Cada vez que escribo sobre ciencia ficción me pregunto si estoy haciendo trampa. Me abruman las discusiones sobre la rigurosidad del novum científico y me hastían los innumerables futuros distópicos que le deparan a la humanidad. Ustedes se preguntarán entonces, ¿me gusta o no la ciencia ficción?

Claro que sí, pero prefiero la más «blanda» de sus expresiones, cuando olvida el rigor científico y roza el límite de su propia definición. Ese momento que comienza a fines de los años 70, cuando feministas y queers invaden este género de hombres y lo hacen suyo.

Oh, sí. Esta «subliteratura» escapista va a galaxias lejanas para tener un mejor  punto de vista. Huye desde un viejo orden hacia dimensiones de tiempos alternativos y espacios tan extraños que sus lectores no titubean y aceptan las nuevas normas; nuevas normalidades.

Mi novum favorito de la ciencia ficción es el alien: el otro. El que partió como personaje de óperas espaciales y que luego le dio voz a la mujer, al queer y al inmigrante. Quise rastrear lo que esa voz decía en medio de batallas intergalácticas. ¿Pero para qué molestarme en buscar grandes reflexiones en un género masivo? ¿Acaso no sería mejor leer directamente los discursos de las minorías u obras de la «literatura seria»?

No, el alien tiene más poder. El alienígena logra exponer las metáforas sobre las que se construyen los estereotipos. Aquello que está latente en la Tierra se hace explícito y existe en esos extraños planetas. Y ese poder –según quiero creer– puede entregar verdades a la más cerrada de las mentes humanas.

Encontré lo que buscaba en la novela que fue mi objeto de estudio en mis tiempos de pregrado, no tan lejanos: La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Esta novela narra la misión diplomática de un terrícola, llamado Genly, en el planeta Invierno. Los habitantes del lugar no tienen sexo biológico hasta su periodo de celo («kémmer»), y cuando este llega cuentan con uno al azar y de manera temporal. Por eso toda la sociedad tiene la facultad potencial de ser padre o madre de sus hijos. El resto del tiempo, a los ojos del terrícola, son andróginos.

Genly conoce a Estraven, el primer ministro. Junto con el terrícola luchamos por ignorar la categoría de género que rige nuestra visión de mundo y que en Invierno es solo una performance temporal. No podemos evitar identificar a Estraven como un hombre, por su posición y carácter, lo que nos enfrenta a nuestros prejuicios. Los humanos también son juzgados por el «kémmer permanente» que determina su rol en la sociedad.

Genly y Estraven son aliens a los ojos del otro. Solo un viaje a través del hielo, durante el cual el reflejo del sol en la nieve los despoja incluso de su sombra, permitirá que puedan realmente verse. Al mirar a Estraven en kémmer, Genly entiende y se despoja del miedo que le había impedido amar a este hombre que era una mujer, a esta mujer que era un hombre.