I
En su estudio de la calle Mühlenstrasse, el doctor Asmus Julius Thomas Thomsen escucha el desconsuelo de su hijo Thomas luego de haber sido rechazado en las pruebas de ingreso al servicio militar. Nada ilusionaba más al quinceañero danés que servir a la patria y atravesar los campos de su tierra en las filas de las tropas de infantería del Ejército Real de Dinamarca, enarbolando una bayoneta y expulsando prusianos del ducado de Schleswig. El ducado le pertenecía a la corona por derecho hereditario desde tiempos vikingos y ningún patriota con el pecho bien puesto cedería un centímetro a los alemanes. La herencia es una cuestión inapelable, le habían enseñado, con la herencia no se juega.

Nada desgarra más el pecho de un padre comprometido con la vocación de su hijo que ver su futuro truncado, aun cuando la vocación del niño sea inversa a la del padre –porque él, como médico, ha entregado su vida a velar por la de los otros– y aunque eso del futuro sea algo en entredicho tratándose de matar o morir en la guerra. El muchacho alucinaba con una carrera militar, encajado en ese uniforme, con esa chaquetita azul con botonería dorada, ese cinturón de cuero y esas gruesas botas negras de media pierna diseñadas para someter a la nieve. Y qué decir del sable con incrustaciones reales. Y de la bayoneta. Y del abrigo gris con el gorro de piel de oso. La indumentaria perfecta para hacer frente al enemigo en el adverso clima nórdico, cuestión no menor, dada la importancia que el frío ha tenido en la historia de su familia.

Todo parecía ir tan bien. El muchacho pasó las primeras pruebas con éxito, el médico indicó que estaba psicológicamente habilitado para destripar alemanes y, a la observación, gemelos, femorales, pectorales y deltoides se veían sorprendentemente desarrollados para un chico que recién se empinaba a los dieciséis. Era un hecho, en unos años más se convertiría en un verdadero gladiador.

El problema se dejó ver en el ámbito de lo práctico. El trote en sí no presentó mayor inconveniente; la tropa de aspirantes se trasladó en una coreografía disciplinada, convertida en un solo cuerpo que bufa, exudando patriotismo y testosterona. El drama se manifestó tras el pitazo del sargento que ordenó plantar la carrera en frío imitando un asalto al enemigo. La reacción debía ser instantánea, pero el privilegiado cuerpo de Thomas no respondió a la altura y se quedó pegado al suelo mientras sus compañeros corrieron a hacer patria descuartizando confederados imaginarios. Los músculos de sus piernas se entumecieron, sus manos se pegaron a la bayoneta, sus párpados se engarrotaron, se le trabó la mandíbula y, como un soldadito de plomo, cayó tieso en la tierra escarchada. Intentó ponerse de pie, pero cada movimiento se volvía en su contra. ¡Qué le pasa, soldado!, le gritó el sargento. ¡No sé, mi sargento!, mintió Thomas con la lengua rígida.

Pero el chico sabía perfectamente lo que pasaba. No había querido mencionar, para no ser rechazado en el cantón, que padecía ese tipo de espasmos desde que tenía uso de razón, y que empeoraban con la asolada del frío. El sargento fue todo menos comprensivo, no se le puede pedir ternura a un olmo, y el pelotón se convirtió en una masa organizada de burlas y murmuraciones. ¡Qué le pasa, soldado! Pero no era momento para explicaciones. A la corona le urgía una legión de húsares para proteger la península. Necesitaba héroes, no una estatua al soldado desconocido.

El muchacho fue acusado de fingir extraños síntomas para evadir el servicio. Nada más alejado de la realidad; el chico tenía vocación de muerte, era el cuerpo el que no lo apañaba. Fue humillado frente a la compañía, tildado de mentiroso y antipatriota y debió partir cargando su vergüenza hasta el estudio del doctor Thomsen. Y ahí está, secándose lágrimas y mocos con la manga de la chaqueta, con los párpados recogidos como si estuviera haciendo chinitos. Porque así como el frío, las emociones también tienen un rol importante en esta fiesta.

En un arrebato de impotencia el padre empuña su mano para golpear el escritorio. Pero su mano se queda de piedra, y todos los músculos involucrados en el gesto de la rabia se rehúsan al relajo. O más bien, lo encuentran cuando la rabia que lo originó ha sido suplantada por la impotencia. Como su hijo, y buena parte de su familia, el doctor Thomsen ha sufrido desde siempre estas molestias. Thomsen es neurólogo, tiene pergaminos como para empapelar su estudio, hace clases en la universidad. Es respetado, doctorado en Berlín en enfermedades neurológicas. No lo tiene claro, pero quizás escogió esta profesión porque las personas somos obstinadas y escogemos por donde nos duele. Pocos conocen la razón por la que le rehúye al frío, por la que a veces demora en levantarse de su silla, por la que da esos interminables apretones de mano, y es porque le aqueja un extraño mal del que poco o nada se sabe, que le entumece los músculos al comenzar un movimiento. Un mal cuya única explicación hasta ese momento se emparenta con lo demoníaco. El doctor se ha pasado años haciendo de conejillo de Indias de sí mismo y observando a su hijo para obtener algún patrón de la enfermedad, algo que la explique para encontrar una cura que dé alivio a él y a sus parientes afectados. Y aunque el método científico no ha dado frutos, no se va a quedar como figura de yeso viendo cómo el Ejército Real humilla a su hijo. El doctor Thomsen acaba de decidir que es hora de salir del clóset; también, que su retoño debe repensar su vocación (la carrera médica, tal vez, la de leyes, nada que implique una carrera en el sentido literal de salir corriendo rápido hacia algún lado) y que buscará apoyo en la comunidad científica.

Por eso ha investigado y ha dibujado una y otra vez el árbol genealógico de su familia, donde la rama que corresponde a su lado materno se bifurca en decenas de ramitas que a su vez se bifurcan en decenas de ramitas más y de algunas de ellas cuelgan tías, tíos, abuelas, primos y primas con distintos grados de incapacidad de relajar los músculos después de un movimiento, y con susto de caer como frutos empalados en el piso. Y ahora Thomas. Thomas, que vendría a completar la base enferma del árbol, porque Carlota, su hermana la menor, aletea como colibrí de tulipán en tulipán sin el más mínimo asomo de entumecimiento.

Hace frío, es uno de esos días cerrados de invierno y en una sala del hospital José Joaquín Aguirre, el doctor Ferrer ha citado a su curso de neurofisiología a una clase expositiva. Los futuros médicos sacan sus ojos curiosos por entre las bufandas y los gorros tejidos, y sus lápices resbalan entre los mitones. Así como Thomas a mediados del siglo xix en un ducado danés que demoró poco en caer bajo soberanía prusiana, hoy, en 1988, sirvo yo como conejillo de Indias. Aleteo cerca de la edad que tendría Thomas cuando se dio con sus limitaciones contra el suelo escarchado, y he tenido molestias para librar mis humildes batallas. El médico me pide que apriete los párpados con fuerza, que salte, que me agache y me ponga de pie de un envión, golpea mi antebrazo con un martillo de goma y el público se saborea con los signos de la distrofia muscular que padezco. Soy una curiosidad para ellos, un «por ejemplo», un caso. Cada reacción de mis músculos corrobora los estudios descritos por el doctor Thomsen en su tratado de 1876.

Los estudiantes desean que mi cuerpo se engarrote más, que mis manos se encrispen, que tenga dificultades para deglutir y para respirar como en los casos más graves, pero la enfermedad no es tan agresiva en mí. Me ha hecho desarrollar una musculatura marcada debido a la cantidad de esfuerzo que significa la pelea contra la rigidez. Para mí la enfermedad es una gran molestia que me ha sacado lágrimas, pero no es inhabilitante si guío mis expectativas tomándola en cuenta. Nada comparable a la enfermedad de Becker, o la de Steinert, por ejemplo, u otras miotonías degenerativas y mortales. Los días cálidos ayudan a que los músculos se tomen menos tiempo en relajarse, pero en días como hoy, el despliegue del mal está en su apogeo. Son pocas familias en Chile, dice sonriendo el doctor Ferrer y los chicos anotan y yo no sé si sentirme orgullosa, privilegiada o lamentarme. También anotan gen autosómico dominante, hipertrofia muscular, mutación genética y canales de cloro y nomenclaturas que no alcanzo a entender. Lo que sí entiendo es que en el origen ciertos genes se arrancaron con colores propios y que los descendientes afectados tienen el cincuenta por ciento de probabilidad de manifestar los síntomas. También, que no hay cura alguna para la enfermedad, porque no es exactamente una enfermedad sino una condición. Se han probado sí algunos medicamentos, pero los efectos adversos superan a los beneficios. El médico dice que hay que confiar en la ciencia, y que algún día, quién sabe, alguno de los futuros médicos presentes dará con una medicina que cambie nuestra historia.

A algunos les heredan casas, joyas, tierras, a nosotros nos heredaron un gen autosómico dominante que no alcanzo a imaginar, y que me suena a robótico y a sometimiento.

II

A algunos les heredan casas, joyas, tierras, a nosotros nos heredaron un gen autosómico dominante que no alcanzo a imaginar, y que me suena a robótico y a sometimiento. Es que la herencia es inapelable, aprendí, con la herencia no se juega.

A diferencia de Thomas, el mundo militar para HermanoXY(+) es una pesadilla. Sus nombres y nuestros apellidos aparecieron hace un par de años en una interminable lista de llamado en el portón de un cantón de reclutamiento. Debía presentarse ahí para enrolarse en el servicio militar obligatorio. Es tiempo de dictadura, y el fantasma del «servicio» ronda a todos los muchachos con cuarto medio cumplido. Hay que proteger a la Bella Durmiente de las agujas, y hay que salvar a los jóvenes de esa pesadilla camuflada regida por mandos con un concepto perverso de la patria. En estas mismas condiciones, tal vez Thomas se habría presentado de voluntario, pero para otros, sin pedigrí ni apellido ni aspiraciones en la carrera militar, encontrarse en esa lista es un espanto. Significa volverse un pelado (no sólo por el estilo del corte al rape), un desvalido, un chiquillo a la intemperie, sin su historia, sin su dignidad. Es caer en manos de milicos golpistas, de exterminadores que te someten, te anulan, te ocupan, te mandan a allanar las poblaciones y a dar culatazos en las costillas. Se escuchan historias horrorosas de los conscriptos. Que los adoctrinan, que les lavan el cerebro, que se ensañan con los más débiles. Que sorprendieron a Pedro pajareando y lo hicieron comer sus excrementos, que Juan no pulió el fusil y le metieron un tubo de pasta de dientes por la nariz, que Diego se puso a llorar y lo violaron con una pistola frente a sus compañeros.
Que cuando entras te regalan un cachorrito, le pones un nombre y lo entrenas y antes de salir del servicio te mandan con un corvo a descuartizarlo, y debes comerte al Pillín en un asado. Dicen que te golpean tanto que a algunos los devuelven parapléjicos. Que otros han muerto en ejercicios militares. Todo para endurecerlos, para hacerlos valientes, para que no les tiemble la mano. Tienen que hacerse hombres. Hay que torturarlos para que aprendan de tortura, hay que mandarlos para que aprendan a obedecer, hay que meterles a fuego el amor a la patria para que corran a defender el alma de Chile punta y codo en un combate imaginario, para volverlos carne de cañón en una guerra imaginaria, porque los ché quieren la frontera, porque los cholos y los bolivianos se están confederando, porque hay marxistas apátridas armados en los entretechos, conspirando en las cloacas, en las sacristías, y en cualquier momento atacan.

Los padres sufren horrores imaginando a sus hijos dentro de ese uniforme de traidores, por eso hacen lo que sea por sortear el llamado. Hay tráfico de certificados médicos porque siempre hay alguno piadoso y consciente, dispuesto a arriesgarse con un informe falso, porque entienden que no se les puede entregar los hijos a los militares. Hay que encontrar algún contacto en el Ejército que pueda intervenir, algún tío o vecino, o compañero de trabajo que conozca a un sargento, un capitán, al que explicarle su caso particular, que entienda que no es que él no quiera, es que no puede cumplir con el servicio. Si no estás enrolado en una casa de estudios superiores todo vale: una pierna fracturada, una madre moribunda, una novia embarazada, una desviación homoerótica inhabilitante, porque la patria quiere machitos con cojones, no colizas que le cambian vestiditos a las muñecas.

No ha habido guerra con los vecinos, hace años hubo movimientos de tropas en la frontera con Argentina pero fueron pacificados por la mano misericordiosa del papa. A los pelados los mandan de cacería a capturar frentistas, lautaristas, miristas y a toda su telaraña subversiva. Y andan como locos, dicen, como drogados, como si algo dentro se les hubiera torcido y hubieran quedado mirando al sudeste.

Con la misma incertidumbre de Thomas, HermanoXY(+) se presentó al cantón. Reunieron a los postulantes, los distribuyeron en filas, los hicieron sacarse la ropa y quedar en calzoncillos. Los observaron en detalle y los clasificaron; HermanoXY(+) quedó entre los de físico privilegiado. Los hicieron trotar, cantar y les dijeron que todos estaban calificados, pero que si alguno tenía un certificado médico o alguna razón de peso para no cumplir con su deber, debía acercarse a la oficina. Y hasta ahí llegó Hermano XY(+) con un certificado del doctor Ferrer que decía con una letra endemoniada que él no estaba apto para cumplir con el servicio militar, porque padecía una miopatía patológica y congénita conocida como enfermedad de Thomsen, que impedía el movimiento normal y fluido. Así como el médico del Ejército Real de Dinamarca, el médico del cantón de reclutamiento del Ejército de Chile desconfió de los síntomas de la enfermedad. Lo miró con suspicacia, imaginando que él, como cientos de otros casos que le había tocado ver y objetar, estaba mintiendo y que el certificado era falso. Jamás en su paso por la universidad había oído hablar de una enfermedad como esa. HermanoXY(+) trató de explicarle, de hacer que entendiera, o que al menos investigara antes de enrolarlo. Al lugar compareció un colega y le presentó el caso. Este tampoco conocía la enfermedad, pero sí conocía al doctor Ferrer: había sido su profesor en la Universidad de Chile y era un hombre honorable que jamás se prestaría para un fraude antipatriota. Así fue como HermanoXY(+) pudo respirar aliviado y sacarse definitivamente de encima la posibilidad de allanar, de fusilar, de matar a su perro, de disparar a fantasmas y que la bala fuera a dar al blanco equivocado.

III
Los alumnos estudian mis movimientos, me preguntan si me duele, me tocan, preguntan por mi familia y el doctor Ferrer les explica que viene estudiando mi árbol genealógico desde hace años, cuando descubrió accidentalmente a un miembro positivo en un caserío de Las Condes, cuando era una comarca semirrural, no el asentamiento precordillerano de élite que es ahora. Yo crecí escuchando historias de esa rama de mi familia. A Mamá XX(+), por ejemplo, la tuvieron que sacar en andas de su pieza durante el terremoto de 1971, antes de que el adobe y las tejas la sepultaran entre los escombros; estaba embarazada y el embarazo agrava los síntomas hasta niveles inhabilitantes. De eso supo bastante BisabuelaXX(+) que contó veinte embarazos y se pasó su juventud y su vejez sometida a la libidinosidad de BisabueloXY(-) y a la voluntad de Jehová Dios, que era el que enviaba a los hijos.
En ese tropel de descendencia hay una nube de imprecisiones con respecto a la penetración del

mal y las historias de miotonía se refieren más que nada al mundo del trabajo, porque BisabueloXY(-) no les permitía a sus hijos ir a la escuela para que no aprendieran huevadas como leer y escribir cartas de amor. Tíoabuelo1XY(+), porejemplo, manejaba camiones en la mina La Disputada y apaciguaba los síntomas en días de frío con sorbos de vino tinto. A Tíoabuelo2XY(+), una noche se le sentó el Diablo en el anca del caballo, y el fuego que exudaba el Demonio en su espalda no alcanzó a aplacar el engarrotamiento que le impidió dominar el pánico de la bestia, que salió huyendo desbocada. Tíoabuelo3XY(+) contaba con completa convicción que una madrugada del mes de septiembre venía de vuelta a su casa desde Corral Quemado acompañado de un compadre. Había habido fiesta y vino. La luna llena era la única fuente de luz y rebotaba en los colchones de nieve que cubrían el valle de la precordillera. Ni el calor del vino, ni la manta ni el sombrero lograron paliar el hielo que le clavaba los pulmones. Escucharon perros que ladraban y los caballos se pusieron nerviosos. Oyeron ramas que se quebraban y vieron nieve desprendiéndose de las copas de los árboles. Tíoabuelo3XY(+) se puso en alerta, había escuchado que merodeaba el león en el cerro, sabía que circulaban cuatreros. Sintió un llanto desconsolado a lo lejos, divisó un montículo de nieve acurrucado sobre una roca, vio que se ponía de pie y tomaba forma humana. Los caballos se volvieron locos. ¡La Mujer Blanca!, dijo el compadre, y su bestia partió desbocada con él pegado a la montura. Tíoabuelo3XY(+) luchó por dominar a la suya, pero sus músculos se engarrotaron y fue inútil mantenerse firme. Cayó al suelo tieso como un palo, y su caballo corrió a perderse. Quedó solo, tirado, inmóvil viendo cómo se le acercaba esa forma desconsolada, saltando de roca en roca, de copa en copa. La vio frente a frente con su cara alba, con su bata blanca larga, llorando lágrimas de hielo por sus hijos desaparecidos en la cordillera. Se quedó mudo con la mandíbula trabada y su lengua rígida. La llorona tomó un impulso, saltó por encima de su cabeza y siguió su camino confundiéndose con los reflejos de la luna en la nieve.

IV
El doctor Ferrer me pregunta si tengo problemas para desarrollar mis actividades normales y yo le explico a la audiencia que mi familia aprendió un truco que se ha traspasado de generación en generación. Se trata de calentar los músculos antes de realizar un movimiento enérgico, de tal manera que los síntomas se presenten antes y no durante la acción. Es un dato práctico, una recetacasera que me ha ayudado a sortear obstáculos en momentos de necesidad. Los espectadores se miran, sonríen, lo anotan en sus cuadernos.

El doctor me cuenta que tiene noticias. Un laboratorio ha sintetizado ciertos fármacos paliativos de otras enfermedades neurológicas que podrían ser útiles para aplacar los síntomas. Es posible que funcione, dice, qué se pierde con probar, y más que nunca me voy sintiendo el capítulo de una tesis o de un tratado científico que ha demorado más de un siglo en completarse. Mal que mal es una esperanza que me significaría no quedarme pegada a los fierros de las micros y bajarme a tiempo en los paraderos. O no tener que inventar excusas en la Escuela de Teatro que me den el tiempo que necesito para calentar antes de realizar un ejercicio físico, porque he decidido que no me voy a quedar congelada viendo cómo se escabullen mi vocación y mis sueños.

En el colegio soñaba con ser bailarina, enfundada en mi uniforme de tutú, diadema y raso. Levitar en puntitas sobre mis zapatillas de yeso, larga, delgadísima, a punto de salir eyectada de puro sentimiento y música. Había estado en posición de hacerlo, me avalaba mi disciplina marcial a toda prueba. Había sobresalido por mi porte, mi empeine firme, mis pantorrillas marcadas, mi gracia y mi expresividad. Había ejercitado a fuerza de golpes (esto es literal) el truco del precalentamiento muscular y demostraba que podía seguir adelante con mis grand jeté y cabriole de manera normal, sin que el profesor Rodolfo y ningún otro de los cisnes del lago lo notara.

Eso hice durante todo ese día revolucionado por sedas, cintas rosadas y celestes, plumas y brillitos, ese día espectacular en que las madres dejaban la casa o pedían la tarde libre en el trabajo, para oficiar de asistentas en bambalinas y de público en las butacas del teatro Cariola.
Precalenté en el bus destartalado que nos sacó del colegio y nos dejó en la calle San Diego con otras delegaciones escolares en competición, y corrimos chillando vueltas locas por los pasillos lúgubres de alfombras rojas masticadas por el trajín del espectáculo. Precalenté en el camarín infestado de hongos y de humedad. Precalenté mientras las otras mordían suflés y deshacían chocolates en la lengua. Precalenté mientras mi madre rociaba laca en mi moño prendido en la mollera. Hasta que todo estuvo listo y el profesor Rodolfo desplegó una histeria de clóset y nos abrió los brazos como una gallina que aglutina a sus pollitos. Y yo seguí precalentando en bambalinas hasta segundos antes de salir a escena, y la luz se apagó, y todo quedó oscuro, y tomamos nuestros puestos, y la luz de los focos se fue haciendo de a poco, poniendo tibio el escenario, y aparecimos como señales, como manchas impresionistas de colores pastel, y nos fuimos enfocando en una composición simétrica. Aparecimos soberbias, disciplinadas, obedientes, la versión vaporosa de una tropa de infantería. Pero la música no entró a tiempo y debimos permanecer estáticas, inmóviles un minuto que a mí me pareció una eternidad. El efecto del truco de familia fue desapareciendo al tiempo que se esfumaba el hechizo que el malvado brujo Rothbart había impuesto sobre las damas transformándolas en cisnes. Vino mi parte, la de las proezas, el momento en que el cisne retoma la forma humana, pero mis piernas no respondieron, quedé petrificada, tropecé y caí al suelo. Mis compañeras de la bandada siguieron con la coreografía, mientras yo hacía indignos intentos por recuperarme. Después de un trastabilleo, pude retomar el ritmo y el movimiento, logré unirme al grupo y terminar el cuadro con pulcritud y con un aplauso cerrado del público.

Los alumnos se despiden y el doctor Ferrer me acompaña hasta un pasillo. Me entrega varias cajas de muestras médicas de un medicamento. Me dice que son solo para mí, que no las comparta con HermanoXY(+) ni con nadie más de la familia. Será la forma de comparar los efectos. Debo hacer una bitácora, anotar cualquier cambio que me llame la atención y volver en un mes para un nuevo examen. Yo asiento, soy disciplinada, no me acomoda el rol de conejillo de Indias pero soy como Thomas, quiero a toda costa que las molestias desaparezcan y quedar en el mismo pie de guerra que cualquiera de las muchachas y muchachos de mi edad.
Creceré, acumularé historias para colgar en las ramas de mi árbol que serán también historias de otros árboles. Seguramente tendré hijos con un cincuenta por ciento de probabilidades de manifestar los síntomas y tendré que enseñarles los trucos que a mí me han enseñado.

La herencia es inapelable, es cierto, con la herencia no se juega.