Cuando Luis Poirot recién había cruzado la barrera de los veinte años, Jaime Celedón le propuso hacer una obra de teatro basada en las tiras cómicas de Jules Feiffer. Poirot y Celedón trabajaban en el Teatro Popular ICTUS y la sala La Comedia se convirtió en el refugio del experimento. Con el estreno encima se pensó probar la fórmula en las funciones especiales de los lunes, que era el día que ICTUS había reservado para la experimentación. El asunto cobró un color distinto cuando desde arriba decidieron sacar la obra del margen y ponerla en la cartelera permanente. Ahí lo exploratorio se convirtió en propositivo.

Esa es más o menos la historia de Humor para gente en serio, la obra que dirigió el joven Poirot en 1967.

Traigo este cuento a colación porque la fórmula «humor para gente en serio» fue moneda corriente para caracterizar una forma particular de hacer eso, humor, en la nada pacífica década de 1960. Los sesenta no solo fueron años de liberación y muchacherías (esa es la postal más querida), sino también de debate áspero y gatillo fácil (esa es la postal olvidada). Hacer humor no cae de maduro, debe ser doblemente difícil en tiempos revueltos, y una verdadera operación taumatúrgica cuando se hace para gente en serio. Los integrantes de ICTUS se convencieron de que ese humor era necesario para ese momento y probaron sus límites en todas las trincheras posibles, tanto en sus propios montajes como en La Manivela, el programa te – levisivo que hizo de la sátira y el absurdo parte del mobiliario doméstico.

Dicen que no era humor de comediantes ni de actores cómicos. Era humor de actores a secas. Tenía una curvatura que debió generar anticuerpos en un entorno que se había acostumbrado a la frontalidad del lenguaje de clases. Varios debieron sentirse atraídos y a la vez despistados por esa mezcla de reflexividad, ironía y jabonosas referencias a la política. Se dijo que era un humor muy intelectual, muy burgués, pero pocos le negaron lo incisivo. Y es que, ayer igual que hoy, hablar de «gente en serio» no lleva sino a pensar en «gente linda», en circuitos selectos, en formas de distinción. Pero al afinar el oído la cuestión suena más delicada. Entonces también se cuestionaba la risa fácil y el talento se asociaba al que aspiraba a la risa difícil. No es que los serios rieran menos o distinto. El punto era qué les pasaba después de la risa.

Los de ICTUS apostaron a que el humor fuera la puerta de entrada para una crítica que siempre volvía a los que reían. ¿Para qué acusar el absurdo en el otro si podíamos verlo en nosotros mismos? Era un gesto con resonancias bíblicas, no hay duda, pero se trataba de una cuestión impostergable cuando se discutía el perfil que debía tener el «hombre nuevo». La urgencia era decir que el humor reclamaba su lugar en esa nueva vida, pedía su espacio como el vehículo más suave para las verdades más serias. No había para qué ponerse graves si bastaba con ponerse serios.

Ese hombre nuevo no llegó, o mejor dicho llegó pero luciendo y actuando distinto. La mala noticia es que a este hombre nuevo parece no interesarle el humor, porque está muy atareado blindando lo correcto. La nostalgia ocupa un lugar cada vez más grande cuando uno ve las tiras de Feiffer o revisa lo que se decía del humor en el teatro de los sesenta. Es cierto eso que de tanto mirar para atrás uno empieza a pensar como los antiguos. Pero, cuando uno hoy mira hacia adelante, todo indica que más vale sentarse con los viejos, escuchar lo que dijeron y rastrojear con ellos los caminos que quedaron truncos. Quizás encontremos una pista que nos devuelva el humor y nos permita tomarnos en serio. Sin tontos graves de por medio.