que nos han hecho mejores”, comentó Borges, fervoroso defensor de la lectura. La trama de Bolaño obliga a revisar la frase. Es cierto que los libros nos pueden hacer mejores, pero la cultura, por sí misma, no garantiza ser ajeno al mal. Una persona inculta puede ser sumamente moral, del mismo modo en que un erudito puede ser un sátrapa ejemplar. Entre el individuo y la cultura está la historia, obstáculo lleno de significado. El poeta de Estrella distante encarna las contradicciones de una sensibilidad que, sin rebajar su tensión poética, pacta con la parte represiva de la historia.

La figura del testigo
En su excepcional estudio de los usos sociales de la memoria, Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben concede especial atención a la figura del testigo.

Su pregunta rectora es la siguiente: ¿quién puede rendir testimonio con fidelidad? Su investigación se centra en el tema del holocausto. En este sentido, no busca la aproximación narrativa del novelista. Lo que queda de Auschwitz es relevante para la literatura porque avanza hacia un caso límite, el del exterminio de la memoria, y sirve para entender cómo se construye la noción de testigo legítimo.

En cierta forma, la historia de la novela moderna ha dependido de la construcción de un testigo escéptico, que descree de lo que ve, o incluso de un testigo perplejo, que no comprende lo que ocurre. El novelista de tesis, al estilo Victor Hugo, discute la historia y procura aclararla. En cambio, el novelista que desciende de Stendhal admite la confusión inherente a los sucesos, pone en crisis la historia; describe desde lo que comprende pero también desde sus dudas; combina lo público y lo privado. Fabrizio del Dongo se pierde en el campo de batalla. No está ahí sólo para ver la gesta napoleónica sino para narrar desde la infantería existencial donde todo es caos y vida rota.

La voz de quien narra depende de la manera de mirar y del grado de veracidad con que puede hacerlo. El testigo es el mediador que se acerca a la historia. ¿Hasta dónde puede llegar? En un sentido jurídico, hay categorías bastante claras para saber quién califica como testigo de cargo. No puede tratarse de un pariente de la víctima ni alguien que estaba borracho en el momento en que presenció algo; si rinde testimonio ocular, debe haber estado a determinada distancia y disponer de una vista aceptable. Hay condiciones específicas que permiten que alguien sea testigo de cargo en un tribunal. Sin embargo, en un sentido psicológico o moral, resulta muy difícil saber quién es un testigo idóneo. Todo hombre está constituido por una subjetividad, por nervios y prejuicios que lo afectan, lo cual influye en la forma en que narra los sucesos.

Agamben se pregunta cómo podemos encontrar a un testigo que ofrezca una visión íntegra del horror. No se refiere a un testigo literario, construido por la imaginación de un novelista, sino a quien puede documentar un horror cierto y tangible, la voz capaz de decir qué queda de Auschwitz.

Estamos ante un caso límite, el del genocidio que pretende borrar la noción misma de supervivencia. Hitler solía referirse al caso de los armenios masacrados en Turquía para justificar el exterminio de judíos: “nadie se acuerda de ellos”. Contra esa voluntad de destrucción se alza el testimonio.

¿Quiénes son los verdaderos testigos del holocausto? Quienes conocieron la niebla y la noche hasta sus últimas consecuencias fueron exterminados. Sólo los que subieron al vagón rumbo a las cámaras de gas supieron lo que significaba ese momento. ¿Es legítimo hablar en nombre de ellos?

Agamben parte de una certeza distinta a la de Jean-Paul Sartre, interesado en otorgar voz a quienes no la tienen. Para el filósofo italiano, resulta imposible suplantar al testigo integral, el que murió descubriendo la última instancia del horror. Pertenece a la ética del narrador admitir una carencia definitiva: su voz no restituye una pérdida ni suplanta a la víctima. Se trata de alguien que viene después, una mediación entre la historia y el lector. Por lo tanto, su testimonio es impuro; está sujeto a variaciones voluntarias o involuntarias. El primer cometido del cronista de una situación límite estriba en reconocer su incapacidad de situarse en el momento final de la aniquilación. Es desde esa impericia, desde esa imposibilidad, desde donde se habla.

Esta reflexión permite abordar el tema de la historia, que depende de los testigos. Agamben renuncia a la idea de poder hablar en nombre de otros, no para eludir un compromiso moral, sino para asumirlo con mayor claridad.

Ante la imposibilidad de contar con un testimonio de quien conoció la última dimensión del espanto, elige a una figura intermedia, los seres despersonalizados que en el universo concentracionario recibían el nombre de musulmanes. Se trataba de prisioneros que habían perdido la voz y el brillo en la mirada, seres anónimos, desconocidos de sí mismos. Estos no-sujetos vagaban entre las alambradas como almas en pena. De pronto, alguno de ellos recuperaba el habla. Para Agamben, es lo más cerca que podemos estar de recibir un mensaje de la tierra de donde no hay retorno. El musulmán representa la mayor aproximación posible a un muerto en vida. Los testimonios otorgados por esta clase de testigos, muchas veces surgidos años después de la guerra, integran un valioso arsenal de la deshumanización. Y pese a todo, tampoco ellos son testigos integrales. No hay posibilidad de tener un enviado especial a la muerte y al horror.

¿Debe frenar esto al cronista de los hechos? En modo alguno. Su compromiso ético deriva, precisamente, de la imposibilidad de encontrar testigos definitivos. El hecho de que la verdad absoluta sea inencontrable refuerza la tarea de quienes buscan verdades provisionales. Debemos hablar del holocausto justo porque los testigos fieles no pueden hacerlo. De acuerdo con Agamben, esta es la “aporía de Auschwitz”. No se trata de suplantar a quien ahí murió, sino de acercarse lo más posible a ese límite infranqueable.

Esta operación intelectual determina al novelista que se ocupa de hechos históricos. No habla en nombre de quienes los vivieron; se acerca al tema, sabiendo que la restitución total es imposible, y al hacerlo, admite las contradicciones, la confusión, las hipótesis privadas, el rico acervo de la representación que transforma su búsqueda en un problema. Precisamente porque la verdad no es un dato incontrovertible, el cronista debe acercarse a lo que queda de ella, trabajar a partir de un discurso abierto a numerosas interpretaciones

Todo testimonio puede ser contrastado con otro; de esa variedad surge la riqueza de la narración que se ocupa de hechos verídicos, ya sea a través de la crónica o de la novela. Narrar lo real plantea el desafío de decir lo que no puede ser dicho de manera absoluta. Escribir novela vinculada con la historia significa practicar la aproximación infinitesimal que pedía Tolstoi; acercarse, en la medida de lo posible, a un suceso que se resiste a ser contado de manera única.

La historia como pregunta
Contar los hechos significa intervenirlos. De manera recíproca, el sustrato de lo real afecta la voz narrativa. ¿Cómo se incrusta el yo en el recuento de la historia? La legalidad de una trama y el pacto de verosimilitud con el lector dependen de una voz individual, particular e irrepetible. La narración niega la verdad única en busca de una voz única. Si la descripción de los hechos es siempre relativa, la “autoridad de la voz”, para recordar la expresión de Coetzee, depende de su sello inconfundible.

¿En qué consiste una voz genuina? La paradoja de la escritura es que resulta más auténtica si incluye su propio principio de incertidumbre. Narrar desde la certeza incontrovertible es menos verosímil que hacerlo desde la duda y la vacilación. La voz que ya leyó su propia historia pierde crédito.

En Tiempo pasado, Beatriz Sarlo se ocupa del “giro subjetivo” que permite narrar con fidelidad individual el entramado colectivo. No se refiere sólo a los novelistas, sino a los historiadores que han otorgado mayor relevancia a la subjetividad de los testigos y a la impronta del investigador. La historiografía moderna ha relativizado el juicio de los hechos históricos; no busca La Verdad, sino diversas versiones de lo sucedido, hipótesis discordantes que entran en tensión. Los historiadores han cargado de sentido a la mirada subjetiva, necesariamente falible. En forma paralela, los novelistas se han acercado a la historia no para resolver el problema que plantea, sino para servirse de él.

La literatura reciente de América Latina da copiosos ejemplos de la investigación privada de lo objetivo. No me refiero a la construcción de un universo histórico cerrado, un universo de clausura que informa “así fue la conquista”, “así fue la revolución mexicana”, sino a una investigación abierta de lo real. Tramas que no buscan responder sino indagar.

En Pedro Páramo, Juan Rulfo aborda algunos pasajes históricos de la guerra Cristera y de la revolución mexicana. Aunque esta novela difícilmente podría ser llamada “histórica”, hay en ella un planteamiento que me parece esencial para entender de qué modo la narración se puede ocupar de la historia como un problema lleno de elocuencia, cargado de sentido.

Pedro Páramo trata de personajes que viven en el decurso sin principio ni fin del mito; se trata de muertos que no han llegado al más allá. Fueron pecadores, no se arrepintieron y nadie ha rezado por ellos lo suficiente para que merezcan ir al cielo. Están en una suerte de limbo, tratando de morir al fin, de llegar a la otra orilla. Almas en pena que habitan el pueblo de Comala. Los sucesos se repiten, incesantes; todo sigue el ritmo circular del mito, donde no existe la noción de “historia”.
De acuerdo con Octavio Paz, la conquista significó la llegada del tiempo lineal, el flujo continuo de los hechos, la historia. Las cosmogonías prehispánicas dependían de un decurso cíclico. El mundo podía desaparecer al terminar una “atadura de años”; no obedecía a la cuenta del tiempo de los hombres, sino a la rueda del cosmos.

Rulfo crea un interregno donde los personajes no viven los sucesos. A la manera del ciclo mítico, reiteran un acontecer que no depende de ellos. Se trata de una eficaz y desconcertante metáfora de los despojados, los que no pueden tener historia, gente que ha perdido el derecho a que algo les suceda. La dimensión política de la novela se cifra en este hecho. En el limbo de Comala, los personajes carecen de anécdotas propias. Pocos símbolos más certeros de la pobreza y el despojo.

Parábola de la escasez, incluida la de los acontecimientos, Pedro Páramo informa que la historia, el mundo de los hombres, es lo que está afuera. El tiempo lineal donde se deciden los sucesos ha quedado al margen de los desposeídos.

Otra estrategia significativa para abordar la historia como problema es El entenado, de Juan José Saer. La historia comienza con un grupo de conquistadores españoles capturados por una tribu que habita a orillas del Río de la Plata y tiene por costumbre la antropofagia. Los prisioneros caen en celdas, son retenidos un tiempo, y poco a poco alimentan a los vencedores. Pero uno de ellos es salvado. Durante diez años vive en un cautiverio relativo, participando de la vida local. Es el protagonista absoluto del relato, el narrador que escribe en primera persona, el entenado que mora en casa ajena. Ignora todo de la tribu que lo ha acogido. Durante años reflexiona sobre su condición: es una víctima omitida. ¿Por qué no se lo comieron a él, o mejor dicho, por qué se comieron a todos menos a él? El narrador escribe mucho tiempo después de los hechos, ya liberado por los suyos, en España, cuando recapitula acerca de su extraña vida. Con inquietante lucidez comprende que los indígenas querían convertirlo en un testigo, alguien que pudiera conocerlos. Por eso no lo mataron. Entonces pasa a una segunda perplejidad: ¿por qué, si requerían de un testigo, no lo educaron, no le enseñaron su idioma, no le revelaron su cosmogonía? Desde el punto de vista de la cultura en la que medró, fue durante diez años alguien silvestre, inculto, ajeno. No escribe su historia para contar lo que pasó, sino para indagarlo. El narrador busca cargar de sentido una extrañeza, lo que vivió sin comprender. Lentamente, descubre que fue adoptado por la tribu sin que le revelaran sus usos y costumbres para que pudiera conocerlos en términos de otra cultura, la suya.

Los indígenas tenían una noción frágil del mundo. Con los españoles, llegaba otro tiempo; terminaba la era del mito, empezaba la de la historia. ¿Cómo serían narrados ellos, los frágiles hombres del mito, por el tiempo de la historia?

Los anfitriones tienen para el entenado una misión extrema: desean ser preservados por él, desde el mundo del que procede. Por eso no le comunican nada, no quieren que se sumerja en lo que desaparecerá con la espada; desean ser conservados desde otra lógica, que en su visión crepuscular les parece más resistente que la suya; lo adoptan sin asimilarlo; procuran que él siga siendo ajeno, preservan su mirada oblicua, distinta; le entregan la mejor arma del cronista: la perspectiva de quien se acerca a los hechos pero sabe que está fuera de ellos. La narración surge desde esta condición diferente. Lección de antropología, El entenado representa un momento singular del entendimiento de lo otro y la mirada de quien comprende, al modo de Agamben, que no hay restitución de una realidad ajena, sino un acercamiento incesante, pero siempre perfectible. Temerosos de que su mundo termine, los indios sólo pueden ser salvados por una voz extranjera. Una impecable parábola de la extraterritorialidad que conlleva toda narración genuina.

Imposible levantar el inventario de todos los dispositivos desatados para abordar la historia como problema. En Santa Evita, Tomás Eloy Martínez logra uno de los más sugerentes: sucesos reales son contados a través de una investigación falsa que se presenta como cierta. El novelista habla de sí mismo como un periodista que investiga la trama y simula que su búsqueda sigue los protocolos de la no ficción. Los hechos son ciertos, pero se articulan a través de una razón arbitraria. Martínez inventa archivos, oficinas, informantes. De modo fascinante, sugiere que los episodios que narra en torno a Eva y Juan Domingo Perón han estado en manos de mucha gente, pero aún no han sido dichos de ese modo. El investigador de la novela asume una condición “real” para adentrarse en una trama mitologizada por la historia. Interviene en el pasado, y al hacerlo, también modifica el porvenir, lo que de ahora en adelante se pensará de Evita. La tradición no termina de suceder; desde el presente, un novelista puede afectarla y decidir su futuro. Santa Evita desató una elocuente anécdota al respecto.

Como parte de su investigación, Tomás Eloy Martínez revisó archivos de filmoteca y encontró una escena donde Perón y su esposa saludaban a la multitud desde el balcón presidencial. Arrobada, la Primera Dama le decía algo a su marido. ¿Qué podía susurrarle en ese momento de condensación histórica? Por el movimiento de los labios y por el carácter melodramático de la protagonista, Martínez pensó en la siguiente frase: “Gracias por existir”. Así lo escribió en la novela.

Pasados algunos años, fue a un museo del peronismo, donde una mampara mostraba frases célebres de Evita. Entre ellas estaba la que él le atribuyó en su novela: “Gracias por existir”. Escribió entonces un artículo en la prensa argentina diciendo que la frase en cuestión era el invento de un novelista y recordó que Santa Evita era ficción. Ya antes había padecido este tipo de misreadings. A pesar de que, desde su título, La novela de Perón se presenta como un producto de la imaginación, el autor había recibido recriminaciones por tergiversar la historia. La frase de Santa Evita desembocó en un malentendido superior. Después de publicar su artículo aclaratorio, Martínez recibió invectivas de asociaciones peronistas por atreverse a profanar la memoria de Evita. La santidad de la Primera Dama, profetizada con ironía en el título de la novela, se transformaba en realidad. ¿Qué era el artículo del novelista contra el artículo de fe de creer en un mito? Al recrear imaginariamente la leyenda de Evita, Tomás Eloy Martínez redefinió su porvenir. Como en el caso de las sagas artúricas, creó una segunda realidad que no necesita de verificación para ser creída.

La felicidad a contrapelo
Hay una gravedad inherente al acto de narrar sucesos históricos. Se abordan fechas decisivas, casos límite, cismas, momentos de transformación. La idea de aniquilación y ruptura es inseparable del cambio histórico.

En Lo que hace a Grecia, Cornelius Castoriadis afirma que el gran descubrimiento del hombre griego fue la condición inescapable de la muerte, el acabamiento ontológico que eso representaba, la renuncia a un compensatorio más allá. El héroe griego encara la soledad esencial del hombre.

Esto se pone de manifiesto en las novelas que tratan el convulso tema de la historia. Y sin embargo, toda obra artística depara placer. Asumir la historia como problema implica abordar el sentido trágico de los sucesos, el lote del hombre, su condición mortal, mientras la narración los trasciende a través del gozo estético.

Pero hay algo más. En los momentos históricos, observó Berlín, no sólo pasan cosas históricas. Uno de los grandes misterios de la experiencia histórica es que incluye la felicidad donde no debería ocurrir.

En la última página de Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino previene sobre el lugar sin límites que llamamos “infierno”. No se trata de un sitio ultraterreno, sino de algo que ya está entre nosotros. El combate contra el infierno significa, por tanto, darle espacio a lo que no es infierno.

En este sentido, el cometido último del novelista que se adentra en el tráfago de los sucesos es el de descubrir ahí una opción de felicidad que parecía ser negada. El hombre sabe que va a morir y sin embargo ríe. Este enigma interesó a Sócrates pocos minutos antes de morir. Sabía que su condena se iba a cumplir, pero sintió el sorprendente placer de que le quitaran los grilletes. Se asombró de sentirse bien y disfrutar el labio en sus muñecas liberadas sabiendo lo que le esperaba. Acaso el gran atrevimiento de la literatura, su forma más genuina de resistencia, sea el de imaginar la felicidad en circunstancias creadas para negarla. Una felicidad a contrapelo, por error. Es lo que Peter Handke logra en la guerra de Sarajevo o Tolstoi en la batalla de Borodino.

Hace poco Umberto Eco comentó en una entrevista que sólo un cretino es feliz en tiempo completo. La dicha no es un continuo. Se trata de una condición deseable, pero intermitente. El novelista rescata ese momento sin dejar de ocultar el drama en que se inserta. Una escena de Primo Levi captura esta tensa situación: un grupo de judíos recibe la noticia de que al día siguiente pasará de un campo de concentración a un campo de exterminio. Les queda una noche de vida. ¿Qué hacen en sus últimas horas? Actúan como si el oprobio no existiera: cuentan chistes, juegan a la baraja, hacen el amor, lavan la ropa como si aún pudieran usarla. Cuando se van en los vagones, queda una hilera de camisas, tendidas para secarse bajo el sol. Un legado indestructible.

Ante la historia como problema, la felicidad es un desafío y una afrenta, la rebeldía de la imaginación literaria, un atrevimiento contra la norma.

“La vida quiso que fuera desgraciada, pero no me dio la gana”, dijo una tía del novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia. Me parece un lema perfecto para la forma en que la novela se ocupa de la historia y sus desastres.

Ante la trama del mundo, un hombre o una mujer ejercen su capricho, niegan lo que la historia les depara, y así resisten.