¿Debemos hablar con los malos? La pregunta es incómoda porque supone que en alguna parte hay buenos y en otra malos; y que los periodistas tenemos poder o derecho para entregar esas patentes.

Pero no solo eso la hace incómoda. Por lo general ambas palabras se usan sin comillas, porque las comillas suponen relativizarlas y ese verbo no se puede usar cuando lo que queremos es contar una historia con un malo y con un bueno. Las comillas son demasiado matiz. Prueben escribir así: «Bueno»; «Malo».

Eso, en lo abstracto. Porque basta colocarle a cualquier historia un malo-malo para que la sola idea de los matices suene a traición. O, peor: a complicidad. Por poner un ejemplo extremo: el libro del argentino Ceferino Reato Disposición final: nada menos que la transcripción de veinte horas de conversaciones con ese genocida católico que se llama Jorge Rafael Videla, líder de la junta militar argentina de los setenta. En el prólogo, Reato reflexiona sobre por qué hablar con personajes como Videla. Cita a un periodista argentino que le aconseja: «Tenés que entrevistarlo todo lo que puedas y escribir un libro. Hay que entrevistar a todos. Si Hitler viviera y te diera una exclusiva, ¿no irías acaso? Y si se aparecieran el Diablo o Dios, ¿no sería el sueño de cualquier periodista hacerles aunque sea un par de preguntas?».

Ese es un caso extremo. La mayor parte del tiempo nos debatimos entre malos que han quedado en la picota por un escándalo: financiero, sexual, político, deportivo, lo que sea; nuestros malos duran lo que dura el comentario del informe de una comisión investigadora de la Cámara de Diputados. Pocazo.

Los malos. No saco nada con decir que cambian según las épocas. Pero pongamos que estamos en los tiempos en que la sociedad norteamericana de los años treinta decidió que la marihuana era malvada. Y que los marihuaneros eran propensos al estupro, el asesinato y la violación. Y que eran mexicanos. Para qué hablar del opio. Los ingleses hicieron una guerra para poder comerciarlo en China; después, los estadounidenses lo prohibieron porque no podían prohibir a los chinos en sus ciudades.

¿Se podía llegar a saber qué pasaba con esas drogas sin hablar con los drogadictos? No. Tampoco hoy, que el tráfico en América Latina se convierte en guerra irregular. No se podría tampoco retratar la Alemania nazi sin sentarse un rato con el Führer o alguno de sus sicarios. Lean a William Shirer, que escribió metido en la boca del lobo.

Shirer. Buen ejemplo, porque hoy por hoy lo que a la mayoría de los lectores se le vendrá a la mente al hablar de mal y de malos es el poder. Quien se sienta a hablar con un poderoso participa de su mal. Casi por osmosis. Sea un malvado político o un abogado o un narcotraficante, que por lo menos hace las cosas más fáciles de contar: el tipo trafica.

Es un malo a secas.

¿Se puede escribir algo sin hablar con ellos? Imposible. Eso lo sabe cualquier periodista. El punto es el cómo. Con respeto, es un buen consejo. Pero eso es algo aplicable a cualquier entrevistado. ¿Qué puede hacerlo especial? No ir a jugar. Y eso será aplastarlos con preguntas, rociarlos con curiosidad real. Encontrar la historia humana entre la historia inhumana cuando viene el caso, como dice el periodista inglés Ioan Grillo en su libro Narco.

Un ejemplo que se me viene a la cabeza es la entrevista de John L. Spivak a Royal Scott Gulden en los años treinta. El primero, periodista de una revista de izquierda; el otro, pronazi y millonario. Debe ser de las mejores entrevistas hechas en el mundo. Obviamente no la voy a citar. Tarea para la casa.

Muajajá