Un campesino sabe que el invierno se acerca por la manera en que el viento agita los árboles o por la humedad del suelo donde siembra y cosecha.
Un preso sabe cuánto tiempo le queda de condena por las marcas que hace en la pared, en un cuaderno o en el travesaño de su cama. Y para varias generaciones previas a la televisión digital, la noción de que el día se había acabado –de que ya era demasiado tarde, que era realmente hora de irse a dormir– venía de la mano de la guerra de hormigas.

Se le llama de distintas maneras: nieve, ruido, abejas volando, puntitos, ratones. Wikipedia informa que en Rumania le dicen «pulgas». Mi mamá le decía «plaga de langostas». Son esos patrones de puntos que se movían en la pantalla de un televisor antiguo cuando la antena no captaba ninguna emisora. A veces ocurría porque la señal era demasiado débil, pero en general la guerra de hormigas significaba que a) era demasiado temprano para mirar televisión, o b) era demasiado tarde para mirar televisión.
La vieja rutina de los canales era siempre la misma. Después del último comercial o de los lentos créditos finales de la película de Cine Nocturno, venía alguna clase de clip institucional que, ya fuera por la hora en que se emitía o por su espíritu intrínseco, era inevitablemente patibulario. Prados, plazas, postales del campo, logos del canal y una voz en off agradeciendo la sintonía. Luego, casi siempre, esa voz decía «buenas noches» y de golpe, como una guillotina, se dejaba caer la guerra de hormigas.

Hoy la tele nunca se acaba. A lo más ponen una tarjeta con una cuenta regresiva de cuánto falta para que empiece de nuevo la programación. Dos de la mañana. Faltan seis horas para que empiece el matinal. La televisión actual no descansa, solo se toma un respiro. La guerra de hormigas eran los párpados cerrados de la televisión, el botón de OFF. Hoy no existe nada de eso. Estamos permanentemente rodeados de dispositivos encendidos. Los teléfonos nunca se apagan, solo se descargan.

La pantalla cubierta de estática y nieve es la imagen clave de la época en que la televisión se acababa, se iba a dormir. Entregaba una sensación de clausura y ciclo que también estaba relacionada con lo comunitario. Todos habíamos visto los mismos programas y todos nos quedábamos sin nada que ver a la misma hora. Era útil y tenía su poesía, porque marcaba el final de la jornada. Transmitía la sensación de que las cosas se acababan. Es lo opuesto a la generación Netflix/YouTube/TVCable porque proviene de una era anterior al ciclo de noticias de 24 horas, a lo CNN. Pero además la guerra de hormigas era una extraña fantasmagoría dentro de las casas: un movimiento perpetuo y una ilusión de vida en un momento de la noche en que todo lo demás estaba en silencio.

Los cineastas de los años setenta y los ochenta lo entendieron a cabalidad. Spielberg, Carpenter, Joe Dante: todos filmaron alguna vez la misma escena. Alguien está en una habitación cuya única fuente de luz es un televisor zumbando en la señal muerta. Entonces, a veces, alguien entra y ocurre algo. Un asesinato, un robo, un breve diálogo de sombras. A veces el intruso abandona el lugar con las manos cubiertas de sangre y el ruido blanco de la guerra de hormigas sigue sonando en los oídos de un cadáver.

En Poltergeist no solo hay una escena donde toda la familia duerme frente al televisor. En la película, de hecho, los espíritus del Más Allá se abren paso hacia este mundo a través de la pantalla. Lo que para mí siempre tuvo mucho sentido, porque había algo perturbador en esos puntos chocando y ese ruido siseante que era artificial y sin embargo parecía vivo. A veces escuchaba algo al fondo del ruido: parecía algún tipo de música, trompetas, una banda tocando.
Como si detrás de la cortina de estática estuviera la promesa de un canal fantasma donde se emitían todas las películas que nunca podríamos ver.

«El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto.» Esa es la primera línea de Neuromante, la novela de ciencia ficción que William Gibson publicó en 1984. Era una frase perfecta cuando todos sabían a qué se refería. Pero hoy, cuando los canales muertos no se van a la nieve sino al azul eléctrico, la imagen no tiene sentido. Es una comparación difunta, una antigualla de la vieja era de la sci-fi, como esos libros de bolsillo de los años cincuenta que imaginaban un siglo xxi donde todavía se pelearía la Guerra Fría.

De hecho, hay ciertos aspectos de la nieve catódica que superan la imaginación de tipos como Gibson. En 1965 se descubrió un tipo de radiación electromagnética que habita todo el universo. Su existencia se ha usado como argumento para la existencia del Big Bang primigenio ya que este tipo de radiación, de hecho, sería un eco del mismo origen del universo. Y una ínfima parte de la estática que veíamos en la pantalla de un televisor analógico cuando el último comercial de Calzarte terminaba de correr es, de hecho, culpa de esa radiación. La guerra de hormigas permite ver a simple vista un eco electromagnético del fósil de la explosión que hizo posible el universo.

A veces, cuando éramos chicos, con mi hermano apagábamos la luz y después el televisor. Y entonces pasábamos la mano sobre la pantalla para ver brotar pequeñas chispas y sentir el craccrac-crac de la electricidad sobre el cristal. ¿Por qué no funcionaba si uno lo tocaba con un palo o una camiseta? Un profesor de ciencias naturales me explicó una vez, con mucha seriedad, que los televisores reaccionaban de esa forma al contacto humano porque todos estábamos, de hecho, llenos de electricidad. Ahora que soy adulto entiendo que la explicación es un poco más compleja que eso, pero aun así la respuesta de mi profesor me sigue pareciendo maravillosa.

A veces escuchaba algo al fondo del ruido: parecía algún tipo de música, trompetas, una banda tocando. Como si detrás de la cortina de estática estuviera la promesa de un canal fantasma donde se emitían todas las películas que nunca podríamos ver.

Incluso después de recordar que ese mismo profesor fue el que me dijo, también muy serio, que un hoyo negro era una hendidura en la atmósfera terrestre por la cual podían salir los cohetes al espacio sin quemarse.

El final del tiempo

Tengo otros dos recuerdos asociados a la guerra de hormigas. Uno es un poco divertido, el otro es terrible y no es mío.

El divertido (un poco divertido) pertenece a mis años de universidad, cuando, en mi desesperación por ver películas, instalé el cable en la pensión donde vivía. Para alguien crecido en un mundo donde solo había dos canales, la parrilla programática de la nueva tecnología era agobiante. Los horarios de las películas que me interesaban eran infames y empecé a dormir pequeñas siestas para poder, por ejemplo, ver un filme a las cinco de la tarde, otro a las doce de la noche y otro a las seis y media de la mañana.
Mis ciclos de sueño se trastornaron. No podía mantenerme despierto en las clases, olvidaba lo que me decían, me dormía en todos lados. Intenté usar una videograbadora para ahorrarme las maratones de madrugada, pero no resultó. El ansia de ver películas era superior al sentido común. Ese semestre me eché un par de ramos, desapareció mi vida social y me acostumbré a ver televisión con audífonos para no despertar a los demás habitantes de la casa.

Hasta que un día me desperté vestido, con los audífonos puestos, en la tarde de un día de invierno, y me di cuenta que había que parar. Pedí la desconexión del servicio y luego me puse a esperar que vinieran a retirarlo, como el adicto que tira la droga al wáter y se queda mirando el remolino de agua en el fondo. Los técnicos se demoraron un largo mes en quitar el cable

y recuerdo exactamente lo que estaba viendo en el momento en que por fin se lo llevaron: Millennium, la serie de asesinos en serie con Lance Henriksen. De pronto parpadeó la señal y cuando la pantalla se iluminó de nuevo, era con la guerra de hormigas. Había vuelto a tener tres canales, los tres eran nacionales y en ninguno daban nada que valiera la pena. Así que recuperé algo de mi vida social, mis ramos y mi aseo personal.

El segundo recuerdo, como ya dije, es terrible y no es mío. Es de un carabinero de un pueblito muy chico donde viví una vez en los años noventa. Sentado a la orilla de una fogata en un cumpleaños de algún amigo en común, este carabinero estaba esa vez muy borracho y muy triste por algo. Le preguntaron qué le pasaba y el carabinero –que no debe haber sido muy viejo, tal vez era algo mayor que yo en esa época– contestó que había estado en un procedimiento en el campo. Que unos vecinos habían llamado avisando que habían oído disparos en una parcela. Así que él y un compañero habían llegado de noche, muy tarde, a ver qué pasaba. Y se habían bajado de la patrulla y desde la oscuridad del camino, esa oscuridad cubierta de estrellas que hay en el sur, habían visto la luz blanca saliendo de una de las ventanas de la casa.

Y habían golpeado la puerta y después habían entrado. Y en el pasillo estaba la mujer, con un tiro en el pecho. Y más allá, en la cocina, sentado cerca de la estufa, estaba el esposo con el revólver en la mano y la cabeza volada contra la pared. Y la luz blanca venía del dormitorio con la puerta cerrada. Y al entrar vieron que en el dormitorio había un televisor encendido en una frecuencia muerta, y delante de él, jugando, moviendo los brazos, un niño muy pequeño sentado en el suelo. Que no lloraba, que solo miraba el televisor, la guerra de hormigas, el cierre de las transmisiones, el final del tiempo.