Guillermo de Baskerville entra al finis Africae (el cuarto secreto, el corazón de la trama de su novela) al final del sexto día. Lo hace acompañado de Adso de Melk, el novicio que narra la historia décadas más tarde y que es al mismo tiempo su Watson y su Sancho. Baskerville es un monje franciscano, la acción ocurre en una abadía italiana en 1327, y en las 557 páginas anteriores de El nombre de la rosa hemos visto sexo, crimen, debate intelectual, miseria teológica, torturas, conspiraciones gremiales y un infinito desfile de secundarios más o menos patibularios.

Y sin embargo, al final todo llega a ese momento: la iluminación en que el lector y Guillermo entienden que todos los eventos de los seis días anteriores no han sido más que decoración y despiste para lo que realmente importa: descubrir la identidad de un asesino que ha despachado a quien se le cruce por delante para proteger un secreto.

Ese secreto, por supuesto, dado que esta es la primera novela de Umberto Eco y que la acción transcurre en una abadía medieval, tiene que ver con un libro. Es una hermosa contradicción –una que Eco hace que sus personajes mencionen con frecuencia– que algo tan fácil de destruir como un manuscrito sea capaz de inspirar el miedo y la furia detrás de los crímenes que desfilan por la novela. En todas las épocas del mundo, desde Alejandría hasta la Alemania nazi, las personas han quemado libros para evitar que sobrevivan las ideas que detestan. En El nombre de la rosa hay un incendio y la biblioteca más magnífica de su tiempo se quema en una noche.

Pero antes de ese evento, la gran secuencia de acción del libro, Guillermo y Adso descifran por fin la forma de entrar en el cuarto secreto en el corazón del edificio y acceden al finis Africae. Y dentro de la habitación, como el minotauro o como Jack Torrance, está Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego cuya moral draconiana espanta a todos los otros monjes. Eco no esconde el hecho de que el nombre de su villano es muy parecido a Borges, sumado a que es ciego, que alguna vez fue bibliotecario y que su poder supremo está en el centro de un montón de libros. Burgos es Borges porque algo que Eco entendió de los cuentos del argentino –y que sus devotos lectores no suelen mencionar– es que a Borges las muertes violentas le interesaron casi tanto como los poetas ingleses. El autor de El Aleph debe ser uno de los escritores más sanguinarios de la narrativa latinoamericana, lo que le hace tan divertido de leer cuando uno lo descubre de niño. En el propio El Aleph hay un cuento sobre un impostor que le destroza la cara a un cadáver para fingir su propia muerte. Y hay otro sobre una muchacha vengativa que comete el crimen perfecto y otro sobre un teólogo que termina en la hoguera por su interpretación de las Escrituras. Y otro (uno de sus grandes cuentos) sobre un bandido al que se le deja trepar a la cabeza de una banda de criminales uruguayos sólo para terminar baleado por el viejo que pensaba haber derrocado.

En las historias de Borges corre tanta sangre como tinta y eso hace tan perfecto que Eco lo recupere en vida (Borges murió en 1986 y El nombre de la rosa se publicó en 1980) como máximo villano de un libro donde la gente se mata por el derecho a leer. Porque –y esto es muy decidor– Jorge de Burgos tiende una trampa a todos los que intentan leer un manuscrito perdido que él esconde en el finis Africae. Pero su censura homicida es sólo un reflejo individual de las penas y los castigos que campean a su alrededor en el catolicismo de la época. Durante

Todos los fastos y ceremonias del encuentro teológico no eran más que la versión aguachenta y adocenada del drama que ocurre en esa mesa, con ese libro y esa lámpara. El derecho a ridiculizar lo que nos parece ridículo versus la necesidad de castigar al burlón en aras del bienestar de la institución.

los días previos a la resolución del enigma, un inquisidor llamado Bernardo Gui se ha alojado en la abadía, y sus métodos de interrogación y justicia son menos elegantes que los recursos de Jorge, pero se originan en la misma absurda certeza de tener la verdad absoluta respecto del dogma.

El nombre de la rosa se publicó en una Europa donde estaban frescos los recuerdos de las operaciones de Septiembre Negro, del ataque a los deportistas israelíes en Múnich y del secuestro y asesinato del político democratacristiano Aldo Moro. El propio Eco había mencionado en un artículo de 1978 (recopilado en La estrategia de la ilusión) el paralelo que podía establecerse entre el actuar carnicero de las Brigadas Rojas y los cultos apocalípticos al estilo del reverendo Jim Jones, el hombre que en la selva de Guyana indujera un suicidio masivo después de convencer a más de novecientas personas de beber cianuro. Por eso hay dos grandes líneas en la novela: por un lado, la pesquisa de Guillermo sobre las muertes misteriosas de varios monjes de la abadía; por el otro, un encuentro de alto nivel con dignatarios de diversos sectores de la iglesia, que acuerdan una tregua para debatir el futuro de la fe entre los muros del recinto. El gran drama del encuentro se descalabra por un par de casualidades, además de por la intervención maliciosa de Bernardo Gui, más interesado en demostrar sus dotes de inquisidor que en buscar acuerdos entre los bandos en disputa.

Entonces queda pendiente lo que a ojos de todos –excepto de Guillermo y Adso– es el conflicto más pequeño, más mezquino, tanto que el mismo Adso lo describe exasperado como «una historia de robos y venganzas entre monjes de poca virtud». Guillermo le recuerda: robos y venganzas de baja estofa, tal vez, pero alrededor de un libro prohibido.Y ese libro, el volumen por el cual Jorge de Burgos, faro intelectual, ético y humano de la abadía, ha estado dispuesto a matar, mentir y perder su alma inmortal, es el segundo libro de la Poética de Aristóteles. Que en la ficción de Eco es un volumen dedicado íntegramente al análisis de la comedia y la risa. Un volumen que entiende la risa, la ironía y la burla como herramientas de debate, susceptibles de ser aprendidas, administradas y aguzadas.

Pero, ¿por qué en una biblioteca llena de textos heréticos, diccionarios de demonios, apocalipsis decorados con los dibujos más perturbadores y poemas importados del corazón del islam alguien opina que Aristóteles representa el mayor peligro para la fe?Esa es la interrogante que obsesiona a Guillermo y es la que recibe la respuesta más sorprendente de todas, una digna del propio Borges: porque, al ser obra de Aristóteles, ese libro le habría conferido a la risa un aura de respeto intelectual de alcance insospechado. La habría sacado de su lugar tradicional –la fiesta, la borrachera, la taberna, la mesa del campesino al final del día–, para convertirla en una herramienta contra aquello que Jorge de Burgos considera la piedra fundacional de la iglesia: el temor de Dios y el miedo al infierno. No puedes temer a aquello de lo que te puedes burlar, explica Jorge a Guillermo en esa habitación apenas iluminada por una lámpara que oscila entre los dos y que será el origen del incendio de la biblioteca: «Al aldeano que ríe, mientras ríe, no le importa morir, pero después, concluida su licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a la muerte». Guillermo al final tenía razón: todos los fastos y ceremonias del encuentro teológico no eran más que la versión aguachenta y adocenada del drama que ocurre en esa mesa, con ese libro y esa lámpara. El derecho a ridiculizar lo que nos parece ridículo versus la necesidad de castigar al burlón en aras del bienestar de la institución.

¿Era la iglesia en 1327 un factor de cohesión y orden más allá de los horrores perpetrados por sus emisarios? Desde luego. El punto de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa es que ciertas ideas son más subversivas que otras. Por lo tanto deben estar escondidas, mantenidas a buen resguardo de ojos indignos o menos entrenados. Porque, y esta es una de las tantas ironías de la resolución del misterio, Jorge de Burgos no ha tenido problema en envenenar a media docena de hermanos, pero nunca se le pasó por la cabeza cortar por lo sano destruyendo el libro. El viejo profeta, fascinado por el espectáculo de su propia piedad, no se entera de que es más bibliotecario que monje, más erudito que cristiano. Tiene una opinión sobre el libro (nefasta, por cierto) porque pudo darse el lujo de leerlo.

Guillermo comprende por fin que la risa puede ser muy peligrosa, que la burla puede hacer que te maten y que la ironía retórica que le ha acompañado toda su vida –y que él propone como una suerte de higiene intelectual– es para Jorge de Burgos una herejía digna de castigo.

El poder subversivo de ese mítico segundo libro de la Poética ha sido evaluado por un solo par de ojos, los de Jorge de Burgos, antes de perder la vista en algún punto de su vejez. Y esa evaluación ha venido de la experiencia personal: para declarar un material peligroso al punto de confinarlo a la oscuridad de lo prohibido el censor en algún punto de su corazón debe haber sentido el vértigo de la subversión, el cambio de idea. Jorge de Burgos es como el perro del hortelano. Detesta el manuscrito porque le hizo dudar, no se atreve a destruirlo porque un libro capaz de hacerle dudar por cierto debe ser un gran libro, y prefiere empapar las páginas con veneno para que cualquier incauto que aspire a enterarse de esas ideas termine muriendo de un modo atroz. Eres el diablo, le dice Guillermo de Baskerville, un minuto antes de que la lámpara se apague, se vuelva a encender y termine iniciando la quema de lo que era «la biblioteca más grande de la cristiandad». Si pudiera te pondría en ridículo, le dice, te pasearía desnudo cubierto de plumas para que ya nadie te tuviera miedo.

Jorge de Burgos, gran villano y gran lector, no se ofende. En vez de eso, se echa a reír. Guillermo ha descifrado la identidad del asesino, pero ha fracasado en todo lo demás. El abad que lo comisionó para investigar los crímenes ha muerto, el encuentro pastoral se ha ido al carajo y nadie tiene ya interés alguno en saber por qué murieron los monjes. Guillermo es como Erik Lönnrot, el trágico detective que protagoniza el borgeano «La muerte y la brújula». Al igual que Lönnrot, Guillermo ha creído seguir un orden oculto en una serie de crímenes, para luego entender que no hacía nada más que recoger las migas de pan que le iba dejando el asesino. Lönnrot cree estar descifrando una conspiración jasídica cuando en verdad sólo está cayendo en la trampa de un viejo enemigo. Guillermo de Baskerville se obsesiona con la relación de las muertes con las trompetas del Apocalipsis, cuando en verdad las pistas son sólo un juego de espejos propuesto por su rival.

Imaginando un orden falso, el detective con sotana ha llegado a una verdad. No le sirve, y apenas tiene tiempo de disfrutarla porque ya ha pasado un minuto y la biblioteca está a punto de arder. Pero en el intertanto Guillermo comprende por fin que la risa puede ser muy peligrosa, que la burla puede hacer que te maten y que la ironía retórica que le ha acompañado toda su vida –y que él propone como una suerte de higiene intelectual– es para Jorge de Burgos una herejía digna de castigo.

Como el peor secundario de Agatha Christie, este intenta eliminar la evidencia tragándosela. Comienza a devorar las páginas del dichoso manuscrito dejando a sus perseguidores en la oscuridad completa del finis Africae. Pero la broma cruel de su dogma ha llegado demasiado lejos. La lámpara de Adso cae sobre un grupo de libros y la biblioteca empieza a arder. Eco le dedica a la descripción del incendio las páginas más hermosas de la novela. También lo ocupa como escenario para que Guillermo, agotado, cubierto de ceniza, sangre y barro, le diga a Adso la frase más desoladora de todos sus diálogos: «Las únicas verdades que sirven son instrumentos que luego hay que tirar».

El gran detective se retira de escena perdido, roto y convencido de haber visto el principio del apocalipsis. Su discípulo Adso, ya viejo y senil, escribirá la historia como testimonio y registro, a sabiendas de que nadie lo leerá, no porque sea un texto de subversión audaz, sino porque contiene una historia mínima, de monjes asesinados en una abadía olvidada, en una semana de eventos desafortunados donde la única risa que se escuchó fue la del hombre empeñado en que nadie riera, nunca, jamás.