Resulta sorprendente que un autor tan poco prolífico como Philip Larkin (1922-1985), cuya humilde obra completa apenas contiene dos novelas, cuatro exiguos poemarios y un par de compendios críticos de valor modesto, haya ejercido sobre las letras inglesas un embrujo tan poderoso durante los últimos cincuenta años.

Este curioso fenómeno responde, en parte, a ciertas peculiaridades de la cultura británica en la que ‒a diferencia de lo que ocurre en otras tradiciones intelectuales‒ los poetas no son siempre tratados como chiflados oraculares o marginados pomposos. Algunos llegan incluso a gozar de una relevancia casi institucional y no es raro que la opinión pública les otorgue el rango de celebridades menores. Tras la publicación en 1955 de The Less Deceived, Larkin ingresó en este selecto grupo de autoridades literarias y, junto con sir John Betjeman, se convirtió en el poeta inglés más querido de la segunda posguerra. Sus libros contaron con la unánime aprobación de la crítica y con una cálida recepción por parte de los lectores.

A pesar de las campañas de desprestigio que ha sufrido, todavía hoy dispone de un grupo de seguidores relativamente fiel. Aunque se negó a ejercer como Poeta Laureado ‒un cargo para el que fue propuesto por su idolatrada Margaret Thatcher‒, pocas figuras han conseguido encarnar mejor que Larkin el arquetipo del poeta nacional inglés, lo cual, por otro lado, no dice nada bueno ni del imaginario colectivo de aquel país ni del tipo de pesadillas a las que sirve de cobijo. Su biografía y su obra son un homenaje ‒tan lleno de humor y amargura como de retorcido orgullo patriótico‒ a algunos de los rasgos más macabros del espíritu británico, como la mezquindad, la falta de pasión y la ironía en su modalidad más hiriente.

Otra parte nada desdeñable del anómalo éxito que Larkin cosechó en su vida y del afecto que sus contemporáneos le dispensaron se debe al carácter violentamente antimodernista y antiintelectual de su poética. En las pocas ocasiones en que se atrevió a tratar cuestiones estéticas (algo que solo hizo abiertamente en sus críticas de jazz), sostiene la peculiar tesis de que el vanguardismo fue una siniestra conspiración cultural urdida por artistas y académicos para ignorar el criterio del público. Sin la incómoda presencia de los lectores, los poetas modernistas pudieron entregarse a un insensato festival de experimentalismo patrocinado por los eruditos que, gracias a la dificultad interpretativa de las nuevas obras, se erigieron en los nuevos árbitros del gusto contemporáneo. Larkin creía que era urgente corregir esta corrupción de los valores estéticos para así devolver la poesía a su legítima audiencia y hacer de ella un objeto de entretenimiento accesible. El resultado de esta apuesta contrarrevolucionaria fue una obra deliciosamente tradicional en sus temas (la muerte, la parálisis emocional, la soledad), inquietantemente cotidiana en sus motivos (el desolado hotel junto a la estación, la ambulancia que traslada al moribundo, el geriátrico en el que desvarían los ancianos) y aparentemente simple en la forma que, a pesar de su pavoroso trasfondo ideológico, cautivó de inmediato a un público cansado de los maratones de ilegibilidad que la sensibilidad moderna alentaba.

La profunda enemistad que Ted Hughes y Philip Larkin se profesaron durante más de veinte años es un perfecto reflejo del grado de vehemencia con que se vivió esta guerra cultural. Con su habitual mezcla de sarcasmo y autodesprecio, Larkin resumió esta conflictiva relación en los siguientes términos: «Yo era una alternativa sofisticada, cínica, decadente y con reloj de bolsillo a su presencia primitiva, espontánea, viril y enfundada en cuero». Cuando se enteró de que Hughes había sido seleccionado para ocupar el puesto de Poeta Laureado que él mismo había dejado vacante, no pudo evitar añadir: «Será difícil vivir sabiendo que soy la causa de que entierren a Ted en la abadía de Westminster».

A pesar de que es imposible determinar el grado de verosimilitud de las confesiones privadas y las huellas autobiográficas de un autor, solemos utilizarlas como principios interpretativos cuyo alto poder contaminante afectará de manera duradera a la recepción de su obra.

Sin embargo, por muchos que sean sus méritos literarios y por grande que sea su prestigio intelectual, el interés que Larkin despierta hoy se debe casi exclusivamente al efectivo vudú biográfico que con su figura ha practicado una sañuda hermandad de cotillas. La publicación de sus Selected Letters en 1993, compiladas por el eminente larkinólogo Anthony Thwaite, provocó una terrible conmoción en los cenáculos literarios del Reino Unido. Las sórdidas revelaciones que allí quedaron expuestas desplazaron por completo el lugar que Larkin ocupaba en el mapa literario de su país y afectaron de manera irreparable a la interpretación de su obra. La aparición, pocos años después, de Philip Larkin: a Writer’s Life, la viperina biografía del poeta Andrew Motion, confirmó los peores presagios. De pronto, el antipoeta tartamudo de cuya vida privada nadie sabía demasiado (salvo que vivía soltero en una remota ciudad de provincias y dirigía una biblioteca), pero al que todos trataban con una simpatía indulgente, quedó convertido a los ojos de la opinión pública en un cascarrabias lleno de odio, represión y maldad.

La prensa especializada estuvo una década citando sin descanso los pasajes más escabrosos de su correspondencia ‒aquellos en los que se hacía referencia a su racismo, a su ideología reaccionaria y a su particular relación con las mujeres‒, y por los mentideros literarios circuló con insistencia una serie de rumores, alentados por Motion y otros siniestros traficantes de casquería íntima, según los cuales Larkin era poco más que un pornógrafo babeante que simpatizaba con el nazismo (para demostrar lo cual se adujeron pruebas tan endebles como el muñequito de Hitler con el que jugaba de niño o una carta de 1941 en la que afirmaba haber disfrutado leyendo los discursos del Führer). Aunque este incesante goteo de chismes y medias verdades ha conferido un renovado vigor editorial a la obra del poeta, los efectos sobre su reputación literaria han sido terribles.

Como es lógico, al conocerse estos detalles un murmullo de reprobación recorrió los claustros universitarios de todo el país, y en las facultades de literatura dio comienzo una despiadada revisión del corpus larkiniano. La revuelta fue liderada por la profesora Lisa Jardine, que, en un arrebato un tanto exagerado aunque no del todo incomprensible, se negó a enseñar la obra de Larkin a sus alumnos y exigió su inmediata retirada de los planes de estudio. Los autores de ciertas notas al pie fueron escarnecidos, algunos investigadores conminados a cambiar la orientación de sus tesis y, en general, las trituradoras culturales engrasaron su maquinaria para iniciar otro ridículo episodio de persecución e histeria colectiva. Este festival de insidias no tomó un cariz más amargo gracias tan solo al comportamiento de la secretaria de Larkin, Betty Mackereth, que fue la encargada de destruir los más de treinta volúmenes de diarios que había aquel acumulado en su despacho de la universidad. Al parecer, el poeta pasó sus últimos días aterrorizado ante la posibilidad de que estos cuadernos se hicieran públicos y dejó instrucciones precisas a su círculo más íntimo para que se deshiciera de ellos. A juzgar por el espanto con que reaccionaron quienes accidentalmente pudieron echar un vistazo al revoltijo de insultos, diatribas y fantasías masturbatorias que contenían, su cautela estaba más que justificada. De haber caído en manos de la crítica, esas anotaciones habrían dado lugar a un linchamiento público sin precedentes que hubiera acabado quizá para siempre con el prestigio literario de Larkin.

A falta de un diario al que poder acudir en busca de pruebas, el epistolario se convirtió en el único material autobiográfico disponible, y quienes se internaron en él con propósitos incriminatorios pronto descubrieron una grave acusación con la que justificar su cruzada: la misoginia. Las opiniones sobre las mujeres que Larkin vertió en sus cartas son de una explicitud escalofriante y provocaron un estallido de indignación entre los expertos. «La idea de irme a la cama con una mujer –le confiesa a su amigo Kingsley Amis en 1943– me resulta tan problemática como presentar mi candidatura al Parlamento.» «Las mujeres son basura», afirma poco después. Y, en uno de los pocos fragmentos de sus diarios que se conservan, concluye: «Todo el asunto del sexo me deja perplejo. Hasta donde sé, las mujeres son seres estúpidos. El sexo es algo demasiado bueno para compartirlo con nadie. Las relaciones sexuales son siempre decepcionantes y casi siempre dan asco, es como pedirle a alguien que te suene la nariz».

Las citas románticas le parecían una agresión intolerable y a menudo preguntaba a sus corresponsales cómo era posible que invitar a una mujer a tomar el té no le diera derecho a mantener con ella algún tipo de intimidad física («no quiero salir con una chica y gastarme casi cinco libras cuando puedo hacerme una paja gratis en cinco minutos y tener el resto de la tarde para mí»). Con todo, la crítica ha tendido a exagerar el significado de estas afirmaciones ‒que fueron concebidas como chistes privados para un grupo de interlocutores muy tolerantes con ese tipo de humor, y que están en franca contradicción con la actitud hacia las mujeres que Larkin mantuvo a lo largo de su vida‒, hasta el punto de hacernos perder de vista el marco casi clínico de represiones y complejos en el que se inscriben. De lo que dan cuenta, más que de una actitud machista, es de un mundo emocional completamente arruinado y de una incapacidad patológica para establecer lazos significativos con otras personas, cualquiera fuera su género.

Si se analiza con detenimiento el ramillete de barbaridades que Larkin exhibe en sus cartas, resulta evidente que el desprecio que sentía hacia las mujeres formaba parte de un universo de fobias mucho más rico y variado. Su dedo acusador apunta con similar asco hacia los niños («cuando era niño odiaba a todo el mundo, o eso creía; cuando me hice mayor me di cuenta de que lo que de verdad odiaba era a los niños»), los inmigrantes («ya no vamos a ver los entrenamientos en la universidad: demasiados malditos negros alrededor»), los trabajadores («los líderes sindicales quieren reducir el país a un estado de caos que los rusos aprovecharán para marchar sobre nosotros»), las parejas casadas («el matrimonio es una institución asquerosa»), las universidades («esos nidos superfluos llenos de gandules ahogados en traición»), los miembros del Partido Laborista («fanáticos de los negros, enemigos del ejército, chulos diurnos»), e incluso alguno de sus amigos (como el escritor Anthony Powell, para quien solía reservar el calificativo de «enano caracaballo»).

Larkin sentía una ojeriza tan incluyente y monumental que, sin temor a equivocarnos, podríamos afirmar que su verdadero objeto era la vida en todas sus manifestaciones. No deja de resultar irónico que estas declaraciones difamatorias y groseras hayan brotado de la misma sensibilidad que fue capaz de crear una poesía tan llena de belleza, de verdad y de humor. Tanto si creemos que el arte es un documento de barbarie, como nos sugieren los críticos marxistas, o una liberadora catarsis, como insinúa con malintencionado optimismo la tradición burguesa, lo cierto es que en la obra de Larkin lo vemos una vez más convertirse en el espacio donde se pasan a limpio las pulsiones más negras.

La ominosa reevaluación de la que el poeta ha sido objeto en los últimos veinte años permite observar con claridad el funcionamiento de este tipo de operaciones –a un tiempo editoriales y académicas‒, así como el papel que en ellas se les otorga a los materiales autobiográficos. Los primeros pasos los dan los cazarrecompensas del chisme que se dedican a dragar las ciénagas de lo inconfesable hasta que dan con alguna evidencia inculpatoria, generalmente relacionada con el mundo de las excentricidades sexuales o de las desviaciones políticas (las dos obsesiones recurrentes de la psique burguesa). Después, la crítica exagera el significado de estas revelaciones para que la inmensa complejidad de una vida quede reducida a una serie de rasgos escandalosos fácilmente manejables. Es entonces cuando intervienen los medios de comunicación que, al poner en circulación las simplificaciones confeccionadas por la crítica, generan una controversia pública comercialmente muy rentable pero literariamente desastrosa. A pesar de que es imposible determinar el grado de verosimilitud de las confesiones privadas y las huellas autobiográficas de un autor, solemos utilizarlas como principios interpretativos cuyo alto poder contaminante afectará de manera duradera a la recepción de su obra. En esta tierra de nadie de maledicencias y cotilleos es donde se encuentra hoy, como muchos otros artistas, el poeta Philip Larkin. Confiemos en que poco a poco se vayan apagando los gritos de indignación que la polémica ha suscitado. Solo así conseguiremos que la histeria deje de acobardar a la inteligencia por más tiempo.