Septiembre de 1971. El avión tomaba altura sobre Santiago. Era una mañana despejada y fría y desde el aire la ciudad se veía más gris de lo que habitualmente era a esa hora temprana; una extensa neblina cubría la parte baja del valle. Greene observaba, al otro lado del pasillo, el sol que se había elevado sobre la cordillera. Yo tenía la vista del lado oeste de la cabina, sobre el paisaje brumoso de la costa. Mientras el Beechcraft King ascendía con sus dos poderosos motores, Greene se dio vuelta hacia mí y me preguntó si alguna de las moles nevadas que tenía a la vista era el monte Aconcagua; asentí y le señalé con la mano la probable cumbre mientras el avión enfilaba su morro hacia el norte, a Calama.

Este viaje impensado para mí se había gestado dos semanas atrás en Buenos Aires. Un télex de la Embajada de Chile en Argentina había llegado a mis manos, a la Dirección de Difusión Cultural e Informaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores. Solicitaba que se extendiera una invitación del gobierno al escritor Graham Greene, que se encontraba en Buenos Aires y se mostraba interesado en visitar Chile y conocer el proceso político que se estaba desarrollando, petición que fue aceptada sobre la marcha y que desató una serie de actividades para concretar la invitación y diseñar un programa de visitas y reuniones. Un par de días después nos encaminamos Cristián Casanova –jefe de la Dirección– y yo al aeropuerto de Pudahuel, donde ingresamos a la losa y nos ubicamos al pie de la escala de desembarque. Entre los pasajeros que bajaban apareció Greene, un señor alto, de escaso pelo rubio y entrecano, sobriamente vestido con pantalones oscuros, chaqueta entre gris y tonos verdosos y camisa de tonos opacos. Traía un bolso y un diario en las manos. Me pareció una persona de ademanes entre inquietos y tímidos; se negó amablemente a que lo ayudara con su bolso.

Después de unos trámites expeditos en Policía Internacional en el salón VIP, recogimos una maleta flexible en que venía el resto de sus pertenencias y entre una conversación de acercamiento un tanto incoherente nos dirigimos al automóvil. Nos trasladamos al hotel Carrera. Al día subsiguiente Greene fue invitado a un almuerzo en La Moneda con el Presidente Allende y otros personajes políticos, lo que derivó en un programa de visitas a terreno: al norte, para conocer la mina de Chuquicamata y el proceso de nacionalización del cobre, y al sur, donde visitaría algunos predios agrícolas expropiados dentro del programa de la Reforma Agraria.

Me correspondió diseñar y preparar el viaje al norte. Hechos los contactos con Codelco, la Corfo y la Honsa (Hotelera Nacional S.A.), el programa de visitas estaba listo en el papel. La idea era que Greene viajara al norte acompañado por Cristián Casanova y yo. Extendí, además, una invitación a Luis Poirot, con quien habíamos compartido algunas visitas de interés con nuestro escritor. Entre otras, una visita a la iglesia de San Francisco, donde recorrimos unos jardines interiores que nos asombraron por su silencio y quietud en el medio de la ciudad. Greene conversaba, ignoro en qué idioma, con un joven sacerdote que oficiaba de anfitrión y guía al interior del claustro; en las tardes compartíamos unos tragos en la terraza del hotel.

El día previo al viaje al norte Cristián adujo que por razones de fuerza mayor era requerido en Santiago. Tampoco podría viajar Lucho Poirot, ante lo cual tuve que asumir solo esa responsabilidad. Sentí algo de pánico. ¿Que iba a conversar con un escritor inglés de esa talla? ¿Cómo estaba mi inglés para esa tarea? Esa noche repasé unos libros de literatura inglesa de mi colegio en Florida, USA, y al poco rato lo consideré un esfuerzo absurdo, mandé la idea a la cresta y decidí enfrentar lo que viniera. No era lo mismo tomarse unos tragos con Greene acompañado de otras personas que estar solo con él en un viaje.

De alguna manera conseguí que un avión de la Corfo nos trasladara al norte y nos movilizara por la zona los cuatro días que había programado.


El día de la partida lo pasé a buscar temprano al hotel en mi citroneta, donde echamos su maletín de viaje junto al mío en el asiento trasero; llevaba además un bolso de mano del que no se despegaba y lo cuidaba con esmero. Nos dirigimos al aeropuerto de Cerrillos donde nos esperaba el avión en un hangar de la Corfo. El piloto nos estaba esperando al costado del avión; estacioné mi citroneta dentro del hangar y nos encaminamos al aparato y subimos por su escalera al interior. El piloto resultó ser una persona muy agradable y de gran ayuda, lamento no haber retenido su nombre.

Una vez en el aire, por la ventanilla se veían unos retazos de tierra en forma de cuadrados, rectángulos, trapecios de distintos tamaños y diferentes tonos de verdes, otros de tonalidades amarillas y ocre. Nos alejábamos de Santiago en nuestro vuelo hacia el norte, abajo el paisaje se tornaba marrón por la sequedad; apenas se distinguían unas hebras brillantes y plateadas de los cursos de agua. Al cabo de un tiempo el avión volaba sobre el desierto.

Greene, que durante un rato parecía dormitar, se reacomodó en su butaca y miró por la ventanilla hacia el extenso paisaje reseco flanqueado hacia el este por las montañas de los Andes. Se volteó hacia mí y me preguntó si por alguno de los pasos que se avizoraban entre los cerros habían cruzado los restos de la guerrilla del Che hacia Chile. La pregunta me cogió de sorpresa y me levanté de mi asiento y me acerqué a la ventanilla por la que Greene observaba esa vastedad amarillenta y desierta. Se adivinaban unos valles o, mejor dicho, unas hendiduras entre los cerros que perfectamente podrían ser pasos cordilleranos. Más allá se vislumbraban unas altiplanicies reverberantes donde podría haber dejado sus huellas la pequeña partida de sobrevivientes de la aventura boliviana. Le dije que sí, que seguramente el grupo de fugitivos habría llegado a Chile por esos páramos. Greene abrió su bolso de mano y extrajo un bloc de apuntes, sacó una lapicera de su chaqueta e hizo unas anotaciones. Al rato tuvo que parar su actividad pues unos vientos cruzados empezaron a mover a nave. Notamos que el avión había comenzado a descender y nuestro piloto se dio vuelta hacia nosotros y nos advirtió de unas turbulencias mientras nos acercábamos al aeropuerto de Calama.

Greene hurgó en su bolso y extrajo una botella de whisky Johnnie Walker de medio galón; nunca había visto una botella de whisky de ese tamaño. Sacó un vaso de plástico de un pequeño gabinete, lo llenó como pudo y me lo ofreció, sacó otro vaso e hizo lo mismo y me hizo un gesto de brindis. El avión se empezó a sacudir con más fuerza y el piloto nuevamente se dio vuelta y nos ordenó abrochar nuestros cinturones del asiento y nos explicó que estas ráfagas de viento eran comunes en Calama, por los cerros que bordeaban el aeropuerto. Greene apretó la botella contra su cuerpo y me dijo It’s my baby, y agregó: This reminds me when I landed in Dien Bien Phu, por los barquinazos que sacudían al avión como fuego antiaéreo.

Apuramos el whisky garganta abajo y nos preparamos para el aterrizaje.

A los pocos minutos estábamos sentados en unas oficinas del aeropuerto donde nadie nos esperaba. Al principio me sorprendí y al rato me indigné y pedí el único teléfono que había en la oficina para comunicarse con el exterior. Tenía el nombre y el teléfono del relacionador público que supuestamente nos estaría esperando. Logré comunicarme con una secretaria de las oficinas de la minera de Chuquicamata y me explicó que la persona en cuestión ya estaba en camino a buscarnos y que lo había retrasado una reunión.

«¡Una reunión! –grité–. Oiga, estoy con un invitado del Presidente y llevamos media hora esperando en estas oficinas y nadie sabe nada de nada.» Al rato apareció el relacionador público de la mina y se deshizo en explicaciones. Finalmente rodamos hacia Calama y nos instaló en el hotel de la ciudad. Para aplacar mi mal humor y las incomodidades de Greene por la prolongada espera ordenó unos piscos sour antes del almuerzo para distender la situación.

Greene, que durante un rato parecía dormitar, se reacomodó en su butaca y miró por la ventanilla hacia el extenso paisaje reseco flanqueado hacia el este por las montañas de los Andes. Se volteó hacia mí y me preguntó si por alguno de los pasos que se avizoraban entre los cerros habían cruzado los restos de la guerrilla del Che.

Después de un almuerzo ligero nos dirigimos cada uno a sus habitaciones a descansar del viaje y los malentendidos. Al cabo de un rato volvió el relacionador público de la mina a buscarnos para efectuar una visita al yacimiento. Bajamos al corazón de la mina a bordo de una camioneta y nos movimos con cautela, esquivando unos grandes camiones Lectra Haul que transportaban el mineral desde el fondo hacia arriba, a las procesadoras. Nos fotografiamos a un costado de uno de estos camiones, al frente de una de sus ruedas, cuyo eje apenas alcanzábamos con nuestras cabezas. Después nos dirigimos a la Gerencia, donde Greene tuvo la ocasión de hacer algunas preguntas sobre el proceso de la nacionalización y sus beneficios y consecuencias para Chile. Pudo además hablar con algunos mineros. Siempre llevaba su bloc de anotaciones y una cámara fotográfica.

En la tarde, sin mucho que hacer y de vuelta en el hotel nos dirigimos cada uno a sus habitaciones y quedé de ir a buscarlo para la cena. Entre tanto me junté con el relacionador público y le pregunté sobre los preparativos del viaje al día siguiente a San Pedro de Atacama, donde Greene tenía mucho interés en encontrarse con el padre Gustavo le Paige, a quien había conocido en África, y desde luego conocer el lugar y los trabajos arqueológicos que estaba desarrollando, así como el museo que contenía piezas importantes de la cultura prehispánica que había habitado ese oasis.

Todo estaba preparado para el día siguiente y quedé conforme con el plan, que se ajustaba al que había diseñado en Santiago y que obviamente incluía un automóvil con un chofer, baqueano de la zona, que nos llevaría por tierra hasta San Pedro.
El piloto volvió a su avión esa tarde y voló rumbo a Antofagasta donde cargaría combustible y pasaría la noche. Quedamos en que nos iría a buscar a San Pedro.

Temprano nos pasó a buscar el chofer con su auto. Mientras, yo había preparado un bolso con algunos sándwiches y bebidas en la cocina del hotel para el trayecto de casi cien kilómetros. El camino entonces no estaba pavimentado y era poco transitado. Las bajas temperaturas de la mañana iban dando paso al calor a medida que el sol se elevaba sobre el páramo que recorríamos. Al llegar al denominado Valle de la Luna nos detuvimos para mirar y acercarnos a las extrañas formaciones de arena y sal petrificada que dan el nombre a ese entorno. Calama había quedado muy atrás, hundida en su sopor amarillento.

Finalmente, después de un breve retraso debido a un pinchazo de un neumático, arribamos a San Pedro. Nos dirigimos a la parroquia, donde suponíamos que encontraríamos a Le Paige.
Nos recibió un joven monaguillo que salió de la sacristía, al que le costaba entender la situación. El padre Le Paige estaba en el garaje, nos dijo. Salimos del recinto y cruzamos bajo las sombras raquíticas de unos pimientos hacia un descampado guiados por el acólito. Un amplio portón de tablas, incrustado en una larga pared de adobe, daba paso a un vasto patio de tierra. Parados en la mitad del recinto no veíamos a nadie, salvo unas dos o tres camionetas viejas con las puertas abiertas y los capó levantados como hocicos de latón. Un mecánico tiznado y con el pelo revuelto asomó la cabeza por una de las ventanas. Greene aguzó la vista y me dijo There he is y señaló hacia una de las camionetas con el capó del motor abierto. Vi unos fondillos y unas piernas cortas que colgaban afuera de alguien que tenía medio cuerpo dentro del motor. Nos acercamos y el acólito se aproximó y golpeó con suavidad las espaldas del sujeto y le dijo que tenía visitas. El cura descendió del motor, dejó de lado unos trapos con los que se había limpiado las manos y sacudido su camisa, a lo que siguieron unos abrazos y una efusiva conversación con Greene. Yo fui prácticamente ignorado después de un apretón de manos y seguí mi rutina de comparsa.

Nos encaminamos al museo,1 que estaba en proceso de construcción y de ordenamiento y clasificación de los restos encontrados en las excavaciones de Le Paige, y de los utensilios de greda y piezas de uso doméstico de los habitantes prehispánicos de la zona. Mientras Le Paige guiaba a Greene por el recinto, yo los seguía a corta distancia en compañía de un par de alumnos de Arqueología de la Universidad de Antofagasta. Me explicaron que les habían asignado la tarea de asesorar al cura en sus labores pues en sus exploraciones y excavaciones primaba más el entusiasmo y la premura que un trabajo ordenado y científico. Así habían sido quebradas piezas de greda con chuzos y palas al intentar extraerlas para coleccionarlas. Había quejas de algunos lugareños por la extracción de momias que consideraban sus antepasados. En otras palabras, la universidad se estaba haciendo cargo y ordenando el trabajo.

Detuvimos nuestro andar frente a una gran caja de vidrio; desde dentro nos sonreía, con una mueca inquietante, Miss Chile, así la había nombrado Le Paige; era la momia de una joven encontrada dentro de su tumba cerca del poblado. Observamos su peinado, unas greñas resecas, sus ojos vacíos y sus vestimentas de lana de alpaca y sus dibujos. Todo sacado a la luz por las picotas y palas que habían interrumpido su sueño milenario.

Recordé que tenía que preocuparme del almuerzo y me aparté del paseo. Apuré mis pasos acompañado por el monaguillo hasta la hostería de la Honsa. Tenía que organizar el almuerzo con los encargados del hotel y firmar vales que pagaría el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Al arribar Greene con Le Paige nos sentamos los tres en una mesa que miraba a un jardín luminoso. Durante el almuerzo me mantuve ajeno a la conversación; solo me preocupaba del contenido y presentación de los platos, pues había pedido al administrador y a las cocineras algo liviano, ya que esa misma tarde teníamos que emprender vuelo hacia Iquique. Pasado nuestro frugal almuerzo nos condujeron a la suave penumbra de un salón de estar que accedía a un jardín donde unos árboles proyectaban sus sombras. Descansamos largo rato del ajetreo de la mañana. Greene hacía anotaciones en su bloc a intervalos, entre miradas furtivas al jardín sombreado de donde provenían destellos de suave luz y el tenue arrullo de unas tórtolas.

Con la ayuda de un guía del hotel logramos responder sus preguntas sobre el poblado. Le asombraba la existencia de ese asentamiento en medio del desierto y la llegada de los españoles a ese punto perdido en esos páramos. Con su vista recorría un mapa que nos habían facilitado y con su índice señalaba lugares y volvía a las preguntas. Después hacía anotaciones y volvía su vista hacia el jardín. Pasado un rato nos ofrecieron unas «onces» que agradecimos y declinamos; una solitaria taza de té bastaría.

Un zumbido se acercaba por el cielo y aumentaba su sonido hasta transformarse en unos poderosos rugidos que circunvolaron a baja altura sobre el poblado. Era la forma de anunciarse del piloto, que aterrizaría por allá, en el descampado, en una pista invisible a un par de kilómetros.

Nos movilizamos y recogimos nuestros bolsos de viaje en la recepción del hotel; apareció el chofer baqueano y nos despedimos del personal que nos había atendido. Nos dirigimosal vehículo y metimos nuestros bártulos en el portamaletas. El conductor había conseguido reparar su neumático para su vuelta a Calama.

Apareció Le Paige que venía a despedirse de Greene. Venía en una de las camionetas que habíamos visto en la mañana, con mucho ruido y estertores; el mecánico tiznado de la mañana venía limpio, peinado y al volante. Finalmente, Greene y Le Paige se despidieron; nuestro chofer nos apuraba hacia su vehículo. El desierto se abría amplio e inconmensurable hacia el norte del poblado y a mano derecha, hacia el noreste se imponía el Licancabur en la distancia. El avión parecía tremolar a lo lejos, en esa planicie reverberante; a medida que nos acercábamos se fueron distinguiendo sus contornos y la figura del piloto se fue delineando con más precisión.
Nos esperaba a un costado de la escalerilla. Nos bajamos del automóvil; nos despedimos muy agradecidos de nuestro chofer y nos alegramos de encontrarnos con nuestro aviador. Ayudé a Greene con sus bolsos y nos instalamos en nuestros asientos en la cabina, miré por la ventanilla y vi que nuestro piloto conversaba con un oficial de Carabineros. La escena me sorprendió y un poco más atrás vi una camioneta con los colores de la policía; habían aparecido de la nada y seguramente nos habían seguido desde San Pedro sin que nos hubiéramos percatado. El piloto gesticulaba molesto y decidí bajar. Greene me miró sorprendido, le dije que no pasaba nada grave.Se había iniciado una escena compleja, que mirada a la distancia era un espectáculo absurdo. El policía insistía que el piloto debía acompañarlo a la comisaría de San Pedro para extenderle un parte y retenerle sus documentos de piloto por el hecho de haber volado a baja altura sobre el poblado. Nuestro piloto insistía en que era la única forma de anunciar su llegada a dos pasajeros que lo esperaban (recordemos que en esos años no existían los celulares y el aviador no conocía el teléfono de la única hostería del lugar). El hecho es que la situación estaba caldeada y el piloto se negaba a entregar sus documentos. Intervine tratando de calmar los ánimos y le expliqué al oficial que estábamos de visita con un invitado de gobierno; le pedía que dejara pasar esta situación. Por fin se dio por terminado el incidente y subimos al avión, por la ventanilla vi la camioneta de Carabineros que se alejaba hacia San Pedro con su tierral y su capitán malhumorado.

Más allá del poblado, hacia el sur, Le Paige iba dejando otra estela de tierra, una polvareda que se elevaba floja tras la camioneta. Iba dando tumbos por un camino lleno de baches, con sus palas, chuzos, picotas, rastrillos y cajas con sacos en demanda de otros entierros, sacando calaveras, clavículas, costillas, omóplatos y fémures y otros huesos a la sequedad de los aires desérticos.

Antes de que se encendieran los motores, Greene, que se había percatado de que algo no muy agradable había ocurrido, nos ofreció sendos vasitos de whisky; nuestro piloto declinó el ofrecimiento riendo y yo estiré la mano agradecido. Lo anterior había sido una escena de pintoresquismo para un libro de nuestro escritor.

Despegamos de esa pista en medio de la nada misma y nos elevamos rumbo al sol poniente, hacia Iquique. Fue un vuelo corto y descendimos al aeródromo que se encontraba en la ciudad misma, entre casas descoloridas y chabolas color tierra de techos planos de calamina.
Fue una visión fugaz por la ventanilla del avión.

Aquí la memoria me abandona. Recuerdo que nos trasladamos al centro de Iquique en un jeep militar abierto, descapotable. Terminamos en el regimiento asentado en la ciudad. Recuerdo haber sido guiado con Greene y el piloto a la comandancia del regimiento, donde nos encontramos los tres sentados ante el general o coronel a cargo de la guarnición. Un amplio escritorio nos separaba del militar que fumaba unos cigarrillos mentolados con filtro, con lentos ademanes lanzaba el humo al aire y le sonreía a Greene. En un inglés pasable decía que había leído algunos de sus libros –supuse que El americano impasible y El tercer hombre– y hacía comentarios. Greene estaba inquieto y molesto, algo que el piloto y yo notamos, y en un intercambio de miradas decidimos abandonar el recinto. El general ofreció alojarnos en una de las barracas acomodadas para visitas pero agradecimos la oferta y nos despedimos del sujeto. Hasta el día de hoy no recuerdo por qué terminamos en ese regimiento. Debió haber sido por la huelga de los hoteles de la Honsa. Afuera le propuse al piloto adelantar el viaje y volar hasta la planta experimental de Canchones en la pampa del Tamarugal, que distaba poco más de un cuarto de hora de Iquique; estuvo de acuerdo pero tenía que ser ya, antes de que el sol se pusiera. Volvimos al jeep y nos dirigimos raudos al aeródromo.

Despegamos y nos elevamos hacia la pampa; a los pocos minutos vi unas extensas manchas oscuras en el paisaje reseco de la tarde, eran los bosques de tamarugo que se extendían en la planicie. Descendimos y el piloto efectuó dos giros cerrados a baja altura sobre unas casas que se distinguían apenas entre los árboles.

Aterrizamos en una pista invisible para mí, a cierta distancia de los bosques de tamarugo.
Pasados unos minutos dos luces emergieron de la penumbra; se acercaban hacia nosotros. Un hombre joven bajó del jeep y se saludaron entre risas con el piloto. Nos presentaron y nos dirigimos a las casas que había visto desde el aire, eran amplias y limpias. Había oscurecido y una vez ubicados en nuestra pieza, que compartí con Greene, nos llevaron al comedor, donde alguien nos preparó un plato de arroz con huevos y un bistec para cada uno. No había vino, solo agua.

Esa noche Greene estuvo más conversador, caminamos hacia la noche acompañados por el piloto y un par de jóvenes ingenieros forestales que administraban la Estación Experimental. El cielo intensamente estrellado cubría nuestra caminata nocturna. No recuerdo por qué Greene recordó los años de guerra y los bombardeos sobre Londres. Me dijo que nunca se había sentido más intensamente británico y orgulloso de serlo que cuando compartía con miles de familias las estaciones del Underground durante los bombardeos de la Luftwaffe, ahí sentía que ese era su lugar en la tierra. Que era parte de esa gran comunidad que resistía sola y estoicamente el embate nazi.

Llegamos hasta la obscuridad de los árboles y volvimos a las casas donde nos esperaba el descanso de otro día agitado. En la pieza había una mesa y unas sillas y Greene extrajo su botella de whisky y yo me dirigí a la cocina donde una empleada, al parecer boliviana, me pasó un plato con unos cubos de hielo que le había pedido.
Esta vez el piloto nos acompañó con un vaso de whisky mientras organizábamos las actividades del próximo día.

Revisamos un mapa de la zona y programamos con Greene el viaje hasta Pica. El pueblo cuenta con una iglesia antiquísima y tiene un retablo que representa la última cena, con Jesús y los apóstoles esculpidos en madera y en tamaño natural. Nos juntamos con nuestros anfitriones y les preguntamos si nos podían facilitar el jeep al día siguiente. Ningún problema pero uno de ellos haría de chofer. Aceptamos.

Una vez solos en la pieza Greene volvió sus pensamientos a nuestro fugaz paso por Iquique y me confesó que se había sentido incómodo y molesto con el coronel. Algo había en su aspecto que le provocó rechazo y me recalcó his fox like face y que le pareció not trustworthy. Recordé sus finos bigotes, sus ojos achinados en el rostro aguzado y sus ademanes estudiados.

Después, la conversación derivó a temas personales y me contó que su conversión al catolicismo había sido a causa de una mujer de la que se había enamorado y que era católica y con la cual terminó casándose; no se extendió más allá en ese tema. Esa noche escribió hasta tarde.

A esta altura, el viaje que había planificado en Santiago había cambiado drásticamente por la fuerza de los acontecimientos: la huelga de la Honsa.

En Santiago, Cristián, mi jefe, no tenía idea de dónde me encontraba con nuestro escritor, quien parecía estar tranquilo y contento con la aventura.

Temprano al otro día nos encaminamos con uno de nuestros anfitriones hacia la arboleda de tamarugos. Bajo el dosel verde de estos árboles vimos gran cantidad de ovejas y caprinos que se arremolinaban bajo sus sombras. Comían los frutos de esta especie, que semejan un gran maní curvo y que tapizaban el suelo alrededor del tronco y la sombra de sus ramas. La imagen contrastaba con el desierto que se extendía poco más allá de la arboleda. Greene se mostró sorprendido por el espectáculo, pues de noche no distinguimos, en la oscuridad, las ovejas y caprinos que dormían bajo estos árboles. A la luz de la mañana imaginé un paisaje bíblico, los balidos de las ovejas y cabras apiñadas bajo las ramas, y la reverberación del desierto al otro lado del escaso verdor.

Antes del mediodía iniciamos nuestra excursión hacia Pica. En el camino nos detuvimos a observar unos socavones profundos que se encontraban cerca de la ruta y que se abrían a unas aguas subterráneas a bastante profundidad; se podía escuchar desde arriba cómo escurrían.
Uno de nuestros acompañantes observó que estas aguas descendían desde la cordillera y que estos pozos databan de antes de la llegada de los españoles, quienes los habían profundizado.
Continuamos nuestro viaje a Pica y nos dirigimos a la iglesia del pueblo a ver el retablo prometido. La iglesia estaba cerrada para sus parroquianos a esa hora, pero nos permitieron la entrada. Sentí el frescor de la sombra interior y el silencio del claustro. Con Greene nos acercamos a mirar el retablo que se encontraba a un costado de la nave. Nos mantuvimos en silencio un rato.

Greene observaba atentamente a los personajes representados y en un gesto que me sorprendió me tomó del brazo y me preguntó si identificaba a Judas en el grupo. Le contesté que no, que no tenía formación religiosa e ignoraba totalmente la disposición de los santos que acompañaban a Cristo e imaginada por los artesanos. Con una sonrisa apagada me dijo que mirara bien. Como persistí en mi desconocimiento me indicó a uno. «¡Ese, con aspecto de inglés!», recalcó. Efectivamente, entre Cristo y los apóstoles con rasgos españoles, había uno entre rubio y colorín, ese era Judas.

Por cierto Greene dedujo que el retablo tenía que datar de la época de alguna de las guerras entre ambos imperios, o era simple inquina de los talladores, por los saqueos de Drake costa abajo. Esta anécdota marcó mi visita al pueblo. El traidor, el malo, el Judas, siempre era el enemigo, el contrario. Acompañé a Greene con una risa sofocada. Del resto de la visita recuerdo unos jardines y unas plantaciones del pequeño y jugoso limón de Pica. Volvimos temprano a la Estación Experimental. Desde la logré comunicarme por teléfono con el Gran Hotel de la ciudad de Antofagasta y conseguí hablar con el gerente, quien me aseguró que no tenía problemas para recibirnos y alojarnos, a pesar de la huelga. Nuestros anfitriones nos acompañaron al costado del avión, nos despedimos agradeciéndoles sus atenciones y emprendimos vuelo a Antofagasta.

Aterrizamos en el aeropuerto de la ciudad en una pista pavimentada y dejamos el avión a buen recaudo. En esta ocasión el piloto se comunicó por radio con la torre de control y efectuó todas las operaciones pertinentes a un aterrizaje formal. Conseguimos que nos recogiera un taxi y nos dirigimos al hotel.

El hotel estaba cerrado; nos bajamos del taxi y nos quedamos mirando sus amplios portones totalmente cerrados. Se me hizo un nudo en la garganta. Allí estábamos Graham Greene, el piloto y yo con nuestros bolsos de viaje parados en la vereda mirando la fachada muda y ciega del hotel. Pasaron largos segundos hasta que notamos que una de las puertas se entreabría apenas y aparecía la cara de un señor medio calvo. Sacó la mitad del cuerpo afuera y nos hizo señas para que nos acercáramos. Recogimos nuestros bártulos y subimos los escalones hasta la fisura que se había abierto. El portón se abrió un poco más y el gerente nos recibió con entusiasmo; le acompañaban un par de mucamas que nos guiaron a nuestras habitaciones, mientras Greene era atendido con efusión por el gerente que le hablaba en un buen inglés (deduje por su aspecto que debía ser de origen centroeuropeo, húngaro quizás, avecindado en nuestro país). Caminamos por unos pasillos oscuros y solitarios, como ladrones desaprensivos. El único ruido era el de nuestros zapatos, el cuchicheo de las mucamas y las atenciones verbales del gerente hacia Greene.

Nos prepararía una muy buena cena, nos dijo, pero agradecimos la atención y le expresamos que teníamos una reserva en un restaurante.
Queríamos escapar del recinto claustrofóbico.

Después de un breve descanso pasé a buscarlo a su habitación para juntarnos los tres en el hall de recepción y dirigirnos a un restaurante que conocía nuestro aviador. En nuestra caminata por el pasillo fuimos sorprendidos por un fotógrafo que había conseguido el gerente y que nos disparó un flashazo a quemarropa. Es la única fotografía que tengo con el escritor. El pasillo se ve oscuro, yo conversando y Greene sorprendido.

Salimos a la oscuridad de la noche por una hendija que el propio gerente nos abrió en el portón. Llegamos a un restaurante lleno de gente y animación. Pedimos pescado y probamos unas presas de pulpo o de calamares en su tinta, todo acompañado de un excelente vino blanco muy helado. En un momento, mientras disfrutábamos de nuestros platos el piloto nos pidió permiso para ausentarse unos minutos. Al cabo de un rato apareció y se volvió a sentar con nosotros. Traía un libro que, ignoro cómo, había comprado a esa hora en una librería. Era Viajes con mi tía, y le pidió que se lo dedicara. El escritor sacó su pluma de su chaqueta y le dibujó unos puntos en una de sus hojas y los unió con unas líneas semicirculares, como volutas. Era una alusión a los despegues y aterrizajes que habíamos efectuado en el viaje y le agradecía esos vuelos. Una bonita dedicatoria.

Esa noche cada uno durmió satisfecho y tranquilo en su pieza. Al día siguiente, durante el desayuno se nos acercó el administrador del hotel y confirmó mis intuiciones; era de origen centroeuropeo (yugoeslavo o húngaro) y se había asentado en este lejano país después de la guerra.
Greene lo invitó a sentarse en nuestra mesa, que era la única ocupada en el amplio comedor. Se confesó admirador de la obra de nuestro escritor y le solicitó una dedicatoria en un libro que traía consigo. Después de una breve conversación nos dejó solos. Nuestro piloto se excusó diciendo que tenía que ir al aeropuerto a preparar el avión para el viaje a Santiago. A petición mía el gerente del hotel nos consiguió un taxi con un chofer que conocía e hicimos un recorrido por la ciudad, sobre todo por la avenida que bordeaba el puerto. Visitamos las ruinas de Huanchaca, una antigua fundición de plata, y volvimos hacia el norte y nos acercamos al monumento natural de La Portada, esa gran roca horadada por el mar.

Después de un almuerzo ligero y un breve descanso emprendimos el vuelo de retorno. Aterrizamos al atardecer en una ciudad que me pareció inquietante y agazapada. Lo pasé a dejar en mi citroneta al hotel Carrera.

En los días que siguieron Greene tenía una apretada agenda de entrevistas y reuniones y un viaje a Viña del Mar donde compartiría una cena con escritores de la zona.

Pocos días después lo fuimos a dejar al aeropuerto de Pudahuel donde emprendió su regreso a Europa en un avión de la British-Caledonian. Ignoramos qué impresión se llevó de nuestro país pero en el aire había una sensación de inquietud y tensión que envolvía el ambiente.



1 El Museo Arqueológico R. P. Gustavo Le Paige lo fundó en su casa parroquial este jesuita belga apasionado por la cultura atacameña; luego se fue ampliando y hoy es propiedad de la Universidad Católica del Norte. Está ubicado en la comuna de San Pedro de Atacama, en la II Región de Antofagasta.