La primera vez que me pidió plata, papá ya no vivía con nosotros. Pero todavía tenía el Renault 12 verde agua en el que por las tardes me llevaba a pasear. Íbamos hasta un shopping y nos pasábamos horas en las entrañas de ese monstruo, tan perfectas e iluminadas.

Visitábamos las tres jugueterías, una en cada piso: nunca comprábamos nada, pero papá me prometía el mundo y yo soñaba con el mundo. Entonces debía tener ocho o nueve años, y no me importaba que el paseo fuera siempre el mismo ni que a mamá a veces, en casa, cuando volvía de la mercería, la invadiera esa tristeza repentina en forma de aguacero, irremediablemente seguida de una perorata sobre los casinos y el hipódromo de San Isidro.

Ella, que jamás decía malas palabras, insultaba sola y en voz alta, y me juraba que ya me iba a dar cuenta de quién era mi padre.

Para mí, papá era ese hombre cariñoso, flaquísimo y anteojudo, que olía a crema de afeitar, contaba historias maravillosas sobre su infancia en Córdoba y me había enseñado a ganarles a todos al ajedrez. Por eso, cuando me pidió prestados sesenta pesos, casi todos mis ahorros, y prometió darme cinco pesos extra por cada día que tardara en devolverlos, me pareció una buena idea. Una muy buena idea: en poco tiempo iba a ganar más que lo que había juntado en las varias visitas del Ratón Pérez a mi almohada. Y se los di.

Pasó una semana y otra y otra, papá se atrasó en el pago, y para no perder la cuenta empecé a registrarla en la pizarra de mi habitación. Era una pizarra enorme, lisa y brillante como la piel de un pez, en la que solía dibujar el mismo paisaje: al fondo las montañas nevadas, una casa en primer plano con la chimenea humeante, un camino con árboles que terminaba en un lago, el sol violento y naranja resplandeciendo en lo alto.

Esa tarde, escribí en una esquina la fecha y el monto adeudado con letra pequeñísima; no puse el signo peso porque era un secreto entre papá y yo y no quería que nadie se diera cuenta. Cada varios días, borraba la deuda vieja y la actualizaba. Así los sesenta pesos se hicieron cien, luego doscientos, luego quinientos, y empecé a sentirme dueño de un tesoro que se multiplicaba solo, tan fabuloso como el oro de los piratas.

Llegó un momento en que la plata alcanzaba para comprar todos los juguetes que seguíamos mirando en cada visita a las jugueterías: el avión a motor de Lego, el barco de los Playmobil, el tren eléctrico con puente incluido, la última consola de videojuegos, la pistola de agua de doble chorro.

Hasta esa mañana luminosa de sábado en que fui, como siempre, a actualizar el tesoro: no recuerdo la fecha, pero sí que la deuda ya había pasado por mucho los mil quinientos pesos. Y entonces me di cuenta.

No lloré ni borré el número ni dije nada.