Quien haya tenido estómago para ver El perro andaluz (1929), la película surrealista escrita por Dalí y Buñuel, sabrá que la escena de un ojo cercenado por una navaja esconde uno de los grandes misterios del cine. Entre las varias interpretaciones que existen, hay una que tiene bastante sentido en este presente saturado de imágenes: se trataría de una suerte de sacrificio de la mirada, de ese ojo voyerista que escruta obsesivamente el mundo exterior y es incapaz de volcarse hacia lo intangible o lo inexistente. Según el crítico alemán Werner Spies, sería algo así como un manifiesto a favor de la visión interior y contra el raudal de estímulos visuales del siglo XX, y eso que ni Dalí ni Buñuel conocieron el desborde en el que vivimos hoy, en que cada sesenta segundos se suben unas 350.000 stories a Instagram y quinientas horas de video a YouTube, según el informe Data Never Sleeps 2020.

La ensayista, cineasta y académica catalana Ingrid Guardiola (Gerona, 1980) es una de las pensadoras que está desentrañando en tiempo real los cambios y tensiones a los que ha sido sometida la mirada en esta vida hiperconectada. Lleva años investigando la cultura visual al interior del capitalismo de plataformas, y en su libro El ojo y la navaja. Ensayo sobre el mundo como interfaz (Arcàdia, 2019) no solo disecciona con lucidez la cultura visual contemporánea, sino que traza una guía para transitar por el basural de datos en que se ha convertido internet.

Guardiola, doctora en Humanidades, tomó la imagen icónica de Buñuel para titular este conjunto de textos en los que reflexiona sobre la saturación causada por el ocularcentrismo –concepto que resume las formas en que la imagen y la mirada se han convertido en puertas de acceso al poder y al conocimiento en Occidente– y el exceso de datos que nos rodean, y sobre las formas en que la visión y, de paso, la cotidianeidad se han ido restringiendo a los escasos centímetros de las pantallas, superficies de contacto entre el mundo algorítmico y el mundo material; interfaces repletas de datos –escribe– que funcionan como herramientas de relación con los otros y con nosotros mismos.

Profesora de la Universidad de Gerona y realizadora audiovisual, Guardiola piensa sobre las imágenes desde distintos frentes: ha filmado documentales, cofundó Boogaloo Films (descrita en la prensa como una de las productoras españolas «referentes en las nuevas formas de producir y contar historias»), es la directora del Centro de Arte Contemporáneo-Bòlit, de Gerona y una de las coordinadoras de Soy Cámara, el laboratorio de nuevos formatos audiovisuales del influyente Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Desde esos lugares ha intentado dilucidar, entre otras cosas, cómo habitar el espacio mediático a contracorriente y cómo aprender a mirar cuando los ojos se han convertido en el nuevo capital.

«Un espectador consciente es el que sabe distinguir desde dónde se construye el gusto hegemónico de cada época y es capaz de destilar la educación sentimental e ideológica que esta gran maquinaria cultural construye. Es el que, sabiendo esto, decide mirar hacia otro lado o es capaz de apartar la mirada, de dirigirse hacia sitios menos saturados, menos hiperglucémicos, menos evidentes. Es el que se levanta con la resaca de tener la imaginación hipotecada», explica desde Gerona.

La ensayista ha llegado a plantear incluso la necesidad de una suerte de «escuela de la mirada» para sortear la niebla informativa propia del siglo XXI, en que los datos que generan las grandes empresas tecnológicas como Facebook, Google o Amazon se han convertido en pilares fundamentales de la economía capitalista.

Un escenario que se ha exacerbado con la crisis del covid-19:

«Lo que tienen en común este tipo de empresas es que forman parte del capitalismo de plataformas: se insertan en el capitalismo neoliberal, pero operan a través de la tecnología digital conectada. La pandemia ha hecho que ganen todavía más poder. Solo durante el primer mes de confinamiento, en Estados Unidos, Amazon contrató cien mil trabajadores», advierte Guardiola, quien hace poco publicó junto a la ensayista Marta Segarra una reflexión a dos voces en torno a la nueva realidad pandémica.1 De aquí que su tesis sobre «el mundo como interfaz» haya cobrado hoy en día una vigencia radical: a falta de espacio público, millones de personas se han volcado hacia la esfera social privada digital a través del puñado de plataformas que manejan el negocio virtual: para el consumo televisivo y audiovisual, Netflix, Disney Channel, Amazon Prime o YouTube; para las videoconferencias, Google Meet, Zoom, Whatsapp (Facebook) o Skype (Microsoft); para recibir productos, Amazon o las empresas de riders como Uber Eats; y en cuanto a redes, Instagram, Facebook, Twitter o Tik Tok.

«La mayoría de los trabajadores de estas empresas son flotas de autónomos precarizados sometidos a un sistema de producción bajo demanda y permanentemente monitoreados por empresas que no descansan, cuya política es mantenerse en activo 24/7 –explica–. Hace poco, el director ejecutivo de Netflix, Reed Hastings, decía que su principal competidor no eran las otras plataformas de video bajo demanda, sino el sueño de los espectadores, materializando lo que Jonathan Crary decía en 2013 en 24/7: Capitalismo tardío y el fin del sueño: que el capitalismo coloniza el territorio del sueño, aquella franja temporal en la que estamos solidariamente improductivos. Se trata de crear un mercado sin fin, sin límites, a escala 1:1 con la vida.»

–El modelo de negocios de internet se suele resumir en la frase «cuando algo es gratis, tú no eres el cliente, eres el producto», una idea tan naturalizada que ya no la vemos o quizás ni nos importa. Con tal de existir en el mundo virtual, entregamos una buena parte de nuestra intimidad. Lo curioso es que nos sometemos a este sistema como si no hubiera alternativa.

Lo sintetizas muy bien: se da más importancia a la construcción de identidades en la red que a la privacidad. En Cataluña, la plataforma de activistas Xnet está desarrollando un paquete similar a Google Workspace pero con software libre. El objetivo es la desgooglelización de la educación y la gestión responsable de los datos privados. El visionario Marshall McLuhan, en los años 60, ya hablaba de que con los nuevos medios electrónicos todo nuestro sistema nervioso se había vuelto exterior a nosotros y lo habíamos entregado a las empresas. Por tanto, no es hiperbólico decir que estas empresas se instalan dentro de nosotros y que vivimos en un mundo digital con grandes implicaciones psicosociales.

Según la profesora Shoshana Zuboff, estas corporaciones se aprovechan de los picos de vulnerabilidad de los usuarios para lanzarles mensajes en el momento más oportuno, en algunos casos implicando decisiones de compra, de voto o de producción de emociones. De ahí que lo que elegimos, decimos o hacemos no sea banal, sino que tenemos que reflexionar seriamente sobre en qué empresa nos alojamos, qué decimos y qué callamos, qué información personal damos, los permisos que les damos, cómo nos protegemos de ellas, qué nos enseñan, qué tipo de relaciones fomentan. Son entornos donde la transparencia del individuo es directamente proporcional a la opacidad de la empresa.

«Un espectador consciente es el que sabe distinguir desde dónde se construye el gusto hegemónico de cada época.»

El mito de la abundancia

No es ningún secreto que internet dejó de ser ese espacio libre y democrático que imaginaron los ciberactivistas de los años noventa. Es cosa de pensar en el filtro burbuja, la selección de contenidos sesgados que las empresas como Google o Facebook ofrecen a sus usuarios a partir de sus rastros digitales –desde los likes hasta las búsquedas–, o en la dictadura de las cookies: se puede acceder a lo que uno quiera siempre y cuando se acepten los términos y condiciones. Es decir, es imposible navegar sin decir que sí a todo.

«Las compañías de internet (los motores de búsqueda, las redes sociales) no son un espacio independiente de los intereses políticos y económicos (…), sino un lugar que reproduce los excesos y las desigualdades del mundo real», apunta Guardiola en El ojo y la navaja. Para la ensayista, el éxito de este modelo se juega en otro espejismo:

«Plataformas como Netflix, Tinder, Facebook o Amazon fundan su valor en la abundancia o, mejor aún, en convertir el exceso de información, productos, servicios e interacciones en un ecosistema de la abundancia donde esta, más que una realidad, es una especie de ficción muy bien construida que adquiere un carácter mítico. [Lewis] Mumford añade que la atracción que ejercen los inmensos supermercados puede deberse a que son la reproducción mecanizada del Edén primitivo… hasta que se tiene que pagar. Hoy en día, el símil con el supermercado es la cultura Walmart y las plataformas online. En la mayoría de estos espacios, uno casi ni se da cuenta de la parte sucia, de la transacción monetaria. Estas plataformas fascinan porque actualizan el mito de la abundancia no solo de las mercancías, sino también de usuarios e interacciones, por lo tanto, de recompensas sociales», explica, y agrega:

«Este exceso de oferta invita a los usuarios a poner en práctica un power of choice ilusorio, es decir, el poder de decidir qué producto o servicio consumes en un stock en apariencia permanentemente renovable y según un criterio único e intransferible. Son espacios para la cornucopia, donde la interfaz ha sustituido al cuerno del mito grecorromano. El consumo se transforma en un modo de vivir donde el individuo es precintado en su propio catálogo de gustos, como si la renovación en los productos de consumo significara un empoderamiento social y moral. Pero la abundancia es falaz, porque es un medio de propagación que crea y destruye tendencias, y porque el filtro burbuja escoge por ti; porque la datificación de la experiencia digital, la metrificación y las ansias predictivas hacen que haya menos diversidad.»

–Internet es una suerte de basural audiovisual donde es cada vez más difícil detectar noticias falsas o deepfakes, montajes que hoy se difunden a toda velocidad. ¿Cómo vivir en un mundo virtual en el que es casi imposible distinguir verdad de mentira, realidad de ficción? ¿Habrá que acostumbrarse a convivir con esa incertidumbre?

La dicotomía verdad/mentira no me convence del todo, porque en lo cultural (y más en lo mediático) todo es relato. La historia de los medios es una historia de reconstrucciones, ingeniería social para responder a unas tendencias ideológicas determinadas. La descripción de «cuarto poder» con relación a los medios de comunicación de masas no era exagerada. Estoy cerca de filósofos como Baudrillard o sociólogos como Bourdieu, que analizan el espejismo del que viven ciertos medios (especialistas en simulacros), o su poder coercionador. Ahora la fe, la ideología y el voto se negocian online. Es la misma historia con medios estructuralmente un poco diferentes, puesto que pueden llegar a más gente por ser medios de propagación; es un poco más difícil saber si un perfil es real o artificial (un bot, es decir, una máquina de propaganda) y la tecnología de simulación con los deepfakes se ha sofisticado. Pero de la misma forma también existe mucha información que viaja en direcciones opuestas. La realidad siempre está en proceso de negociación, desde los primeros mitos.

«Lo que el confinamiento ha puesto de manifiesto es el desencanto generalizado respecto a nuestro entorno inmediato y el modus vivendi…»

–En El ojo y la navaja haces una pregunta muy interesante: ¿cuáles son las consecuencias de simularnos tanto, de concebir nuestra intimidad performativizada como mundo? Me pregunto cómo responderías esto hoy, en medio de una pandemia que nos tiene todo el tiempo detrás de una pantalla.

Lo que el confinamiento y la pandemia han añadido a lo que venían siendo las «identidades nómadas» y performáticas en la red ha sido un colapso del mundo real y una asimetría demasiado violenta entre «lo posible» en el mundo físico y «lo posible» en el mundo digital. Es decir, lo que el confinamiento ha puesto de manifiesto es el desencanto generalizado respecto a nuestro entorno inmediato y el modus vivendi de una sociedad que ha tensado demasiado su modelo socioeconómico. Las depresiones y manías psicoafectivas nacidas en la pandemia tienen que ver con esta asimetría, además de habernos puesto nuestra fragilidad ecosistémica delante de los ojos. Reconocer que no escogemos casi nada de lo que nos pasa, que la «sociedad del progreso» hace aguas y que el solucionismo tecnológico es incapaz de lidiar con la salud mental y del alma es un duro golpe para cualquiera.

–¿Cómo crees que cambiará la mirada después de esta experiencia pandémica de una vida saturada de pantallas?

Ya en el siglo XVIII, William Hogarth pintaba cuadros como The battle of pictures –en que las pinturas se fugan del estudio del artista– y en la misma época, en París, el Louvre acogía masas que querían ver un museo saturado de imágenes. El régimen actual de la imagen hiperubicua y conectada ya se encontraba prefigurado muchos años antes en el texto de Paul Valéry La conquista de la ubicuidad (1928), en el que anticipaba que las obras de arte adquirirían una especie de ubicuidad que las haría estar donde estuviéramos nosotros, y que las podríamos encontrar en cualquier elemento, como por ejemplo el agua, el gas o la electricidad. De este modo, se perfilaban unas obras a las que podríamos recurrir siempre, como realidades sensibles a domicilio.

Lo que ha aumentado es la cantidad de información que se trajina: de hecho, la idea de «vida emitida» (streamlife) es muy clara al respecto. Las pantallas cada vez son más pequeñas y lo que evoluciona a pasos de gigante es todo lo que tiene que ver con la inteligencia artificial y la internet de las cosas, es decir, los smart gadgets para los cuales lo importante es la biometría (cálculo de datos) y no la pantalla. La pantalla es un pretexto, como lo era en las ficciones como Minority report, donde Philip K. Dick entendía que la tecnología tenía más que ver con las formas de control y lo predictivo que con la socialización o las imágenes. Lo que sí que imagino cambiarán son las aplicaciones a través de las cuales nos comunicamos; ahora estamos en las redes sociales, dentro de diez años a lo mejor no quedará nada de ellas.

–En medio de ese vertedero de imágenes, dices que «habrá un momento cuando la gente se dé cuenta de que hemos relegado la memoria a las máquinas, y que las máquinas guardan las imágenes sin la potencia memorialista de un archivo». El historiador Pierre Nora cree que el siglo XXI, con sus excesos de información, será el siglo del olvido.

De nuestro día a día tenemos un excesivo registro de momentos poco relevantes, a diferencia de antes, que grabábamos momentos considerados más «trascendentales», aunque también era una construcción cultural, como las bodas y bautizos. Estas imágenes random no siempre son buenas aliadas para la memoria. De todas formas, en el sector artístico hay muchísima gente trabajando con archivos y desde otras miradas a las que ofrecía el siglo XX. Están los que crean nuevos principios de organización dentro del gran archivo mutante que es internet, los que trabajan la memoria colectiva desde un punto de vista más afectivo, aquellos que se centran más en el trauma histórico o aquellos que, como decía Benjamin en Excavar y recordar, se comportan como un hombre que excava y que va dando paladas a tientas. También los museos han creado proyectos y estrategias para rescatar de los almacenes obras poco vistas, o se deja que artistas contemporáneos manoseen sus fondos y los trabajen desde otras perspectivas. Es decir, hay un interés enorme por las prácticas de archivos vivos.

–Si bien internet tiene un potencial democratizador porque todos pueden ser vistos, teóricos como Boris Groys dicen que eso lo convierte en «el paraíso y el infierno juntos», en alusión a la cita de Sartre de que el infierno son los demás, es decir la vida bajo la mirada de los demás. ¿Será realmente así? Si todos estamos entregados a eso tiene que haber cierta ganancia.

Richard Sennett, en Carne y piedra, explica que en el periodo medieval se idearon tres elementos en el diseño del jardín destinados a estimular la introspección: la pérgola, el laberinto y el estanco. La pérgola era un lugar para esconderse de los demás en una época de gran densidad humana. Esto nos recuerda a internet en su pérdida de intimidad fruto de la hipervisibilidad y en cómo esta puede llegar a multiplicar el deseo, pero también hacerlo confuso, turbio, enfermizo. El exceso de visión nos conduce a los celos, al asco y la indiferencia. ¿Cómo podemos escondernos de la mirada voyeur de los demás? A lo mejor pasa por reconocer que las redes son espacios donde mirar es trabajar y donde las identidades se monetizan, se instrumentalizan, con lo que puedes calibrar tus expectativas si conoces cuál es el juego, cuándo termina la performance. Es decir: surfeando la piel digital de las plataformas sociales sin buscar una porosidad real.

1 Fils. Cartes sobre el confinament, la vigilancia i l’anormalitat (Hilos. Cartas sobre el confinamiento, la vigilancia y la anormalidad). Barcelona, Arcàdia, 2020.