En 2007 buena parte del mundo vinculado a la tecnología en Estados Unidos seguía semana a semana el falso blog de Steve Jobs. Convertido en centro de conversación, el sitio anónimo –fakesteve.blogspot.com– era el diario de vida del fundador de Apple y Pixar, pero cargado de una fina ironía, pequeños guiños a la carrera y personalidad de Jobs y lleno de juegos sobre su forma de hacer negocios. Daniel Lyons, editor de tecnología de Forbes, creó secretamente el blog en 2006 como una forma de evadir el hermético mundo de uno de los hombres más ricos e influyentes de ese país, aunque fuera convertido en parodia. Pronto Fakesteve se convirtió en un éxito de audiencia, los medios tradicionales lo mencionaban periódicamente y, en el mundo de la tecnología, las apuestas para conocer al verdadero autor pronto se convirtieron en una obsesión. “He leído algunas de las cosas de Fake Steve hace poco y creo que son bastante divertidas”, llegó a decir el verdadero Steve Jobs. Luego de 14 semanas, Lyons reveló que él era el autor del blog y, por supuesto, éste pasó a mejor vida. El objetivo ya estaba cumplido.

La suplantación de identidad –o el protagonismo a través de otros– es algo muy común en Internet. Y suele estar muy alejado de la broma simpática que logró Lyons y su versión B de Steve Jobs. De hecho, es un delito en todo el mundo y como tal se le denomina phishing, verbo que considera todos los delitos informáticos en todas sus dimensiones, desde la estafa informática hasta la usurpación del nombre de otro para los fines más diversos. En general, ningún propósito muy bueno. A pesar de que el uso del phishing, como concepto, apareció en 1996, fue recién en 2004 cuando comenzó a generar preocupación, en especial en Estados Unidos y Europa. En 2007 ya se contaban más de tres millones de afectados por algunas de las variantes de este delito. Tanto Facebook como Twitter –las dos redes sociales más populosas del planeta– han tomado medidas para evitar que unos se hagan pasar por otros. Pero una comunidad empoderada puede pensar lo contrario.

No es una broma.

Uno de los más importantes casos de suplantación se dio en Irán en 2009, luego que la oposición saliera a las calles cuestionando el triunfo en las urnas del reelecto Presidente Mahmoud Ahmadinejad. La llamada Revolución Verde fue cubierta por la prensa occidental especialmente siguiendo a tres twitteros “locales” –al menos eso se creía–, que publicaban en inglés cada una de las acciones y ruegos de la comunidad “oprimida” en contra del gobierno de Ahmadinejad. Lo que según estos twitteros estaba pasando en la calles de Teherán se estaba convirtiendo en un caso de estudio para los expertos en comunicación y redes sociales. Para algunos se trataba el primer triunfo político de Twitter. Pero surgió un problema: estos “héroes” digitales eran, en realidad, suplantadores. Ninguno de ellos vivía en Irán, ni hablaba persa. Tuiteaban desde Suiza, Estados Unidos y Turquía. Pero le abrieron el apetito a la administración de Ahmadinejad, quien aprovechó la anarquía informativa para crear cuentas falsas y hacer contracampañas. Así, los servicios de contrapropaganda componían hechos “irrefutables” en contra del gobierno, es decir, mentiras –una mujer mutilada por agentes del Estado–, las redes sociales difundían estas “informaciones” por todo el mundo, y luego el mismo gobierno las desmentía. Una forma de minar la credibilidad de las redes sociales. Touché.

Las redes sociales son el festín para los suplantadores. Si son exitosas crecen mucho más rápido que lo que sus creadores pueden llegar a controlar –generalmente ese es un punto que no les interesa– y menos pueden hacerlo los reguladores estatales, siempre a la retaguardia en este mundo desconocido al que suelen mirar con desconfianza y, en el mejor de los casos, con curiosidad. Facebook hoy tiene 500 millones de usuarios y Twitter 110 millones. Si fueran naciones, la red creada por Mark Zuckerberg sería la tercera más poblada del mundo y Twitter la novena. Y tal como lo reseñó The Economist, en muchos aspectos funcionan como gobiernos paralelos, con administraciones mucho más libres y reglas menos ortodoxas. La ley la representa la misma comunidad y, como tal, no es una obligación que sea aceptada por todos. Como sabemos, en las redes sociales hay un flujo de nuevos miembros (¿inmigrantes?) constante. Diferentes estudios en Estados Unidos han mostrado que los usuarios de Facebook, por ejemplo, en su mayoría jóvenes, no tienen problemas para hacer pública información privada. Un tema que para un Estado está estipulado en su Constitución, en la nación Facebook es una opción. De hecho, a pesar de la gran cantidad de quejas de todos los sectores –gobiernos, reguladores, académicos, políticos– ante las débiles normas de privacidad anunciadas por Zuckerberg a comienzos de año, éstas apenas golpearon a Facebook. Solo un 0,000068 por ciento de los usuarios –algo más de 300– cerró su cuenta luego de la disputa. Claramente, es un “Estado” sin oposición.

Con normas impuestas por la comunidad, las redes sociales abren las puertas para todo tipo de insolencia, como el hacerse pasar por otro. Es la gran plataforma de expresión, pero nadie dice que toda expresión sea siempre la correcta. Internet no es otra cosa que la vida real, amplificada en un espacio virtual, en donde fluyen, con la misma fuerza, las virtudes como los defectos. Así podemos ver las reales dimensiones de los trolls (o personas que aparecen en Internet solo para insultar), los voyeristas y los suplantadores. Para sus detractores, lo que entrega Internet habitualmente es basura. Pero esto es refutable. Basta con recordar que la primera revista científica apareció recién un siglo y medio después del nacimiento de la imprenta, mucho después que decenas de versiones falsas de la Biblia y que muchos libros eróticos de autores anónimos.

En las redes sociales esta clase de phishing no es tan mal vista. Las comunidades empoderadas suelen creer que las reglas normales se diluyen. Cuando se supo que Barack Obama no era quien manejaba su famosa cuenta en Twitter, a nadie pareció importarle mayormente. Acá lo relevante es otra cosa: la cercanía con políticos y otro tipo de personajes públicos, antes imposible de lograr, está ahora al alcance de un click. Las comunidades también saben que las leyes en la web no están hechas necesariamente para penalizar. “Tan pronto como sale una nueva tecnología, una variedad de comunidades se apropia de ella y la utiliza de diferentes maneras”, dice el investigador del MIT, Henry Jenkins, en su libro Convergence Culture (2006). Luego del derrame de petróleo en el Golfo de México, alguien creó una cuenta en Twitter simulando ser el área comunicacional de British Petroleum, responsable de la tragedia. En tono irónico decía por ejemplo: “Muchachos, el petróleo que está llegando a sus costas no lo roben, porque es nuestro”. La empresa no dimensionó el daño, pero al cabo de una semana la cuenta tenía más de 200 mil seguidores y la Nieman Foundation informaba que uno de cada cuatro tweets en Estados Unidos era sobre BP, con un costo gigante para la imagen de la empresa. La suplantación se había convertido en un arma de las comunidades indignadas.

El complejo arte de desenmascarar
Los suplantados son numerosos y muy variados: Mariano Rajoy, presidente del Partido Popular de España; la escritora española Lucía Etxebarría; el famoso beisbolista Tony La Russa; el conductor estadounidense Stephen Colbert y la actriz Tina Fey. En Chile, Rafael Gumucio y Fernando Solabarrieta tienen sus propios impostores y durante la campaña presidencial pasada cada uno de los candidatos tuvo su propia parodia. El de mayor protagonismo fue @sebastianpirana.

Diversas fuentes –en este mundo la métrica no funciona del todo– sitúan las cuentas falsas casi en los 100 millones en Facebook, mientras en Twitter las cifras no son para nada claras. Según diferentes estudios, las cuentas de usuarios reales van desde un 30 por ciento hasta el 70 por ciento. Cifras muy altas, pero que no siempre se refieren a cuentas activas, es decir: se usurpa el nombre, pero nadie se atreve a entrar en la cacha de la suplantación.

Sin embargo, poco a poco el juego del phishing está obligando a las empresas a buscar formas de resguardo. Hace unas semanas una cuenta falsa en Twitter del ministro de energía británico, Ed Miliband, comenzó a contar detalles (falsos, hasta donde se sabe) sobre la vida sexual del político laborista. De ahí pasó a los medios y pronto a oídos del suplantado. Intel, empresa responsable, debió pedir disculpas públicas. Twitter ha intentado disminuir el problema entregando certificaciones de validez en las cuentas. Facebook, en tanto, frente al aumento explosivo de suplantadores, debió proteger URL’s para muchos personajes públicos. Era la única manera de evitar el descontrol y, al mismo tiempo, el anuncio de demandas en contra de la compañía. Si se considera que Facebook suma cerca de 20 millones de nuevos usuarios al mes, la capacidad de control es muy baja. Tina Fey, por ejemplo, solo supo que estaba siendo suplantada cuando superaba los 80 mil seguidores en Twitter. Lo mismo les ocurrió al cantante colombiano Juanes y al actor Will Smith.

Llegar a pensar que esto puede ser controlado solo por reglas, es no entender nada de Internet. Si el suplantador es bueno sabrá buscar la forma de acercarse lo más posible al nombre de su obsesión para crear un nuevo usuario y, si lo hace bien, nuevamente estará recogiendo fanáticos distraídos o seguidores que prefieran al suplantador que al original. “La suplantación es una violación de las normas de Twitter y puede resultar en una suspensión permanente de la cuenta”, han asegurado los creadores de esta red social. Pero…

La visibilidad que entregan estas plataformas en la era del “protagonismo” es imposible de dimensionar. Es tan grande la comunidad que los dos extremos (la exposición como el anonimato) son muy fáciles de conseguir. Así, no es complejo para las audiencias jugar a ser Zelig. Según un estudioso de Internet como Clay Shirky, este nuevo mundo se divide en escépticos y optimistas: están los que creen que esto ya no tiene remedio y, por otro lado, los que consideran que hay que aprender a vivir con este tipo de “fans”.