Hace unas semanas, una señora publicó en Twitter sobre lo feliz que estaba sin su nana. No solo se ahorraba su sueldo, escribió: la comida y los artículos de aseo le duraban más y los platos se quebraban menos. A propósito de su comentario, alguien recordó un libro autoeditado por una autora chilena, una especie de manual de autoayuda que se titula Vivir sin nana. Su contratapa destaca una cita del libro: «Vivir sin nana es abrirte a la posibilidad de menos dramas pequeños y cotidianos que son piedras en el zapato en tu camino hacia una felicidad más profunda». Y Amazon lo promociona así: «Este libro abre una oportunidad para las familias de países como Chile, donde las clases acomodadas acostumbran a contratar personas para hacer el aseo, pero ven que cada vez hay más problemas asociados a las empleadas de casa particular, que solemos llamar cariñosamente “nanas”».

De entre los muchos detalles perturbadores de estas citas, hay uno que me incomoda en especial: es esa aparente amabilidad, esa rabia no reconocida, ese odio que no estalla, porque está cubierto bajo pesadas capas de hipocresía, conveniencia (si echan a la nana qué hacen con sus casas, con sus hijos, con sus vidas) y culpa, piadosa culpa. Todo termina, entonces, en alguna agresión imperceptible, dudosa, soterrada. Y así pasan los años de mañosa convivencia entre enemigos, puertas adentro.

La literatura está poblada de sirvientes y patrones en guerra. Un artículo publicado en 2014 por Juan Gomis muestra cómo la llamada «literatura de cordel» –novelas baratas y populares– en los siglos XVIII y XIX en España mostraba a las criadas como enemigas domésticas: su protagonismo era directamente proporcional a su maldad. Están también las doncellas abusadas, las viejas dominantes, las confidentes de sus amas, las pechoñas y las coquetas. El hilo que tensa esas historias es el de una relación imposible, que aparenta los modos de la amistad pero que es, en todo momento, un juego de poder.

Esa ambigüedad es insoslayable incluso para gente progresista, bien intencionada, educada. Eso es lo que plantea la escritora franco-marroquí Leila Slimani en su novela Canción dulce (2016).

En ella Myriam, joven abogada, se casa y decide abandonar su carrera para cuidar a sus niños. Tiene muchas amigas que ya lo han hecho: dedicarse a la –supuestamente– exquisita labor de alimentar, estimular y ver crecer a esas personitas deliciosas en uno de los barrios más perfectos de París. Al comienzo, no reconoce ni ante sí misma que está harta de la vida doméstica. Pero el hastío le grita en el oído:

Cada vez odiaba más las salidas al parque infantil. Los días de invierno se le hacían interminables. Las rabietas de Mila la sacaban de quicio, los primeros balbuceos de Adam la dejaban indiferente. Su necesidad de salir a caminar sola iba en aumento. De gritar como una loca en la calle. «Me están comiendo viva», se decía a veces.

Entonces Myriam decide volver a trabajar y busca una niñera. Encuentra a la mujer perfecta y va hilando con ella una relación llena de dobleces:

Paul se preocupa, porque los horarios son demasiado largos. «No me gustaría que algún día nos acuse de explotarla». Myriam le promete que todo volverá a su cauce. Ella que es tan rígida, tan recta, se reprocha el no haberlo hecho antes. Hablará con Louise, pondrá las cosas en claro. Por un lado se siente violenta, pero en el fondo está encantada de que Louise se imponga a sí misma esas tareas domésticas que ella nunca le ha pedido (…) Hace lo posible para no herir la sensibilidad de Louise, no despertar en ella envidia o tristeza. Cuando va de tiendas, para ella o para sus hijos, esconde la ropa recién comprada en una vieja bolsa de tela y no la abre hasta que ella se ha marchado. Paul la felicita por dar muestras de tanta delicadeza.

Paul y Myriam están emparentados con Nora y el narrador de Como de la familia, la novela de Paolo Giordano sobre la relación de un joven matrimonio burgués con la niñera de su hijo. Pero, mientras para Giordano todo es dulzura y armonía, Slimani observa el revés de esas buenas intenciones:

Él sabe lo necesaria que es Louise para ellos, pero ya no la soporta. Con su físico de muñeca, su cara de mosquita muerta, lo irrita, lo pone nervioso. «Es tan perfecta, tan delicada, que en ocasiones siento una especie de empacho», le confesó un día a Myriam. No soporta su silueta de jovencita, la manera de diseccionar cada gesto de los niños. Desprecia sus abstrusas teorías sobre la educación y sus métodos de abuela. Se burla de las fotos que les envía a sus móviles, diez veces al día, en las que los niños alzan sus platos vacíos, y ella pone un comentario: «Me he comido todo».

¿Quién controla a quién en la relación con la niñera? ¿Es Myriam, que poco a poco acepta que Louise se haga cargo de todo, sin fijarse en horarios, sin guardar las distancias? ¿O es Louise, que impone sus reglas de orden en las cosas y en las personas?

Y Louise, a su vez, ahogada en deudas, con una hija perdida y un departamento inmundo que se cae a pedazos, los odia, con un odio «que va en contra de sus impulsos serviles, de su optimismo infantil. Un odio que mezcla todo. Está absorbida por un sueño triste y confuso. Atormentada por haber visto y oído demasiado de la intimidad de los demás, de una intimidad a la que ella nunca tuvo derecho. Nunca tuvo un dormitorio propio».

Canción dulce es la autopsia de una relación: todo está a la vista, en especial lo que usualmente no se nombra. De eso escribe Leila Slimani: de lo que existe y avergüenza. De la gozosa libertad que experimenta una madre el día en que por fin vuelve a ser más que el recipiente y el soporte de sus hijos. De la secreta rivalidad de esa mujer con su empleada doméstica, la persona en quien más confía y a quien más teme.

Leila Slimani nació en Rabat en 1981, de padre marroquí y madre francoargelina. Se crio en Marruecos y fue a la universidad en París. Tal vez sea su doble condición de francesa y marroquí, su nacionalidad ajena y propia, lo que la ha convertido en una especie de testigo implacable de los dobles discursos. Su libro Sexo y mentiras: la vida sexual en Marruecos (2017) es una mezcla de ensayo y reportaje que enhebra datos con testimonios de mujeres marroquíes sobre experiencias como ser virgen, casarse, tener amantes o ser homosexual. Slimani no solo expone las grietas del discurso oficial marroquí sobre la pureza y castidad de sus ciudadanos, sino que denuncia a quienes, con buena intención, defienden que la cultura marroquí debe ser respetada a costa de los derechos sexuales de los individuos.

Sexo y mentiras… es el libro más militante de Slimani, el que revela sus convicciones feministas con una claridad pedagógica. En sus novelas, en cambio, la narración es quirúrgica: el montaje de las escenas no deja espacio al comentario del narrador. Tal vez por lo mismo son también mucho más poderosas.

Slimani se hizo conocida por su primer libro, En el jardín del ogro (2014), la historia de una adicta al sexo que, para guardar las apariencias y conseguir alguna seguridad económica, se casa con un médico aburrido con quien nunca logra un orgasmo. La narración la persigue por las habitaciones sórdidas en que se encuentra con sus amantes. Con muchos de ellos mantiene el contacto y a veces se reencuentra. Como todos los adictos, Adèle pasa días, incluso semanas, alejada del sexo: hace deporte, no bebe alcohol,se duerme temprano. Pero entonces vuelve a soñar, sueños húmedos que la perturban hasta enloquecerla de deseo:

Querría entregarse a una jauría, y que la devoren, la chupen, la traguen entera. Que le pellizquen los pezones, le muerdan el vientre. Querría ser una muñeca en el jardín de un ogro

Adèle llega tarde al trabajo, se pierde durante horas, inventa excusas absurdas para encubrir sus escapadas. Su descontrol es el de cualquier adicto, pero sobre ella pesan también las convenciones sociales, las expectativas del mundo sobre las mujeres casadas, en especial cuando han obtenido ventajas materiales de esos matrimonios. Richard, su marido, no se entera de nada hasta que se entera, pero incluso en ese momento no entiende: lo que ocurre con Adèle está en el territorio de lo innombrable.

En una entrevista radial le preguntaban a Slimani qué clase de patología afectaba a sus personajes, Adèle, la señora, en El jardín del ogro, y Louise, la niñera, en Canción dulce. «No soy psiquiatra, no me interesan sus diagnósticos – respondió ella sonriendo, elegante–, me interesa contar sus historias.»

El hilo que conecta estas novelas es, a juicio, de Slimani, las guerras de poder que se libran cotidianamente en los espacios íntimos: en la casa, en la cama. Y sí, hay en estos personajes un afán por imponerse o por no dejarse doblegar, y hay también un juego de espejos: ¿quién controla a quién en la relación con la niñera? ¿Es Myriam, que poco a poco acepta que Louise se haga cargo de todo, sin fijarse en horarios, sin guardar las distancias? ¿O es Louise, que impone sus reglas de orden en las cosas y en las personas? ¿Quién controla la relación entre Adèle y Richard? ¿El que paga las cuentas y organiza a la familia o quien oculta una vida paralela? En los mundos de Slimani, esos espacios cerrados y opresivos donde los odios se maceran lentamente, la locura de una mujer, un repentino gesto de extrema violencia, pueden ser una forma amarga de liberación.