Breve tratado sobre la naturaleza

Presentación de Simón Soto

Hace algunos meses, mi suegra llegó a casa con una bolsa plástica; adentro, había un pequeño pez de color azul eléctrico. Mi suegra pasó sin avisar previamente. Nos dijo que andaba en el centro, haciendo trámites, “vitrineando”, como se dice en Chile. Nosotros preparamos té y ella le entregó la bolsa con el pez a nuestra hija Matilda. Era un regalo para ella, que en ese tiempo debe haber tenido un año y diez meses, más menos. No eligió un juguete, o ropa,  o esos pequeños frascos con plasticina que tanto le  gustan a nuestra hija: eligió una mascota.

Yo, por supuesto, me molesté mucho pero no dije nada. No en ese momento. Esperé a que mi suegra se fuera para hacer los descargos a mi mujer. En mi casa hay mascotas. Varias.

Dos perras, un perro y  una gata. La reacción de mi hija, entonces, fue de alegría. El pez venía a ampliar el universo animal con el cual convivía hasta ese momento. Al día siguiente compramos, en una tienda del centro, un set con acuario, calefactor de agua, termómetro, iluminación, piedras y plantas. Cada mañana, mi hija se levantaba, empujaba una silla  hasta el mueble donde ubicamos el acuario, se subía y se quedaba largos minutos interactuando con el pez. “Hola pecesito, ¿cómo estás?”, le decía y repetía el saludo varias veces, hasta que mi mujer o yo  la  tomábamos en brazos y la llevábamos hasta la cocina o su pieza. Pronto surgió la necesidad de bautizar al pez. Decidimos llamarlo Thomas Shelby, en honor al personaje protagónico de la serie Peaky Blinders, una de nuestras favoritas; por esos días, además, terminábamos su cuarta temporada. Durante dos o tres semanas, Thomas Shelby disfrutó de su nuevo hábitat hasta que, inexplicablemente, enfermó. Se quedaba estacionado en cualquier parte, generalmente al borde de la superficie, y movía lentamente las aletas. Aparecieron peque- ñas pintas blancas en varias partes de su cuerpo. El dueño de la tienda donde compramos el acuario, al ver las fotografías que tomamos con el celular, dijo que todo se trataba de la temperatura del agua; Thomas Shelby era un pez Beta y necesitaba vivir a 24 o 25 grados. Calibramos, entonces, el cale- factor y le suministramos un medicamento en gotas. El pez se recuperó y estuvo en buenas condiciones hasta finales de la semana pasada. El viernes notamos que otra vez comenzó a debilitarse. El martes recién pasado, al regresar del café donde voy a escribir, a eso de las siete de la tarde, lo encontré tendido al fondo del acuario, entre las piedras, con las branquias abiertas completamente, sin movimiento alguno. Me quedé mirándolo durante varios minutos, con una mezcla de tristeza, desconcierto y también admiración por los detalles y la composición de su cuerpo minúsculo. Podía percibir el tegumento que se dejaba ver a través de las branquias.

Mi mujer y mi hija estaban en casa de mi suegra. Comencé a sentir una creciente angustia alojada en el centro del pecho. El motivo era, como podrán imaginar, decirle a Matilda que el pez había muerto. La primera idea que se me ocurrió fue desarmar todo rápidamente y obviar el tema. Y cuando nos preguntara algo, inventar cualquier excusa. Sin embargo, preferí esperar a que llegara mi mujer. Cuando entraron, le dije al oído que Thomas Shelby había muerto. Paz decidió que había que enfrentar la situación con honestidad. Le comunicamos a Matilda que el pez había muerto, que iba a  emprender un largo camino y que ya no lo vería más. Decidimos realizar una pequeña ceremonia. Depositamos el cadáver de Thomas en una cajita plástica y lo lanzamos al río Mapocho.

Pido disculpas por esta larga digresión, pero quería contar todo esto porque, para mí, tiene un sentido directamente relacionado con el autor que hoy nos convoca. Hoy quiero reflexionar sobre la relevancia que tiene la naturaleza en la obra de Federico Falco, o sobre lo que yo he percibido con respecto al papel que juega en sus relatos la fuerza del espacio natural. Siempre, de una u otra forma, la ferocidad de la naturaleza se impone por sobre los personajes, aunque las voluntades humanas luchen contra ella y tengan la impresión de haber trascendido y  superado la adversidad del medioambiente que los rodea. Pareciera, entonces, que la constante  de la provincia en la literatura de Falco es quizás una excusa para enfrentar a sus caracteres con territorios más permeables a la naturaleza, donde el calor, el polvo o los bosques pueden transgredir con mayor facilidad los límites de la convivencia humana. Pienso que esa presencia, que es como una porfiada enredadera  que se cuela hacia el interior  de una casa, no se debe solo a una elección temática o a la mera descripción de los espacios. Lo que hace Federico Falco en su literatura es inventar una forma de escribir que sea capaz de transmitir y proyectar todo el poder de lo que no es humano. El lenguaje de Falco se regocija en describir los detalles del entorno, dotándolos de características específicas y únicas. Por este motivo, lo que el narrador desarrolla con respecto a la naturaleza y su composición no es simple ambientación, sino relato puro. La naturaleza, en gran parte de los relatos de Falco, crea una simbiosis total con los personajes. Se une a ellos, los determina, los alimenta en todos los sentidos posibles.

Mientras preparo mis reflexiones, el pez fallece y tenemos que enfrentar con mi mujer esa partida y la forma  de explicárselo a nuestra hija.

Con los libros de Falco sobre la mesa de lectura y los múltiples apuntes anotados, llego a ver incluso una dimensión sicoanalítica en lo que ha ocurrido. Pienso que la muerte del pez representa mejor que cualquier disquisición lo que me ha provocado la relectura de la  obra de Federico Falco

 

La forma de la narración

Federico Falco

 

 

a  Sandra Sternischia

La escena es la siguiente: pleno invierno, pueblo en cuadrícula en medio de la pampa, a las seis  de la tarde ya es noche oscura. A los árboles no les queda ni una sola hoja en las ramas, la luz  del alumbrado público tiñe todo de un naranja desvaído. Es un martes o un miércoles. Hace frío, mucho frío. Corre viento. En las calles no hay un alma. Tengo once años. Con mis hermanos miramos televisión sentados alrededor de la mesa del comedor. Mi papá come pan con queso de parado, en la cocina. El fuego está prendido en el hogar a leña, el perro duerme al frente.

La puerta del pasillo que lleva a las habitaciones está cerrada, para que el calor no se disipe y quede concentrado en el comedor. De tanto en tanto, alguien tiene que salir al patio a buscar un tronco para agregarle al fuego. De pronto, se escucha la puerta de calle, el perro alza la cabeza.

Es mi tío Néstor, que viene de visitas.

Mi papá saca soda, gancia, lo invita con queso.

Bajen un poco la tele, nos dice y nosotros seguimos mirando lo que sea que estemos mirando, mientras los grandes hablan, en la otra punta de la mesa.

Mi tío Néstor se sienta, pide un vino, le agrega un chorro fuerte de soda.

¿Quién murió?, es lo primero que pregunta. ((((((((((((((En mi pueblo, cuando yo era chico, a las necrológicas las daban por la radio, un par de veces, por la mañana, precedidas por una grabación de campanadas largas y solemnes. Cuando se escuchaban las campanas, había que dejar todo, subir el volumen y escuchar quién había muerto.

La otra forma de enterarse era salir a dar una vuelta en auto, pasar despacio –en primera, o en segunda- frente a Canevarolo (la funeraria que quedaba frente a la plaza, en la misma cuadra de la iglesia) y leer el cartel donde, en una especie de felpa negra acanalada, Canevarolo en persona había insertado una por una las letras de plástico blanco que formaban el nombre del muerto, su fecha de nacimiento y su fecha de defunción. Si el muerto, además, nunca había sido conoci- do por su nombre verdadero, sino que, de toda  la vida, llevaba un sobrenombre que lo identificaba, el sobrenombre se agregaba en la placa, al medio, entre el nombre y el apellido, y entre comillas.

Juan “El sopa” Perez, por ejemplo. O; Alicia “Chucha” Villafañe.

A veces, si el nombre era demasiado largo, o tal vez por una mera cuestión de sonoridades, o incluso, por ejercer su pura arbitrariedad de único funebrero del pueblo, Canevarolo elegía agregar el sobrenombre del difunto al final, después del nombre, como una especie de aclaración, entre paréntesis.

Milena Josefina Giribone viuda de Pittavino (Mimicha)

Luis Horacio Cirimbini (Molicote) ))))))))

Cuando llegaban visitas,  además  de  la  lluvia, la cosecha y el precio de los novillos, uno de los temas ineludibles era quién había muerto.

¿Quién murió, que pasé por la esquina de la plaza y vi gente frente a Canevarolo?

La conversación entonces se volvía muy específica. Antes que nada, había que identificar al muerto.

Un Pascualini, de los que viven atrás del cuartel de bomberos.

El que le decían Filón.

No, hermano de ese. El que se había casado con una de las Pautaso del Molle, ¿te acordás? Las Pautaso esas que eran cuatro hermanas, todas lindas.

Esa misma. Este era el casado con la Delia, la hermana del medio.

¿Ya murió ella?

No que yo sepa.

Ese es el Pascualini que se le había accidenta do el chico.

No, el que vos decís es el del nenito que se quemó con aceite, que estuvo mucho tiempo internado en Córdoba. Sería tío de ese nene. Este es el Pasculini que una vez cuando se fueron de viaje con los de la cooperativa la escalera mecánica le chupó la manga.

El que le había dado el ACV Ese mismo, el del ACV

Ah, pero entonces no es el Filón, es el Carnica Pascualini.

No, no, el que murió es el Filón Pascalini, lo vi en la placa. El Carnica es el que tiene la trilladora. Es de los otros Pascualini, primo de este. Claro, son primos, por que las madres eran hermanas, unas Sonsini. Las dos Sonsini que habían sabido ser maestras.

El Filón es el que cuando era joven jugaba a las bochas, que supo salir campeón una vez.

Ah.. el que siempre pasaba en la bicicleta. Ese mismo.

En un pueblo, todos somos una biografía. La identidad está pegada a una historia. Tres, cuatro, cinco hitos en la vida de alguien que, de alguna manera, nos identifican. Desgracias, accidentes, encuentros, profesiones, amores, nacimientos, logros, anécdotas divertidas y anécdotas tristes. Hitos en una cronología. Puntos en esa vida, unidos por líneas en medio de la llanura, entre  el viento y el sol inclemente. Un final, un mirar hacia atrás, y, en el tratar de identificar (nos), la narración de un obituario.

La vida no puede ser sólo eso, decía yo en cuanto escuchaba esas  conversaciones  y  abría  la puerta del pasillo, me sumergía en el frío de   la casa sin calefaccionar, me tiraba en mi cama, prendía el velador y me ponía a leer.

* * *

Desde muy chico me gusto leer. Mucho. Siempre fui un lector voraz. Cuentos, novelas, libros para chicos, colecciones infanto juveniles, libros “sin dibujos”, libros para grandes. En mi pueblo no había librerías, ninguna, pero a cambio, en casa había una biblioteca bastante bien poblada. Y mi tía Carmen, también, que vivía a la vuelta de casa, tenía una muy buena biblioteca. Yo comencé a leer robando -o tomando libros prestados- de esas bibliotecas. Leía porque me gustaba, leía porque me entretenía, leía, creo, sobretodo, para escaparme a un mundo paralelo. Frente al caos y al sinsentido de algunas vidas, la literatura era un refugio que ofrecía armonía, ofrecía estructura y que proponía vidas que no fueran, “sólo eso”, sino que en su recorrido, formara un dibujo estéticamente bello.

* * *

Hace poco me invitaron a participar en una clase en una universidad. Un grupo de estudiantes habían leído y trabajado con varios de mis cuentos y le idea era charlar, que me hicieran preguntas, que yo las respondiera, etcétera. Me alegró  la invitación y acepté contento. Ese día me levanté temprano, hice algunas cosas, me tomé el subte. En ningún momento pensé demasiado en lo que iba a suceder, no había imaginado escenarios posibles, no había previsto respuestas. Ni siquiera sabía qué cuentos habían leído.

La profe que había organizado la actividad me invitó un café antes de la clase, me dijo que seguramente todo sería muy simple. Entramos al aula, saludamos. La profe me presentó. Dije una o dos cosas muy generales. Levantó la mano un chico muy flaco, de bigotitos a lo Cantinflas.

¿Por qué en todos tus cuentos hay violencia?, preguntó.

Yo, enarqué las cejas.

¿Violencia?, dije.

Violencia real o violencia simbólica, me respondió él.

Yo asentí, un poco descolocado.

No es que no estuviera de acuerdo con su afirmación, sino que, un poco, me agarraba con la guardia baja y, otro poco, nunca nadie había sido así de tajante: no en uno, no en el 80 % de tus cuentos. En todos, violencia real o violencia simbólica.

Decidí hacer caso omiso a la afirmación rotunda e improvisé una serie de variaciones a las respuestas de siempre.

Porque sin conflicto no hay narración, dije. Porque desde el comienzo, narración es conflicto. Si no hay conflicto, no hay trama. Si no hay problemas, contradicciones, intenciones solapadas, enfrentamientos, antagonistas, mala suerte, cataclismos, no hay cuento. Los personajes tienen metas pero si enseguida cumplen sus objetivos, no hay cuento para contar. Entonces tiene que haber problemas, pruebas, contratiempos. Los personajes no aceptan lo que les sucede y por eso dan lucha y porque dan lucha, hay cuento. En cuanto los personajes se resignan y aceptan lo que les tocó en la vida, dejan de luchar, dejan de moverse, se aquietan. Entonces sobreviene el final.

El muchacho asintió.

Pero todos tus cuentos terminan mal, dijo.

¿Cómo?, volví a preguntar.

No hay finales felices, los personajes no tiene redención, afirmó.

Yo asentía con la cabeza pero por dentro trataba de pensar ejemplos que negaran la rotundez de su afirmación. No todos terminan “mal”, pensaba. Ni siquiera el 50 % termina mal… Igual, para qué detenerse en menudencias. Si el quería decir que eran todos, así con mayúsculas, que lo dijera. No me iba a ganar a mí un muchachito con bigotitos a lo Cantinflas. Así que allá fui, a la defensiva.

Porque de alguna manera la literatura más comercial, la televisión, la publicidad incluso se han apropiado de los finales felices, dije. El final feliz, donde la chica se queda con el chico y el héroe cumple su misión y recibe su premio no hace más que tranquilizarnos para que no nos salgamos fuera de lo socialmente aceptable, para que consumamos sin crítica, para que nos vayamos a dormir tranquilos.

No hay que dejar que las formas y las estructuras de la televisión y la publicidad nos escriban, dije. No hay que dejar que el  mercado nos escriba. No hay que permitir que las fórmulas clásicas, lo ya probado, lo que de tan repetido perdió efectividad, nos escriba. No hay que dejar que las ganas de agradar, la necesidad de que nos quieran y nos alaguen escriban por nosotros, afirmé, con una elocuencia retórica  que para las diez de la mañana me pareció real- mente notable.

¿De verdad pensaba todo lo que acababa de decir? No lo sé… En teoría, sí… En teoría pensaba y pienso eso. Pero también es verdad que lo último que hago cuando me siento a escribir es pensar en esas cosas. Que son cosas que   se me ocurren después de haber escrito, que es muy difícil escapar a las estructuras trilladas de la televisión y la publicidad y que muchas veces yo mismo las uso, que a veces es imposible dejar de lado las ganas de agradar, la  necesidad  de que nos quieran. Que uno a veces simplemente hace lo que puede, escribe lo que le sale, anda a tientas, perdido entre la lista de las compras, las cuentas, la vida, el resfrío, el dolor de cabeza.

No importa, yo quería ganarle, taparle la boca, y por un momento me pareció que con mi respuesta había logrado hacerlo. El muchacho asintió y dio por terminado su interrogatorio. Yo respiré aliviado, pero solo por un brevísimo momento.

¿Pero entonces, para qué escribís?, me preguntó enseguida una chica sentada a su lado.

Uff, munición pesada, pensé yo por dentro, y me acordé de una vez, cuando yo mismo tenía  20 años y fui a entrevistar a un escritor en Córdoba. El tipo tendría la edad que más o menos tengo yo ahora, me miró con la misma cara de “no molestes con  preguntas  complicadas”  con la que yo estaba ahora mirando a la chica y me dijo: “porque a esta altura ya está, ya no vale la pena preguntarse por qué uno hace lo que hace, es lo que hace, lo que sabe hacer, lo que más o menos le sale y punto, con eso basta”.

Vista desde ahora, desde mis 41 años, me parece una respuesta rayana con la sabiduría, pero recuerdo perfectamente cuánto me había defraudado en aquel momento, cuando yo tenía 20. Me pareció una respuesta desganada, o poco valiente. Y la mañana ya había empezado mal. Así que respiré profundo, tomé impulso y enfrenté a la chica con toda mi batería.

Me gusta pensar en mí mismo, le dije, como un constructor de montañas rusas, o de trenes fantasmas. Montañas rusas por ahí sin súper pendientes o que de verdad asusten, no necesariamente que descollen de tensión o que se destaque por su ritmo trepidante, montañas rusas que por ahí, incluso, no tengan sentido, pero bueno, algo parecido a montañas rusas o trenes fantasmas. Me gusta pensar en mí mismo como alguien que ocupa su tiempo calculando curvas, subidas, caídas, recorridos, para que después, venga otro y se suba a un carrito y disfrute, transite por diferentes sensaciones, sentimientos, climas, la pase más o menos bien. Me gusta pensar en los cuentos como experiencias, dije, recorridos posibles para regalarle al otro, a mis amigos, a la gente que quiero, y también a gente que no conozco, pero con la que, de alguna manera, la narración me permite entrar en contacto. Es como agarrar un pedazo de arcilla, moldearlo, darle una determinada forma: un bodoque, un apelotonamiento, una torsión y dejarlo ahí, para que el otro, si tiene ganas, se enganche y lo recorra, lo mire, gire en torno o se meta adentro. Es como decirle: “tomá, hice esto, a mí me gusta pero no sé bien qué es, vos fijate, ojalá te sirva, ojalá lo disfrutes”.

El chico de los bigotitos recogió el guante enseguida.

Pero entonces, si es  escribís  para  regalárselo a tus amigos, para que lo disfruten, ¿por qué no escribís finales felices?

Por qué en la vida no hay finales felices, le respondí con un latigazo, sin siquiera pensar en lo que decía. Porque en la vida los buenos no siempre ganan, el príncipe valiente abandona a la princesa, uno termina con el corazón roto, los sueños no se cumplen, y al final los malos gobiernan.

El chico no dijo nada. Todos me miraban. En el aula se había hecho un gran silencio.

Yo suspiré, agobiado.

Perdonen, disculpen, dije. Estoy hecho un viejo (((de mierda))).

* * *

Porque desde el comienzo, narración es conflicto. Si no hay conflicto, no hay trama. Si no hay problemas, contradicciones, intenciones solapadas, enfrentamientos, antagonistas, mala suerte, cataclismos, no hay cuento.

La mejor definición de estructura que conozco es de Julius Epstein, el guionista de Casablanca. Es muy simple. “Primer acto: subir el personaje  a un árbol. Segundo acto: tirarle piedras. Tercer acto: bajar al personaje del árbol”.

Toda historia es eso, de Eurípides, Esquilo y Aristóteles para acá, este esqueleto básico que sostiene en lo profundo a todas, o casi todas las historias que conocemos, ha variado tan poco que casi se podría decir que forma parte de nuestro ADN. Cuando pensamos en “historias” pensamos exactamente en esos tres movimien- tos, en esa especie de balanceo: subir un hombre a un árbol, tirarle piedras, bajarlo del árbol.

Con los años, esta estructura básica que atraviesa todas las artes narrativas, es decir, las artes cuya materia prima es el transcurrir de acciones en el tiempo, se ha ido perfeccionando: tres actos y dos puntos de giro. Ascenso, meseta, clímax.

* * *

Esto no significa que, a lo largo del tiempo, la noción de estructura no haya sufrido replanteos, sabotajes, lavadas de cara.

En Poe y en todos sus hijos: el cómo bajar al personaje del árbol aparece con la forma de una sorpresa: una vuelta de tuerca final, la aparición de cierta trama oculta que hasta ese momento  tal vez intuíamos pero, en verdad, nos era imposible conocer. En “Los crímenes de la calle Morgue”, por ejemplo, la aparición inesperada de un orangután que todo el tiempo había esta- do entrando por la chimenea.

Mientras nosotros leíamos, había otras cosas sucediendo en las ramas de ese árbol, zonas entre las ramas que quedaban en sombra y que de pronto se revelan, sorpresivamente, como bajo un golpe de luz, y nos dan un shock de intensidad que identificamos con final: bajar al personaje del árbol, vivo o muerto, pero bajarlo. Chéjov, en cambio, sube sus personajes al árbol, les tira piedras y después, se niega a bajarlos. En “La dama del perrito”, por ejemplo dos amantes clandestinos se meten a sí mismos en un problema del que no saben como salir. Ella no puede dejar al esposo, ella comienza a visitarlo en secreto, él sabe que nunca se animará a dejar a su esposa.

“ Y durante un buen rato examinaron las posibilidades de eludir la necesidad de

esconderse, engañar, vivir en ciudades distintas, sin verse por mucho tiempo. ¿Cómo

liberarse de estas intolerables ataduras?

-Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba él, tomándose la cabeza con las manos-.

¿Cómo?

Y parecía que faltaba poco para encontrar la solución y comenzar, entonces, una

nueva y maravillosa vida; pero ambos comprendían claramente que el final estaba

todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”.

Y entonces Chejov los deja allí, a horcajas sobre las ramas, a la intemperie y con los nubarrones oscuros acercándose.

Chejov se opone a la fuerza tranquilizadora  del final. Sin embargo, negándose a bajar a sus personajes del árbol, no está negándose a la estructura básica del relato. El final de La dama del perrito funciona por que nos enfrenta a una ausencia: la ausencia de final. Ese tercer acto, ese bajar a los personajes del árbol, funciona en la mente del lector, como el miembro fantasma en un amputado. Su peso es el de un clímax en ausencia, de algo que no esta presente, pero todavía ocupa lugar.

Y es que, como seres humanos, tenemos tan interiorizado este modelo de los tres actos que forma casi parte de nosotros, así como nuestra idea platónica de que un hombre es alguien que tiene dos brazos, dos piernas, dos ojos y sólo una boca, nuestra idea platónica de lo que es una historia implica primer, segundo, tercer acto y si alguno de ellos falta, nuestra mente tiende a rellenarlo.

En “La dama del perrito”, la angustia proviene de imaginarnos todo lo que Chejov no nos cuenta.

Hemingway escribió y publicó “Colinas como elefantes blancos” en 1927. Son dos personajes, un hombre y una mujer, de viaje, en una estación en medio de la nada, esperando para hacer un cambio de tren. La acción comienza in media res, en la mitad de algo. Vienen de un lugar, van a otro lugar, van hacia otro lugar. Presenciamos su charlas, sus diálogos, pero no sabemos casi nada más de ellos, algo sucedió, algo va a suceder, no está del todo dicho, pero puede leerse entre líneas, pescar alguna referencia. De  un  lado  de la estación hay tierras  áridas, del  otro  lado  de la estación, corre el río y las tierras son fértiles, llenas de árboles y cosechas. Los personajes, enfrentados a un dilema, se piensan a si mismos al reflejarse en estos paisajes: áridos, yermos, secos, o fértiles, prolíficos. Esas miradas espejadas son casi las únicas pistas con las que contamos para saber qué les sucede, para tratar de entenderlos. De un plumazo, Hemingway eliminó completamente el primer acto. Nadie nos explica nada, nadie nos dice quienes son, de donde vienen. El había una vez, en un lugar muy muy lejano, des- aparece completamente. Se abre el telón y los personajes no solo ya están trepados a un árbol, sino que las piedras hace rato que comenzaron a caer sobre ellos y, lo que están tratando de resolver, simplemente, es como hacer para bajarse de esas ramas. El final en Hemingway , no es muy diferente al final de Chejov. Llega el tren, se los lleva. Podemos imaginarnos, pero no sabemos a ciencia cierta qué pasará con ellos.

* * *

El cuento, como género, es un formato un tanto peligroso. En ciertos autores predomina la idea del cuento como un género menor, algo que se escribe entre novela y novela y que funciona como relleno. Por su  brevedad,  además,  suele ser considerado un género de iniciación, un lugar para hacer palotes, un ejercicio de precalentamiento donde no hace falta ser demasiado original, sino simplemente aprender a escribir, aprender a encajar la historia que tenemos entre manos en una estructura predeterminada.

Como sabrá cualquier persona que haya sido jurado en un concurso de cuentos, en determinados momentos, algunas estructuras se “ponen de moda” hasta volverse insoportablemente recurrentes. No todos los cuentos cuentan la misma historia, pero todos recurren a la misma estructura para contar historias diferentes.

El gran riesgo del cuento como formato es anquilosarse. Cuando esto sucede, de pronto, pareciera que un cuento puede tener sólo una única estructura: épocas en que un cuento es sólo cuento si el final es una vuelta de tuerca sorprendente; años y años donde un cuento sólo es cuento si cuenta dos historias, una en superficie y otra en profundidad, en las entrelíneas. Décadas en que un cuento sólo es un cuento si no tiene ni primer ni tercer acto, si su momento de clímax es una epifanía que preferiblemente involucre caballos entrevistos en la niebla, o mujeres desnudas saliendo del mar, en un amanecer de finales de verano y si sus personajes son adolescentes perdidos en la vida, cuarentones recién separados o a punto de separarse o cincuentones a quienes acaban de despedir del trabajo. Y así, dependiendo de las modas, el éxito de determinados autores, la visibilidad de determinados escritores, la autoridad que se les reconoce y la reverencia que se les tiene a determinados coordinadores de taller, la fuerza con que se impone el decálogo del momento.

A mí, en particular, me gusta pensar en el cuento como esos dibujos que forma el alumbrado público de los pueblos cuando se los sobrevuela desde un avión durante la noche. En la oscuridad, sobre la superficie apenas intuida  de la tierra, de pronto aparece una red de luces. Un entramado que se irradia desde un núcleo destellante –el lugar donde está la plaza, la iglesia, la comisaría.

El problema, en Argentina, en los pueblos de llanura, es que las plazas centrales son casi idénticas de municipio en municipio: la iglesia, el banco, la policía, la escuela, la intendencia. Un pueblo detrás de otro, en cuadrícula perfecta, cada uno con sus propias fachadas, sus propias individualidades, sus propias superficies y detalles, pero en el fondo, siempre estructuralmente iguales a sí mismos. Bajo diferentes pieles, siempre el mismo  pueblo, siempre  el  mismo  cuento. Pueblos y cuentos generados con molde, muy parecidos entre sí, todos contaminados por el mismo aire. Cuando  sobrevolamos  pueblos  de  montaña,  en cambio, la historia es completamente distinta. En la oscuridad de la noche, la red de luces del pueblo nunca generan una cuadrícula perfecta, irradiada en forma pareja desde la plaza hacia fuera. Lo que vemos, en cambio, toma más la forma de salpicaduras asimétricas, estrellas con demasiadas puntas, manchas de luz que suben y bajan adherida a colinas que no vemos, punteos alargados sobre el fondo de un valle, copiando los meandros de un río invisible. La forma de  los pueblos de montaña se va deshaciendo en lo negro siguiendo un terreno quebrado, una organicidad implícita que en el vacío que genera la oscuridad sólo podemos adivinar o suponer. Es el terreno accidentado el que define la forma. El pueblo surge y crece orgánicamente, a partir de su propia vida cotidiana, la de los que un poco a los tumbos buscaron su lugar para vivir y armar casa, la de los que, de acuerdo a las pendientes   y las laderas, planificaron dónde trazar calles, dónde ubicar el tanque del agua, donde habrá mejores vistas o en qué zonas es posible – o imposible- cavar para plantar cimientos.

La  nada  oscura  es  la  que  delimita  la forma del pueblo –la forma del cuento- y las casas más alejadas, las calles sin salida que se topan contra la montaña, los precipicios que imponen bordes, los ríos que dibujan ejes arrítmicos son los lugares donde la mancha de luz se particulariza, se vuelve única. Vistos desde arriba, esos límites son los que le dan su característica especial. El pueblo, el cuento, aparece como un ikebana de luz naranja, una búsqueda de la belleza en el equilibrio precario, en la asimetría, en los vacíos.

* * *

(((Diciembre suele ser un mes imposible en Buenos Aires. Humedad, muchísimo calor, y todo el mundo desesperado por completar en esas últimas semanas lo que quedó colgado y no se pudo completar a lo largo de todo el año, mensajes de whatsapp, mails apremiantes, reuniones, tráfico. Por eso, desde hace bastante tiempo, elijo tomar- me vacaciones en diciembre, me voy a las sierras, a las montañas y el 2 de enero ya estoy de regreso en la ciudad, dispuesto a trabajar tranquilo y sin interrupciones. Enero en Buenos Aires es caluroso, pero la ciudad está vacía, uno puede andar a su aire, las noches son para caminar tranquilo, parar a tomar algo, disfrutar.)))

Un enero de hace un par de años no tenía entre manos ningún proyecto de escritura demasiado sólido y decidí que, en vistas a que ese año cumplía 40 y que, desde hacía bastante tiempo venía con problemas para ubicar temporalmente determinados hitos de mi pasado -¿esas vacaciones fueron en el 98 o 99? ¿de qué año a qué año duró aquella relación-, me iba a tomar unos días para organizar mis diarios y cuadernos, terminar de escanear mis álbumes de fotos “físicas”, separar en carpetas las fotos digitales, limpiar discos rígidos, etc. En fin, hacer limpieza ordenar, organizar, clasificar, ordenar cronológicamente, pasar en limpio.

Al final, la tarea terminó siendo mucho más complicada de lo que yo suponía y  ocupándome bastante más tiempo del que había pensado. Pero para finales de mes, ahí estaba, todo organizado en cajas, todo en carpetas, y un archivos de Word, con el pomposo nombre de “Línea de la vida”, detallando en cinco o seis asteriscos perfectamente tabulados los hechos más importantes de cada año transcurrido hasta entonces: amores, viajes, esfuerzos, trabajos, frustraciones, libros, escrituras, enfermedades, gobiernos, problemas de plata, crisis económicas, inflacionarias, emocionales, encuentros con amigos, desencuentros, tragedias, vacaciones, muertes, alegrías.

El resultado me dejó entre sorprendido, nostálgico y un poco triste. Ahí estaba, con precisión casi geométrica, la línea que unía todos estos hitos en mi vida. Esa que tenía al frente   no era la línea que me hubiera definido en una comunidad, en un pueblo -hijo  de, que  vive  a la vuelta de, el que hace tal trabajo, el que una vez se ganó tal premio en la tómbola del Club Defensores-, sino una línea mucho más íntima, privada: a algunos de esos hechos solo yo los conocía; otros, sólo para mí eran significativos. Esta era una línea mía, una línea para mí, mi vida adelgazada sólo a lo que yo consideraba importante, mi propia narrativa. Yo, mi cuerpo, mi individualidad, mi subjetividad, acarreada por el tiempo, moviéndose en el espacio, trazando una línea. Esa línea, formaba un dibujo.

La primero que me llamó la atención es que,  si en cualquier momento antes de ese enero caluroso, alguien –o yo mismo- me hubiera pedido que le contara mi vida, la versión que hubiera dado hubiera sido una versión mucho más breve, más corta, más simple y mucho mejor orientada que la que ahora tenía frente a mis ojos.

No es que esta línea incuestionable por lo bien documentada no tuviera nada que ver con esa otra línea, que hasta entonces había tenido en  mi cabeza. Pero puesto blanco sobre negro, lo que aparecieron fueron desvíos, pantanos, ansiedades, esperas, años de hacer la plancha sin saber qué hacer, meses de producir muchísimo, encuentros fortuitos que definirían el rumbo de todo lo que vendría por casi una década, años y años de estancamiento, lustros de hacer algo que no quería, de no encontrar la manera, de no encontrar la salida.

El dibujo que hasta entonces yo creía que esa línea formaba era un dibujo bastante simple  pero elegante. No demasiado parecido al dibujo que, cuando  yo  tenía  20  años, hubiera querido que mi vida formara a los 40, pero un dibujo más o menos claro, armónico.

La sorpresa, al terminar de pasar todo en limpio, fue ver que ese dibujo tenía mucho menos sentido de lo que creía. Era un dibujo mucho más amorfo, enredado, lleno de zonas en zigzag, de meollos, de ángulos rectos y drásticos cambios de rumbo.

No era exactamente un garabato, pero tampoco era un dibujo proporcionado. Era como si al dibujante le hubiera temblado el pulso, como si por momentos se hubiera olvidado por completo de lo que estaba haciendo, o de cuál era su meta, momentos en se desviaba y hacía rayones, momentos en que el lápiz se le quedaba sin punta, clareaba la tinta de la lapicera, momentos en que el dibujante salía de fiesta y dibujaba sólo rayones, completamente borracho y momentos en que el dibujante no tenía más que fiaca y ganas de hacer poco esfuerzo.

Si toda historia tiene primer acto, segundo acto y tercer acto, y el segundo acto es, proporcionalmente, igual de extenso que el primero y  el tercero acto sumados, yo estaba más o me-  nos en la mitad del segundo acto, pero lo que no veía por ningún lado era la proporción. ¿Había demasiadas historias secundarias que, la verdad, no aportaban mucho, más que ansiedad y sufrimiento? ¿Los puntos de giro habían entrado demasiado tarde? ¿dónde había terminado el primer acto? ¿ese que yo creía que había sido un punto de giro, al final no había sido para nada un punto de giro? ¿venía atrasado y recién estaba terminando el primer acto? ¿o resulta que ya es- taba bien entrado en el segundo acto y, por ende, lo que yo hubiera querido que pasara, ya no había pasado, y mi vida no iba a ser, entonces, lo que yo me imaginaba, lo que yo hubiera deseado que fuera, sino otra cosa, diferente, completamente diferente, más oscura, menos deslumbrante  de lo que yo hubiera querido?

Por supuesto, la vida es una cosa, y la literatura es otra. La literatura tiene forma, mientras la vida, nadie garantice de que llegue a tenerla…  y sin embargo, allí estaba, la misma reacción de cuando era un chico de diez años y huía a encerrarme con un libro en la mano. El escape hacia las formas armónicas de la narración. El reclamo de sus formas para mi vida.

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Todos nos contamos historias para vivir, dice Joan Didion en el comienzo de uno de sus ensayos más famoso. Todos leemos el mundo que nos rodea, sacamos conclusiones, armamos historias a partir de lo que percibimos subjetivamente. Lo hacemos, porque, de alguna manera, necesitamos que el mundo que nos rodea tenga sentido.

Y todos, también, nos vamos contamos a nosotros mismos, explícita o implícitamente, la historia de nuestra vida.

Leer se vuelve entonces, no sólo disfrute, entretenimiento, una manera de pasar el tiempo, sino una manera vicaria de vivir experiencias, de conocer mundos, de conocer vidas y también, sobre todo, una manera de conocer estructuras. Según uno de esos estudios norteamericanos siempre bien prácticos y un poco simplistas, tendemos a contarnos a nosotros mismos las historias de nuestra vida, como historias de caída, redención y éxito, o por lo menos, lo que deseamos, es que nuestra vida tenga una forma, una estructura, de historia de caída, redención y éxito. Esto no es casual: un porcentaje altísimo de las historias que leemos, de la películas y las obras de teatro que vemos, son –en mayor o menos medida- historias de caída, redención y éxito. El modelo estructural de la caída, la redención y el éxito es el del 90 % de las historias de Hollywood e implica que, en la segunda mitad del segundo acto, tanto sea en una película de acción, como en una comedia romántica, el protagonista debe caer bajo y darlo todo por perdido: los amantes nunca se van a encontrar, los malos van a ganar, la meta nunca se conseguirá. Es en ese momento, indican todos los manuales de guión, donde algo “debe morir” para el protagonista, de modo que, al tocar fondo, crezca en el algo nuevo: algo que lo lleve al éxito del tercer acto. Y ése éxito final es lo importante, porque es el éxito de nuestro protagonista el que hace que la caída profunda en el pozo de la desesperación tuviera sentido: cayo, pero fue para algo. Cayó, pero para crecer. Meta. Misión. Caída a lo más profundo. Redención. Éxito.

Una y otra vez, una y otra vez, vemos y leemos la misma historia. Y, según este  estudio, una y otra vez, independientemente de en qué momento de nuestra vida estemos: en la adolescencia, en la primera juventud, en la adultez y hasta cuando somos ancianos, deseamos para nuestras vidas la forma de esas historias de caí- da, redención y éxito.

Sobre todo, porque las historias de caída, redención y éxito implican que el héroe tuvo contratiempos en el camino, tuvo fracasos, tocó fondo. Amamos este tipo de historias  porque nos ayudan a incorporar a nuestra propia biografía los reveses de la fortuna. Nos enseñan a hacerle espacio en la línea de nuestra vidas al error, a la frustración, al fracaso. Estas  historias nos confortan porque nos dejan caer pero,   al mismo tiempo, le dan sentido a la caída: es sólo una fase necesaria, al final todo estará bien. Todo traspiés tuvo sentido, fue necesario porque ayudó al héroe a crecer, a madurar, a conquistar los valores de los que carecía para por fin, poder alcanzar el éxito.

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Es extraño lo que sucede cuando un volantazo violento e inesperados cambia el rumbo de nuestra línea y arruina por completo el dibujo que creíamos que nuestros días venían armando. Extraño lo que pasa cuando estamos mal, cuando estamos perdidos, cuando el cuerpo nos falla o sufrimos un fracaso, una pérdida, un contratiempo. Personas muy queridas se acercan a ayudarnos, a darnos su amor y su amistad, a tratar de consolarlos. Misteriosamente, casi siempre el consuelo implica recordarnos, con cariño, el dibujo de la historia que estamos protagonizando. “No te desesperes, estás en pleno Uranazo, va a ver que todo esto es para mejor, para que te liberes de cosas que ya no te sirven, te expandas  y hagas espacio a lo que en verdad vos sos”, me dijo una amiga que todas las semanas lee muy atentamente dos o tres páginas de astrología. “Para llegar al oasis hay que pasar por el  desierto. Para ver la luz, hay que pasar por la oscuridad”, le escuché una vez decir a un amigo de esos que nunca hablan de cosas importantes, ni piensan mucho en nada y parecen estar en la vida como si fuera verano todo el tiempo y lo único que hubiera que hacer es tomar sol y tomar cerveza. Nunca supe si fue algo que leyó en un sobrecito de azúcar o algo en lo que verdad creía. “Dios poda sus vides para hacerlas  más  fuer- tes, no intentes entender algo que es más grande que vos, confiá en Dios, él sabe lo que hace”, me dijo alguna vez un amigo católico, apostólico y romano.

“Sólo los golpes pueden pulir el diamante en bruto que hay en vos”, me explicó una amiga medio –o bastante- new age.

Todas estos consejos y acompañamientos, asumen que la vida forma un dibujo, que ese dibujo es armónico, estéticamente bello y que belleza es fuerza. Esto es, que a la belleza sólo se llega con grandes gastos de energía concentrada, que, en las vidas de algunas personas, la armonía se ob- tiene a fuerza de golpes, de líneas quebradas, de ángulos agudos, de drásticos cambios de rumbo. “Es duro ahora, pero cuando pase un año, vas a ver que fue para mejor, que todo tuvo sentido”. Caída, Redención, Éxito.

En el fondo, la fantasía es que, si entendemos la narrativa de nuestra vida, podemos predecir lo que vendrá, podemos quedarnos tranquilos: es- tamos en medio del segundo acto, los piedrazos que estamos recibiendo no son más que conflictos que necesitamos atravesar, etcétera, etcétera. Necesitamos leer historias  porque  necesitamos conocer narrativas para entender qué forma tomará nuestra vida. Creemos que, si logramos entender en qué narrativa estamos inmerso, podemos conjurar la ansiedad y el abismo, de alguna manera predecir y controlar el futuro, saber qué nos espera.

Contarnos historias nos permite fantasear con que tenemos control sobre el futuro, y que, por lo tanto, somos protagonistas y, al mismo tiempo, autores de nuestra propia narrativa.

Los problemas de verdad  empiezan  cuando las expectativas fallan. Cuando el  camino  no nos lleva al éxito social, económico, familiar o profesional que deseamos, cuando caemos a un pozo y enseguida caemos en otro y en otro y     no aprendemos nada de todo eso… y no hay redención posible. Cuando el dibujo que va formando nuestra vida no tiene nada que ver con   el dibujo  armónico, proporcionado, balanceado y estéticamente bello que leímos. Cuando, por más que dejamos morir lo que se nos exigiera dejar morir, el árbol al que estamos subidos no nos lleva al éxito social, económico, familiar o profesional que deseábamos. Cuando la vida no es un superar escollos para crecer en sabiduría,  en bienestar, en estatus, sino un simple atacascarse en cosas sin saber bien para qué.

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¿Qué  forma  debería  tener  un  cuento  para dar cuenta de lo que es nuestra vida hoy? ¿Qué forma debería tener una narración para dar cuenta del sinsentido en que  vivimos, de  la  ansiedad, el miedo, la búsqueda de amor, de contacto, el deseo, el terror, las políticas de Estado, los Estados ausentes, la desprotección y le intemperie, el regreso de la derecha, el no saber qué hacer o cómo hacerlo, la angustia y nuestro deseo de  huir de ella, la enfermedad, la velocidad, Instagram, Facebook y Twitter?

¿Qué forma debería tener una narración don- de no hay manera de bajarse del árbol, sino que toda huida es una huida hacia delante, hacia otras ramas, otros árboles?

¿Qué forma debería tener una narración que dé cuenta de lo escasamente armónica, lo sucia, lo contaminada, lo confusas y escasamente proporcionadas que son muchas de nuestras vidas hoy?

Estructuras que funcionan por sumatoria, por acumulación. Especies de tumores que crecen sobre sí mismos, con notas al pie, asteriscos, llamadas, referencias en los márgenes, historias secundarias dentro de las historias secundarias. Formas siempre al borde de la disgregación o la metástasis.

Estructuras que  son  pura  línea,  sólo  deriva o transcurrir  de  flaneur, sin  formar  dibujo, o formando un dibujo arbitrario, caprichoso

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La exploración y la continua propuesta de o  producto  del  azar,  como  en  “Vagabungo en Francia y Bélgica”, de Bolaño, o en “Caballo en posibles estructuras narrativas no se  termina  con Hemingway y sus Colinas como elefantes blancos, en el caso del cuento en particular, ni implica una evolución progresiva, o un descarte de estructuras ya conocidas.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de estas primeras décadas del siglo XXI, la narrativa continuamente se ha estado preguntando una y otra vez qué forma debería tener una historia para dar cuenta de su contemporaneidad.  Y las respuestas que surgieron orgánicamente a partir de las situaciones y problemáticas de cada época para nada implicaron invalidar la formas ya conocidas, ya probadas, ya leídas, sino simple- mente aumentar, expandir el campo, tensar los límites, hacer coexistir diferentes estructuras y posibilidades.

Desde Katherine Mansfield, Kafka, Beckett, hasta Borges, David Foster Wallace, Lydia Davis, el propio Bolaño, Felisberto  Hernández  o la queridísima Hebe Uhart, por hacer una enumeración arbitraria y sumamente subjetiva, una  y otra vez nos encontramos con ficciones –con cuentos- que, como lectores, nos desafían, pero al mismo tiempo, proponen estructuras mucho más complejas y más cercanas a la propia experiencia en su capacidad de plasmar un mundo y una subjetividad.

Narraciones, por ejemplo, que, estructuralmente, funcionan por sustracción: como la anécdota del castillo de cartas: sacar la máxima cantidad posible de cartas, sin que la estructura colapse.

Pero también, narraciones que trabajan como un rejunte de astillas después de la caída, cartas sueltas dispersas al azar, producto de una explosión violenta y lejana: solo fragmentos de una historia, salpicados azarosamente en la cronología de la lectura, para que cada lector rearme como pueda y quiera.

Estructuras que funcionan por sumatoria, por acumulación. Especies de tumores que crecen sobre sí mismos, con notas al pie, asteriscos, llamadas, referencias en los márgenes, historias secundarias dentro de las historias secundarias. Formas siempre al borde de la disgregación o la metástasis.

Estructuras que son pura línea, sólo deriva o transcurrir de flaneur, sin formar dibujo, o formando un dibujo arbitrario, caprichoso o producto del azar, como en “Vagabungo en Francia y Bélgica”, de Bolaño, o en “Caballo en el Salitral”, de Antonio Di Benedetto, donde la deriva funciona mediante un sistema de postas tangenciales. O también, esas otras derivas, las derivas mentales, el pensar que discurre en los cuentos de Sergio Chejfec, por ejemplo.

Estructuras que funcionan por serialidad: la repetición de un fragmento o de un elemento, como en muchos de los cuentos de Lydia Davis, o “Gato y Ratón”, de Steven Millhauser o en “Las 33 mujeres del Emperador Piedra Azul”,  de Sara Gallardo. Textos que no son mas que una colección de puntos, o la  construcción  de un corpus, una especie de reunión de episodios unidos por un motivo en común, una enciclopedia a veces más o menos taxada, otras veces, puro desorden.

Narraciones con estructura de collage: restos de diferentes experiencias  que  se  cohesionan  en la página, creando un sentido nuevo. La coexistencia imprevista de episodios aislados, pegoteados con agua y harina. Como en los cuentos de Donald BARTHelme, pero también, como en algunos de los cuentos de Hebe Uhart, gran “escuchadora” de conversaciones que res- cataba y llevaba para sus páginas, dejando que convivieran unas con otras.

Estructuras remix, narraciones sampleadas, narraciones apropiadas, reversionadas, trucheadas. Como en Borges, pero también como en Fowgill, reversionando a Borges.

Estructuras cajas chinas, narraciones  dentro de narraciones, narraciones que se apropian de otras estructuras y las degluten, volviéndose mu- chas estructuras al mismo tiempo.

O frente a la imposibilidad de nombrar, frente a la experiencia terrible de los límites del lenguaje: cuando se constata que el lenguaje ya no sirve para sus funciones, ya no comunica, narraciones que se proponen como una pura sonoridad, un hablar que irrumpe en el silencio y se pierde en el silencio, o la estructura de un impulso desbocado, un estar en el tiempo, como si el texto no fuera más que el resto, o el rastro, que dejó una performance.

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Estos otros cuentos, cuentos en los límites, cuentos que corren todo el tiempo el riego de implosionar, de explotar, de convertirse en otra cosa, o de desvanecerse, nos ayudan a pensar las posibilidades de la vida de otra manera, nos permiten reflejarnos más allá del realismo, más allá de lo esperable, más allá de lo familiar.

Estas estructuras híbridas, mochas, remixadas, truchas, estructuras tan enclenques que están a medio camino de dejar de serlo, funcionan, -en el sentido de “nos son útiles para la vida”-  en   su reflejo de la diferencia. Dan cuentas de otros tipos de pueblos, pueblos donde se construye y donde se vive diferente, dan cuenta de otros ti- pos de líneas, otros dibujos posibles, dan cuenta de otras formas de vida: vidas que no tienen la forma del cuento perfecto, vidas que corren detrás de la zanahoria del final feliz, vidas, incluso, que tal vez no buscan ni siquiera la promesa de redención, pero no por eso son vidas de fracaso, sino, fundamentalmente, vidas diversas.

Estructura dan cuenta de lo particular, enmarañada, extraña y deforme que puede ser la vida de cada uno de nosotros. Formas que no necesariamente dejan a sus personajes sobre el árbol, sin que sepan cómo bajarse, sino que muestran personajes que siguen su deseo más allá de las normas sociales, más allá de lo esperable, más allá de las buenas conductas, y que sortean los obstáculos como pueden, con lo que tienen a mano, como pueblos que se construyen enfrentando las cuestas empinadas solo para disfrutar desde allí las vistas.

En el fondo, nos ayudan a ver que, si el dibujo que nuestra vida forma no es el esperable, o el que uno desea, hay otros pueblos posibles, otros cuentos posibles, otros dibujos posibles: derivas, devaneos, formas particulares, subjetivas, únicas en su individualidad.

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más interesante de la planta es que atrae mariposas borde de oro. Su bulbo y sus pequeñas flores son unos de los pocos lugares donde la borde de oro pone huevos.

Acomodamos la planta en el patio, fascinados con la posibilidad de que algún día una mariposa borde de oro aparezca por allí y después  nos vamos a merendar a un café y charlamos de cómo está ella, de cómo estoy yo, de qué estamos escribiendo.

Lo cuento a Sandra todo esto que he estado preguntándome, las formas en que ciertas estructuras no reflejan nuestras vidas y nos venden, a cambio, espejitos de colores, la manera en que otras sí intentan hacerlo. Charlamos del tema, le damos vuelta a las diferentes formas de cuentos. Es que por ahí no hay que pensar en narrativa, me dice entonces Sandra, ya cuando la acompaño hacia la parada del colectivo. Yo creo que después de cierta edad, la única manera de pensar el recorrido es pensarlo como poesía.

¿Cómo sería?, le pregunto.

No pensar en línea, en dibujo, en dibujante, me dice Sandra. No preocuparse por el dibujo que se forme, sino pensarse a uno mismo como poema. Ser como un poema. Algo que no tiene meta, algo que es, que sucede todo el tiempo, algo que es puro instante, que va sucediendo, cómo flores, una detrás de otra y siempre la misma flor, me dice. Como flores que florecen.

“Entre una flor

y otra

y otra mas,

las flores”

me dice Sandra.

No entiendo, le respondo.

No sé cómo explicártelo, me dice.

No sé cómo explicártelo, es simplemente estar, me dice Sandra y sonríe mientras me da un abrazo corto, breve, rápido. Ya viene el colectivo.