Siempre me he reprochado no llevar un diario de vida, no tener una serie de apuntes cronológicos que me ayuden a entender quién era yo hace diez años y cómo fue que llegué al lugar donde me encuentro hoy. Dirán que exagero, que de una u otra forma todos tenemos una cierta identidad ajena al paso del tiempo y que podemos delinear a partir de unos pocos datos. Ciertamente hay hitos que no requieren mayor documentación que la habitual (grados, títulos, certificados, registros), pero son las lagunas las que me acosan y me impiden dibujar con seguridad cualquier trayectoria. Que me dedique a investigar y enseñar la historia del arte hace de mi indolencia autobiográfica algo paradójico. Y que me haya tocado hacerlo en una época tan estresada por el futuro como indiferente al pasado complica todavía más el asunto. Cada semestre, enfrento la difícil tarea de enseñar historia del arte a una generación que sólo parecer habitar el presente, para la que la inmediatez es un valor en sí mismo y que celebra ingenuamente las ventajas de la instantaneidad. Cuando pensaba dedicarme a la docencia, nunca me planteé que mis estudiantes pudiesen pertenecer a otra generación. No me refiero simplemente a que sus intereses u obsesiones fueran otras –eso me parece lógico y hasta saludable–, sino a que su experiencia del tiempo fuese tan distinta de la mía. Mi fascinación por el futuro (el deseo de lo que vendría: crecer, trabajar; en suma, ser adulta) es para ellos pura angustia y ansiedad. Cuando trato de comprenderlos, de ponerme en su lugar, siento lo mismo que Stoner en la novela de John Williams: mirando hacia atrás, mis años de estudiante se me vuelven extraños, se hunden en un tiempo irreal, hecho de discontinuidades y sobresaltos, como fragmentos de un diorama añejado. Pero ¿tengo que comprenderlos? ¿Tengo que ponerme en su lugar? ¿No es la empatía la trampa más vieja y eficaz de la historia? Nos gusta creer que podemos reconstruir una época tal como fue a partir de sus vestigios documentales, y que esa imagen que emerge es copia fiel de la realidad. Pero olvidamos

que esa reconstrucción está teñida por el presente desde el que recordamos, y que por eso la figura que aparece no puede ser fiel más que a nuestra memoria, es decir, al modo singular que tenemos de organizar nuestra experiencia vivida. La cuestión reside, creo, en que no somos ni tan jóvenes ni tan viejos como creemos. Nos cuesta pillar nuestro ajuste en el tiempo, y como tampoco podemos escapar de la obsesión de coincidir con el presente, quedamos atrapados en una especie de abismo de actualidad. Esa obsesión no es otra cosa que el viejo imperativo de la modernidad: estar en sintonía con nuestra época, nunca pasados de moda, siempre en la cresta de la ola o al menos prestos a capearla. Así, he visto a las mejores mentes de mi generación sucumbir al trap y los memes, convencidas de que allí anida la sensibilidad de nuestro tiempo, de que incluyendo referencias pop en un PPT es posible sacar a los estudiantes del pasmo con el que nos miran, nos oyen, simulan seguir nuestros argumentos y digresiones. Pero nada de eso funciona. Olvidamos que también nosotros simulábamos prestar atención a nuestros profesores, y nos aburríamos infinitamente mientras pensábamos que la vida estaba en otra parte. Tanto nos aburríamos que ahora nos da pánico aburrir a los estudiantes, verlos cabecear y cortar con sus bostezos el hilo que apenas habíamos logrado tensar. Rúbricas, dinámicas, didácticas, lecturas colaborativas, mapeos colectivos; me pregunto si toda esa faramalla pedagógica tiene otro sentido que entretener a una audiencia cuya atención hemos perdido en el gallito con el espectáculo. Si se me permite el oxímoron, habría que estimular el desinterés por la novedad, desfondar el mito de la originalidad y reivindicar el placer de llegar tarde a todo. No sólo bajaríamos las cuotas de ansiedad y de furor productivo, sino que en ese remanso sería posible hacer lugar a una historia más paciente, atenta a las rimas y los ecos por venir.