Todo en Juan Rafael Allende, padre y maestro de una forma intensamente chilena de insultar, rima con fuego. Todo en Juan Rafael Allende, periodista de combate, creador, editor, y muchas veces único redactor de decenas de periódicos, es o se convierte en incendio, como el que quemó la casa en que nacía en octubre de 1848. Cumplía tres años cuando una horda de partidarios de Manuel Montt las emprendió contra su padre, un pequeño comerciante que no supo esconderse a tiempo mientras las autoridades reprimían la revolución igualitaria que intentó botar al gobierno.

La paz chilena, la de los gobiernos largos y constructivos con nombres de estaciones de metro que nos enseñaron en el colegio, fue una ilusión a la que no tuvo derecho Juan Rafael Allende, ni de niño. La idea que nos inculcaron a nosotros, de que los liberales y los conservadores estaban de acuerdo en un «Estado en forma», liberal para afuera y autoritario por dentro, le habría dado risa a este niño que estudió en el Instituto Nacional y conoció todos los laberintos del salvaje barrio de La Chimba donde creció, «al pie del San Cristóbal –nos cuenta–, patria de la Calchona y de todos los brujos habidos y por haber, y en una casa quinta de mi abuela, ubicada en el entonces llamado Callejón de la Purísima». Ahí la guerra civil perpetua y permanente era como un juego, un recreo que se tomaba cuando podía las salas de clase.

A Juan Rafael Allende nunca le gustaron los jefes, más si eran serios, callados, impecables e implacables como Manuel Montt. Esa fue su primera y única causa: la lucha contra los profesores. Y esta primera trinchera iría exactamente en contra de lo que lo animó el resto de su vida. Juan Rafael Allende empezó en la política defendiendo a los curas, el derecho divino, las tradiciones coloniales. La virulencia con que se oponía a Montt, que las cuestionaba, ya era sin embargo todo él. Conoció, defendiendo la causa más alejada a la suya, la pasión de su vida: los panfletos, las proclamas, los diarios de cordel, así llamados porque se colgaban de cables para que la gente pudiera leerlos al pasar por las calles del Santiago de 1860, ciudad de grandes pozas de barro y carretas de bueyes donde las conspiraciones y los golpes de Estado no se diferenciaban demasiado de las peleas de casados, los gritos en los patios, las borracheras en los prostíbulos de La Chimba, donde las brujas te leían la suerte en la puerta de sus casas. Guitarrones, serenos que apagaban faroles y debajo de las mesas las cuartillas clandestinas, los libros, los chismes. Todo inofensivo, hasta que de pronto vuelve a sonar la llamada de la guerra civil y de los armarios salen escopetas, palos, rastrillos y un ejército sin uniforme y otro apenas uniformado que se enfrentan, la mayor parte del tiempo borrachos, hasta que la tierra tiene suficiente sangre que beber y algo parecido a la calma vuelve a apoderarse del territorio.

Mi infancia la pasé entre el santo temor de Dios y el temor menos santo a la Calchona y a los brujos, que todas las noches se daban cita en la vecindad, debajo del peumo, en casa de don José Erazo, desde donde el brujo padre y la bruja madre, al romper el alba, se iban a la punta del cerro con sus brujitos y los ungüentos que durante la noche habían confeccionado al resplandor de una hoguera.

Una vez en la cumbre, el papá y la mamá adobaban a los nenes con los untos del caso, y todos en coro se echaban a volar por aquellos trigos, repitiendo esta frase cabalística:

«Sin Dios y sin Santa María voy a volar». Pero ¡pobres de los que cambiaban el sin por un con! Esos se despeñaban hasta el canal del Carmen, como Ministros en crisis, sin cola ni tirantes.

Porque le fue imposible no volver a la actualidad, el panfleto, la queja.

¡Qué tiempos tan patriarcales aquellos tiempos!

Nadie se moría de hambre.

Ni siquiera los periodistas viejos. Pero, es de advertir que este plano no se conocía en aquella época.

De las malezas dominantes, sólo recuerdo la de la verdolaga, del cabello de ángel, del alfilerillo y del gorgojo.

Periodistas, periodistas… eso no había.

Eso vino con la revolución del 51.

¡Y con la del 91, la mar!

El niño de fuego

La mar, la mar, pero también el fuego.

El fuego que lo perseguía hasta cuando quería ser bueno y devoto, rezarle a la Virgen con la mamá en la iglesia de la Compañía. Tiene catorce años, ese 8 de diciembre de 1863. Cierra los ojos, canta, sintiendo un súbito calor. La luz, de pronto, que como un rayo del cielo baja hacia él. Y más calor, y nubes que cubren el altar. Luego el aire enrarecido y las rodillas que parecen elevarse por encima del reclinatorio. Juan Rafael abre los brazos al cielo hasta que se oye el grito del resto de los fieles, hasta que una columna de fuego aplasta a la Virgen. Y los torcidos, los quejidos, los agónicos lanzando al suelo sus rosarios carbonizados. Las polleras en llamas buscando desesperadamente el agua bendita que ya se vaporizó. El cristo que se cae de su cruz para convertirse en leña carbonizada. Las puertas que se trancan, aplastadas por la tromba de gente desesperada. Y Rafael que encuentra en el vitral un hueco y salta, empujado por la multitud.

Así la fe religiosa de Juan Rafael Allende se hizo humo junto con el altar de madera labrada de los jesuitas. Con furia santa este milagroso rescatado del desastre lograría ser excomulgado, él y sus diarios, cientos de veces. Como si culpara a la fe misma del incendio, mantuvo toda su vida un inflexible odio contra todo lo que oliera a sotana. Aunque una tarde en Curicó, no encontrando otro alojamiento que un convento, tuvo que aceptar la invitación de un monje y, para su sorpresa, las paredes del claustro estaban empapeladas con portadas de sus revistas. Algunas, como Don Mariano (o «el mari-ano»), desafiaban abiertamente la autoridad del arzobispo Mariano Casanova. La noche fue animada con tonadas y versos contra curas, obispos y monaguillos.

En esa suerte de autobiografía animal que es Memorias de un perro escritas por su propia pata (1893), Allende traslada al perro Rompecadenas, el héroe de su libro, su propio fervor religioso:

Aclarando llegué a San Francisco. Ya algunas beatas, de esas que amanecen con bochornos, esperaban que el sacristán abriese la puerta del templo. Por fin un lego la abrió. Tanto porque hacía un frío glacial como por miedo a la estricnina, me colé entre las beatas a la Casa de Dios.

Yo sabía que Jesús había echado a latigazos del templo a los mercaderes; pero ignoraba que ahora entran los mercaderes y echan a latigazos a los perros. Así, no hizo más que verme el sacristán y sacudirme su cordón por los lomos. Pero al huir, y pasar frente a un altar de San Roque, me paré en las patas traseras e hice una reverencia. Esto me salvó, pues le oí decir al lego:

–Este perro tiene vocación.

Me acarició y me llevó a su celda.

¿Quién? El Pequén

Juan Rafael Allende se cuenta a sí mismo a través de un perro abandonado y pulguiento que pasa de una aventura a otra. En el ambiente de los grandes fundadores de escuelas y universidades, de los gobernantes omnipresentes, de los grandes latifundistas, le tocó ser el quiltro que se mea sobre los zapatos recién lustrados de los caballeros. El vocero de los otros quiltros: los inquilinos, los pequeños comerciantes, los empleados, los simples aventureros que van de un lado a otro del país en el recién inaugurado ferrocarril. El Ferrocarril es el nombre del diario del progreso, de las opiniones contundentes, de las proclamas estatales, al que Allende responde con El Ferrocarrilito, diario en el que toda esa fe se pone en entredicho o bien se traduce al lenguaje de ese gran ausente que está en todas partes: el Pequén.

¿Quién peleó bajo el aplastante calor del desierto? ¿Quién durmió temblando en el terrible frío de la estepa?

¿Quién degolló a cuantas limeñas encontró? ¿Quién se perdió en las calles de barro seco del altiplano?

Nada es siempre igual a sí mismo, todo cambia, nadie es nadie, pero al mismo tiempo nada cambia, los enemigos siguen siendo los mismos siempre: los obispos, los Edwards, los ricos, los peruanos.

¿Quién?

El Pequén, alias roto chileno, alias fulano, alias sepa Moya, alias Verdejo. El Pequén, también uno de sus más famosos diarios autoeditados. En la Guerra del Pacífico se encontró por primera vez unido a las autoridades liberales, con en el mismo uniforme, yendo en algún barco o en tren a pelear en el desierto, a velar sus primeras armas de verdad. Incendiario siempre, pero patriota esta vez, sus panfletos y diarios de circunstancias se volvieron lectura obligada de los pocos reclutas que podían leer: inquilinos de tierra adentro, borrachos que no sabían muy bien dónde habían despertado. El Pequén, escrito por abogados con barba y terratenientes francmasones que hablan de la patria e improvisan estrategias militares sobre el campo de batalla.

Amarrarse los calzones

Que aquí está el león Baquedano,

El que se amarró una mano

Para vencer dos naciones!

Toma amigo Pelequén

Este tu gran guitarrón

Y canta alguna canción

De nuestro amigo el Pequén.

Porque el Pequén se siente orgulloso de ser chileno. Porque el Pequén es patriota, es racista, y culpa de todos los males del país al inmigrante al que acusa una y otra vez de judío, uno de los peores crímenes de los que se puede acusar a alguien.

Los cuicos (bolivianos) y cholos (peruanos)

llegaron un día

serenos y solos

al Santa Lucía,

en donde juraron comer pepitorias

pero ellos soñaron

conquistas y glorias.

Pues los bullangueros

en largo desfile

al fin… prisioneros

llegaron a Chile!

Las banderas, los gritos, las esposas esperan a los soldados victoriosos en Valparaíso. Muchos miles murieron gracias a la gloriosa estrategia de Baquedano, que consistía en atacar sin pensar en las bajas. Muchos exhiben con orgullo piernas o brazos de madera, cuencas sin ojos y tajos de todos colores. Pocos vuelven enteros, la mayor parte no encuentra su casa en el campo, a su esposa que se fue con un amigo, su trabajo que el patrón le entregó a un gañán que se salvó del reclutamiento. Juan Rafael y su familia, después de tan leales servicios a la patria en guerra, se encontraron durmiendo en una carreta, mendigando delante de las iglesias cuando emprendía una nueva gira teatral con algunos actores inventados sobre la marcha.

La pobreza de esos héroes, que El Pequén animó y cantó, fue la primera señal de una diferencia profunda entre Juan Rafael Allende –con sus múltiples máscaras– y el orden liberal imperante. No fue, por lo demás, otra cosa que un actor. La historia del teatro chileno lo registra como el padre de la comedia nacional. El periodismo fue para él una forma de dramaturgia porque escribió siempre escondido tras la máscara de un personaje. Chile era para él un escenario donde debía hacer hablar a todas las voces. Sus artículos son eso; la mayor parte de las veces, diálogos. ¿Acaso no somos eso todos los periodistas, dramaturgos frustrados? ¿No es ese nuestro papel, dividir en actos y escenas la comedia infinita que se desarrolla ante nuestros ojos? Su papel favorito era el del pueblo pateado y desperdiciado, el perro huacho al que las viudas lanzan agua hirviendo. No se limitaba con defender al pobre: hablaba por él, le inventaba parlamento. Se hacía con una máscara. El Pequén se llamaba ahora Don Cristóbal, su nueva revista y personaje. Sin un peso, y a veces sin peso, sin opiniones de peso quiero decir, le to-caba a Allende ser liviano, ágil, omnipresente. Estar en todas partes, no descansar ni un día, porque a pesar de vender diez mil, o quince mil ejemplares –una enormidad en un país de dos millones de habitantes, y en su mayoría analfabetos– la plata apenas llegaba a los bolsillos de Allende, que alguna vez publicó, para que sus lectores no dejaran de saber nada, el siguiente cálculo de sus ganancias y pérdidas:

Supongamos que sólo publiqué 150 números en cada año, con una tirada de 7.000 ejemplares, aunque ella ha alcanzado muchas veces 13.000. Me daría un total de 1.050.000 ejemplares, que vendidos al público a 5 centavos, dan un total de 2.500 pesos. En veinte años suma 1.050.000 pesos. En números redondos, un millón de pesos. De ese millón han tocado:

A la imprenta i dibujante $ 400.000

A los ajentes i suplementeros $ 400.000

Al redactor $ 200.000

______________

Total $ 1.000.000

Fortuna actual del redactor $ 0.000.000 (…)

Como se ve, he trabajado veintidós años para los ajentes que tocan el clavicordio i también para los de la Hermandad de San José. Pero he tenido el gusto de poner en movimiento con mi pluma un millón de pesos. I también he tenido el gusto de verlos pasar de mis manos… a otras manos.

El Poncio Pilato, Don Mariano, El Arzobispo , El General Pililo, El Sacristán y El Tinterillo. La misma revista en decenas de cabeceras distintas, con los mismos redactores, dibujos y línea editorial. Hay en ese cambio perpetuo de nombres una especie de confesión: nada es lo mismo para Allende, nada tiene el mismo nombre; la continuidad, la estabilidad es imposible, la identidad es una guerrilla. Nada es siempre igual a sí mismo, todo cambia, nadie es nadie, pero al mismo tiempo nada cambia, los enemigos siguen siendo los mismos siempre: los obispos, los Edwards, los ricos, los peruanos. Siempre otro y nunca al pueblo le tocaba otro lugar que la oposición permanente. Oposición permanente que lo llevó a comienzos de la década de 1890 a ser completamente gobiernista. Gobiernista de puro opositor.

¿Acaso no somos eso todos los periodistas, dramaturgos frustrados? ¿No es ese nuestro papel, dividir en actos y escenas la comedia infinita que se desarrolla ante nuestros ojos?

Las tiradoras

Una vez más, a comienzo de esa década el actor itinerante Juan Rafael Allende fue el fuego, las candilejas, los telones, los cuchillos que atraviesan los pechos de los héroes. Abandonó del todo el piano que tocaba en desvencijados galpones de campo por unos pesos y se lanzó a la batalla, es decir al drama, a las luces, al fuego.

Ritualmente fustigó el cohecho y la trampa armada que llevó a Balmaceda al poder. El nuevo Presidente representaba todo lo que llevaba décadas detestando: seminarista, rico además, eterno ministro, representante dorado de la elite más cerrada. Luego, cuando esa misma elite empezó a odiarlo y a llamarlo mesiánico, irresponsable, tirano, Allende emprendió la voltereta más peligrosa de su carrera y pasó del antibalmacedismo radical a la igualmente radical defensa del gobierno. Escribe en su nueva revista, El Recluta:

¿I Cucho Edwards el banquero?

Se llama hoy don Agustín;

Sin embargo el borrachín

Es redondo como un cero.

A no ser rico, licor

Despachara u otra cosa

En la popular, famosa

Damajuana Tricolor

Pero hoy en las discusiones

Toma parte en el Congreso,

¡I no ríen de este leso

Porque es dueño de millones!

Agradecido, el gobierno decide financiar sus pasquines: «Por publicación y circulación de dos mil ejemplares de una hoja suelta, mandada a publicar por el intendente de la provincia, don José Miguel Alcérreca, doscientos pesos.- J. Rafael Allende». Este, al ver la guerra acercarse, con los ejércitos del Parlamento en el norte y la sublevación de la Marina, acrecienta la virulencia de sus ataques. Hasta ahora había sabido ejercer la sorna, la ironía, pero no la rabia transformada en insulto franco y desinhibido. La guerra interna le abrió esa puerta, y cuando supo que un grupo de esposas y viudas se armaría contra el gobierno, imaginó así la escena de su entrenamiento:

–Es menester que nosotras (…) demos ejemplo de valor.

–Aprendamos a tirar…

–Yo sé.

–Y yo también.

–Y yo.

–¡Silencio! Digo que aprendamos a tirar al blanco, para cuando lleguen nuestros amigos del Norte. ¿Hai alguna que no sepa tirar al blanco?

(Silencio profundo en toda la sala)

–Bien. Veo que todas sois francotiradoras. Mejor. Ahora busquemos un individuo que nos afile…

–Yo tengo uno.

–Yo también.

–Y yo.

–¡Silencio! Digo uno que nos afile los puñales y los sables (…) Para ello creo que los mejores afiladores son los presbíteros. Así que cada una de vosotras se entenderá con su confesor…

Luego agrava su crimen sugiriendo que la pañoleta roja que las milicianas revolucionarias llevaban en el brazo había sido teñida con su propia menstruación. Después aclara que nada tiene eso de grave, que las prostitutas del puerto hacen lo mismo.

La batalla final no se hace esperar.

En la mañana del 29 venía, como de costumbre, a la imprenta, trayendo el material para el periódico en un carruajito que tenía para mi uso, acompañado de mi hijo mayor cuando en la Plaza Yungay me encontré con un amigo que me detuvo, interrogándome todo azorado.

–¿A dónde vas, hombre?

–Pues, a la imprenta, como de costumbre.

–¡Bárbaro!, no hagas tal cosa. Vuélvete a tu casa y pon a tu familia en salvo. ¿No ves que esta ciudad está embanderada?

–¿Y qué?

–Que la Revolución ha triunfado.

–¿Es posible?

–Y tan posible que ya las casas balmacedistas comienzan a ser saqueadas.

Azoté los caballos y me fui a casa de mi hermano Pedro Segundo a cerciorarme de la noticia, y si ella era confirmada, a poner en salvo a mi esposa.

Llegué a la calle de Cienfuegos, donde vivía mi hermano, y previas algunas diligencias para salvar parte de su mobiliario, lo tomé en mi carruaje, y nos volvimos camino de mi casa.

Balmaceda no llega a Concón, donde creía que lo esperaba la victoria de sus tropas. Un telegrama le anuncia que el gobierno ya no es suyo. Vuelve a Santiago, se encierra en la delegación argentina y después de días tortuosos escuchando celebrar a los victoriosos entre borracheras y saqueos, se dispara en la sien.

Ahora es Allende el hombre más buscado por la revolución. Sabía que todo se podía perdonar menos haber tratado a las damas y mujeres de los parlamentarios de putas del pueblo enarbolando triunfantes su menstruación.

Después he sabido que mi imprenta fue saqueada a las 8 de la mañana del día 29 de Agosto, destruyendo con un combo las máquinas que no pudieron los saqueadores destruir a mano.

En la misma casa nos disfrazamos mi hermano, mi hijo y yo, cambiando nuestros trajes por el de lechuguinos y sacrificando mis bigotes, en aras de la libertad electoral.

Mi esposa, con los otros cinco de mis hijos (el menor de un año de edad), llegó luego con algunas prendas de vestir.

Ya era tiempo.

Pero el disfraz no basta. Un electricista inglés, por 400 pesos, denuncia a Juan Rafael y su hermano Pedro, que son llevados al calabozo para esperar la ejecución. Entonces el parlamentario Eulogio Altamirano rogó a la nueva Junta de Gobierno que suspendieran la ejecución hasta no hablar con ellos, corrió a La Moneda desde Valparaíso y allí dijo a los señores de la Junta: «El asesinato, que no fusilamiento, de León Lavín [periodista liberal fusilado días antes], ha producido muy mal efecto en las colonias extranjeras de Valparaíso, que califican de salvaje a este país, donde son fusilados los periodistas por hacer uso de un derecho que les acuerda la Constitución. Nos sería cuerdo, pues, repetir en la capital el escándalo de Valparaíso.

No manchemos con más sangre el triunfo de la Revolución». Cuenta Allende: «Del mismo parecer fue don Ramón Barros Luco. Se le mandó entonces una nota a Carlos Lira comunicándole aquel acuerdo, nota que llegó a la Intendencia cuando nos bajaban al patio para fusilarnos».

Carlos Walker Martínez, jefe de los conservadores y examigo del club de teatro de Allende, lamentaría años después: «Nunca nos arrepentiremos lo suficiente de no haber fusilado a Juan Rafael Allende».

Perro sin dueño

«Veinticuatro años contra el clero –se queja y se felicita Allende–, contra la oligarquía chilena y contra los pícaros de todos los partidos políticos. Veinticuatro años en que he sido víctima de las hostilidades y venganzas de todos o casi todos mis conciudadanos.» El exilio y la persecución no lo disuadieron sino que aumentaron su preocupación por los temas teológicos. A ellos consagrará la mayor parte de sus nuevos panfletos. Confesaba así a su arzobispo favorito, Mariano Casanova, en una carta, haber visto cumplida en sí mismo, por intermediación del obispo, la multiplicación de los peces:

El lector recordará

Si no lo ha olvidado ya,

que Mariano, hace dos meses,

les rogó a sus feligreses

Pidieran a Jehová

Que el triunfo les concediera

a los de la sacristía,

Para que el Congreso fuera

Gente que con la herejía

afinidad no tuviera.

Pero el rebaño frailuno

Hoy mira con poco ahínco

El resultado importuno:

Herejes sesenta y cinco,

Y cristianos treinta y uno!

A pesar de que sus panfletos y diarios de cordel reflotaban un poco con la guerra civil, la persecución lo quebró. Había sido demasiado tiempo joven, insolente, encendido. Encuentra entonces en un perro abandonado la metáfora perfecta para contar quién ha sido y quién será en la historia de Chile. Sus Memorias de un perro escritas por su propia pata son un clásico del humor chileno (no es raro que otro de esos clásicos sea Memorias de un buey, del agricultor Fabio Valdés, que firmaba Pierre Faval). Como todos los clásicos, es un libro triste, un libro cruel, un libro que no esconde ni una sola decepción, ni una sola miseria de las que el perro y el autor se encuentran. «Soy humilde, y como tal, no niego a mis progenitores. Soy hijo de una gran perra y de un perro no muy grande. Soy perro de presa pero no de presos», comienzan sus aventuras, que lo llevan a recorrer iglesias, calles, salones, cambiando de nombre y situación en cada una: «Mi nuevo amo me bautizó con el nombre de Chorrillos, nombre de guerra que no debía ser el último. Este cambio de nombres es corriente entre los racionales, por lo cual no me avergonzaba, ya que en Chile es tan frecuente que uno que ayer se llamaba radical o liberal mañana se llame monttvarista o conservador».

Incansable, intenta, en obras de teatro como La república de Jauja o en novelas como Vida y milagros de un pije, volver a escandalizar al país reconciliado, hijo de la guerra civil de 1891, de la que era la reliquia más incómoda. Enfermo y endeudado, sintiéndose traicionado por los viejos liberales, sin energía para emprender otro nuevo disfraz, otra inesperada metamorfosis, Allende, un hombre formado en las pasiones e ilusiones del siglo xix, vio llegar el siglo xx entre una gira y otra de su teatro ambulante. El país pobre y rural en que nació existía sólo en apariencias. Las mansiones moriscas, los jardines japoneses, expulsaban cada vez más hacia las orillas de la ciudad los conventillos y cités obreros repletos de campesinos que fueron al norte a hacerse mineros y se quedaron cerca de las estaciones de tren sin poder salir de las marañas de prostíbulos y bares que rodeaban sus calles sin asfalto. Chile tenía ya 3.231.022 habitantes. La Chimba donde había crecido, rodeado de brujas y conventos, se llamaba ya Recoleta y los inmigrantes palestinos instalaban ahí sus primeras tiendas. El río rugía como antes pero ya no pasaba por el puente Cal y Canto, destruido por Balmaceda en un intento de dinamitar de una sola vez la era colonial.

Agustín Edwards, el tan odiado Agustín Edwards al que Allende había consagrado versos y prosas de injuria toda su vida, pasó a ser otro Agustín Edwards y a la vez el mismo. Ismael Valdés, y Pedro Montt, todos los enemigos de Allende gobiernan el país en una vistosa paz que parece perpetua. A ratos desesperado, a ratos ilusionado, ve a uno de los suyos, un balmacedista, Juan Luis Sanfuentes, manipular las combinaciones parlamentarias con mano maestra, arreglar las elecciones, hacer y deshacer coaliciones. Ve a los liberales subdividirse y unirse en torno de un nombre, un hombre, un primo, el amigo de una tía, el dueño de toda esta tierra de aquí al sur. Y ve su vehemencia perderse en cientos de folletos contrarios, de manifiestos de toda suerte, que hacen ver los suyos como reliquias de un siglo que creía aún en la ilusión de fundar Chile de la nada.

Ve todo eso, lo comprende quizás sólo a medias, pero lo huele a lo lejos, a lo lejos adivina que un año del siglo xx vale por cien de otros siglos, y sabe que sólo la muerte en el paredón, sólo la estatua pálida del mártir lo hubiese salvado, sólo la inmovilidad le hubiese permitido no quedarse estancado en ese presente que él no comprende ni que lo comprende a él. Y desea, con una mezcla de coquetería y dolor, haber sido fusilado a tiempo, cuando era joven y valiente, cuando era invencible: «Lo confieso: fue más benigno para conmigo el 3 de septiembre de 1891 todo un Carlos Walker Martínez, pidiendo la horca para mí, que lo son hoy todos los partidos liberales del país, condenándome al olvido y al abandono».

El 20 de junio de 1909, un año antes de las fiestas del Centenario de la Independencia, que habrían revivido quizás el ansia de sus panfletos, terminó por morirse de la manera más inesperada y humillante en que puede morir un polemista: en cama y de viejo, rodeado de su familia y seres queridos, casi en paz y completamente en guerra.