UNO

«¿Cómo aceptar hablar de este amigo?» Así, con esta pregunta, Maurice Blanchot da inicio a su ensayo La amistad. Es una pregunta difícil, aun más, dados los tiempos que corren, tan ajenos a la vida que solíamos tener. El caso es que he aceptado hablar de este amigo, más bien de esta amiga, porque a través de ella intentaré hablar de la amistad en general… o quizá sea al revés. Una suerte de necesidad y también una dosis de egoísmo hacen que sienta que ha llegado la hora de hablar, la hora de escribir sobre esta amiga. La vida entera he intentado creer que la amistad no tiene nada que ver con nuestro ego, con nuestra pequeñez, pero la experiencia me ha enseñado que hay cierto tipo de amigos a los que perdonamos y nos perdonan toda clase de miserias, e, incluso, que hay quienes las celebran en descarada e inexplicable complicidad.

DOS

«Los rasgos de su carácter, las formas de su existencia, los episodios de su vida –escribe Blanchot– no pertenecen a nadie. No hay testigos.» Así, «los más cercanos no dicen más que lo que les fue cercano, no lo lejano que se afirmó en esa proximidad, y lo lejano cesa en el momento en que cesa la presencia». Los primeros meses después de la muerte de mi amiga traté de juntar esos pedazos hurgando en los recuerdos de los más cercanos. Vi cómo lo lejano que afirmó nuestra proximidad se escurría de esas anécdotas porosas y se afincaba en largos silencios tras esas evocaciones. «En vano pretendemos mantener con nuestras palabras, con nuestros recuerdos y una cierta figura nueva, la dicha de permanecer en la luz, la vida prolongada con una apariencia verídica. No pretendemos más que llenar un vacío, no soportamos el dolor: la afirmación de ese vacío.» Recurriré con frecuencia a este ensayo de Blanchot que encontré cuando regresaba a Chile pocos días después de su muerte. Estaba de vacaciones y no pude cambiar los pasajes para poder asistir a su funeral. Vagando como alma en pena en la librería El Virrey de Lima, di con La amistad y pensé, tras leer el primer párrafo, que quizá me ayudaría escribir algo sobre ella. Me tomó casi dos años y medio, y varios más que justificados retos de la editora de este croquis por mi lentitud, llegar a lo que ahora están leyendo.

TRES

Pienso en «ínsulas extrañas», en dos islas vecinas que intercambian víveres, castillos en el aire, risas, abrazos de bienvenida y despedida y silencios, muchos silencios en compañía. De vez en cuando estas islas sincronizan sus relojes y deciden ir al continente. Entran en el ruedo, en el mundo, con cuidado y sigilo; la idea es salir lo menos trasquilado posible de esas incursiones.

CUATRO

Ese verano, La Oficina de la Nada y miembros de sus filiales se reunieron, como es tradición, a leer el horóscopo chino de Pedro Engel. Esa vez, yo decidí sumar el I CHING. Este fue el hexagrama que el Libro de las mutaciones arrojó en esa ocasión para ella:

58. Tui / Lo sereno, el lago
La imagen:
Lagos que reposan uno sobre otro: la imagen de lo sereno.
Así el noble se reúne con sus amigos para la discusión y la ejercitación.
«Un lago se evapora hacia arriba y así paulatinamente se agota. Pero cuando dos lagos se enlazan no será fácil que se agoten, pues uno enriquece al otro. Lo mismo ocurre en el campo científico. La ciencia ha de ser una energía refrescante, vivificante, y únicamente puede llegar a serlo en el trato estimulante entre amigos de ideas a fines, con los que uno platica y se ejercita en la aplicación de las verdades vitales».

(I CHING, El libro de las mutaciones)

CINCO

En una pared de mi escritorio armé un panneau con postales de pinturas célebres y no tan célebres y una foto. Levanto la vista del computador y veo, en esta suerte de ventana al mundo, a una liebre yacer sobre la hierba. Allí están sus largas y peludas orejas, sus bigotes, sus patas delanteras y el fondo sin más mácula que su sombra, el monograma de Durero y una fecha: 1502. A poco más de una postal de distancia este monograma se repite en la repoducción de una acuarela emplumada cargada al azul. Justo bajo la liebre hay dos ángeles levitando sobre un manto de olas. Escoltados por gaviotas, los ángeles del prerrafaelita John Duncan transportan con infinita delicadeza y solemnidad a una joven, casi una niña, hacia el cielo. Abajo y a la derecha del despegue de los ángeles una mujer se baña en una tina al aire libre. La acompañan tres damas y dos sirvientes. Es una postal de La tenture de la Vie Seigneuriale: Le Bain, un tapiz medieval millefleurs, es decir, con un fondo sembrado de plantas o ramas con flores, dispuesto sin ningún efecto de profundidad. Este fondo se mimetiza con el extremo inferior izquierdo de la única foto que forma parte del conjunto: la lavanda en esplendor enmarca a mi amiga vestida de azul.

Hace pocos días armé este panneau. Es uno de mis escasos logros en esta cuarentena.

SEIS

He soñado con ella. No tanto como quisiera. Hace tiempo que no lo hago y eso que he soñado mucho en estos tiempos de cuarentena infinita. En uno de esos sueños me entregaba una maletita verde y me pedía que la escondiera. Pienso que quizá era verde porque casi todas las veces cuando salgo de mi casa te veo linda y radiante con un vestido verde, esperándome para ir juntas a un vernissage.

 

Varios de mis grandes amigos son personas a quienes pensé que les caía mal, o que a mí me caían pésimo.

SIETE

La soledad de los números primos (La solitudine dei numeri primi) es el título de una novela de un autor italiano que no he leído. En un vuelo vi una película basada en esta novela. No era muy buena pero en los aviones veo películas que no vería jamás en tierra firme, es decir, en mis cabales, es decir, con mis cinco sentidos en alerta. Me gusta mucho el título porque me recuerda la soledad en compañía que se brindan dos islas extrañas.

OCHO

«Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodio y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el conocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino sólo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación (o de artículos), sino el movimiento del acuerdo del que, hablándonos, reservan, incluso en la mayor familliaridad, la distancia infinita, esa separación fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte en relación» (Blanchot). En cierta medida, ahora que escribo esto la estoy traicionando, la estoy convirtiendo en un tema de conversación. He tratado de ir hacia ella sin ir del todo, de mantener la distancia, el respeto a la extraña calidez de nuestros silencios.

NUEVE

Pendientes:

– Hablar de música, de gustos musicales.

– Salir a bailar con otras amigas.

– Celebrar en su casa el año nuevo chino. Ella ya había comprado unos adornos de papel para la ocasión y me había enviado una foto, habíamos armado la lista de invitados, los tuyos, los míos y los nuestros, y estábamos pensando el menú.

– Aprender a cocinar pulpo. Teníamos a una profesora en mente y a varios interesados en armar un grupo para concretar la clase.

– Curar juntas una exposición que se te ocurrió a partir de un libro de Juan Eduardo Cirlot.

– La edición y publicación de tu ensayo sobre Alamiro, de Adolfo Couve.

– Ir a Valparaíso.

DIEZ

«Lo que solemos llamar amigos y amistades no son más que relaciones y familiaridades entabladas por alguna ocasión o ventaja a cuyo propósito nuestras almas se unen. En la amistad de que yo hablo, las almas se mezclan y confunden entre sí con una mixtura completa, que borran y no vuelven a encontrar ya la costura que las ha unido. Si se me obligara a decir por qué le quería, siento que no puede expresarse más que respondiendo: porque era él y porque era yo.» Michel de Montaigne se refiere aquí, en su ensayo «La amistad», a su amigo Étienne de La Boétie, quien murió por la peste en 1563 a los 32 años. «Hay, más allá de todo mi discurso, y de todo lo que pueda decir de modo particular, no sé qué fuerza inexplicable y fatal mediadora de esta unión.

Nos buscábamos antes de habernos visto y por noticias que oíamos el uno del otro, las cuales causaban en nuestro afecto más impresión de la que las noticias mismas comportaban, creo que por algún mandato del cielo. Nos abrazábamos a través de nuestros nombres. Y en el primer encuentro, que se produjo por azar en una gran esta de una ciudad, nos resultamos tan unidos, tan conocidos, tan ligados entre nosotros, que desde entonces nada nos fue tan próximo como el uno al otro.»

No es, para nada, la historia de nuestro primer encuentro. Fui su profesora y quizá por lo mismo tuvieron que pasar algunos años antes de que nos hiciéramos amigas. Además, durante el primero de los cursos en que fue mi estudiante yo estuve convencida de que le caía mal y de que le cargaban mis clases. Ahora que lo pienso, varios de mis grandes amigos son personas a quienes pensé que les caía mal, o que a mí me caían pésimo. El mentado primer encuentro entre Étienne de La Boétie y Michel de Montaigne se produjo probablemente en 1557, hacia el final de la vida de Étienne. No son pocos los estudiosos que consideran que Montaigne idealizó esos escasos seis años de amistad. Según Pascal Quignard, Montaigne inventó esa amistad. Después de la muerte de Étienne, en sus veinte años de encierro y escritura, intentó restaurar la conversación antes que la amistad, restablecer esa «comunicación que sostenía la cabeza fuera del agua de la vida ordinaria, del tedio, de las guerras religiosas, del olvido». La nostalgia de ese tipo de conversaciones «late y anima como un corazón los Essais».

ONCE

«Me encaminé entonces a la casa que habitan mis amigos.
La casa tiene nueve pisos. En cada piso hay un departamento. En cada departamento habita un amigo mío. Total: nueve amigos ascendentes: el del primer piso es un amigo grande y sincero; pero el del segundo, lo es más; y el del tercero, más. Y así, a medida que suben los pisos, también la amistad que nos une; hasta el noveno. Cuando reina la paz total en mi espíritu, cuando en él no se percibe ni un oleaje, visito a los amigos del primer y segundo piso. Mas cuando alguna pasión empieza a removerse dentro de mí, voy trepando por las escaleras en proporción exacta de la potencia de tal pasión. Raras veces visito al entrañable amigo del noveno. Pero las veces que lo visito, nuestra amistad se explaya, estalla, como una bomba colosal» ( Juan Emar,Un año).