El título de una película de terror rara vez deja entrever su real calidad. En un mundo plagado de ridiculeces como “Ámame vampiro” (1986), “Holocausto porno” (1981), “Violada por un ángel IV: El club de los violadores” (1999) o “Hay un secreto en mi sopa” (2001), es imposible no sospechar de películas magníficas como “El hombre de la vista de rayos X” (1963) o “El increíble hombre menguante” (1957). Nunca se sabe. Se necesita más que un manual para saber que “Frankenstein” (1931) es buena, pero “La novia de Frankenstein” (1935) es mejor; no así “El hijo de Frankenstein” (1939), un genuino pastiche.

Los meros nombres de las películas han hecho más por este género que cualquier otra cosa, complicidad del público mediante. La falta de sutileza es casi una exigencia del espectador, y nadie podría culpar a los productores de “Sé lo que hicieron el verano pasado” (1997) por seguir seudodeleitándonos con las cada vez más vergonzosas “Todavía sé lo que hicieron el verano pasado” (1998) y “Siempre sabré lo que hicieron el verano pasado” (2006). En un género tan cercano a su propia parodia, las reglas de titulaje no tienen validez. Cuando los cines estaban atiborrados de títulos del estilo “Me casé con un monstruo del espacio exterior” (1958), cuando parecía que cuantas más palabras más se atraía al público ávido de sustos, el ya famoso Alfred Hitchcock entraba al mercado con su primera película de terror, y la titulaba simplemente “Psicosis” (1960). A pesar de su escueto título, o precisamente debido a él, la película rompió todos los récords de taquilla y, de paso, acabó con el reinado de los nombres maratónicos. Su siguiente título, “Los Pájaros” (1962), marcó una inédita pauta de económica elegancia (la amenaza sin epítetos), que siguieron tantas películas como “Piraña” (1972, 1978, 2008), “Serpientes” (1974) y “Tiburón” (1975). Todas mantuvieron esa desadjetivada sencillez pero sin jamás evocar la sutileza hitchcockiana de llamar la atención sobre criaturas que habitualmente no provocan miedo.

Esta neoeconomía en los títulos, sin embargo, no terminó con la atracción natural por la longitud. El terror necesita hacer promesas cada vez más delirantes y complicadas, sobre todo si en su característica falta de presupuesto todo lo que tiene para atraer incautos es un título suficientemente irresistible. En 1968 George A. Romero inauguró el nuevo género de los zombies con “La noche de los muertos vivos”. Esta obra maestra le devolvió la dignidad perdida a los títulos largos y rayanos en lo ridículo, demostrando que en terror cualquier película con cualquier título puede ser buena (o mala). El mensaje en su conjunto es la invitación a un juego, el juego de ver las que más puedas. Con suerte, entre evidentes farsas o definitivos bodrios como “Payasos asesinos chupadores de sangre del espacio exterior” (1999) o “Las increíblemente extrañas criaturas que dejaron de vivir y se convirtieron en semimezclas de zombies!!” (1967), te encontrarás reflexionando profundamente con “El último hombre sobre la faz de la tierra” (1964), una película notable aunque su tema sean los zombies vampiros.

Los títulos de las películas de terror nos defraudan cerrándonos el ojo, sabiendo que las perdonamos porque el género nos pertenece más que otros. Despreciamos o amamos este género con mayor propiedad porque nos parecemos más a él, todos somos una potencial estafa hasta que de vez en cuando demostramos lo contrario. Por eso los fabricantes de miedo nos divierten titulando con el humor más básico y a pesar de eso siempre puede que nos asusten. Era obvio, por tanto, que el título de película más largo de la historia se lo adjudicara una parodia del terror: “La noche del día del atardecer del hijo de la novia del retorno de la venganza del terror del ataque de los malvados, mutantes, alienígenos, comedores de carne y demoníacos muertos vivos zombificados, Parte 2: En alucinante 2-D” (1991).