Como toda persona que se llame Paloma y que haya nacido cerca de 1985, crecí en una comunidad Castillo Velasco en Santiago. Porque ustedes tienen que entender que llamarse Paloma es como llamarse Chepa o llamarse Tundra, son nombres que vienen con cierta información codificada. Las Palomas santiaguinas de mi edad vivieron infancias en La Reina, algunas partes de Ñuñoa o en la parte cuica-ecológica de Peñalolén. Cuando te llamas Paloma te meten en jardines infantiles inclusivos con animales de granja vivos. Después, cuando entras al colegio y a tus compañeritos les dan diplomas de mejor compañero o mejores notas, a ti te dan diplomas por llevar las colaciones más sanas, porque tu mamá hace granola en casa y yogur de pajaritos.
Cuando te llamas Paloma, tu padrastro te va a dejar al colegio con un gorrito árabe de hilo y te da vergüenza que te vean con él. Por esta razón es que en mi casa no teníamos tele, ni siquiera teníamos teléfono, y no porque fuéramos pobres ni porque viviéramos en el campo, sino porque éramos «hippies».
La única tele que hubo al principio de mi vida era una especie de tupperware amarillo del porte de una caja de kleenex y vivía en la cocina. No sé cuándo llegó esa televisión a nuestro templo krishna, pero sí sé que había que cambiarle los canales con un alicate y recuerdo haber visto un tenedor enterrado en el hoyito donde iba la antena. La verdad es que la usábamos de radio, sentada ahí entre la 1,2,3 y la yogurtera. No nos llegaba el Canal 13, y la única razón por la que lo sé es por la miseria que voy a contar ahora.
A principios de los noventa la gente empezó a tener cable. Debo haber tenido como siete u ocho años, la edad en que uno empieza a querer parecerse a los compañeros: te cae la teja de que nadie se llama Paloma y que ningún otro compañerito ha ido a un temazcal. Como el mío era un colegio cuico la televisión por cable se esparció como una ETS y en muy poco tiempo todos tenían. Para una kermés invitaron a Checho Hirane y yo no tenía idea de quién era: ya me estaba quedando demasiado atrás. En esa época fue que llegó a mi casa una Trinitrón Color TV. Espectacular. Era a color. Tenía control remoto. Y como se veía un canal nuevo, el Canal 13, yo pensé que teníamos cable. Para mí, Metrópolis Intercom era una forma complicada de decir Canal 13.
Te llamas Paloma, tu mamá es una lola de treinta y por supuesto desayunas sola con tu nueva Trinitrón, esa es la forma en que Dios te envía al Angelito del 13. Todas las mañanas.
Natur con leche y el Angelito y la canción. Al final del día también: el Angelito mandándote a lavarte los dientes y a acostar. El de la mañana me parecía un mono animado aburrido y muy mezquino (duraba un minuto y ni siquiera se besuqueaba con la angelita rubia), y el de la noche, francamente pesado. «Buenas noches les desea Universidad Católica Televisión», decía el aparato, mientras una familia diametralmente opuesta a la mía se bendecía antes de ir a dormir.
Yo ni siquiera era bautizada, me habían llevado a unos teepees en la montaña a tocar tambores por la paz mundial.
Mi abuela materna, naturalmente, encontraba que todo este estilo de vida era una mierda y que no se podía entender que un hombre adulto anduviera con un gorrito árabe de hilo, ni que alguien no quisiera tener cable. Y yo, por supuesto, le encontraba toda la razón. El problema es que ver tele en su casa tampoco era fácil. Mi abuela y su marido sufrían de estrés postraumático de la dictadura. Es un diagnóstico muy profesional que les estoy poniendo yo ahora que escribo esto y ellos están muertos y yo ya estoy grande y sé lo que es el estrés postraumático. La relación de ellos con la tele era agresiva, por decir lo menos.
En realidad, la relación de ellos con el mundo entero era agresiva, pero es que habían sido ellos mismos agredidos y violentados de maneras muy feas. Dejémoslo en que eran gente encantadora que sufrió mucho y luego solo se trató con Alprazolam y Advance. Mi abuela y su marido le gritaban a la televisión, especialmente durante las noticias. Cuando aparecía Jovino Novoa, le gritaban. Cuando aparecía Frafrá, le gritaban.
Cuando aparecía Don Francisco, le gritaban. El marido de mi abuela se encargó de explicarme que la CIA decidía quién salía en la tele y quién no. También mi abuela ponía el despertador a las 3:30 de la mañana para no perderse un partido de tenis, y entonces le gritaba a Agassi y le gritaba a Pete Sampras, que yo pensaba que se llamaba así: Pitsampras.

Entonces no me dejaban ver el Jappening con Ja, ni Viva el Lunes, ni Video Loco, porque eran todos fachos asesinos momios culeados. Las teleseries del 7, Los Venegas y Cine en su Casa era lo único que se podía ver sin que gritaran. Eso sí, las sitcom gringas eran otra cosa; porque los gringos eran culeados pero no huevones, y eso se me dijo en muchas ocasiones. Perfect Strangers, The Cosby Show, Cheers, Golden Girls, Who’s the Boss, Designing Women, Wings, Taxi, Saturday Night Live y más adelante Mad about you, Frasier, The Nanny, Friends, Seinfeld, Everybody Loves Raymond y Will&Grace. Con mi abuela yo vi todas esas. Nunca vi mucho mono animado, menos los japoneses. Lo peor: mi prima –con quien compartía la tele en la casa de mi abuela– vivía poniendo Etc.TV. Una crueldad. Ella tenía cable en su casa y yo quería Sony, yo quería El Precio de la Historia, yo quería Ruth y los 120 minutos en MTV, yo quería, en el peor de los casos, Nickelodeon.
Volviendo a mi abuela: como en su casa no había realmente salud mental, tampoco había hora de apagar la televisión. Éramos zombies, mi abuela y yo. Todavía lo soy un poco. Anoche no más vi siete capítulos de Transparent sabiendo que hoy me tenía que levantar temprano. Si mi abuela es el cable yo soy internet, y en ninguna de las dos hay un angelito jodiéndote con tu higiene dental, mucho menos tus prácticas espirituales.
Ahora yo misma trabajo en la televisión (¡y en Canal 13!) y todo el mundo siempre está hablando de Hermógenes con H y de equis rutina que hizo Álvaro Salas en no sé dónde, o de lo la raja que fue el Coco Legrand en aquel Festival de Viña. En los carretes se ponen a cantar curados la canción del Capitán Futuro o de Angel. Nunca tengo idea de qué están hablando. Yo tengo que decir El Alaraco cuando quiero hablar de Fernando Alarcón, porque se me olvida cómo se llama, y creo que recién este año supe que Pato Torres se llama Pato Torres. Obviamente ya me enteré de quién es Checho Hirane –lamentable–, pero igual vivo con vergüenza de no saber algo, de no conocer un nombre, de no haber visto un sketch de Mediomundo. Se siente irresponsable no saber más. Poco profesional. Yo de verdad no sabría distinguir a Mandolino en una fila de señores.
Me han dicho que había que estar ahí sentado viendo cuando estaba pasando lo que fuera que estuviera pasando, pero a mí lo que me queda es información, datos, grandes hitos, Wikipedia.
¡La experiencia de esa epifanía colectiva de ser una con el país a través de la sagrada palabra de Nuestro Señor Don Francisco! Eso ya no lo viví. Fui víctima de la línea editorial arribista de mi familia izquierdosa hippie gringófila, y como uno crece solo para llevar la contra, ahora que estoy grande y la televisión abierta apesta, ¡me gusta mucho verla! Creo que trolear la tele abierta por Twitter nos ha unido como nación.
Imagínense todas esas almas fracturadas que ya no le gritan sino que le tuitean a la tele, conversando, riendo, haciendo memes. Y en una bodega oscura, detrás de un guruguru desinflado, debe estar el Angelito jubilado, escondido, por fin dándole la lata a nadie.