La comunidad decide que es demasiado. Hay que conversar con el can para que entienda que esto es del todo inaceptable. Entonces, le dan ayahuasca al perro (sólo a él) y se lo explican.

Comunicarse con un jaguar, un perro o una paloma –en tanto seres pensantes con sus propios «puntos de vista»– es posible. Los runa ecuatorianos lo hacen. El antropólogo Eduardo Kohn me descubrió que esa comunicación es más extraña e instructiva de la que soñaba en la infancia.

Mearse y ser un yo

Comenzábamos a cruzar Scalabrini Ortiz por una de las esquinas de Güemes, en Buenos Aires, y divisamos a los padres de Eduardo Arrosi y al joven Cristóbal caminando en sentido contrario. A poco de que los cinco nos topáramos en medio de la avenida, Cristóbal, que venía medio distraído, se dio cuenta de quiénes éramos: nos abalanzamos mutuamente para abrazarnos y nuestro amigo, para escándalo de sus acompañantes ya mayores, se meó de alegría. Fueron inútiles los tirones de la correa roja y los gritos llamando al orden. Cristóbal sería el perro de Eduardo, mi mejor amigo en aquellos años, pero no temía expresar sus emociones. Eduardo andaba en Europa en un tardío viaje iniciático y lo había dejado con su familia. Si hubiera sido posible irse en Vespa directo del Barrio de Once a la zona del Palais Royal, en París, Edu se lo habría llevado –como hacía en Buenos Aires–, muy bien dispuesto en la plataforma donde van los pies en la motocicleta. Así, parte del afecto que Cristóbal nos prodigaba era vicario: encontraba en nosotros fragmentos vivientes del mundo perdido con la partida de su amo. Ese día aprendí que la frase «meado por los perros» es tan parcial como difamadora. La noche que le siguió aprendí algo más. Soñé con una vista frontal de la cara de Cristóbal. Sólo su rostro quieto y con mi propia voz, o una voz interior que decía, con la emoción del asombro, «es humano, es humano».

 Sin parla, pero escriturales

 Los niños pequeños, en la Sudamérica urbana, creen con naturalidad en la comunicación verbal con los animales. Recuerdo cuando escribía cartas a las palomas que se posaban en el balcón de nuestro departamento de la calle Huelén. La idea había sido de una de mis hermanastras mayores (era claro que las palomas, al menos esas palomas, no respondían las preguntas de viva voz). La broma encerraba la sabiduría del disparate. Los griegos, con su entusiasmo por los disparates como método de relato de la verdad, ya lo habían dicho: el alfabeto cuneiforme nació cuando un dios, Hermes, convino los sonidos del habla con un grupo de marcas, de cuñas, derivadas de las «V» que las bandadas de grullas forman en el cielo. Aunque es más seguro que el mito idealice una realidad más pedestre. El dios usó las huellas que las patas de las aves dejaban en el barro. Grullas o palomas. Si se puede manuscribir, ¿por qué no se puede «patascribir»? En los hechos, existe una «escritura» de las pisadas. No sólo de las palomas. Cualquier cazador (junto con Charles Pierce y Terrence Deacon) sabe que las huellas de todos los animales se pueden leer.

El juego entre mi hermanastra y yo daba en el clavo, pero no en su cabeza. Los seres vivos no humanos también se representan el mundo. Si no el guanaco no huiría del puma y el zorzal haría su nido en medio de las escaleras del metro Los Héroes. Literalmente, los animales tienen sus propios puntos de vista (o de oído y tacto). Y, sin duda, desde ellos, piensan. Los humanos, los educados a la forma occidental, no lo aceptamos porque «mezclamos representación con lenguaje, en el sentido de que tendemos a pensar en el trabajo de la representación en términos de nuestras asunciones de cómo trabaja el lenguaje humano», dice Eduardo Kohn, antropólogo argentino, doctor de la Universidad de Wisconsin y profesor en  la Universidad McGill en Montreal, autor de un libro sobre cómo «piensan» los bosques.1

Un día, Kohn lleva a su prima Vanessa a Ávila, pueblo ubicado en el alto Amazonas del Ecuador. Él trabaja allí con la comunidad runa. Hace ya siglos que los runa (de origen quechua) ocupan un lugar muy específico en la sociedad. Cristianizados, viven de la agricultura, la pesca y la caza, en subordinación, gracias a la herencia colonial, de los hacendados «blancos», pero considerados
superiores a los indígenas que viven más al interior de la selva. Sucede que un perro joven muerde a la prima en un muslo a poco de llegar. Hay estupor. Los perros no tienen permitido morder a la gente en Ávila. Al otro día, vuelve a hacerlo. La comunidad decide que es demasiado. Hay que conversar con el can para que entienda que esto es del todo inaceptable. Entonces, le dan ayahuasca al perro (sólo a él) y se lo explican.

Dicho a su manera

Cualquiera que tenga una mascota o trabaje con un animal doméstico sabe que, tanto como ellos pueden entender nuestras intenciones, nosotros podemos entender varias de las suyas. Ambos nos damos cuenta, nos representamos esa casi instantaneidad, el presente casi inmediato. No se necesita tener palabras en la cabeza para hacerlo. Si llegamos con nuestro gato de visita a la casa de un conocido que a su vez tiene un gato macho no esterilizado y sentimos un olor espantoso, todos entendemos de inmediato que es su territorio y que él quiere que lo sepamos. Por medio de un «índice», un indicio o huella intencional, ese gato ajeno nos dice algo. Demos un salto. «Por la boca muere el pez» o «Uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios», dicen lo mismo dos refranes, implicando que somos lo que decimos, lo que comunicamos. ¿Les pasará al resto de los seres vivos lo mismo? Es lo que afirma Kohn, para quien los signos (bajo la forma de índices e íconos) existen más allá de lo humano. «La vida es constitutivamente semiótica», dice. Y, más que eso, «la semiosis permea y constituye el mundo viviente y es por medio de nuestras parcialmente compartidas propensiones semióticas que las relaciones multiespecies  son posibles y, también, analíticamente comprensibles». El asunto tiene efectos prácticos: nunca se debe dejar de mirar a un jaguar a los ojos si se lo encuentra por casualidad en la selva.

Los otros mundos en este

A Kohn muchos lo consideran parte de lo que se ha dado en llamar el «giro ontológico» en las ciencias sociales anglosajonas. En su caso, y en palabras del antropólogo chileno-estadounidense Pablo Seward, «trata el mundo que ven los indígenas no epistemológicamente, como una interpretación más de un mundo natural que nosotros los occidentales iluminados ya hemos descubierto, sino ontológicamente, como un mundo enteramente distinto. Entonces, se explora cómo es que podemos entender los organismos que constituyen el Amazonas en cuanto parte de un todo que se puede considerar una cultura. Dentro de este contexto, el ser humano no es sino un organismo más entre muchos otros que constituyen esta cultura beyond the human». En ese mundo, se focaliza en las formas con que los seres humanos interactúan con los animales que les rodean, pero no en un nivel trivial, sino en una manera que se asimila (en grado de complejidad lingüística) a como los seres humanos interactúan entre sí. Pero sin engaños: Kohn presenta su labor no como una que se realice en una sociedad prístina, «silvestre», como ironiza él mismo, sino dentro de un grupo humano que hace mucho está del todo integrado en el Ecuador contemporáneo. Y lo que muestra de este grupo, y relata en How Forests Think, nos interpela.

Otra galaxia aquí mismo

Volvamos a la posibilidad de una conversación con los animales. Los runa saben cómo piensan los jaguares. Por un lado es simple. En tanto los predadores que son, si te muestras ante ellos desde ese punto de vista, como una presa, estás muerto. Pero también puedes ser visto como otro predador, un runa-puma. Ahí te salvas. Por eso nunca hay que presentarse como «carne» (dar la espalda), sino como «puma» (mirar a los ojos). Por otra parte la relación es compleja. Los muertos pueden encarnarse en un jaguar (y olvidar su pasado humano) y, a su vez, un ser superior de la selva usa a los jaguares como los perros de su jardín (la misma selva). En el mundo de Ávila, los animales son personas no humanas. En este multinaturalismo, la foresta que hierve de vida puede entenderse como la cantina de Star Wars, repleta de dialogantes especies diferentes. Lo que no vemos en la película es que esas personas se coman unas a otras, pero en la selva amazónica el cazador necesita matar y, para hacerlo, considerar a su presa un ser lleno de emociones, con un yo, no ayuda. No viene al caso detallar cómo se despliega esta danza de personalización- despersonalización, pero sí decir que ese despliegue es la clave que nos diferencia de lo que los runas entienden como personas no humanas: dado que «pensar moralmente y actuar éticamente requiere referencia simbólica», nosotros, los humanos, somos el único tipo de animal que actúa moralmente y puede anticipar, decidir y responsabilizarse por sus efectos en la vida del resto, arguye Kohn. La conclusión es clara. A diferencia del mundo Disney, no podemos esperar a ningún Pepe Grillo o Zorro Sabio que venga a darnos consejos como un guía moral.

Paradoja imperativa

Así, «no es suficiente imaginar cómo hablan los animales, o atribuirles el habla humana», dice Kohn. Hay que enfrentar «las limitaciones impuestas por las características particulares de las modalidades semióticas que los animales usan entre ellos mismos». Es lo que los runa han hecho creando su propio «pidgin inter-especie» con sus perros. Sin una gramática estable, un pidgin es un código que permite a personas de lenguas diferentes comunicarse operativamente, en lo que podría asimilarse a un puente colgante nacido de la necesidad y batido por el viento de la desigualdad de poder entre ellas.

Conscientes de que un perro no entiende más que muy limitadamente el lenguaje vocal humano, los runa han integrado en este pidgin vocalizaciones perrunas (que entienden asociadas a acciones específicas), un modo verbal imperativo («imperativo perruno») que no se usa entre humanos y la aplicación –brillante, por cierto– de lo que el antropólogo Gregory Bateson observó hace décadas que es habitual entre muchos mamíferos que juegan: la negación paradójica actuada (de manera indicial: hacer algo «de mentira» o con menos intensidad, como señal de que, precisamente, no se hará «en serio»).

¿Por qué entonces darles alucinógenos (además de la ayahuasca usan tsita, bilis de agutí)? Así como los runa entienden que para comunicarse con los seres superiores sus chamanes deben salir de sí mismos, a los perros debe facilitárseles la comprensión del habla humana de la misma forma, precisamente «porque no hay lugar en la sociedad runa para los perros (sólo) como animales». Deben actuar, contenerse, como las personas. Es un caso especial (para otra ocasión queda la descripción del antropólogo de cómo los runa evitan los peligros que surgen de borrar las fronteras entre las personas humanas y las no humanas en estos encuentros).

Ahora, si no vamos a «domesticar», integrar, a nuestras sociedades a todos los animales, tal vez debemos esforzarnos menos en hablarles que en «escucharlos». Justamente, dice Kohn, como ellos no son criaturas simbólicas, «nos fuerzan a encontrar nuevas maneras de escuchar, nos fuerzan a pensar más allá de nuestros mundos morales en formas que pueden ayudarnos a imaginar y realizar mundos más justos y mejores». Con ellos. Y, dados los poderes de vida y muerte que nos hemos autoconcedido sobre el mundo animal, sabiendo que se trata de seres que tienen emociones y piensan (al menos del modo en que nosotros lo hacemos en el momento de soñar), no hacerlo es caer, como temen los runa, en «ceguera del alma». Las palomas no leen, pero tienen puntos de vista. Tal vez del todo inesperados. Sería bueno conocerlos.


1 How Forests Think. Toward an Anthropology Beyond the Human. Oakland, University of California Press, 2014, 288 páginas. El libro obtuvo el premio Gregory Bateson de la American Anthropological Association el año pasado.