Como pasa con casi todos los niños del mundo conocido, hasta que tuve más o menos once años la tele era mi razón de existir. Me indignaba que mi mamá interrumpiera programas por tonteras como almorzar o, peor, bañarme, y solo imaginar que estuvieran dando dos programas buenos al mismo tiempo me ponía nerviosa. Al cerro perdido en el que vivía, en la isla perdida en la que crecí, apenas llegaban cuatro canales, y quizás por eso, o porque en Chiloé llovía casi todos los días, lograba aprenderme las parrillas programáticas completas e incluso el orden de las tandas comerciales. El problema era que porque llovía tanto veía tanta tele, y porque vivía tan lejos no podía tener lo que veía en ella. Un dilema singular, podrán notar.

Resulta que a Chiloé todo llegaba tarde. Hasta que cumplí diez, nunca noté la diferencia entre las series de la tele, donde el diario llegaba por las mañanas, y la vida real, en que mi papá tenía que bajar al pueblo a comprar el diario, recién llegado de Santiago, a las siete de la tarde. Con las promociones y juguetes, lo mismo: los helados con vale otro llegaban a Chiloé cuando ya se había agotado la promoción, la ropa de moda llegaba cuando ya había pasado, si es que. Y lo peor, los juguetes que ofrecían en los comerciales que daban entremedio de los capítulos de Dragon Ball o Sailor Moon ni siquiera se vendían en la isla. Nunca en mi vida vi un Chiquitín Cacú, ni la máquina para hacer «deliciosos tallarines», o al Conejo Dormilón. Ni hablar de la bota gigante de plástico que cuando la abrías era una casa para ratones. La gugleé ahora y no la encuentro, pero me hubiese encantado tener esa maldita casa para ratones. No es que sufriera, pero me tenía aburrida y a todos mis amigos también: era evidente que cobrar premios con tres tapitas o completar álbumes de láminas eran privilegios reservados para los niños continentales. En el recreo, mientras cambiaba láminas del álbum de Dragon Ball Z, escuchaba a mis compañeros comentar con pica que en Santiago, en la tienda de Salo, podías comprar exactamente la lámina que te faltaba en vez de gastar plata en doscientos sobres esperando que te saliera la escurridiza.

El comercial de la máquina para hacer helados tenía todo lo que me interesaba: una canción pegajosa («Con la heladera Famoplay / hacer helado facilísimo es. / Va con hielo, va sin pilas, dale vueltas y un dos tres. / Vainilla, chocolate y fresa, ¡recetas nuevas inventas!»);  una escenografía que imitaba una fuente de soda cincuentera, con niños pasándolo bien y bailando y, evidente, helado. Cantaba la canción para arriba y para abajo y la obsesión, sumada a la idea de que no era un juguete inútil, sino uno con el que aprendería algo, hizo que mi mamá nos prometiera a mi hermano y a mí que compraría la dichosa máquina cuando viajáramos.

La espera me tenía preocupada y había razones para estarlo. Por culpa de la centralización ya me había perdido otras estafas singulares y me indignaba no poder ser timada a tiempo. La Pascua pasada había sido la máquina para hacer stickers. Me moría por la máquina de hacer stickers. Todos los niños del continente seguro tuvieron esa máquina (o eso imaginaba yo, tan dada a hacerme la víctima), y todos fueron embaucados.

Al parecer, la máquina tenía una maña, y era que solo se podía usar con cierto papel, de cierto tamaño y cierto gramaje, disponible únicamente en Estados Unidos. Algún imbécil había importado el juguete, pero no sus suplementos. Yo hubiese dado mi brazo derecho y mi bicicleta por ser estafada, por tener la máquina igual, jugar hasta que se me acabaran los papeles que venían con ella y no poder usarla nunca más, pero para cuando viajamos a Santiago y pudimos ir a una tienda a verla ya se había quejado un montón de gente y la vendedora nos aconsejó no comprarla. Mi mamá quería hacerme entender y yo sabía que tenía razón, pero me daba lo mismo. Hubiese preferido ser estafada junto con todos los demás.

Pero eso no iba a pasar con la heladera Famoplay, porque el hielo se vende aquí y en la quebrada del ají. Eso me tranquilizaba. Pasé las fiestas entonando la canción (Vamos de nuevo: «Con la heladera Famoplaaaay / hacer helado facilísimo eees») y esperando el viaje, aun cuando esa Pascua recibí como regalo una casa para las Barbies y un centenar de chucherías que ahora apenas recuerdo, porque no salían en la tele. El día de la compra, pocos días después, hacía mucho calor y mi hermano y yo ya estábamos cansados. Mi mamá había tirado el trámite de la máquina Famoplay («hacer helados facilísimo eees») para el final del día, y cuando salimos de la tienda ya no solo estábamos cansados y acalorados, sino también tristes.

¿Anticiparon mi derrota? Claro que sí. Ya era cerca de Año Nuevo y resultó que la única   máquina que quedaba era una gastada, la que habían tenido en exhibición, y ni siquiera le querían bajar el precio. Por cara y por mala, mi mamá decidió no comprarla, y mi hermano y yo nos fuimos por la calle mirándonos los zapatos, preguntándonos el porqué de nuestra mala suerte.

Con los años, el cable llegó a Castro. También llegó un pequeño Falabella. Pero el avance del cableado se saltó olímpicamente mi cerro y nunca vi Kablam!, ni más de dos capítulos de Los castores cascarrabias, y tuve que esperar a que TVN comprara Sabrina, la bruja adolescente, cuando la carrera de Melissa Joan Hart se había estancado hacía rato. Igual creí que ya me había enchufado, que sabía todo lo necesario gracias a los veranos desperdiciados viendo tele en Chile continental. Hasta el mes pasado, cuando, mirando videos de YouTube en la casa de una amiga, supe repentinamente que Mandy Moore había sido cantante antes de hacer películas.

–¿¡MANDY MOORE CANTA!?

–¿Y de dónde creíai que había salido? –me preguntó mi amiga, riéndose.

–No sé. Pensaba que era actriz nomás, po.

Pero, ya que estábamos, y tan tarde como con la máquina de hacer helados, pasé toda la semana escuchando Candy. Ya me la aprendí entera, y pienso seriamente en aprenderme la coreografía para el cumpleaños de alguien. Por fin llegué a 1999.