Matilde Sánchez: el medio y el mensaje

Presentación de Sergio Missana

Se ha señalado que la libertad de expresión puede ser un derecho contradictorio, por cuanto su rol fundamental en las democracias contemporáneas a veces no es congruente con los contenidos que hace posible diseminar.

Quienes han probado los límites de esa libertad y contribuido a extenderlos no necesariamente lo han hecho desde una postura lúcida. La banalidad, la gratuidad, la vulgaridad, también han servido para empujar sus fronteras. Es uno de esos ámbitos en que los instrumentos y los fines a veces se confunden. El medio puede ser el mensaje.

Resulta, si no tautológico, al menos trivial reafirmar que la libertad de expresión es un derecho que no está para nada consolidado en América Latina, ya sea por la presión e injerencia de los gobiernos, la concentración extrema de –para decirlo con una expresión anacrónica– los «medios de producción» en la industria de las comunicaciones, o la violencia focalizada contra el gremio periodístico de parte de organizaciones criminales, sobre todo el narcotráfico. Se trata de un territorio en disputa entre poderes políticos y económicos, tanto institucionales como ilegales.

En Argentina, esa libertad ha tenido su «causa célebre» –al menos desde el punto de vista de los grandes conglomerados mediáticos– en la larga y laboriosa disputa entre el kirchnerismo y Clarín, iniciada a finales del gobierno de Néstor Kirchner. Una disputa que parece haber llegado a una fase decisiva, aunque no terminal, con el fallo de la Corte Suprema que decretó la constitucionalidad de la Ley de Medios de 2009 y que fue anunciado, curiosamente, o acaso no tan curiosamente, solo unos días después de la derrota del oficialismo en las elecciones legislativas. Como declaró de manera escueta en su momento Jorge Lanata: «No les interesa la Ley de Medios: solo quieren que Clarín desaparezca».

Matilde Sánchez, actualmente editora de contenidos del diario, se ha visto enfrascada en esa guerra de trincheras, en el trance de «decir la verdad al poder», también, creo, de manera contradictoria. Sospecho que no la ha impulsado una vocación de «intelectual pública», en el sentido que se encuentra tan expandido en el continente que ha llegado a naturalizarse, una manera de pensar (y de exhibirse pensando) que se da por sentada. Creo que ha tenido más que ver con hallarse en unas coordenadas específicas en un momento determinado. Sea como sea, se ha encontrado en ese rol y lo ha desempeñado con notable rigor y consecuencia, en medio de un desmoronamiento general de la calidad del debate público.

En la otra cara de la moneda, en su papel de escritora, el recorrido de Matilde Sánchez en el campo literario argentino y latinoamericano se ha trazado, parafraseando a Beatriz Sarlo (que a su vez parafrasea a Deleuze y Guattari), desde lo menor. Poco después de la publicación de su segunda novela, El dock, en un encuentro titulado «Borges y nosotros», donde intervino junto a otros escritores de su generación, declaró: «El canon es cosa de varones. Las mujeres sentimos hacia él una mezcla de veneración y recelo. En el reino de la tradición, al que no estamos convocadas, solo hemos sido intrusas, terroristas, testigos molestos. A estas alturas para una mujer es improcedente, tampoco interesante, calcular la herencia, aunque sea simbólica, habiendo tantos que se imaginan primogénitos. Contra las bellas letras de Borges, contra su modelo de un mundo en extinción, prefiero aceptar legados antiejemplares, hechos de retazos, una literatura sin saber, una literatura sin aura».

La obra de Matilde Sánchez, construida e instalada desde ese lugar lateral, se ha ido abriendo paso, ganando reconocimiento, generando masa crítica, hasta alcanzar con su última novela, Los daños materiales, un punto de inflexión. Los daños materiales parece marcar una discontinuidad con su trabajo anterior al abordar el tema amoroso y por su tono de tintas cargadas, aunque, como ella misma ha señalado, constituye en realidad una variación de un tema recurrente: el duelo, el procesamiento de una pérdida. Para mí esa persistencia está marcada ante todo por la continuación, como si se vertiera de un libro a otro hasta desembocar en este, de una prosa modulada, tensa, que me lleva a emparentarla –si tuviera que situarla dentro de uno de los cauces de la literatura argentina– con la obra

de Juan José Saer. Todo está entretejido en esa prosa, esquivando y marcando distancia con una tradición dominante que tiende a cargar los textos de referencias metaliterarias, de densidad ensayística de cuño borgeano. La asociación con Saer es arbitraria, no implica una ficción o herencia, más allá de esa síntesis y destilación en la escritura, en el sentido en que Joyce Carol Oates alguna vez señaló que lo que más le fascinaba de la literatura era «la misteriosa, indefinible música que es la voz de un escritor».

Los daños materiales es una novela (y también una antinovela) de amor en la que no aparece el amor por ninguna parte, a lo más hay sexo referido a través del filtro de lo esperpéntico, de lo biológico, reducido a una mera función fi a marcada por la intrusión y la violencia, en algún pasaje aludido mediante una sinécdoque memorable: unos dedos de pies que se encogen y frotan contra una alfombra. Esa implacable diatriba casi bernhardiana, cuya intensidad monomaníaca se va de alguna forma separando de su propio objeto, desbordando el motivo del despecho sentimental para adentrarse en un territorio, por así decirlo, existencial, dejando que su efecto cáustico termine por corroerse a sí mismo, ha sido descrita como un brutal y lapidario ejercicio de demolición del macho argentino, un golpe de gracia a una cierta construcción de la masculinidad. La novela puede leerse a un tiempo como sátira y como parodia, con alusiones a la variante porteña del psicoanálisis y a ciertas literaturas que, bajo el pretexto de construir «mujeres fuertes», aparentemente transgresoras, reproducen actitudes y valores ya consensuados, una «doxa», incluyendo el mismo motivo del amor romántico como una preocupación femenina prioritaria y central. Como ha dicho Diamela Eltit, «el amor es el opio de las mujeres».

Por debajo de su andanada de exasperación y retorcimiento, que también podría admitir una lectura política, rescato la manera en que la novela alude a (y traza un recorrido por) la ciudad de Buenos Aires, o por algunos de sus barrios, que reenvía a La canción de las ciudades, la colección de crónicas de viajes que cruzan no solo fronteras culturales y vivenciales sino también entre géneros literarios, entrando y saliendo del cuento y la autobiografía, y que a su vez contiene el germen de varias novelas, como La ingratitud, su ópera prima, y El desperdicio. Allí, en alusión a Walter Benjamin, se concibe el texto como una calle de dirección única. El tránsito por la ciudad es también el tránsito de la ciudad: «Solo el campo puede ser revisitado. La ciudad se levanta cada día…»; en el paisaje urbano acaban por desaparecer los puntos de referencia. En su texto sobre Berlín anota: «Las Trümmerfrauen se enfrentaban a una ciudad que ya no les hacía caso. La Berlín real se alejaba, evolucionaba hacia nuevas formas prescindiendo de ellas».(Quizás ese pudiera ser un tema de investigación y reflexión: un panorama comparado de las configuraciones de la ciudad en las narrativas actuales a ambos lados de la cordillera: mientras Buenos Aires parece ser una ciudad que, con intermitencias y sobresaltos, se revisita, muchos escritores y escritoras chilenas parecen verse en el trance de reinventar el tejido de la urbe, cimientan sus relatos sobre una realidad que sienten harto más precaria.) En su doble identidad de escritora y periodista, periodista y escritora, Matilde Sánchez ha llegado –desde esos «legados antiejemplares, hechos de retazos, una literatura sin saber… sin aura»– a ocupar un lugar en el campo cultural argentino y latinoamericano, al mismo tiempo que ha contribuido a pensarlos. Hace unos años nos visitó en el Programa de Stanford en Santiago, donde reflexionó lúcidamente en una conferencia sobre algunos aspectos de este campo en Argentina: la emergencia de las microeditoriales, las escrituras del yo y del blog, la variante local del «hambre de realidad» de David Shields y la nueva configuración de las prácticas del mercado, sobre todo en lo relativo a la distribución. Imagino que sus palabras hoy irán en una línea similar. Esa tormenta, en cuanto no solo altera las mecánicas de producción sino también las condiciones de lectura, multiplicando y difuminando los focos de atención, generando y adaptándose a nuevos lectores capaces de atravesar casi instantáneamente los aspectos formales para extraer con eficiencia fragmentos de información, también parece apuntara la confluencia (y confusión) entre medios y fines. El medio vuelve a ser el mensaje.

La erosión del tiempo: escribir en medio de la avalancha digital

Matilde Sánchez

En Rayuela, Cortázar se preguntaba cuántos brazos, desde tiempos inmemoriales, se alzaron para sostener una vela y ahuecaron la otra mano para proteger la llama. Este gesto, parte de nuestra segunda naturaleza y casi reflejo, sigue contándose entre nuestras capacidades, aunque ni él ni nosotros lo hayamos aplicado más que excepcionalmente a un candelabro. Unos pocos lo seguimos empleando con un encendedor, gesto que el autor repetía al menos treinta veces al día para prender sus cigarrillos. Si hace medio siglo él declaraba la continuidad humana en ese gesto ya entonces obsoleto, nosotros advertimos cómo el presente se ha poblado de nuevos ademanes, que dan una cualidad ritual a esa mano ahuecada para cuidar el fuego.

En su pieza «¿Para qué molestarse?», incluida en Cómo estar solo y que se hizo famosa como el ensayo de Harper’s, el novelista Jonathan Franzen pasaba revista a los advenimientos que le había tocado presenciar en el lapso que llevó la escritura de Las correcciones. Entre los que menciona, recuerdo uno que me costó fechar, las sopladoras de hojas. Aunque no todas las novedades mencionadas rozaban la condición de la lectura, integraban ese universo de nuevos elementos cotidianos que distrajeron la atención del autor y que recrudecen en dramatismo al considerar la novela realista.

Detengámonos en la imagen un poco extrema de quien describe a un personaje que barre con una escoba mientras lo asombra, al mirar por la ventana, que ahora los barrenderos estén allí abajo con sus sopladoras. Quiero decir, las sopladoras llegaron un día, sin aviso, para alterar no solo el tiempo de la tarea sino también la distribución muscular de los barrenderos. Franzen observaba el choque de tiempos entre el largo período que lleva componer una novela y el futuro infinitamente renovable que nos hace sentir la tecnología. Y pensar que ese ensayo es de 1996.

Al firmar el contrato de la novela El desperdicio, diez años más tarde, en 2006, reparé en un artículo menudo que señalaba que la cesión de derechos incluía la versión electrónica, por entonces para computadoras y «para todos los soportes por inventarse en adelante». Recuerdo que la cláusula me dejó perpleja. La novela es una tentativa sobre la crisis de 2001 y tiene bastante de tesis sobre la involución argentina, encarnada en la muerte de Elena Arteche, su protagonista, una lectora eximia. Comienza con el recuerdo de un cementerio en la pampa y de los llamados «poetas de cementerio», en particular la célebre Elegía de Thomas Gray. Mientras firmaba, recuerdo que pensé en cómo esa imagen y la invocación poética se dejarían leer en las páginas en rollo o en los saltos de luz de una portátil y aun en pantallas líquidas que ni siquiera habría sabido imaginar, pero a las cuales los editores encomendaban el porvenir de los libros; hoy diría que con acierto, por tratarse de una seudoprofecía, digamos mejor, un programa. Comparé la sostenida cadena poética que invocan esas primeras páginas y la ilimitada confianza en la tecnología, a cuyos soportes aún sin nombre ni marca yo debía entregar el artefacto de mi invención. Es decir, pensé en la transmisión generacional, en las continuidades y sus rupturas.

¿Y qué decir de los saltos locales en el lapso mismo de la escritura de la novela, durante la prodigiosa recuperación que tanto sorprendía a los extranjeros y que abrevió nuestra curiosa posguerra sin guerra a un período de apenas dos años? ¿Cómo medir la regresión que significó la subsistencia a partir de lo que se encontrara entre los residuos de la calle, en esa ciudad convertida en gran basural, nuestra vuelta a la recolección en tiempos de cosechadoras descomunales, compradas en cuotas a precio de pesos convertibles, revertida en algunos barrios en apenas seis meses? La soja muy pronto recreó un Soho. No era sencillo calibrar la disparidad abismal entre el futuro vertiginoso que ese contrato descontaba, ajeno y distante para los protagonistas de los hechos narrados, y la rusticidad anacrónica impuesta por la crisis.

Fue un hecho llamativo que la poesía tematizara la crisis casi en tiempo real, en un impulso marcado por la urgencia. Pienso en Aquel corazón descamisado, de Luis Tedesco, escrita en las interminables colas de espera bancaria durante la pesificación de los ahorros en dólares y publicada en 2002; en El carrito de Eneas, de Daniel Samoilovich, una oda a los carros de los cartoneros, publicada en 2003. Y mencionar los carros de los cartoneros hace a nuestro punto porque en un brevísimo lapso comenzaron a construirse de la nada, a partir de dos ruedas no necesariamente neumáticas –aún subsisten en Buenos Aires cartoneros con carretas tiradas por caballos–; hubo unos meses en que evolucionaron hacia modelos muy ingeniosos, algunos disparatados, con un alarde de su propio fin de reciclaje, para acabar por estandarizarse cuando el cartoneo se«institucionalizó» y se agrupó en mafias. La novela, a diferencia de la poesía, necesitó de su tiempo. La intemperie, de Gabriela Massuh, un diario de la crisis y de la cuarentena personal impuesta por una ruptura amorosa, se publicó en 2008. A mí me había llevado cinco años aplicar la mirada al punto de la crisis desde ese presente pujante.

El desperdicio tiene su sección urbana y su sección rural. Fue en los años de su escritura que salíamos de la crisis, sobre todo gracias a la expansión de la soja, de manera que también el país parecía haber dado un vuelco: no se trataba de sopladoras sino que la pampa iba cambiando rápidamente de color. El verde vivo del maíz y las pasturas era conquistado por un verde oscuro, de tonos casi negros. Y las cosechadoras impagas, varadas en la novela, de alguna manera se habían quedado haciendo su labor y revertían la crisis, que de un plumazo se había vuelto arcaica, salvo en los libros, que la atesoraban en tiempo presente.

Por esos años también se sucedían grandes cambios en los protocolos de lectura. Las innovaciones que vendrían a sustentar esa cláusula del contrato se tomaron apenas unos meses… Sumariamente, los inventos fueron: la lectora Kindle, lanzada en noviembre de 2007, y el primer iPad, vendido en abril de 2010. En julio de ese mismo año, cuando estaba por salir mi novela siguiente, Amazon desataba la «guerra» de precios al lanzar su Kindle 3 a 140 dólares; y enseguida comenzó la actual guerra de las tabletas.

Ahora me da por barajar ante ustedes, con cierta melancolía, las posibilidades de ficción que El desperdicio se perdió por un brevísimo margen. Por ejemplo, los posibles juegos entre esos soportes que entonces aún no habían visto la luz podrían haber sido aprovechados por la protagonista; todo el tema del traslado de una biblioteca al campo y las anotaciones finales de Elena, en retazos de papel que recorta de diarios y boletas, podría haberse resuelto de un modo muy distinto. No es que estos motivos hubieran caducado o que, como en aquella imagen cortazariana de la mano ahuecada en torno del fuego, se hubiesen convertido en rituales, pero las innovaciones empezaron a obrar efectos en la ficción. La aceleración del tiempo había erosionado el sentido original, lo corroía desde el interior. Todos sus referentes existían, sí, pero en manifestaciones muy otras y mutaciones profundas: las de la tecnología pero también de la coyuntura fugaz de nuestra economía de subsistencia, la experiencia traumática que había sido velozmente arrumbada al pasado por la voluntad colectiva de olvido. Numerosas páginas se cargaban de sentidos no calculados en absoluto. Así, la mencionada mudanza de paquetes de libros numerados no aludía al repliegue de la crítica literaria sino a la cuestión material concreta. Muy pronto la biblioteca de Elena fue todas las bibliotecas, fue un lamento por la extinción de la cultura del papel y, claro, una alegoría sobre la memoria… Y como la novela narra las circunstancias de una muerte prematura, de alguna manera esta rizaba el rizo hasta la broma de humor negro. A la manera de un sufrido disidente que ha sobrevivido al gulag y muere la tarde previa a la caída del muro de Berlín, me conmovió que Elena, nuestra Elenita Arteche, muriera sin llegar a sostener un Kindle.

Se argumentará que eso siempre ocurrió con la narración. Siempre nos sorprende cómo algunos autores prefiguran con exactitud el rumbo que tomarán las grietas de su tiempo, hasta convertirse en las brechas de hoy día. A caballo entre dos siglos, nosotros podemos advertir hoy esa capacidad visionaria en autores como Cortázar, y por eso comencé citándolo: Los autonautas de la cosmopista anticipa las narrativas del blog y el video hogareño. Él exploró el Super 8, y quizá porque no era un buen fotógrafo tenía la compulsión de tomar instantáneas. Cortázar, ese niño al que la tecnología le pone un juguete entre las manos, es un precursor del posmodernismo que acaso inspiró el uso de las imágenes low tech en los paseos de Max Sebald, sus ilustraciones caseras o mal impresas.

El autor de Los anillos de Saturno, a quien podríamos definir como un autor posnacional, a su vez sirve de inspiración a Orhan Pamuk en su ensayo sobre Estambul. De hecho, todos ellos ayudan a borronear la frontera entre fotografía y texto con esas fotos y su modo de empleo: las imágenes sin epígrafe son el inquietante suvenir sustentado en la memoria del viaje y, por lo tanto, no ilustran sino que, mejor, entablan un eco visual y reenvían a buscar la precisión en el texto; inculcan la lectura y nos conducen al niño lector que hemos sido, al que dibujaba en los márgenes de sus libros y tomaba sus primeras fotos. Es sorprendente el poco tiempo que llevó esta cadena de influencias y contaminaciones provechosas. Al límite de la broma está la iniciativa provocadora de Pamuk al abrir un museo de su novela El museo de la inocencia, con su colección de hrönir y otros objetos deducidos del sueño, el engaño y la ficción. Como en este caso el marketing es la novela, este museo ya no es una librería sino una especie de boutique de diseño.

Volvamos al principio. Les he mencionado a Franzen por razones que no son estrictamente literarias. Primero, su novela Libertad fue elegida para el experimento de volver a ocupar la tapa de la revista Time después de una década en que ningún escritor la había conseguido, y respaldada financieramente con la contratapa, una propaganda de Amazon publicitando la novela en soporte para Kindle. Se trata, además, de uno de los narradores estadounidenses que en sus ensayos participa del debate sobre los cambios culturales. No se cansa de emprender pequeñas batallas nostálgicas a favor del libro, y emplea el foro de los medios para denunciar las diversas ingenierías que la ciencia y la tecnología dirigen en nuestra subjetividad, sobre todo a través de dos grandes avenidas, la farmacología y las industrias culturales. Hace muy poco seguía definiendo el libro y la literatura como el ámbito no superado del testimonio estable, la conservación y transmisión de la historia. En el último Hay Festival en Cartagena, sostuvo que «será difícil hacer que el mundo funcione» sin la permanencia que hemos conocido gracias al libro, repositorio de la memoria del planeta: «La contingencia radical [de la cultura digital] no es compatible con un sistema de justicia y un autogobierno responsable. El ebook nunca tendrá la magia de la hoja impresa: El gran Gatsby no necesitó de ninguna actualización».

Por otra parte, Franzen encarna para el gran público la permanencia y renovación de la «gran novela social», esto es, la aptitud del realismo para convertirse en un fenómeno de ventas, en el tanque que aún sostiene el edificio editorial. Sostiene, preciso mejor, el edificio del impreso mientras nos adentramos de lleno en el doble régimen: a cada cosa física le corresponde su fantasma virtual. Y al menos en teoría, ambos tienen un destino final de fósiles. Desde una posición de resistencia a su época, Franzen es un anti-Ballard, la contrafigura de su amigo David Foster Wallace, con su «realismo histérico» y sus técnicas de montaje ultrarrápido y posmoderno.

Y esa es otra de las paradojas. Las mismas editoriales que en 2006 confiaban la expansión de su lectorado a soportes aún no inventados, por así decir a ciegas, siguen siendo conservadoras en cuanto a la narrativa que promueven e inculcan. El historiador de la lectura Jean-Yves Mollier, estudioso de las enciclopedias populares y las colecciones de novelas entre el siglo XVIII y la actualidad, destacaba hace poco que «la censura comenzó siendo un fenómeno religioso; luego fueron los poderes civiles los que asumieron el control. Hoy la censura es sobre todo económica, una censura de mercado. El mercado no tiene ideología; trata de impedir aquello que lo perturba en su camino hacia el beneficio, y es ahí donde se ejercen los fenómenos de censura: cuando el mercado siente que están en riesgo sus ganancias». Y concluye:«Esta censura de mercado rara vez se analiza pero existe y es muy fuerte».

Mollier plantea varias inquietudes. Los imperios globales de la edición necesitan de los «libros tanque». También los necesitan los editores (el oficio de editor, ya sea de libros o periodístico, afronta transformaciones tan drásticas que equivalen a una extinción; el editor tal como lo conocemos debe morir y nacer otro), las librerías y las revistas culturales, más allá de que les otorguen o no estatuto literario. Esto hace que el concepto crucial de futurible no se aplique a la narrativa, aunque tengamos la impresión de que casi cualquier cosa se publica. Cuánto tiempo seguirán las editoriales publicando ficción de autores locales, por ejemplo, es una pregunta central hoy.¿Cuál es el horizonte de lectura para la ficción? ¿Cuál es la necesaria masa crítica que debe tener un conjunto de libros de autores de diversas generaciones para que podamos seguir hablando de literatura? Y además, ¿es pertinente seguir pensando en términos de literaturas nacionales? ¿Podemos pensar en una literatura en base a quinientos lectores?

En Aquí América Latina, una interpretación, Josefina Ludmer fue de las primeras en preguntarse por estos cambios acelerados, por la contaminación entre ficción y realidad, al caracterizar la actual condición «posautónoma» de la literatura y el arte en general. Históricamente la ficción se fundó en un pacto entre autor y lector, quienes convienen en dar por efectivamente sucedida una experiencia no real, por descabellada que sea, con protagonistas de invención. Ese protocolo es lo que hoy cruje. En The rise of fictionality, Catherine Gallagher analiza el estatuto de lo ficcional y el modo en que la verosimilitud se impuso a la referencia real en la novela inglesa del siglo XVII. Gallagher analiza la célebre frase de Coleridge, acerca de que la ficción supone «la voluntaria suspensión de la incredulidad». Según la crítica, la ficción reside en la paradoja de que la novela ofrezca explícitamente una invención pero al mismo tiempo la desmienta. Es decir, al declararse ficción, ya no necesita más argumentos y requiere el consentimiento automático de la creencia. Su carácter no real se convierte en lo que damos por sentado, en esa zona de ambigüedad, al mismo tiempo declarada y voluntariamente soslayada, entre lo cierto y lo posible. De acuerdo con Gallagher, esto se asienta en la no referencialidad evidente, en la falta de una entidad específica y real para los nombres propios de los personajes. (En este sentido, el museo de la novela de Pamuk parece un hito en los juegos e intercambios entre realidad y ficción. Así, el romance museificado no pertenecería ya al régimen de la ficción sino, en todo caso, al del delirio, que logra convertir en material algo inexistente. Sin embargo, puesto que ofrece la prueba tangible de lo que narra, exige una dosis superlativa, ya no de voluntad sino de fe; estamos allí más cerca del adorador, o del fan, que del lector convencional.)

Hay indicios para pensar que esa aptitud –o voluntad, mejor, la palabra es crucial– de suspender la incredulidad en la lectura, sus vacilaciones, son lo que hoy hace crujir la novela. Entre tanto, nuestra exposición a la ficción se multiplica en las teleseries, donde hoy se alojan algunas de las mejores producciones cinematográficas. También intervienen el presente continuo de los blogs y las narrativas biográficas de Facebook. Las redes sociales ya son un prontuario, la huella de nuestras vidas. ¿Estamos ante una saturación de ficciones o al contrario, ante la preponderancia de lo real debido a la omnipresencia de los medios? ¿Hemos desaprendido la capacidad de asumirnos como crédulos ante la promesa de evasión; nos hemos plantado como lectores ante la sujeción narrativa, con sus distintas exigencias y formas de autoridad? ¿O es sencillamente que, según sugiere también el museo de Pamuk, estamos demasiado cansados para el esfuerzo de imaginar por nosotros mismos, sin utilería, sin imágenes auxiliares?

Me sorprendió comprobar el año pasado que en Hatchard’s, acaso la librería con más prosapia del mundo, que aún se resiste a la hidráulica del café expreso, la ficción ahora vive en el subsuelo. En Barnes & Noble fue mudada al primer piso. En el ámbito del inglés, el género más leído son las memorias, pero incluso estas son cada vez más arrinconadas por la expansión territorial de los muffins. (En América Latina lo es la autoayuda: ambas tienen en común la primera persona y el repaso y transmisión de una experiencia vivida. En los dos géneros, la vivencia narrada se da por cierta.)

Todo el mundo del papel se ha museificado y hasta nos hace pensar si acaso el libro material no se convertirá en una suerte de merchandising del libro electrónico. Hace algunos años recuerdo que en una novela, que narraba el periplo infructuoso de un manuscrito por las editoriales, el autor novel llegaba a la conclusión de que en el papel ya está el canon.

Los contratos han ido mucho más allá de aquella primera cláusula de 2006 comprendida en El desperdicio. Si en 2010 la Feria de Fráncfort había calculado 2018 como el año en que el libro digital se impondría al físico, esto ha tenido una aceleración inusitada. Algunas editoriales ya registran que el 80% de sus negocios provienen de las licencias digitales. En 2010, el nuevo contrato para mi siguiente novela, contemporánea de la tableta, me advertía: «El editor ejercerá los derechos de reproducción, distribución y venta de la obra en versiones electrónicas (entendiendo por tales aquellas que incluyan todo o parte de la misma en forma sonora, visual y audiovisual, para su lectura junto con sonidos e imágenes, incluidas las versiones multimedia y para redes informáticas de comunicación) en cualquier Soporte Electrónico, tanto conocido como por desarrollar. El autor acepta las variaciones que el editor deba introducir en la obra a efectos de adaptarla a dichos soportes». En otras palabras, el autor entrega su libro no solo para licencias de lectura, sino también para una potencial versión fragmentaria, vuelta a editar sin su concurso. Se trata de la narrativa como uno de los insumos del multimedia en momentos en que incluso esta palabra ha quedado fuera de moda. La literatura lleva más de medio siglo como material subsidiario del cine y la televisión, que le han insuflado nueva vitalidad. Pero a partir de los nuevos soportes, que le han impuesto la noción cinematográfica de «corte final», debemos pensarla como un lenguaje participante del streaming.

Llevamos al menos una década escuchando auspicios de nuevas formas narrativas, que aprovecharán y acompañarán las innovaciones tecnológicas. No solo provienen de las usinas del futuro sino de académicos y estudiosos serios del libro. Nunca como hoy se han estudiado tanto la historia de la lectura, las bibliotecas y enciclopedias; nunca se sondearon con tanta obsesión los hábitos del lector de diarios y el usuario de Internet. En algunos casos, esos auspicios se han materializado. La productora digital Touchpress produjo (¿podemos decir que «editó»?) La tierra baldía, acompañada de manuscritos con las correcciones del poeta, fotos, en un objeto de culto que no es solo literario: vendió doscientos mil ejemplares. Claro que Touchpress no se limita a los clásicos; lo que más produce son paquetes de Disney. Nuevas formas de puesta en página buscan también al lector tradicional; se trata de libros singulares, que apelan al espíritu del coleccionismo. Allí está Postales de una biografía, de Nicolás Helft, sobre los viajes de Borges. Se publicará Cortázar de la A a la Z, a la vez un diccionario biográfico, una iconografía y un libro de mesa. Mediante el despliegue de materiales propio de las pantallas, en hipertexto, ambos ofrecen el formato al que está derivando la lectura, me refiero al fragmento (es cómica la manera de llamarlo en inglés, el snack reading). Pero hasta el día de hoy lo que sostiene los edificios editoriales, a su vez crecientemente concentrados, sigue siendo la novela realista masiva, cuyos parámetros de verosimilitud se consolidaron en el siglo XIX.

Visita a la región del primer plano

Iberoamérica es un refugio de la ficción, abierta como en pocos ámbitos a la búsqueda y el experimento narrativo. Si miramos los últimos veinte años, Roberto Bolaño y César Aira han sido los novelistas de mayor irradiación, con un aporte extraordinario y rico en debates críticos. Bolaño, con su narración de montaje serial, que en La literatura nazi en América Latina cierra el ciclo de la enciclopedia renovada por Jorge Luis Borges, y la novela prometeica, que avanza reescribiéndose. Y Aira, cuya máquina surrealista pulveriza la verosimilitud tal como la concebíamos, con sus novelitas a la carta: una novela para cada lector. El único que ha leído la obra completa de César Aira es César Aira; lleva más de 110 novelas breves. Ellos han encontrado su método de vigencia a través del progreso –inestable– de sus historias.

En líneas generales, la ficción en castellano ha resistido la dispersión de lectores sorteando la mímesis mecánica, pero recurriendo a intensificadores referenciales, en busca de cercanía y autenticidad para su pacto de identificación y verosimilitud. En los últimos diez o quince años, sobre todo en América Latina, hemos visto un acentuado uso de la primera persona, que sustenta estos cambios y requisitos en la percepción de lo que es verosímil. La autoficción, el giro autobiográfico, no son nuevos, claro; de hecho, ya estaban en Rayuela –y es también por eso que la mencioné al comienzo– y en buena parte de la narrativa del boom. Vuelvo a mencionar a Josefina Ludmer en Aquí América Latina, en relación con la posautonomía impuesta en los años noventa. Casi toda la narrativa ha resistido la erosión deslizándose hacia el punto de vista más próximo al lector, casi superpuesto, con apelaciones a la primera persona incluso para la ficción más neta. Fernando Vallejo llega a decir que no puede concebir hoy día una escritura sin primera persona; además, su lector es interpelado de manera directa en cada página.

Otra forma cada vez más extendida de autenticación ficcional y plataforma de la verosimilitud ha sido el empleo del tiempo presente, que emparenta la novela con las narrativas de pantalla. «Lo que sucede no solo me ocurre a mí, este narrador, sino que está ocurriendo ahora, en tu mismo tiempo, querido lector, bajo tu escrutinio», parece decirnos: se trata de representar la ficción «en vivo».

Horacio Castellanos Moya ha sido otro de los autores más leídos por los escritores, sobre todo a partir de El asco, tanto en el orden temático –al desacralizar la izquierda latinoamericana y desenmascarar su evolución en Centroamérica–, como por lo que Ludmer llamó «tonos antipatrióticos». Su primera persona y la intensidad de su presente intensifican el tiempo en el que transcurre la lectura (el «aquí y ahora» de la diatriba, recordemos que el monólogo tiene el marco de una espera en un bar), acentuando la ambivalencia entre el sujeto de la enunciación y el autor. Este auge del tiempo presente ha planteado desafíos a los demás puntos de vista, haciendo que el empleo de la tercera persona y el narrador omnisciente adquieran un tono de clasicismo por anticipado, una pátina de vintage.

Afín al personaje de Castellanos podemos mencionar a Diamela Eltit, que empuja las fronteras de la ambigüedad literaria hacia una protesta radical que no se nombra como denuncia. En Impuesto a la carne, también en primera persona y en la coyuntura del Bicentenario, oímos las voces de madre e hija, al modo de una cámara de ecos en la que resuenan letanías colectivas, dogmas sanitarios y retórica política sobre el cuerpo femenino, todos ellos perturbados al ser asumidos como propios, es decir, como una subjetividad artificial y sobreconstruida. Esta ironía radical, que no pretende un juicio moral sino que propicia una suerte de sonrisa amarga de reconocimiento, obra exactamente al revés de la denuncia hiperbólica de las últimas novelas de Fernando Vallejo. No se trata de peroratas, expresión superlativa y terminal del yo, sino de discurso colectivo. (Me recuerdan los montajes de Elfriede Jelinek en sus monólogos teatrales; solo que donde Eltit repite la retórica patriótica Jelinek reemplaza la subjetividad por la publicidad de los medios.)

Asimismo, tanto en obras de autores jóvenes como en los manuscritos enviados a concursos en que me ha tocado participar, advierto un agotamiento de los ámbitos urbanos y esa mencionada búsqueda de autenticidad contra la saturación ficcional que nos rodea. Quisiera destacar la muy notable novela Toda la verdad, de Juan Becerra, que podríamos definir como hiperrealista y que tan luego tematiza la ida y la vuelta de la utopía rural (primero bucólica, utopía de autoconocimiento new age que admite ser monetizada mediante un libro –¡ey!, un best seller al instante–, y luego utopía sexual antropofágica). Entre los jóvenes que comienzan su camino de novelistas, la argentina Selva Almada, con El viento que arrasa y Ladrilleros, y el joven Diego Zúñiga, con Camanchaca: rutas, pueblos, pequeñas poblaciones en los que el pasado se narra en presente.

Quisiera compartir con ustedes mi sorpresa al descubrir que tres autores tan diversos y distantes, que no nos conocíamos ni nos habíamos leído –me refiero a Cristina Rivera Garza, Rodrigo Rey Rosa y yo– hayamos coincidido en trabajar con archivos históricos de la psiquiatría. Cristina con los expedientes del manicomio La Castañeda en dos obras –un ensayo y la novela Nadie me verá llorar; Rodrigo con El material humano, y yo en un ensayo. ¿Qué buscamos allí? Puedo hablar por mí; encontré en la demencia uno de los ámbitos donde la ficción se impone a la realidad por fuera de las nociones de verosimilitud. La demencia está siempre autoactualizada; es una forma de trabajo con los restos de lo real. Pero también descubrimos en el archivo el material para ejercitar la ironía autoconsciente en los discursos ofrecidos por la ciencia, en sus dogmas higiénicos y las supuestas curas que muchas veces funcionaban porque se creía en ellas: modelo de terapia a través de la verosimilitud. Leyendo esos archivos hemos salido al encuentro de un ready-made, para emplear el concepto de Marcel Duchamp con el que tanto Bolaño como Aira se han identificado. Y también, al menos en mi caso, hemos salido en busca de nombres propios, primer ladrillo tanto de la ficción como de la biografía.

Si bien la ficción en Latinoamérica conserva una vitalidad transformadora, no podríamos afirmar que se trata de un territorio asegurado. En mi país ya tenemos varias provincias donde no queda una sola librería. Pero hay algo más alarmante todavía –porque allí se trata de la cocina del futuro–: en Estados Unidos, numerosos estados ya no tienen ninguna clase de quiosco de impresos. La mutación de la lectura se vincula de manera estrecha con la caída de los diarios.

¿Tu número de teléfono?

Sobre la erosión del tiempo en la obra y su interpretación, se argumentará que el relato siempre estuvo presionado por la transformación de la realidad y que, pese a ello, por ejemplo las novelas, durante siglos habitadas por caballos, volantas y carretas, no caducaron con la sola invención del motor. Esto puede aplicarse a un sinfín de detalles. Reparemos en todas las novelas leídas en las que los personajes morían de sus síntomas, morían sin lo que hoy consideraríamos un diagnóstico, quiero decir: morían de fiebre, de tos y palpitaciones. Pero convengamos que la tracción a sangre no desapareció ni las ciudades se poblaron de Fords en apenas dos años, como sí ocurrió con libros y revistas en los aviones. Y sucedió que al siguiente vuelo (y el destino hace la diferencia), ya todos los pasajeros llevaban sus tabletas.

Podemos evadirnos de nuestra realidad pero no de las pantallas. La tableta es el nuevo soporte de la intimidad, pero no es seguro que lo sea por siempre. Basta ver en qué proporción, en las horas nocturnas que antes dedicábamos a leer bajo el foquito de los asientos, ese rito delicioso de replegarnos –en público y en suspensión–, condición privilegiada de lectura que nos sumergía en uno de los modos más penetrantes de sentirnos contemporáneos, ahora se emplean tabletas para ver películas o juegos. De hecho, notarán que hasta las pantallas individuales del avión están volviéndose obsoletas. El acto mismo de elegir lo que se ve o se lee, cada vez más segmentado, personalizado y preciso, casi invierte el valor colateral de compartir. Acosados por actividades digitales que pueblan la mayor parte de nuestro día, accedemos al ocio también en porciones acotadas, de snack. Hoy el verdadero ermitaño tradicional comenzaría por desenchufarse y desbancarizarse; en cambio, la contracultura juvenil busca ante todo atravesar todos los muros de pago sin sacar su tarjeta.

El entretenimiento ha colonizado, primero los muros; luego, el papel. Tres casos de este nuevo modelo de noticias. Hace pocas semanas varios diarios estadounidenses de provincias hicieron portada con la foto de cinco jóvenes anónimos saludando la cámara desde un coche. Desde sus tiempos de beatle, Ringo Starr suele sacar fotos y acaba de publicar un libro con ellas. Entre el material, los diarios recuperaban una foto de 1964, tomada por Ringo desde la ventanilla del coche que trasladaba a la banda a su hotel, a un grupo de fans que los había reconocido y había puesto su auto a la par. Ringo buscaba ahora a estos protagonistas; quería conocerlos, saber en quiénes se habían convertido. La historia, que se desplegó en los días siguientes hasta que los exmuchachos fueron encontrados, reunía varios méritos para los diarios de hoy. Combinaba una novedad de la sección Entretenimiento con el foco en una celebridad del siglo XX, a la que sumaba el despliegue de cuatro biografías ordinarias. La noticia tenía la capacidad de «actualizarse» al correr del día. Sobre todo, encarna el tipo de narrativa personal en la que nos han entrenado las redes sociales.

Hace dos semanas, otra portada en el mismo espíritu. Una fundación lanzó una campaña para hacer realidad el sueño de un niño enfermo de leucemia: ser Batman por un día. La misión se expandió por las redes y decenas de miles de habitantes de San Francisco participaron de una performance callejera para recibir y celebrar al niño Miles Scott, rebautizado Batkid, quien viajó en un batimóvil hecho por Lamborghini y atrapó al Acertijo. La liberación de Ciudad Gótica fue la portada de la edición del Gotham City Chronicle (con un artículo firmado por Clark Kent y Luisa Lane); en verdad el señero San Francisco Chronicle. Batkid fue saludado por el alcalde y aun por el Presidente Obama.

Hace un mes, en el diario donde trabajo solo dos noticias impusieron el récord de lectores digitales del año, por encima de la elección del papa Francisco: la hija de un exministro de Transporte procesado, una desconocida absoluta, había subido sus desnudos a Facebook; el periodista estrella Jorge Lanata se había separado de su mujer, a quien nadie conocía. Es cierto que las dos noticias muerden el margen de la política pero se independizan rápidamente de ella; no es la política la que avanza sobre el espectáculo sino al contrario. El entretenimiento, la espectacularización, es la clase de ficción cotidiana que fluye sin cargo, mejor distribuida que el agua corriente.

El lectorado de la prensa gráfica no se renueva: es este un hecho irreversible. Tal como sucede con el libro, aún vivimos bajo los dos regímenes: diarios en papel y diarios digitales. Pero no se trata de una espera generacional. Aunque en particular el Cono Sur registra esta tendencia a un ritmo más paulatino (en la última década más de dos millones de lectores se sumaron al lectorado de los diarios en Brasil), muchos diarios en papel se extinguirán. Cuánto tiempo llevará esa extinción dependerá de la calidad de la vista de los lectores que hoy tienen unos cuarenta años. Extremando, podemos decir que la permanencia de la prensa gráfica tal como la conocemos depende de los adelantos en materia del tratamiento de la presbicia.

Entre tanto, los diarios digitales van aquilatando sus estilos. Es uniforme la tendencia a que las noticias de todas las secciones sean cada vez más arrinconadas por el entretenimiento. Basta repasar el universo variado y pujante de la prensa digital inglesa, hoy poblada de ofertas sociales y otras estrategias de popularidad con que los diarios, desde los más masivos hasta los más tradicionales, buscan fidelizar al lector, convirtiéndolo en fan. El conservador The Times ofrece un club del vino y fiestas de lectores; el Daily Mail, con uno de los sitios más leídos del mundo, ofrece cursos de jardinería. The Guardian abrió un café. Todos ellos ofrecen salones de citas. El fan es la nueva gran categoría del público, llamemos a esto consumo o lectura. Pero era sobre esa misma categoría que se lanzaban las suscripciones de diarios, el folletín, las colecciones de fascículos y toda clase de productos que resultaran anabólicos para la venta. Y también las colecciones de novelas que nos convirtieron en lectores en la adolescencia.

En términos generales, la web propicia los temas de evasión y el papel despliega el material que requiere una atención más seria y prolongada: esta es la hipótesis explícita en la que trabajan todos los grandes diarios del mundo. Pero la caída de los diarios en papel y la transformación de los hábitos de lectura pasa a otra instancia si tomamos en cuenta las últimas proyecciones. Se estima que en apenas dos años el 80% de las tareas que hoy hacemos en computadoras o tabletas, las haremos en el teléfono; en el mundo entero los diarios están desarrollando mejores diagramaciones para pantallas más pequeñas. Y que también la literatura estará allí. En otras palabras, el teléfono centralizará toda nuestra actividad electrónica. Hace pocas semanas el historiador Mollier, el estudioso de las enciclopedias a quien mencioné, observaba la sostenida tendencia a leer libros en teléfonos. Así, la novela estará compitiendo, además de todas las aplicaciones y tareas que hasta hoy hacemos en computadoras y tabletas, con la conversación.

¿Qué hace la gente con sus teléfonos; por qué razón los escritores deberíamos preguntarte a vos, hipócrita lector, tu número de móvil? Los usos varían mucho por país, en función de su grado de conectividad y su parque de móviles. Pero tendemos a seguir los hábitos del consumidor en Estados Unidos con diferente retraso; por ejemplo, el Reino Unido tiene un retraso de dieciocho meses; Latinoamérica, bastante más atrás pero aun así, en un futuro cercano (son cifras del Fat Finger Report, de GoldSpot Media). Miremos el detalle del empleo que dan al móvil en esos países, porque esto habla sobre el futuro de la lectura.

Se sabe que en Estados Unidos el 85% de las consultas al móvil son para actividades en redes sociales; esto hace que todos los diarios ahora traten de acercar los íconos de Twitter y Facebook a la noticia, para lograr que estas sean reproducidas y entren en el torrente de la opinión. Esa cifra es inferior a la mitad en el Reino Unido. Solo el 38% lo emplea en la búsqueda de noticias, en esto no hay diferencia entre países, de manera que será una tendencia estable. De hecho, las noticias son el último interés, precedido por los juegos, la consulta de mapas y el pronóstico meteorológico, las compras, actividades bancarias, videos y tareas asociadas a la productividad. El ritmo de actualización de las noticias en soportes digitales se aceleró a niveles inimaginables, empujado por la tecnología; pero también, y esto suele perderse de vista, por los usos que le dan los lectores. Al comienzo de los diarios digitales, las redacciones actualizaban las noticias cada seis horas. Hoy la actualización es casi permanente, aun cuando no se justifique en sustancia, es decir, por una información que altere la noticia ya subida a la red.

En Sobre lo nuevo, ese ensayo sobre la vanguardia y el cambio al que siempre vuelvo, el filósofo Boris Groys observa que la innovación en cultura «no aporta materiales inéditos sino que es una revisión de valores consagrados y alteración de la jerarquía». Dado que pone en duda el valor, lo nuevo entroniza a su vez valores efímeros: da primacía al presente sobre el pasado y el futuro, aparece en forma de moda. Antiutópico y antitotalitario, según Groys lo nuevo llega de manera cíclica y, en las últimas décadas, casi automática. Y observa que el interés por la innovación y la ruptura de la continuidad solo se activa una vez que «la conservación de lo antiguo parece estar asegurada por la técnica», lo que vuelve redundante la repetición de formas ya percibidas como clásicas. Es un hecho para destacar, aunque tal vez sea una tautología, que el primer género que cayó del todo con el advenimiento de la red–y se superpuso a ella del modo más fluido– fue la enciclopedia. Yo no hago mucho caso, atiendo el consejo de mis ídolos y mis maestros, en momentos en que ellos mismos y hasta sus lecciones parecen confundirse. Sigo empeñada en unas traducciones y hago de cuenta que no oigo cómo la virtualidad avanza y ocupa cada vez más cuartos de la casa. Por fortuna, los libros quedaron de este lado. Y si los roban de noche, siempre me quedará la tableta.