Ana María Shua, la polígrafa

Presentación de Ricardo Martínez

Una de las cosas que sorprenden cuando uno se aproxima a la obra de Ana María Shua (Buenos Aires, 1951) es su diversidad, su riqueza. La autora ha acometido una enorme multiplicidad de géneros a lo largo de varias décadas de producción literaria y a lo largo de decenas de libros y centenares de textos.

Ha cubierto la poesía desde una obra temprana a los dieciséis años, El Sol y yo. Ha cubierto, asimismo, la literatura «adulta» (y a continuación se entenderá por qué uso la palabra «adulta»), como en su reconocida novela La muerte como efecto secundario, de 1997. Del mismo modo, en los últimos años, ha cubierto la narrativa infantil ampliamente, en escritos de muy diversa naturaleza y tono, como un volumen de poemas intitulado alegremente Las cosas que odio –donde se da espacio para hablar, a través de la lírica, de las experiencias de la niñez desde el ángulo de la gigantesca variedad de gustos y disgustos de las niñas y los niños– y otros con nombres sugerentes como Un circo un poco raro o Una plaza un poco rara. Ha cubierto, finalmente, la narrativa juvenil, en que comunica a lectoras y lectores mayores historias entretenidas, interesantes, y, si se me permite la palabra, didácticas (en el mejor sentido que puede tener ese vocablo), como en Cuentos de fantasmas y demonios. En la producción de la profesora Shua hay también espacio para los guiones de películas (Los amores de Laurita) o la publicidad.

Se trata entonces de una polígrafa en estado puro.

La diversidad, sin embargo, no se reduce a los géneros cubiertos. Quiero destacar dos o tres características que a mí me han llamado la atención de su voluminosa obra. La primera es una conciencia profunda y penetrante de quiénes son sus lectoras y lectores. Ana María Shua es capaz de escribirle a un niño de siete años en su propio lenguaje, con su propio registro, con sus propios intereses y obsesiones. Y lo mismo ocurre con jóvenes de quince, o con adultos de treinta y cinco. La autora modula su forma de comunicación de manera de ajustar lo que va contando, para que quien está del otro lado del texto entre en comunicación con ella y con su historia de manera cordial y amena.

La segunda característica es la conciencia de la propia escritura. La profesora Shua explora cada espacio escritural de modo de ser fiel al formato, a los contenidos y a la extensión de cada forma literaria. Si se trata de un cuento, despliega en él los recursos del cuento. Si se trata de una anécdota, sintetiza lo esencial. Si se trata de un relato más extenso, ocupa ese espacio muy dedicadamente.

La tercera característica es algo que parece atravesar todos sus textos, independientemente del lector a quien está destinado o del género: la documentación. Hay en toda la obra que he podido leer siempre una fuente documental que no se agota para nada en la simple investigación enciclopédica: lo mismo puede tratarse de la historia del Golem contada a adolescentes como del cambio en los espectáculos de magia cuando se pasó del escenario circense de 360 grados al music-hall de 180, como cuenta en Fenómenos de circo. O como la misoginia y la no misoginia, abordada en tres libros sobre la mujer, el último de los cuales, publicado este mismo año 2012, se titula justamente Todo sobre las mujeres. Cuando uno lee a Ana María Shua ocurren dos cosas que rara vez van juntas: se adquieren relatos, y se adquiere conocimiento; «cuento» y «documento».

Por supuesto que de entre toda la voluminosa obra de Ana María Shua uno de los géneros que más ha sido destacado por la crítica es el del microrrelato, como en La sueñera o Temporada de fantasmas. Aunque como he dicho su creación excede con mucho ese solo estilo, de esa experticia es de lo que quiere conversar ahora con nosotras y nosotros.

La brevedad, técnica y misterio

Ana María Shua

Técnica: la de los talladores de diamantes. Misterio: el de los mineros.

Técnica: se trata de tallar la primera versión como una piedra en bruto, hasta obtener un diamante facetado. Como el material del que se parte es pequeño y frágil, hay riesgo de que se rompa en el proceso y, en ese caso, se hace necesario volver a empezar. Si no es posible librarse incluso de la más mínima imperfección, hay que tirar la piedra a la basura, sin piedad. Dentro de ese mínimo guijarro, cada palabra tiene el peso de una roca. Gran goce del escritor: la posibilidad de llegar de una sola vez desde la torpe materia prima hasta una joya perfecta.

Misterio: el de la minería. En particular, la exploración minera. Cómo y adónde encontrar esa piedra, esa veta que llevará al diamante, cómo reconocerla en la pared de roca, o perdida en la montaña de piedrecitas falsas.

Prueba de calidad: como las pirañas, las minificciones son pequeñas y feroces. Más peligrosas, quizás, porque no necesitan actuar en cardumen. Si se ha conseguido atrapar una, es que está muerta. Quién pudiera agarrarte por la cola, magiafantasmanieblapoesía, escribió alguna vez el poeta argentino Juan Gelman.1 Pero, aun si pudieramos, no nos quedaría en las manos más que sal, tornasol y espuma. Una minificción viva tiene una peligrosa autonomía, resulta tan inasible y resbaladiza como cualquier pez o cualquier buen texto literario. Y cuando es realmente buena, muerde.

El escritor de minificciones, como todos, tiene sus ilusiones. Cree que hay un detalle del universo que lo explica y lo contiene: con su red y su lazo sale a la caza de ese ínfimo detalle esquivo. El universo, sin embargo, no tiene explicación ni tiene límites. De ese fracaso nace la minificción.

Pero, aunque el misterio sea infinito, la técnica exige límites. La minificción puede resumir en una sola línea la historia de la humanidad, pero tiene hasta veinticinco para demorarse en un instante ínfimo, único, clave o banal de una vida. De todas maneras, se trata siempre de un sector acotado, artificialmente cósmico, de la caótica realidad. Una maquinita de movimiento perpetuo que se pone en acción con cada lectura.

Eso sí: hay que partir de la idea de que será un universo pequeño. Lo cual determina la proporción de caos que uno toma para construirlo. Un cosmos de veinticinco líneas puede contenerlo todo, pero es preferible que los muebles sean pequeños.

Veinticinco líneas, es decir, una cuartilla, es el límite al que debe adaptarse un texto para entrar en la definición establecida por la crítica. ¿Y si las excede, qué? Habrá que cortarle los primeros renglones, o los últimos, como a los pies de las hermanas de Cenicienta, y a no protestar después si la hoja se mancha de sangre. No las hubieran hecho blancas, caramba, por qué no elegir un color más sufrido.

El territorio de la minificción tiene claramente establecidos sus límites políticos con los países que lo rodean. Al norte, el país del cuento breve. Al sur, el país del chiste. Al este, las vastas praderas un poco monótonas del aforismo, la reflexión y la sentencia moral, algunas con sus pozos de autoayuda espiritual incluida. Al oeste, el paisaje bello y atroz, siempre cambiante, de la poesía.

En el centro de cada uno de estos países, nadie tiene dudas sobre su nacionalidad.

Como la poesía, el minicuento necesita un extremo ajuste y balance del lenguaje. Exige un cierto ritmo, el sonido cuenta, pero si no tiene un núcleo narrativo, no funciona: ¡al exilio!

Como el chiste, sorprende y hasta provoca sonrisas, pero cuidado con el efecto carcajada, porque inmediatamente se le ordenará tramitar el pasaporte.

Como el aforismo o la sentencia moral, incita a la reflexión, es punta de iceberg y el resto, lo más importante, va por debajo, pero si no cuenta nada, pues será micro pero no es relato.

El problema es que los límites políticos son, como su nombre indica, convencionales, arbitrarios, borrosos. En el centro, como decía, nadie tiene dudas. Pero a veces uno se distrae siguiendo un río por la selva y de golpe se encuentra sin querer del otro lado.

En cierta oportunidad me habían preguntado por la diferencia entre el lenguaje poético y el de la narrativa. Hay un viejo chiste que pregunta «¿en qué se diferencia un elefante de una aspirina?». Ante una pregunta tan obvia, lo más frecuente es que el interlocutor se desconcierte y piense que no sabe la respuesta. «No sé», suelen contestar los incautos, refiriéndose a que no saben cómo sigue el chiste. «Entonces, ten cuidado con lo que tomas cuando te duela la cabeza», es la

línea final. En términos generales, todo el mundo sabe, sin necesidad de definiciones, cuándo está leyendo un cuento y cuándo está leyendo (o escribiendo) una poesía. Sin embargo, la minificción (que es un género, como lo llamó la crítica y autora venezolana Violeta Rojo, des-generado) está a veces tan cerca de otros géneros que las fronteras se vuelven difusas y uno no puede estar tan seguro de que está en un país y no en el otro. ¿Perú, Brasil, Ecuador, Colombia, Venezuela? Qué importa: todo es la selva del Amazonas. Es el momento en que, en la máquina desintegradora, el elefante y la aspirina se amalgaman, confunden sus moléculas y de pronto ya no podemos estar tan seguros de lo que estamos tragando con un vaso de agua.

Quizás por eso no solo los críticos, que tienen sus razones, no solo los editores, que también las tienen (y son otras), sino los lectores mismos preferirían contar con cierta tranquilidad respecto a lo que están leyendo. Para aquellos a quienes angustie la duda, hay una respuesta sencilla. Si parece un chiste, es un chiste. Si parece un poema, es un poema. Si parece un aforismo, es un aforismo. Si no se sabe bien de qué se trata, es una minificción.

Más sobre la técnica: como se ha dicho muchas veces, la minificción no siempre es invención, a veces es descubrimiento. Hay cuentos brevísimos por aquí y por allá, en los textos más insospechables, que aparecen como incrustaciones en otros géneros: para un buen cirujano es posible y es lícito extraerlos con habilidad y apropiarse de ellos. En sus Cuentos breves y extraordinarios, la primera antología de minificciones publicada en 1953 en América Latina, Borges y Bioy Casares llevan a su máxima expresión este juego de descubrimientos, combinando sabiamente una recreación de fragmentos pertenecientes a otros textos con la varia silva de su propia invención. Se trata de descubrimientos más científicos que geográficos.

Pero el descubrimiento que la crítica ha hecho de este género en los últimos veinte años se parece muchísimo al de Colón. Es francamente geográfico. En realidad, las minificciones son tan poco novedosas como lo era América para sus pueblos originarios. Las minificciones nacieron, por buenas razones mnemotécnicas, como literatura oral. El cuento popular, en buena parte, fue espontáneamente brevísimo.

Prueba de calidad: como las pirañas, las minificciones son pequeñas y feroces. Más peligrosas, quizás, porque no necesitan actuar en cardumen. (…) Pero, aun si pudieramos, no nos quedaría en las manos más que sal, tornasol y espuma. Una minificción viva tiene una peligrosa autonomía, resulta tan inasible y resbaladiza como cualquier pez o cualquier buen texto literario. Y cuando es realmente buena, muerde.

Y si se trata de productos literarios, cuando mi generación despertó a la lectura, la minificción ya estaba allí. Por ejemplo, Aloysius Bertrand, con su Gaspard de la Nuit (publicado en 1842). Por ejemplo Michaux, y antes todavía los franceses rebeldes (Bretón, Artaud, Schwob, Lautreamont, etc.). Por ejemplo Ramón Gómez de la Serna, con sus Greguerías. Por ejemplo Kafka. En la Argentina habían producido ya sus obras más importantes en el género todos nuestros maestros del cuento: Borges, Bioy, Cortázar, Denevi… Y en México, Arreola y Monterroso.

Quisiera presentarles un pequeño texto que me sirve para ilustrar tres cuestiones al mismo tiempo. Por un lado, la antigüedad del microrrelato. Se trata de un cuento folklórico judío-ruso, que si bien se cuenta, en esta versión, en rublos, es perfectamente posible imaginar en monedas mucho más antiguas. Por otra parte, exhibe la cuestión de la frontera difusa, en este caso con el chiste, línea fronteriza sobre la que el microrrelato pivotea. Y finalmente, otra característica a tener en cuenta, no quizás en la técnica de construcción de la minificción, pero sí en la técnica de lectura.

Un rico comerciante de la aldea desafió al famoso pícaro Hershele Ostropolier.
–Si eres capaz de decirme una mentira sin pensar, te doy un rublo.
–¿Por qué un rublo? ¡Si me prometiste dos!.2

El efecto cómico no es inmediato: el lector tarda unos veinte segundos en comprender una gracia paradojal que tiene su pequeña dificultad. Lo mismo sucede cuando se lee o se cuenta la anécdota en público. Por eso, cuando se edita un libro de minicuentos, es importante darle a cada uno, por breve que sea, una página entera. Ese espacio en blanco que rodea al texto y su equivalente, el espacio de tiempo, son necesarios para que se produzca el golpe de sentido, ese efecto de deslumbramiento que no siempre es inmediato, esos veinte segundos antes del clic que llevan a la comprensión plena. Y para los que supongan que ese efecto solo es necesario cuando se busca el toque de humor, les recuerdo el famosísimo relato de Arreola (claro, hay que considerar la primera vez que lo leímos), que exige claramente esos veinte segundos, ya no para desembocar en la risa sino en la emoción.

CUENTO DE HORROR
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.3

Esos veinte segundos, ese espacio en blanco, están allí para recordarnos que la comprensión de la minificción no es inmediata, que exige un esfuerzo.

Técnica de lectura: no leerás más minificciones que las que seas capaz de disfrutar de una sentada. Tengo una experiencia propia interesante en ese sentido. Había empezado a escribir mi segundo libro de minificciones, Casa de geishas, y tenía pánico de que no estuviera a la altura de La sueñera, un libro que conocían y apreciaban pocos lectores, pero de los buenos. Entonces, tomé los primeros treinta textos de Geishas, hice copias, y se las di a cinco lectores. Colegas, lectores salvajes, mi mamá. Las cinco personas me dieron exactamente el mismo veredicto: los diez primeros son mejores, me dijeron, con certeza absoluta. Pero como yo los tenía en hojas sueltas, a cada uno se los había dado en distinto orden… Perfeccionamiento, entonces, de la técnica de lectura: no leerás más de diez minificciones de una vez, a menos que estés muy acostumbrado y/o seas un adicto empedernido.

Dificultad de lectura una y otra vez negada, despreciada, como es despreciado por muchos lectores y críticos nuestro querido género, solo por ser breve. Una literatura poco comercial, duramente maltratada por el mercado editorial, que los editores publican rara vez, sobre todo por razones de prestigio y que, sin embargo, atrae sobre sí el anatema de lo fácil, como si se condensaran en contra de su brevedad las más severas críticas a la sociedad en la que sobrevivimos. Hay quien gimagina que el auge del microrrelato tiene que ver con nuestro mundo fugaz donde todo se consume deprisa. Se les asesta la palabra «posmoderno», esgrimida como un insulto, como un sinónimo de light. Se habla de que responde a la necesidad de satisfacción inmediata de una sociedad que ya no aprecia los placeres de la anticipación y la espera, sin considerar que la velocidad y el consumismo han llevado, precisamente, al extremo opuesto. Es cierto que hay un auge de producción de minificciones, pero es un curioso fenómeno de autores sin lectores. Si se observan las listas de best sellers, es evidente que nuestro mundo fugaz, donde todo se consume deprisa, aprecia por sobre todo los novelones de quinientas páginas para arriba. Si se observan las cifras de venta de los libros de microrrelatos, es evidente que a nuestro mundo fugaz le importan un pimiento.

La circunstancia de que se tenga poco tiempo para leer, más esa real necesidad de satisfacción inmediata, provoca, decía, el efecto contrario: la elección de novelones larguísimos, de alta densidad. En buena parte, porque el lector consumista odia las sorpresas. La televisión lo ha acostumbrado a los placeres de la repetición. En un best seller de construcción decimonónica no lo va a perturbar ningún hallazgo inesperado. Es un libro tranquilo, que nunca lo va a morder. Una vez que el lector entró en la novela, puede dejarla en cualquier momento y retomar sin esfuerzo, entrando y saliendo de un mundo que ya conoce. En cambio, en un libro de microficciones, como en un libro de cuentos, cada pequeño texto le exige otra vez el esfuerzo de concentración de un pequeño mundo a descubrir. Leer minificciones necesita de una técnica mucho más trabajosa que leer novela.

Pero volvamos a la cuestión de los límites, esta vez no como fronteras con otros géneros, sino a los límites intrínsecos del género. ¿Qué puede, qué no puede una minificción? No sé mucho sobre teoría del cuento, pero sé que hay varias teorías contradictorias y que nuevos cuentos fundan nuevas teorías. Por suerte, las preceptivas están hechas para saltarles por encima.

En veinticinco líneas se puede todo. Por supuesto, el humor es lo más fácil. Unas pocas palabras bastan para soltar ese resorte. De la sorpresa a la sonrisa no hay más que un paso. Por ejemplo, entre muchos otros (la mayoría, quizás) este excelente texto del escritor español Antonio Muñoz Molina, que nos sirve también para reforzar la teoría de los veinte segundos y para destacar la técnica tan bien descripta por la crítica Dolores Koch, que consiste en utilizar el título como clave del texto:

CONFESIÓN DEL VAMPIRO INMUNODEFICIENTE
Al comprobar que el crucifijo era inútil, esgrimió ante mí, también en vano, un certificado médico.4

Es un gran desafío para los autores renunciar al humor, al ingenio, al juego de palabras, al deslumbramiento intelectual. El colmo del desafío es llegar a provocar emoción sin sentimentalismos en tan breve espacio y sin posibilidad de desarrollo de personajes… ¿Sin posibilidad? Porque, en fin, muchas veces escuché, leí, y yo misma afirmé, que en veinticinco líneas no es posible desarrollar personajes, profundizar en su psicología. Pero como decía, las preceptivas, como cualquier otro cerco, están hechas para ser saltadas. Un poeta norteamericano, Robert Hass, es el autor de este texto que dio por tierra para siempre con ese supuesto límite:

UNA HISTORIA SOBRE EL CUERPO
El joven compositor, que trabajaba ese verano en una colonia de artistas, la había observado durante una semana. Ella era japonesa, pintora, tenía casi sesenta y él pensó que estaba enamorado de ella. Amaba su trabajo y su trabajo era como la forma en que ella movía su cuerpo, usaba sus manos, lo miraba a los ojos cuando daba respuestas divertidas y consideradas a las preguntas de él. Una noche, volviendo de un concierto, llegaron hasta la puerta de su casa y ella se volvió hacia él y dijo: «Creo que te gustaría tenerme. También a mí, pero debo decirte que he sufrido una doble mastectomía». Y cómo él no entendía, aclaró: «He perdido mis dos pechos». La radiante sensación que él había llevado consigo en su estómago y en la cavidad de su pecho –como música– se marchitó de pronto y él se obligó a mirarla mientras decía «Lo siento. Creo que no podría». Volvió a su propia cabaña a través de los pinos, y a la mañana se encontró un pequeño recipiente azul en el porch. Parecía estar lleno de pétalos de rosa, pero cuando lo levantó, vio que los pétalos de rosa estaban arriba; el resto del bol –ella las había barrido, seguramente, de los rincones de su estudio– estaba lleno de abejas muertas.5

En Estados Unidos este texto se considera un poema. Para nosotros es una obvia minificción. Pero los anglosajones usan otros nombres, otras categorías: muchos cuentos (a los que nosotros llamaríamos nouvelles) pueden llegar a las cincuenta páginas sin sonrojarse, sus flash fiction o sudden fiction o short-short stories pueden tener la escandalosa extensión de dos o tres páginas.

Técnica: como en las artes marciales en las que se aprovecha la fuerza del adversario, utilizar los conocimientos del lector, que sabe más de lo que cree.

Misterio: el punto secreto de donde brota la energía que inicia el movimiento.

Para aprovechar los conocimientos del lector, todos los lugares comunes de la cultura son bienvenidos: la Biblia, la mitología grecorromana, las canciones y cuentos populares, los refranes. Todos los restos, muebles, columnas, rituales y juegos que arrastra la brusca corriente de la lengua. Algunos ejemplos:

LA FOSA DE BABEL

–¿Qué estás construyendo?
–Quiero cavar un pasaje subterráneo.
Algún progreso hay que hacer. Su situación es demasiado elevada.
Estamos cavando la fosa de Babel.6

ASERRÍN ASERRÁN
Empezaron por quitarle la pipa de la boca. Los zapatos se los quitó él mismo, apenas el hombre de blanco miró hacia abajo. Le quitaron la noción del cumpleaños, los fósforos, la corbata, la bandada de palomas en el techo de la casa vecina, Alicia. El disco del teléfono. Los pantalones. Él ayudó a salirse del saco y los pañuelos. Por precaución le quitaron los almohadones de la sala y esa noción de que Ezra Pound no era un gran poeta. Les entregó voluntariamente los anteojos de ver cerca, los bifocales y los de sol. Los de luna casi no los había usado y ni siquiera los vieron. Le quitaron el alfabeto y el arroz con pollo, su hermana muerta a los diez años, la guerra de Vietnam y los discos de Earl Hines. Cuando le quitaron lo que faltaba –esas cosas llevan tiempo, pero también se lo habían quitado– empezó a reírse. Le quitaron la risa y el hombre de blanco esperó, porque él sí tenía todo el tiempo necesario. Al final pidió pan y no le dieron, pidió queso y le dieron un hueso. Lo que sigue lo sabe cualquier niño, pregúntele.7

LA ZORRA Y LAS UVAS
Una zorra, al ver unas uvas agrias que colgaban a dos centímetros de su nariz e incapaz de admitir que pudiera haber algo que ella no se comiese, declaró solemnemente que estaban fuera de su alcance.8

Técnicas que, como ven, no develan el misterio de su eficacia.

Es que en el centro de la creación está el misterio. Y al misterio apenas es posible aproximarse. Solo la poesía, retrato de lo inexpresable, da en el blanco. Se invita a la razón a dar un paseo por los alrededores. Por ejemplo, pensar la creación como el establecimiento de conexiones no evidentes entre zonas de la realidad.

Lo que se crea: nada, prácticamente nada. Una construcción a partir de los viejos materiales de siempre, en base a estructuras predeterminadas por la tradición. Los bloques de un templo pagano en la edificación de una iglesia.

Lo que se crea: apenas alguna nueva interrelación entre las partes, un sutil apartarse de ciertas normas cuya aplicación es necesario dominar.

Exactamente como en los sueños: nada más que una combinación diferente de factores que, sin embargo, altera, altera, altera el resultado.

Tan distinto de los sueños: una combinación bajo control, el tosco frotar de dos piedras sin saber si va a saltar o no la maldita chispa, pero todo preparado para aprovecharla si aparece. La chispa, entonces, incontrolable, imprevisible: es posible buscarla pero no hay garantías de que brote. El fuego, en cambio, la hoguera, como producto de la razón: juntar ramitas, elegir las más secas, amontonarlas, considerar la necesidad de oxígeno, optar por cierto ángulo.

Dos vertientes: la tradición literaria que dará el marco, la estructura (o la ruptura de ese marco, la deliberada deconstrucción de esa estructura, que es exactamente lo mismo) y la experiencia. Propia o ajena. Hecha de todo lo que uno vivió, estudió, leyó, conoció, experimentó y le contaron. Solo es posible crear a partir de lo que ya se conoce. En función de lo cual arbitrariamente decreto: que para el creador, lo desconocido o exótico no existe. O el artista vivió en la Polinesia y entonces es Gauguin o nunca estuvo en la selva y entonces es Rousseau y en cualquiera de los dos casos se mueve en terreno conocido.

Pero es falso, por supuesto, que yo descrea de toda preceptiva. En realidad, cada uno de nosotros tiene la suya. Cada texto es, en forma simultánea a sus otros posibles significados, una opinión de su autor acerca de la literatura.

 Como soy una autora de ficción, y como en ningún género me expreso mejor que en la ficción, he aquí dos textos, que inauguran dos de mis libros, y que expresan, de un modo confuso, deshilachado y sin embargo rotundo, mis ideas acerca de la minificción, sus técnicas y su misterio. Ideas que, en realidad, no podría expresar de otro modo.

INTRODUCCIÓN AL CAOS.
La tierra es informe y está desnuda pero no vacía. No vemos su desnudez porque nos ciega piadosamente la palabra. Antes y por detrás de la palabra, es el caos.

El lenguaje nos consuela con la falsa, platónica certeza de una Mesa que representa todas las mesas, un concepto de Hombre que antecede a los múltiples hombres. En la realidad multiforme y heteróclita solo hay ocurrencias, la babélica memoria de Funes.

Cuando un niño dibuja por primera vez una casa que nunca vio pero que significa todas las casas, ha conseguido escapar a la verdad, se ha tapado los ojos para siempre con las convenciones de su cultura y sale del caos, que es también el Paraíso, para entrar al mundo creado.

La poesía usa la palabra para cruzar el cerco: se clava en la corteza de palabras abriendo heridas que permiten entrever el caos como un magma rojizo.

En esas grietas, en ese magma, hunden sus raíces estas brevísimas narraciones, esto ejemplares raros. Pero su tallo, sus hojas, crecen en este mundo, que es también el Otro.9

Hermes Linneus
El Clasificador

LA TEMPORADA DE FANTASMAS
No vienen a aparearse, ni para desovar. No necesitan reproducirse. Tampoco es posible cazarlos. No tienen entidad suficiente para caer en las redes de la lógica, los atraviesan las balas de la razón. Breves, esenciales, despojados de su carne, vienen aquí a mostrarse, vienen para agitar ante los observadores sus húmedos sudarios. Y sin embargo no se exhiben ante los ojos de cualquiera. El experto observador de fantasmas sabe que debe optar por una mirada indiferente, nunca directa, aceptar esa percepción imprecisa, de costado, sin tratar de apropiarse de un significado evanescente que se deshace entre los dedos: textos translúcidos, medusas del sentido.

Se abre la temporada de fantasmas .10


  1. «Violín y otras cuestiones», en Obra poética, Buenos Aires, Corregi- dor, 1975.
  2. Nathan Ausubel, «Herschele Ostropolier», en A Treasury of Jewish Folklore, trad. Ana María Shua, Nueva York, Crown, 1989
  3. Juan José Arreola, «Cuento de horror», en La mano de la hormiga, Madrid, Fugaz, Ediciones Universitarias, 1990.
  4. Antonio Muñoz Molina, «Confesión del vampiro inmunodeficien- te», en Ojos de aguja, Barcelona, Círculo de Lectores, 2000
  5. Robert Hass, «A Story about the Body», en Articulations, the Body and Illness in Poetry, trad. Ana María Shua, Iowa City, Univ. of Iowa Press, 1994.
  6. Franz Kafka, «La fosa de Babel», en Relatos completos, Buenos Aires, Losada, 1975
  7. Julio Cortázar, «Aserrín aserrán», en Territorios, México, Siglo XXI, 1978.
  8. Ambrose Bierce, «La zorra y las uvas», en Fábulas de fantasía. Esopo enmendado. Viejas fábulas remozadas, Barcelona, Bosch, 1980.
  9. Ana María Shua, «Introducción al caos», en Botánica del caos, Buenos Aires, Sudamericana, 2000
  10. Ana María Shua, «La temporada de fantasmas», en Temporada de fantasmas, Madrid, Páginas de Espuma, 2004.