Presentación de Álvaro Bisama

Alguna vez, hace casi quince años, robé de la oficina de un editor de Planeta una copia de Cómo desaparecer completamente (2004) de Mariana Enríquez. Lo mejor de ser crítico literario era poder saquear esos libros que nunca iban a llegar a Chile de los estantes de las editoriales. La novela, que en ese momento estaba editada por Emecé, era una muestra que había cruzado la cordillera por quizás qué razón. En esa época con Carla vivíamos en Valparaíso. Recuerdo que comencé a leer la novela en un bus preguntándome por la ciudad que se narraba, por ese mundo de adolescentes a  la deriva, abandonados y destruidos, todos vagando como héroes insomnes, aferrados a su propia pena como estigmas que les permitía reconocerse en la oscuridad y el trauma.

Sigo pensando en ese lugar, en ese paisaje mental y literario que la autora ha construido. Es la geografía que se despliega en las antologías de relatos Las cosas que perdimos en el fuego (2016) , Los peligros  de  fumar en la cama (2009), pero también en la novela Este es el mar (2017) o La hermana menor (2014), la biografía que le dedicó a Silvina Ocampo o Alguien caminará sobre tu tumba (2013), el volumen que escribió acerca de los cementerios pero que puede leerse como autobiografía que tiene de centro la relación entre una artista y sus obsesiones.

Anoto esto porque ese paisaje de Mariana Enríquez es acaso una metrópoli que se extiende en un conurbano interminable. Existe  como un sueño negro, disparándose hacia las afueras o perdiéndose en los bordes del campo; esa ciudad que es tan distinta y tan similar a la nuestra y está llena de mansiones destruidas en medio de barrios comerciales populares, de jóvenes suicidas, de casas encantadas donde niños entran para no volver jamás, donde en plena calle se encuentran cadáveres acaso como única señalética. Es un lugar de fascinación y muerte hecho de signos secretos y de mártires de la violencia diaria; un mundo amenazante donde el terror, en suma, interrumpe lo cotidiano para desnudarlo, únicamente porque es  capaz de contener su propia historia. Ahí el rock, como religión pagana, se alimenta de los escombros de la tristeza de sus fanáticos, de las hagiografías perturbadas, de una melancolía que es el revés del culto   a la personalidad. Es ahí, de modo magistral, que Mariana Enríquez

construye sus propias formas de idolatría y de terror: en “Las cosas que perdimos en el fuego”, relato que cierra el libro del mismo nombre, las mujeres comienzan a quemarse, desfigurándose los rostros y los cuerpos para prometer y soñar con un mundo lleno de hogueras, pero también de  cámaras de video que recuerdan cómo la piel poetiza su propio alfabeto intolerable.

Mariana Enríquez narra los cuerpos rotos con fascinación, los venera como si fueran reliquias profanas, busca en ellos una sabiduría vedada a las palabras. Sus historias son sobre rockeros asmáticos y chicas sin brazos, sobre mujeres solas que miran aterradas por la ventana el otro lado de la calle, sobre tablas de ouija que tienen éxito al comunicarse con el más allá, sobre amigas que esperan ser poseídas por los fantasmas de mujeres que invocan.

En esta literatura la cultura pop se muestra como algo inquietante y espantoso. Mariana Enríquez recorre cicatrices, inventa historias acerca del dolor para proponerlo como una experiencia extática, reveladora. Latinoamérica se configura tanto un sueño gótico  como una pesadilla barrial y pagana.

En ese lugar, que puede ser una casa encantada o una calle oscura de Once o el país de la infancia, los únicos testigos posibles son sus narradoras y personajes, todas  suspendidas y suspendidos en el aire, crispados en el reconocimiento de sus heridas como brújulas que explican el mapa del mundo. Tienen la capacidad de advertir el lugar preciso en que la realidad se quiebra y los cambia para siempre: esos puntos exactos de la ciudad donde no queremos mirar más allá, pero debemos hacerlo porque  en eso consiste la literatura, en eso consiste el arte de contar historias; un arte de la obsesión que nunca deja de estar atento a la mitología del susurro, que nunca se rinde en su empeño de pensar cómo los fantasmas nos hablan en una  lengua falsa, mientras sus siluetas se sostienen en la vereda vacía de la calle donde alguna vez se cometió un acto de violencia.

Son los santos y los mártires de Mariana Enríquez, esas  chicas y chicos perdidos cuyo cuerpo herido es la memoria del terror pero también su único refugio, su última casa.

En las revistas y en la tele me decían “la escritora joven”. […] Incluso ahora, que soy una escritora de mediana edad, suelen todavía ponerme en alguna mesa o antología de escritores jóvenes. Bajar es lo peor me alargó la vida.

Conferencia

Mariana Enríquez

No escribí mi primer novela porque quería ser escritora, ni porque quería publicar, ni porque conocía a escritores y los admiraba y quería ser como ellos. La escribí porque no encontraba nada ni nadie que contara lo que me pasaba y lo que yo misma leía en los libros que compraba: Preguntale al polvo de John Fante, Ultima salida  a Brooklyn de Hubert Selby Jr., Menos que zero de Bret Easton Ellis (contar que son) o los discos, The Birthday Party, The Velvet Underground, Sex Pistols, Bowie, The Cult, The Stooges. La vida era de noche, bares patéticos y vino barato, baños llenos de orín, ojos delineados de negro, el pelo largo y teñido del tono más oscuro posible. Y las revistas, también: vivía en La Plata y el kiosko del barrio a veces, traía Cerdos y Peces, la revista de Enrique Symms. Recuerdo una tapa con una chica poeta, que no sé si existía o no –porque ellos usaban ese procedimiento de falsos personajes, falsas firmas, yo me creía todo– que escribía poemas rimbaudianos y, en la entrevista, decía que nunca salía de la casa. Quise conocerla. Otro poema hablaba de rebanarse las encías en un pasillo. Ella tenía el pelo corto, una melenita masculina, y yo la amaba y quería ser como ella. No había investigado seriamente qué se publicaba en Argentina y alrededores en esa época, los primeros noventa, para aseverar que nadie registraba mi (nuestra) vida. Mi amiga Paula que tenía sobre el piso de su cuarto un espejolago

sobre el que peinábamos cocaína,  tan  barata  que a veces era amarillenta o  rosada,  cortada con antibióticos –rezábamos por eso, al menos: porque sabíamos de historias sobre cortes con fibra de vidrio–. Íbamos a Berisso en camioneta a recoger cucumelos, hongos alucinógenos que brotaban de la bosta de los cebúes. Berisso es un pueblo junto al Río de la Plata, un pueblo obrero. Los cucumelos tenían gusanos pequeñísimos, blancos: mis amigos se los comían así, los hongos con los gusanos, yo los sacaba durante horas con un cuchillito o con una pinza de depilar. Nuestros padres no tenían trabajo. Dos o tres eran alcohólicos o estaban medicados. Salían a comprar en pijamas o camisones, despeinados, como pacientes psiquiátricos. Supongo que lo eran. Una vida entera de crisis económicas y dictaduras los había enloquecido y vuelto incapaces de criar cualquier cosa y menos que menos adolescentes. Pero ellos no se daban cuenta.

Los libros que me compraba –siempre compré libros compulsivamente– no mencionaban ni de cerca esto. Hablaban de inmigración y del servicio militar, de cocaína buena y de Buenos Aires. Yo vivía en La Plata, una ciudad universitaria con mitos de masones y propensa a crímenes horrendos, como el de la profesora de inglés Oriel Bryant, una rubia bella acuchillada por su marido en lo que se creía un ritual solo porque ella apareció destrozada sobre una especie de altar. Nadie hablaba de eso tampoco. Después descubriría libros que sí lo hacían, varios. Fogwill, Historia argentina de Fresán, alguno de José Sbarra como Plástico cruel que no me gustaba pero al menos se refería a experiencias que yo conocía. No muchos más.

Escribí la novela a máquina, un artefacto pesado y duro, las teclas me rompían las uñas. Acabo de encontrarla en la casa de mi madre después de un año de ignorar su paradero. No soy fetichista, no me hubiese importado si se perdía en una mudanza.

Escribí la novela de  noche  y  tardé bastante en terminarla, algunos años. La empecé, no estoy segura, en el último año de mi secundaria, a los 17. Los dos protagonistas de la novela, Narval y Facundo, vivían en mi cabeza y tenía que desalojarlos porque no me dejaban lugar. Constantemente pensaba en ellos, eran un concentrado de mis obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a mis obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudelariana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis. Bajar es lo peor fue una especie  de reescritura de Mi mundo privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro de Anne Rice pero ubicada en Buenos Aires. Yo quería ver reflejada mi experiencia en un texto en mi idioma y en argentino, pero no quería que necesariamente fuese realista. Pensar que la experiencia sólo se puede reflejar desde el realismo es un error común y una falta de imaginación grave, la misma que nos hace pensar que el realismo es para adultos y el género, el fantástico, la épica, el terror, para jóvenes y niños, malentendido por el cual los adolescentes leen La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, una novela sobre la tolerancia, la fluidez de la sexualidad, el estalinismo y las sociedades jerárquicas, y los adultos leemos a Elena Ferrante. Las dos son buenísimas y no hay motivo en el mundo que nos impida leer a las dos a la par–excepto el gusto, pero eso también se construye–.

No pensaba en publicarla. No pensaba en ser escritora, creo que no pensaba en ninguna forma de la escritura profesional salvo el periodismo y sólo porque quería ir a shows gratis y tenía esperanzas de ser corresponsal y acabar como enviada especial a Glastonbury. No vivía en Buenos Aires cuando escribí la novela, vivía en La Plata. Iba a Capital los fines de semana. A Bolivia, a Cemento, a fiestas en La Boca y Parque Cha- cabuco, a recitales. Esperaba, durmiendo en el suelo de la estación Once, con la cabeza sobre   la mochila, el colectivo de vuelta a La Plata, de madrugada. Las noches que no podía viajar –porque no tenía dinero o porque había otro plan– caminaba por La  Plata,  los  alrededores de la catedral incompleta, los misterios de Plaza Moreno y el Teatro Princesa; jugaba a la ouija y quería aprender a tirar el Tarot. Tomaba cocaína y licor de mandarina en la Plaza Paso.

Mi mejor amiga tenía una hermana mayor que acababa de publicar una biografía del presidente argentino entonces, Carlos Menem. Se llamaba El jefe y era un éxito de ventas. No recuerdo bien cómo, pero en una comida nos contó que, en la editorial, estaban armando una colección de literatura joven. Tenían textos sobre temas jóvenes, pero no una novela escrita por alguien joven. Mi amiga, Andrea, esa noche u otra noche, le contó a su hermana que yo había escrito una novela. La hermana exitosa, que sabía de nuestra vida forajida de  adolescentes  difíciles, no le creyó mucho y exigió ver el manuscrito. Se lo di o se lo dio ella, no lo recuerdo.

Sé que Gabriela –así se llama la hermana exitosa– no le gustó la novela, por densa, por pesimista, porque la debe haber sorprendido leer el mundo que tenía en la cabeza la amiga de su hermanita, aunque no era y no es para tanto: la gente se impresiona muy fácil y por cualquier tontería. De todos modos, creyó que la novela tenía algo. Y se la llevó a Juan Forn que en ese momento dirigía la colección Biblioteca del Sur. Yo no sabía quién era él. Yo tenía  veintiún años. No conocía a ningún escritor profesional ni había escritores en mi familia, no había asistido  a ningún taller literario ni estudiaba Letras. No sabía que existían los talleres literarios. Repito: no era mi ambición, tampoco, escribir novelas. Tenía que contar la historia de los personajes que me hablaban y tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad física. Sigue siendo igual, aunque ahora conozco a más escritores.

Juan Forn me presentó a algunos escritores, ninguno me impresionó especialmente y me dijo cosas que me resultaban raras como “la novela está bien pero tenemos que cambiar esta y esta parte donde se delata que tu generación cree que puede hacer cualquier cosa con la literatura”. Lo menciono porque lo recuerdo, y lo recuerdo porque me ofendió. No porque hablase de mi generación o me tratara de atrevida sino porque con esa frase delató que no me conocía: que no podía imaginar a un escritor que viniese de otro lugar, de otro círculo, de un mundo más entrópico y obsesivo. No quiero decir que yo fuese salvaje: había leído muchísimo y desde niña, a los 21 ya había leído a Onetti y a Donoso y a Capote y hasta a Blasco Ibáñez. No era una escritora cachorra en el sentido literario aunque no tuviera tanta técnica –después de todo, la técnica se adquiere leyendo–. Pero no había llegado a esa oficina trémula con mi manuscrito. Me daba igual que me leyeran. Había escrito para mí.

Eso si cambió. Ahora me importan los lectores.

En la segunda reunión nos fue mejor. Juan entendió mi diferencia. Nos sentamos a ver la novela página por página. Me enseñó y aprendí. Entendí por qué me faltaba madurez como autora para sostener una voz en primera persona durante tantas páginas. Uno de los protagonistas, Narval,  tenía  capítulos  largos  en  una primera absurda que, por momentos, sonaba como una mezcla horrible de Morrison, Asi habló Zaratrustra, Baudelaire del Spleen y la peor lectura posible de Pound. Nunca fui poeta. Entendí el poder de sugestión de las palabras. Entendí que tenía que contener mi enamoramiento por los personajes   y evitar adornarlos con adjetivos: sencillamente debía hacerlos irresistibles, si lo eran. Juan pidió un anticipo para que pudiera pasar la novela a la computadora –yo no tenía en ese momento, no eran tan comunes en 1994, al menos no en  mi clase social, clase media pobre–. Yo  me fui  al departamento de una amiga que ya no es mi amiga, a Mar del Plata, a terminarla. Recuerdo que, cuando me quedaba empantanda, iba caminando a buscar inspiración a la casa de Silvina Ocampo y Bioy Casares, que quedaba lejos pero hasta donde se podía caminar. Hoy es un colegio bilingüe y caro, pero entonces estaba abandonada y me ayudaba a pensar en la belleza de las ruinas. La novela se llamó Bajar es  lo  peor  por  una frase supuestamente real de un cocainómano en una entrevista que leí en Cerdos y peces. Hablaba de la resaca de la cocaína, que en Argentina se llama “bajar” y decía que era lo peor. Yo estaba  de acuerdo. La novela fue leída –en unas pocas reseñas, muy pocas– como una novela de realismo sucio. Un crítico en particular la destrozó  y me mandó a escribir guiones de TV para series de adolescentes. Para él era un insulto: yo creo que Buffy la cazavampiros o My So Called Life son genialidades que nunca podría  escribir. Con los años, algunos críticos, como Elvio Gandolfo, escribieron que tenía elementos de terror moderno, de Hellraiser de Clive Barker. Era totalmente así. Para mí siempre fue una novela filo-fantástica con noche y drogas. Con el romanticismo de Cumbres borrascosas y la geografía del sur de la ciudad porque la conocía y, sobre todo, porque por ahí transitan Martín y Alejandra en Sobre héroes y tumbas (Facundo es un poco Alejandra, también, y el trío que acecha a Narval es un poco la Secta de los Ciegos). Cumbres borrascosas y Sobre héroes y tumbas eran mis novelas favoritas aquellos años.

Bajar es lo peor es el único de mis libros –no tengo tantos, pero no pasó con ningún  otro– con el que recibí cartas de «fans». Muchas y muy febriles, todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos, el amor desesperado por alguien o directamente por Facundo, el chico que armé con retazos de Ian Astbury, Nick Cave y Charlie Sexton –sobre todo, de Astbury–, la combinación que yo juzgaba alquimia de la hermosura     y la crueldad. A muchas de esas chicas tuve que decirles que Facundo no existía y se enojaron. Una fan llegó a venir al lugar donde todavía trabajo, el diario Página/12, a exigirme que le marcara dónde quedaban las casas de los protagonistas, cuál era el sitio exacto del departamento donde Narval se despertaba frente al Riachuelo, dónde quedaba la casa donde había crecido Facundo. Le dije que ninguna casa existía, que había casas que me habían inspirado, sí, pero en La Plata. Se ofuscó la chica. No me creyó. Después trajo a su ex novia, que también mi «fan». Estaban peleadas. La primera chica, la exigente, quería recuperar a la novia haciéndole un regalo y ese regalo era yo, la autora de su libro favorito. Las tres tuvimos una conversación muy larga e incómoda en un bar. Días después, la primera chica volvió, sola –el regalo no arregló la situación–, me contó que su novia la amaba, pero que los padres y su clase social no la dejaban ser lesbiana, me dejó un libro de poemas y se fue. Nunca más las vi ni supe de ellas.

Quise acercarme a varias de las chicas que me escribieron. Ninguna quiso, que yo recuerde, concretar un encuentro. Salvo dos: una trabajaba en medios, era productora de televisión, la otra terminó filmando la película Bajar es lo peor, que no se estrenó comercialmente.

Todavía recibo a veces algún mensaje sobre Bajar es lo peor o me encuentro con alguien que me habla de la novela. A veces son hombres de mi edad, todos gays; hace poco, uno me confesó que, durante sus años más callejeros –hace casi dos décadas–, se hacía llamar Val. Por Narval. Es un poco frustrante que ninguna otra de mis ficciones haya causado este fervor, moderado, acotado, menos que de culto, pero fervor al fin. Siento que mis otras novelas, mis cuentos, todos tienen envidia de Bajar es lo peor. Un amigo me dijo, hace poco: «Ahora escribís mucho mejor, pero Bajar es lo peor tenía una fuerza…». Es un elogio extraño y ambiguo, pero a lo mejor es un elogio justo.

Me parece mal corregir los libros viejos: le pertenecen a su tiempo. Y le pertenecen al autor cuando era más joven, que es una persona diferente.

Antes, sin embargo, con la salida del libro, hubo un minifenómeno. La editorial decidió promocionarlo con un eslógan que decía “La escritora más joven de la Argentina”. Salía en la radio, especialmente en la Rock & Pop, la que estaba de moda. Me invitaban a la tele. Yo iba con remeras de ACDC, a veces un poco drogada. Ahí comprendí algo que todavía me sigue molestando: a los escritores se les pide que tengan opiniones, a todos los escritores, como si trabajar con la palabra conllevara algún tipo de formación, sabiduría, sensatez, sentido  común o, al contrario, alguna originalidad en la mirada sobre el mundo. No suele ser así salvo para los escritores que, además, desean ser o son capaces de ser, intelectuales públicos. Pero los  escritores no suelen tener opiniones más inteligentes  o pertinentes o particulares que la de cualquier otro. Y sin embargo se nos sienta en mesas a hablar de feminismo, escritura y política, el estado del mercado editorial y demás, todas cuestiones para las que no estamos formados ni informados. Yo decidí jamás volver a sentarme en una mesa sobre literatura femenina porque no quiero vivir en un ghetto, ni aunque sea un ghetto agradable, pero además corría serio riesgo de ponerme a llorar si lo hacía: no sé qué decir sobre lo femenino, no tengo más ganas de leer a Monique Wittig y Silvia Federici a las corridas cuando hay académicas que podrían estar en mi lugar porque a eso se dedican.

En aquellos años, me invitaban a la tele para hablar de a) cómo iba a ser un ejemplo para la juventud (a ese programa fui despeinada, con camiseta leñadora grunge y el conductor se ofendió tanto que no me saludó cuando le dije que no había estudiado nada para ser escritora) b) por qué los  jóvenes  eran  violentos  (en ese programa casi no hablé, fui con minifalda y remera de acdc) y c) por qué sabía tanto de drogas (en ese programa mentí pero me trataron bien). No fui una revelación televisiva, no era muy bonita ni hablaba bien ni era sexy y, por suerte, rápidamente fui sacada de las pantallas. La verdad es que la exposición me dio mucho miedo por lo inesperada. No era ni soy tímida pero soy insegura y, si uno es inseguro, la exposición es un tormento. Me pasaba días pensando en las estupideces que había dicho, que eran muchas. También decía estupideces en notas periodísticas. En aquellos años, la gran discusión en Argentina era entre babélicos y narrativistas. Les ahorro los detalles, pero digamos, de un lado estaban Alan Pauls, Guebel y Caparrós, del otro Forn y Saccomanno. Un periodista me preguntó, en una entrevista, de qué lado estaba yo. Le contesté: “estaría buenísimo juntar los dos”. Así de tonta era, y de arrogante.

Escribir y publicar me había encantado. Todo lo demás me había parecido triste y difícil y vergonzoso. En las revistas y en la tele me decían “la escritora joven”. Lo único bueno es que el mote me duró muchos años. Incluso ahora, que soy una escritora de mediana edad, suelen todavía ponerme en alguna mesa o antología de escritores jóvenes. Bajar es lo peor me alargó la vida.

Me tomó diez años volver a publicar después de Bajar es lo peor. En ese tiempo escribí otra novela, que fracasó y fue destruida. Era horrible. Creo que se llamaba Los magos o Las espadas o algún título parecido. Tenía 300 páginas y no existen evidencias físicas de su existencia. Miento: hace unos meses una amiga que vive en la Patagaonia y es artista plástica me dijo que tenía un ejemplar impreso. Le prohibí mencionarlo. Me dijo que lo había ilustrado. No  me  tienta ver esos dibujos. El fracaso no me espantó. Escribiendo esa novela mala, me di cuenta de que quería hacer esto para siempre, escribir cuentos y novelas, que nunca viviría sin mi mundo imaginario y que esta era la forma y los lugares donde contarlo.

Nunca releí Bajar es lo peor. No quise corregirle nada cuando se reeditó en 2013; tampoco quiero recordar lo que no recuerdo de la trama o los personajes ni reencontrarme con errores que, ya sé, son obvios, como las escenas de sexo, que tienen muy poco realismo y mucha fantasía, pero son fieles a lo que me erotizaba en ese momento, antes de ver pornografía, antes de que mis amigos gays tuvieran la experiencia suficiente como para describir ciertas dinámicas, antes de que yo misma experimentara lo suficiente. No quiero tocar ninguno de esos problemas cándidos. Me gusta esta novela. Me gustó escribirla.

Ya  borré de mi memoria y de mi literatura a  la mayoría de los personajes, lo que no es raro: siempre los borro cuando termino de escribir, no entiendo cómo algunos escritores repiten protagonistas o arrastran a personajes de una novela a otra. No tengo un juicio sobre esto, sencillamente no tiene que ver con lo que me pasa a  mí –al menos, por ahora; me ronda la fantasía  de una saga–. Además, me parece mal corregir los libros viejos: le pertenecen a su tiempo. Y le pertenecen al autor cuando era más joven, que es una persona diferente.