La niña tenía 15 años, había secuestrado a más de 20 personas y en ese momento –en el momento en que Josefi Licitra la entrevistó– se encontraba prófuga. La habían detenido cuatro veces, y las cuatro veces ella, Silvina, logró escaparse. Pero Licitra –argentina, periodista, 36 años, autora de dos libros y colaboradora de diversos medios latinoamericanos– la encontró. Y conversaron. De su vida de mierda, de las drogas, de sus gustos por comprarse ropa cara, de sus sueños, de su deseo de tener un hijo.

“–Tener un hijo es lo único que me va a cambiá.

– ¿Por qué?

– Porque voy a tener a alguien”.

Detrás de ese monstruo del que hablaban las crónicas rojas de ese año 2003, había, en realidad, una niña frágil, llena de los mismos deseos que tiene cualquier adolescente. Pero nadie había querido ver eso. Nadie, de hecho, había querido contar esa historia, dejar atrás los lugares comunes de la violencia y buscar respuestas. No. Era mejor el espectáculo, los detalles escabrosos, los 15 años y los 20 secuestros. Se podía vender mejor una historia así, pero Licitra vio en esos detalles, en esos 15 años, algo. Entonces la buscó, la entrevistó, investigó y escribió “Pollita en fuga”, crónica publicada en Rolling Stone y que ganó el Premio Nuevo Periodismo Cemex-FNPI 2004.

Josefina Licitra tenía menos de 30 años y su nombre comenzaba a sonar como uno de los exponentes de la nueva crónica latinoamericana. Pero su historia de periodista había comenzado varios años antes de ese premio, cuando estudiaba en la academia privada Taller Escuela Agencia (TEA), en Buenos Aires.

–Cuando tenía 19 uno de esos periodistas que enseñaba en el TEA me propuso colaborar en dos espacios: el suplemento de turismo de Clarín y en la revista de una tarjeta de crédito, Temas y fotos, dirigida por el escritor Eduardo Belgrano Rawson, entonces tenía una impronta narrativa muy fuerte. En el caso del suplemento de turismo, tenía que llamar a gente famosa y pedirles que me contaran el viaje de su vida. Entonces llamé a actores, músicos, para mí era interesantísimo. Y en la otra revista empecé a hacer crónicas sin saber que tenían ese nombre. Lo primero que escribí fue sobre la pasión por los caballos árabes. Tuve que viajar a las afueras de Buenos Aires para contar un campeonato de caballos árabes, pero no tenía registro de que eso fuera crónica. Uno solo escribía.

Años después vendrían los premios, la participación en antologías, las colaboraciones en revistas y suplementos importantes como El Malpensante, Etiqueta Negra, Gatopardo, Soho, El País Semanal. Y, claro, los libros. Porque parecía inevitable: la mirada de Licitra, su escritura, sus búsquedas literarias para que los textos periodísticos lograran mayor fuerza y perfección no podían quedar solo en crónicas de diez mil, veinte mil, treinta mil caracteres.

El primero se llama Los imprudentes, lo publicó en 2007 por la editorial Tusquets y la bajada es: “Historias de la adolescencia gay-lésbica en la Argentina”.

El segundo se llama Los otros, lo publicó en 2011 por la editorial Debate y la bajada es: “Una historia del conurbano bonaerense”.

El primero, para ella, habla sobre la adolescencia, sobre esas preguntas eternas que llegan en esa edad.

El segundo, para ella, es la historia de un enfrentamiento entre dos grupos de personas, que representa lo que es ese espacio físico –donde no debiera vivir nadie– que es el conurbano bonaerense.

Josefina Licitra ya no era adolescente cuando escribió su primer libro, nunca fue lesbiana ni vivió en el conurbano bonaerense. Pero se involucra tanto con las historias –física y mentalmente– que logra encontrar, siempre, eso que está un poco escondido, que solo conocen quienes las viven en su cotidianidad.

Mirar un poco más allá y ver lo mismo que vio en esa niña de 15 años que secuestraba gente: una persona y los problemas de siempre: los que tuvimos, los que tenemos y los que seguiremos teniendo.

–Empezaste muy joven a escribir en medios. ¿Pensaste que terminarías escribiendo libros? ¿Era inevitable?

–No, a mí me generaba y me sigue generando – quizás he ido venciendo esa fobia– un respeto excesivo por los libros. Me parecía algo imposible. De hecho, hasta que publiqué Los imprudentes yo nunca había pensado en esa posibilidad. Me acuerdo que la editorial me contactó para ver si quería trabajar sobre algún tema en particular y a mí me agarró terror. Sentía que no podía escribir algo tan largo, que uno tiene cierta sensación de inmortalidad sobre el libro, que quizás es absur da, pero existe. Y que vuelve al libro un espacio comparativamente más serio que cualquier otro soporte, lo cual es engañoso, pero lo viví así hasta que publiqué. Recién ahí uno ve que el trabajo de no ficción en ese soporte es lo mismo que el trabajo diario, solo que tienes más tiempo y espacio para contar las crónicas.

–Hacías crónicas sin saber que eran crónicas en esos primeros años. ¿Era más fácil así, sin etiquetas? ¿Sin pensar en esta idea de la crónica como un género mayor del periodismo y todo el boom del que se habla desde hace unos años?

–Para mí el boom de la crónica es tan relativo, y siempre el mundo editorial se toma alguna excusa… son categorías que sirven para vender libros y en este caso, qué sé yo si ese boom existe. Cuando uno empieza a enumerar la cantidad de revistas que dan el espacio suficiente y pagan lo suficiente para hacer este tipo de trabajo, ve que no son tantas, entonces duda. Porque no deja de ser un trabajo un poco antieconómico. Yo siempre pondría entre comillas esto del boom.

–¿Y eso de ser “cronista” te viene? Porque hay periodistas que se presentan como cronistas, no como periodistas. ¿Qué piensas de eso?

–Y eso de llamarse cronista en vez de periodista, no sé, yo soy periodista. A mí el tema se me hace un poco presuntuoso. No sé cual es la diferencia porque finalmente la crónica es una forma de periodismo, es periodismo, no es otra cosa que periodismo hecho con tiempo y con espacio. Hay cierta sensación de que el cronista es una versión más acabada y elevada del periodista, y eso es extraño. Yo no sé si estoy tan de acuerdo, pero sí, quizás, cuando das talleres o cuando estás en las redes sociales, notás ahora la diferencia con otros años de que hay más gente preguntando por talleres de crónica. Hay mas interés por ser cronista de parte de los estudiantes que están terminando. Para mí hay una categoría que se inventó, porque finalmente esto es periodismo de calidad y eso te resume la palabra cronista, y no sé por qué no podemos llamarlo periodismo de buena calidad y punto.

“Me acuerdo que la editorial me contactó para ver si quería trabajar sobre algún tema en particular y a mí me agarró terror. Sentía que no podía escribir algo tan largo, que uno tiene cierta sensación de inmortalidad sobre el libro, que quizás es absurda, pero existe. Y que vuelve al libro un espacio comparativamente más serio que cualquier otro soporte, lo cual es engañoso, pero lo viví así hasta que publiqué”.

–Siempre me ha llamado la atención por qué un periodista termina escribiendo de ciertos temas. ¿Has pensado en eso? ¿En por qué terminaste escribiendo un libro sobre la adolescencia gay-lésbica y otro sobre el conurbano bonaerense cuando tú no eres lesbiana ni has vivido en ese lugar?

–No es un tema que lo piense mucho, si bien tienen que haber puntos de contactos con uno mismo, si no, no puedes sostener este tipo de trabajo a lo largo del tiempo. Es un trabajo desgastante, antieconómico, que te deja físicamente muy cansada, que te obliga a una ocupación de tu tiempo que va contra todo. Entonces si no tienes una conexión muy íntima con el tema, no se puede sostener. Pero no sé si se puede explicar de forma teórica.

–En el caso de Los imprudentes tú propusiste el tema a la editorial.

–Sí, mandé varias propuestas, cuatro o cinco, y esta fue la aceptada. Lo que me logró sostener ese trabajo a lo largo del tiempo, fue que siempre a mí el tema de la adolescencia me había resultado –y me sigue resultando– muy interesante, como una etapa donde las preguntas más existenciales se hacen más explícitas y duelen más. ¿Y quién no ha tenido esas preguntas por lo menos cuando ha sido adolescente? Pero es cierto que la condición gay o lésbica hace que esas preguntas estén más subrayadas. Y también está el tema de la pertenencia, si vas a poder ser libremente quien sos; creo que son preguntas que nos hicimos todos, pero en el caso de estos chicos por su condición eran más evidentes. Y esas preguntas me interesaba trabajar. Para mí es más un libro sobre la adolescencia que sobre el tema de la condición sexual.

–¿Y cómo fue con Los otros?

–Ahí fue una propuesta editorial que terminé haciendo propia. Me propusieron contar el conurbano, que es un terreno muy muy amplio, donde se reúne el 24% del padrón electoral, y yo acepté sin saber muy bien cómo iba a hacer para apropiarme del tema. Y dándome varias vueltas por el lugar encontré un tema que me generaba un tipo de dolor social, que era el de la fractura social que hay en el primer conurbano que separa a la gente indigente de los nuevos pobres. Esa es una fractura que está muy presente, porque siempre hay problemas entre vecinos de barrios constituidos con los de los asentamientos o villas de emergencia. Ese era un tema que me venía rondando. Se hablaba bastante, a partir de distintas noticias separadas, de las guerras de pobres contra pobres, y yo me quería meter en un tema social más duro. O sea, Los imprudentes lo era también, pero en este caso el problema social era el más clásico, que es el de la pobreza, y yo, quizás, sí tenía la necesidad de hablar sobre eso. Pero si me preguntás cuál es el punto exacto que me une con la historia, no sé…

–¿En qué se diferencian los procesos de cada libro?

–El primer libro fue físicamente más cómodo. Como eran menores de edad y tenían problemas con sus familias, yo me encontraba en las plazas, en los bares, y era una clase media urbana, por lo tanto los espacios físicos en que nos encontrábamos eran bien cómodos. Quizás lo más incómodo fue el proceso de escritura, porque era el primer libro y yo tenía muchas inseguridades. Así y todo alguna vez lo releí con temor a disgustarme con esa lectura y encontré que es un lindo primer libro, no me avergüenzo y creo que eso ya es mucho. Sí creo que Los otros está escrito de una manera que me representa más a mí ahora, es una escritura más seca, más austera, quizás. Y la investigación ahí sí fue definitivamente más incómoda. El trabajo de campo me dejó físicamente agotada, yo quedé muy agotada. El último 30% del trabajo de campo me tenía muy cansada, y tengo un hijo de 6 años, que son todos factores… El trabajo era en terrenos muy inhóspitos, era difícil estar en un asentamiento donde todo está húmedo y huele muy mal. El frío llegaba hasta los huesos. Y en el momento no sentía tanto cansancio, pero cuando llegaba a casa caía profundamente dormida hasta el día siguiente y ahí me daba cuenta. Terminé el libro y pensé que me iba a enfermar. Me tomó bastante tiempo tener ganas de trabajar.

–¿Y fue más fácil el proceso de escritura en el segundo libro?

–Sí, me resultó más noble, más tranquilo. Yo lo escribí en dos meses y medio, fue rápido, pero a su vez desde que empecé el trabajo de campo estaba todo el día pensando en cómo iba a armar el libro. En algunos casos escribí textos aislados sobre lo que quería contar. Pero fui pensando la estructura desde un comienzo, de modo que cuando llegó el momento de escribir yo tenía muy en claro el orden en que quería contar la historia. Fueron muchas horas de escritura, pero no fue tan estresante como en Los imprudentes.

***

Hay mucho frío y mucha incomodidad en Los otros. Mucha atmósfera, mucho olor a podrido, olor a basura. Y muchas imágenes que reflejan la miseria de vivir en un lugar donde no debiera vivir nadie, que se refleja a la perfección en el conflicto que ha decidido contar Licitra: el lugar es Lanús y el barrio se llama Villa Giardino, que está al otro lado de unos terrenos tomados llamados Acuba.

Esos son los nombres: Villa Giardino. Acuba. Y, en medio, un muro que los separa y explota el día en que en muere un chico cartonero de Acuba ahí, en esa otra villa. Como escribe Leila Guerriero en la contraportada: “Una historia de vecindad amarga de los que tienen poco contra los que no tienen nada”. De eso, en el fondo, se trata esta historia, protagonizada por dos personajes fuertes: Antonio Baldassare, el hombre de Villa Giardino acusado de matar al chico de Acuba, y Marcelo Rodríguez, el hombre que toma la voz de esos pobres, que luchan por tomarse más terrenos por conseguir una vida más digna.

Y en medio de todo esto, Josefina Licitra, el personaje de la periodista que en un momento dice una frase compleja, de esas que es imposible obviar: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”.

–¿Cómo llegaste a esta historia en particular?

–Yo no sé conducir y tener un auto a mi disposición era algo totalmente antieconómico, así que me acerqué a un amigo que trabaja en la productora Endemol. Hace el programa Policías en acción, que tiene muchas críticas pero sus creadores recorren el conurbano durante las 24 horas, y conocen muy bien el territorio. Así que ellos me ayudaron y un día uno me habló de esta historia. Me habló de varias, cinco o seis historias que encajaban un poco con lo que yo le estaba pidiendo: historias emblemáticas del conurbano. Historias que resumieran el espíritu del conurbano.

Él me menciono varias y me quedé con esta. ¿Por qué? No sé. Me pasó que cuando fui a la zona de Acuba vi personajes súper potentes y eso me decidió a hacer un libro y no una especie de compendio de crónicas del conurbano, que me estaba pidiendo la editorial. Y cuando vi esta historia, conocí a Marcelo Rodríguez y vi que era un personajón, que se contaba a sí mismo de una manera fascinante. Y producía muchas escenas. Me daba escenas todo el tiempo, porque todo el tiempo generaba cosas. Y cuando había una figura como la de Baldassare, el italiano que mató al chico cartonero, que estaba preso, pero era una figura muy fuerte, el hombre de clase media, trabajador, “honesto”, que había matado a un chico, me dio la impresión de que a cada lado del muro había un personaje fuerte y me resultó seductor. Y este problema habla de un conflicto que se extiende desde hace muchos años: la pelea de los vecinos pobres o empobrecidos con los indigentes me parecía interesante porque era algo que se repetía y porque no está sucediendo nada para que deje de repetirse. Y me parecía importante porque los diarios siempre toman esa noticia por el día y luego no la siguen. Y no estoy diciendo que eso esté mal, es periodismo diario, pero me parecía que era uno de esos casos que resumen de una manera muy explícita un estado de cosas que no se está resolviendo.

– ¿Pensaste que iba a ser tan dura la investigación de Los otros?

–Uno, en parte, siempre sabe dónde se mete. No quiero pensar en que uno es ingenuo. Yo sabía que iba a ser muy incómodo, pero por otro lado ese saber tenía un límite que era funcional. Si yo hubiera tenido una conciencia cabal del cansancio que me iba a suponer eso, no lo hace nadie, o por lo pronto no lo hubiera hecho. Pero yo quería contar esa historia. Cuando me di cuenta de que tenía un valor simbólico importante, me dio mucha curiosidad, la curiosidad me va a enterrar un día… Yo quería entender. Después ya no sé por qué quería entender, pero necesitaba entender ese pedazo de mundo y eso fue lo que me impulsó.

– ¿Y en qué momento decides ser parte del libro como personaje?

–Como a los seis o siete meses de trabajo de campo me pregunté: ¿Yo dónde voy a estar acá? Y sí, era algo que me iba a servir como medición de las cosas estar ahí. No estoy de acuerdo en naturalizar los espacios de pobreza. Acá se ve bastante en los informes sobre los territorios hostiles hechos en programas bien pensantes… está muy naturalizado esto de no dar a entender que los lugares son eso: son hostiles, son lugares difíciles, y yo creo que eso había que mostrarlo, porque uno no tiene que naturalizar que esos espacios estén, porque esos lugares no deberían estar porque son horribles, porque nadie debiera vivir ahí. Y yo quería que quedara claro desde qué lugar yo escribía el libro y me parecía importante que quedara claro que yo no pretendía que nadie pensara que yo formaba parte de ellos. Yo estaba ahí para contar las cosas, atravesada por mi subjetividad, por mi lugar de clase, por mi historia. Fue ahí donde hice mi recorte. Me pareció que era necesario contar desde dónde estaba hablando.

–¿Te acuerdas en qué momento escribiste esa frase acerca de que eras una mujer de clase media escribiendo sobre pobres? ¿Pensaste que iba a ser polémica?

–Me pasaron dos cosas: por un lado yo quería que formara parte del libro lo que fue mi sensación al momento de cruzar el Riachuelo para llegar a La Salada (la feria de productos ilegales más grande de Latinoamérica). Yo no quería caerme y aunque no pensé esa frase en ese momento, sí antes de cruzar ese lugar tan peligroso me pregunté:

¿Qué mierda estoy haciendo acá?, ¿por qué estoy decir de una manera casi obscena que soy de clase media me parecía necesario para marcar la diferencia. Quería que quedara claro desde qué clase estaba hablando. Y por otro lado la frase tenía un tono barrial que me parecía que funcionaba dentro del personaje que armé de mí, esta cosa barrial, de temor de clase, yo no dejaba de ser eso, de ser una persona con temor de clase a flor de piel. Y quizá sí la frase fue provocadora, pero no imaginé que fuera a ser tan llamativa, no lo imaginé. Pero me parece que era necesaria y sigo pensando que tiene que estar.

– ¿Qué estabas leyendo mientras escribías Los otros?

–Lo que estuve leyendo fue a Coetzee, que siempre me ha gustado. Y él trabaja la pobreza de Sudáfrica con un punto de vista muy claro. Y él también es un hombre más que de clase media hablando de la pobreza de un modo absolutamente incorrecto. Eso me ayudó mucho. Y siempre me gustó que Coetzee sea un escritor de una inmensa complejidad, pero que es muy fácil de leer. Me parece que los grandes escritores tienen eso: logran hacer un trabajo de decantación, de sencillez, que es una apuesta estética que es de mi gusto. A mí el barroco no me gusta mucho, pero me gustan los artistas que trabajan sobre la idea de la depuración, los que depuran el lenguaje de modo que uno piense cuando lo lees, que lo podría hacer uno.

– ¿Ya estás trabajando en un libro nuevo?

–Por ahora estoy impartiendo dos talleres: uno particular y otro en la Fundación Tomás Eloy Martínez. Colaboro con el suplemento ADN de La Nación, y escribo para las revistas de El Mercurio. En eso se va mi tiempo. Tengo algunas ideas de libros, pero debo esperar a que se resuelvan algunas cosas de las historias. Y tengo una idea de escribir sobre una abuela que no conocí, pero que fue importante en La Plata. Quizás haga algo con ella.